miércoles, 24 de agosto de 2011

La Cueca Larga del Realismo Mágico, Segunda Pata - Hernán Castellano Girón

Barroco de la forma y barroco de la letra

Quisiéramos explorar en esta especie de “segunda pata cuequera” algunos de los temas dejados en el tintero electrónico –perdóneseme la metáfora ramplona— sobre el muy largo y por lo visto, insólitamente peliagudo tema del realismo mágico. Los ribetes polémicos que pudiera tener este ya no muy docto argumento no nos interesan para nada, pero sí sería bueno explorar algunas facetas poco usuales de este tema al parecer de nunca acabar. La primera que nos viene a la mente es la de un intento de establecer un paralelo o interplay dialéctico entre el realismo mágico —que preferimos no entrar a definir, pero cuyo significado como forma sociocultural de la modernidad (y posmodernidad) narrativa hispanoamericana pareciera ser más o menos universalmente aceptado— y el así llamado barroco literario moderno o neobarroco hispanoamericano.

Sería oportuno –sin intención de pretender profundizar en el tema—recordar que los historiadores del arte colocan el barroco arquitectónico y pictórico como una manifestación de los siglos XVII y XVIII. En el Nuevo Mundo, esta forma de barroco es básicamente una manifestación del sincretismo imaginístico religioso del viejo mundo con la imaginería del nuevo mundo (árboles de la vida y animales sagrados principalmente). En la fachada de la iglesia de Santo Domingo en San Cristóbal de las Casas en el estado mexicano de Chiapas, cuya construcción se empezó a mitad del siglo XVI (en 1560 para ser más exactos, pero la fachada se completó en el siglo XVII) ya podemos observar ejemplos notables de este sincretismo, en el cual jugaron un rol esencial los artesanos nativos que aportaban sus imágenes autóctonas, cuyo simbolismo, para beneficio de la posteridad, pasó inadvertido a los Inquisidores. Luego entraría a jugar una importante parte el color, y así, en los oros, los azules y rojos alucinantes de la iglesia de Santa María de Tonantzintla (iniciada en 1600) ahora ya incorporada a los extramuros de Puebla, podemos experimentar y gozar sensorial y conceptualmente la visión de este sincretismo llevado a su expresión más alta. Lo que ocurre en otros países latinoamericanos es parecido, si no estrictamente paralelo (pensemos en Ouro Preto, la capital barroca de Brasil) aunque los ejemplos mexicanos son dramáticamente bellos, por la misma fibra colorida que tiene el arte de este país.

El barroco latinoamericano, en consecuencia, es un fenómeno muy estudiado desde el punto de vista conceptual e histórico cuando nos referimos al ámbito arquitectónico, pictórico y escultórico (aunque la arquitectura demuestra este sincretismo en forma gráfica y extremadamente clara) pero las cosas son diferentes cuando se trata de definir el barroco literario del Nuevo Mundo, y especialmente el barroco literario moderno o neobarroco.

Pero entonces, señor Castellano Girón ¿de qué nos está hablando usted, de piedras e iglesias o de endechas, romances, yámbicos o trocaicos? ¿Por qué nos mezcla descaradamente elementos que nada tienen que ver entre sí? Explique, explique …

Hemos constatado que aparece como sorprendente —sobre todo para las almas simples— que sea más gráfico o inclusive, más apropiado, hacer un paralelo entre el neobarroco literario y el barroco arquitectónico y su maravilloso sincretismo, más que con el mismo barroco literario histórico.

En la literatura colonial, no se manifestó una gran diferencia entre las expresiones del mundo literario de la península y el de las Colonias, aun en grandes creadores como Sor Juana Inés de la Cruz o Carlos de Sigüenza y Góngora y sus pares, los gigantes del siglo de Oro español. Había una identidad formal de mundos y de representaciones. Pero tanto Sor Juana como Carlos de Sigüenza y Góngora tuvieron muy serios problemas con las autoridades eclesiásticas, que eran el verdadero poder fáctico de la época, como ahora todavía lo son en algunas de nuestras “repúblicas del irrespeto”.

Octavio Paz nos cuenta, en Sor Juana o las trampas de la fe, que los poetas señalados fabricaron arcos de honor para el cortejo del nuevo virrey de Nueva España, el conde de Paredes, marqués de Laguna (1680). En ellos se mezclaban figuras mitológicas clásicas como Marte o Perseo, con imaginaría religiosa católica en los arcos ejecutados por Sor Juana, y sucedía igual con dioses aztecas como Huitzilopochtli y Quetzalcoatl en los de Sigüenza y Góngora. Por lo tanto, este fenómeno del sincretismo aparecía claro en las mentes privilegiadas y revolucionarias de Sor Juana y Sigüenza, pero en realidad habría que esperar tres siglos para que se diera en la literatura un fenómeno tan original como el sincretismo arquitectónico presente en los ejemplos de San Cristóbal de las Casas o en Puebla, o como iconografía alegórica en los arcos de Sor Juana y Sigüenza. Es interesante constatar que tampoco en este caso los Inquisidores advirtieron la provocación herética que constituía semejante yuxtaposición, que paragonaba los símbolos cristianos con los “paganos”.

El barroco literario moderno o neobarroco

La narrativa del nuevo mundo prácticamente no existió hasta El Periquillo sarniento (1816) del mexicano Fernández de Lizardi, o los cuentos del escritor y patriota argentino Esteban Echeverría como El matadero, escrito en 1839 y publicado póstumo en 1871, ya bien entrado el siglo XIX.A propósito, no estaría de más recordar que durante la Colonia estaba prohibido traer al Nuevo Mundo libros que no fueran breviarios de catecismo o de temas estrictamente religiosos. La literatura era considerada superflua o directamente subversiva y cuando empezaron a conocerse las ideas de los enciclopedistas, ellas fueron catalogadas como demoníacas, especialmente las del temido Voltaire.

Con el advenimiento del modernismo y la vanguardia, se abrieron los caminos de la modernidad literaria, pero todavía habría de pasar más tiempo para que se consolidara y estudiara el concepto de neobarroco o barroco literario hispanoamericano moderno, que se convirtió en un importante tema de discusión crítica en décadas recientes. Los estudiosos y escritores que se han abocado a su análisis parecen estar de acuerdo con las raíces históricas del fenómeno, pero suelen darle un inicio más reciente del que realmente tiene. También el novelista y poeta Severo Sarduy dedicó al tema un libro, lleno de su característica imaginería y agudeza[i].

Dice la profesora Anke Birkenman de la Universidad de Yale: Los artistas y teóricos del neobarroco son, en Latinoamérica, los que más han estudiado el barroco colonial en relación con el presente latinoamericano. En un ensayo reciente, César Salgado ha reescrito la historia del neobarroco latinoamericano, tomando como punto de partida las actuales teorías postcoloniales sobre la hibridez. Muestra Salgado que el barroco, además de ser un estilo y una voluntad de decoración excesiva, ha sido visto por los grandes ensayistas latinoamericanos como Pedro Henríquez Ureña, Alfonso Reyes y Ernesto Picón Salas, y luego los poetas neobarrocos José Lezama Lima y Severo Sarduy, como el arte de la "contra-conquista," es decir que representó la voluntad criolla de crear una propia cultura latinoamericana, esencialmente híbrida y descentralizada, desestabilizadora de la metrópoli.[ii]

Otros autores, como por ejemplo Julio Ortega, señalan que el neobarroco sería “una manifestación de la segunda mitad del siglo XX”[iii], cronología con la que no podemos estar de acuerdo: el fenómeno es bastante anterior, remontándose su origen a los inicios del modernismo. Los escritos en prosa de José Martí, su prosa periodística y, por ejemplo, su celebérrimo prólogo al Poema del Niágara de Pérez Bonalde (1883), son ejemplos de una literatura barroca que nace y se desarrolla con rapidez vertiginosa.

La escritura se hincha, se adensa y su sintaxis y prosodia funcionan por acumulación, en sintagmas que crecen como los corales o como los cristales, y la palabra adquiere por lo mismo, espesor y “tridimensionalidad”.Es tan importante este “estilo” o modo de escribir y concebir el lenguaje literario, que podríamos afirmar que la verdadera literatura hispanoamericana moderna empezó con estos experimentos en prosa de José Martí, en los que el lenguaje se acumulaba e hipertrofiaba buscando expresar una totalidad nunca antes expresada.

Pero deberían pasar muchos años antes de que los escritores pudieran satisfactoriamente desafiar los modelos europeos, especialmente los narrativos. Ello ocurrió cuando el modernismo evolucionó hacia la fase vanguardista de la modernidad y se rompieron muchas barreras estilísticas y escriturales. Esto ocurre desde los años veinte en adelante. Escritores como el mexicano Arqueles Vela, el ecuatoriano Pablo Palacio, el argentino Macedonio Fernández y el chileno Juan Emar, rompieron las estructuras narrativas y experimentaron con lenguajes que usaban profusamente lo onírico, lo paradójico y lo surreal, y buscaron establecer dimensiones cada vez más complejas y sutiles para la materia y estructura narrativa.

Luego, en la década del sesenta, con la consolidación de la presencia narrativa hispanoamericana en el contexto mundial, tanto el realismo mágico como el neobarroco se dieron en las mayores obras literarias de García Márquez, Rulfo, Carpentier y Lezama Lima, pero también en otros menos conocidos como el peruano Manuel Scorza, con su muy poco estudiada saga de Garabombo el invisible. Hay que recordar que Carpentier empezó su contribución al realismo mágico ya en 1948, con El reino de este mundo, el mismo año en que Leopoldo Marechal publicó su magnífico texto neobarroco Adán Buenosayres.

Barrocos y barroqueados

Ya en el último párrafo de la sección anterior se plantea suficiente confusión como para empezar a dilucidar inmediatamente la madeja del realismo mágico y el neobarroco, entrelazados en las obras y los estilos de los autores de la modernidad hispanoamericana, que por lo visto se remonta bastante lejos en el tiempo. Porque hay realistas mágicos que son barrocos y barrocos que no son mágico realistas y las combinaciones se multiplican en las obras individuales sin que pueda definirse un solo estilo para un autor en su obra completa. Esto demostraría —si es que es necesaria una demostración— que ambos ámbitos o fenómenos literarios corresponden a su vez a dos funciones distintas del lenguaje literario.

El neobarroco es sintagmático, pertenece a la dimensión de la estructura o anatomía de este lenguaje. Como funciona por acumulación y proliferación, su sintaxis mima la construcción arquitectural del barroco histórico.

En cambio, el realismo mágico corresponde a una cosmovisión del autor, una creación donde la metáfora –la gran metáfora, parábola, alegoría o como quiera definírsela o proponerla, no la figura retórica— reemplaza a la transcripción directa de la realidad, que en el realismo decimonónico formaba la base de la narración. Pero ambos, el barroco y el realismo mágico pueden a su vez, formar estilemas, funcionando cada uno en su nivel, el sintagmático para el primero y el paradigmático para el segundo.

Así, propondríamos para algunos sobresalientes autores la siguiente filiación, que por supuesto constituye una simplificación crítica de su obra, pero es a la vez una operación de tipo análisis—síntesis donde obtenemos su perfil más característico dentro de la literatura de la modernidad.

Pasemos a “filiar”, entonces, a algunos los más grandes o significativos de los narradores hispanoamericanos del siglo XX, empezando por los que no nos ofrecen dudas en cuanto a su filiación, y mencionando de paso las excepciones que se demuestran tan válidas e interesantes como la regla.

Los que son realistas mágicos y también barrocos serían, a nuestro juicio, José Lezama Lima, Gabriel García Márquez, Alejo Carpentier, Manuel Scorza y, sin duda, Juan Emar (quien posiblemente es el inventor de esta cosmovisión literaria, antes que todos los mencionados) pero necesitaríamos abrir aquí un paréntesis, porque se podría distinguir al menos dos tipos de realismo mágico, el lírico y “constructivo” y el irónico o “deconstructivo”. En los polos o antípodas de ambos realismos mágicos estarían precisamente García Márquez, cuyo Macondo es el gran paradigma de la construcción, aunque lo que una a esos hombres y mujeres habitantes de su utopía, sea la soledad y su destino sea el desaparecer en una semi bíblica tormenta de polvo. En el hemisferio opuesto estarían Emar y su San Agustín del Tango, esto es el antiparaíso de la deconstrucción irónica, un Chile o Cono Sur transpasado por su prosa vitriólica donde de verdad no queda títere con cabeza o sin ella, porque en las cinco mil páginas de Umbral todo un Chile se recrea y queda para siempre signado, con el peso de sus noches y sus días.

A propósito de este neobarroco “deconstructivo” podríamos remontar su origen incluso al mismísimo esperpento valleinclanesco (quien además hizo una interesante “profecía” del realismo mágico en su Tirano Banderas y en la escalofriantemente bella Sonata de estío). También Vicente Huidobro en sus Tres inmensas novelas (conocidas asimismo como Tres novelas ejemplares) escritas en colaboración con el superdadaísta Hans Arp (1931, publicadas en 1935), hace gala de un humor desaforado, violentamente antiburgués y anti institucional en el cual la metáfora condensa proyecciones sociales y políticas en un lenguaje que funciona por acumulación.

En el polo opuesto a esta concepción acumulativa del discurso literario narrativo, estaría Juan Rulfo, con su prosa maravillosamente escueta aunque rica de metáforas (esta vez en el sentido retórico) donde la gran metáfora mágico realista de un mundo donde no hay vivos ni muertos o ellos transgreden alegremente estas dimensiones, se desciñe clarísima como el cristal. Por lo tanto, Rulfo es mágico realista pero no barroco.

Y en las antípodas de Rulfo se encuentra Julio Cortázar, el gigante altruista, quien es un barroco exquisitamente personal, con un lenguaje que linda con lo surreal y lo patafísico jarryano (¿Es Julio Cortázar un surrealista? es una monografía sobre este fascinante tema, de Evelyn Picon Garfield, mi profesora de estudios doctorales; esposa y discípula de mi maestro Ivan Schulman) pero que muy difícilmente se podría hacerlo entrar, ni siquiera a la fuerza como ciertos críticos anglosajones pretenden, en el realismo mágico.

Cabría recordar –si queremos complicar un poco más las cosas— que el realismo mágico podría ser considerado una forma autóctona latinoamericana de surrealismo, como también que toda arte latinoamericana es una cierta forma de surrealismo original, proveniente de las raíces de nuestro sincretismo.

En lo que respecta a Cortázar, creemos que su narrativa de breve, mediano y largo alcance no apunta hacia la base fundacional y metafórica del realismo mágico más típico, y que su metaforismo viaja por caminos muy distintos de los macondianos, comalienses o de los otros países o comunidades que fundan una mitología. Cortázar quiso definir su cosmovisión argentina y sudamericana de otra manera, precisamente mediante su proyección hacia otras fronteras, otros ámbitos, otros mundos. Poniendo a su país y sus habitantes en una pantalla de contraste cosmopolita, construyó un mundo original y típicamente argentino. Esta, tal vez es la mejor manera de ser argentino. La figura señera y germinal de Carlitos Gardel en París, el lunfardo que es una forma de genovés castellanizado creado en las márgenes del Riachuelo, y otras facetas del lenguaje literario argentino, revelan un mundo polimórfico y metamórfico que cuaja perfectamente en los ámbitos “Del lado de allá” y “Del lado de acá” que forman la estructura básica de la obra maestra cortazariana, Rayuela.

Como Cortázar, Juan Carlos Onetti y Leopoldo Marechal serían neobarrocos sin ser mágico realistas, pero estas definiciones de por sí no son taxativas y están sujetas a revisión y discusión porque, por último, es el lector el que crea el texto en su lectura activa, como muy bien lo postuló/estableció el autor de Rayuela.

Igualmente, en radiante paradoja, el creador formal del realismo mágico, Alejo Carpentier, después de sus obras mayores del “género”, El reino de este mundo y Los pasos perdidos, en Concierto barroco precisamente nos entrega una de las obras más complejas y puras del llamado neobarroco (incluso en una biografía de Severo Sarduy publicada en internet, se define a este texto como “ultrabarroco”[iv]) con un entrecruzamiento de tiempos, lenguajes y formas contrastantes que se aprietan en la brevedad de sus páginas. En otra paradoja, acaso menos brillante, el reconocido maestro del realismo mágico Gabriel García Márquez en su última novela Memoria de mis putas tristes parece haber dejado a ambos, barroco y realismo mágico, por una versión más simplificada de prosa (ver nuestra nota al respecto en este portal).

Ahora bien, decíamos que las excepciones en este panorama, vasto como el continente mismo, son tan significativas como las presencias. La más grande de estas excepciones es, por supuesto, la de Borges, quien –aunque es perfectamente posible disentir de ello—no es ni barroco ni mágico realista, porque su camino literario nació de fuentes que poco tenían que ver con el delta del Orinoco, que Colón confundió con los ríos del Paraíso.

No es el caso aquí de revisar ni siquiera someramente la obra gigantesca de Borges como narrador y poeta, creador de mundos propios y Minotauro de su propio laberinto, sólo referirnos a esta “filiación” suya que lo aleja de barroquismos y realismos mágicos. Es la misma propuesta literaria borgeana la que lo sitúa en un punto equidistante entre el viejo y el nuevo mundo, conectado más con el mainstream de la filosofía occidental, el mismo meridiano central que otros autores (véanse mis notas sobre Miguel Serrano en este portal) exploraron en base a sus conexiones mágicas, pero que Borges explora con rigor casi matemático, como un alquimista que creyera más en la causalidad cartesiana que en la polidimensionalidad de los mundos paralelos de Emmanuel Swedenborg (sobre el cual, dicho sea de paso, Borges escribió magistralmente en sus conferencias de Harvard). Pero Borges creó también su propia alquimia verbal y filosófica, y ahí está su gran contribución a la literatura de este continente aparentemente nuevo y demasiado ajeno para él, aunque por ejemplo el universo del tango y los compadritos le resultara tan significativo y profundamente humano como para crear toda “una mitología de puñales” sobre el mundo y el tiempo donde creció.

Contradicciones fecundas

Estas divagaciones nos llevan a pensar que, efectivamente, la mayoría de los escritores hispanoamericanos modernos escapan al binomio neobarroco y realismo mágico, en un fecundo contragolpe que destruye todo esquema que quisiera imponérseles. Así, por ejemplo, dos grandes maestros como Carlos Fuentes y Mario Vargas Llosa están mucho más cerca del realismo (moderno, no decimonónico) tradicional que de los vectores apuntados en estas notas. Fuentes siempre se movió entre la literatura social escrita con agudeza con excursiones en lo fantástico (Aura), pero su magnífica Terra Nostra probablemente lo acerca a las concepciones más avanzadas.

Vargas Llosa ha explorado con los tiempos y los espacios en sus relatos sobre una base realista. Tal vez la obra de Vargas Llosa que más se acerca tanto al neobarroco como al realismo mágico —siempre con una visión muy alejada de la utopía fundacional como del metaforismo— es La casa verde. Jorge Teillier apreciaba mucho esta densa novela y en cambio consideraba ilegible a La ciudad y los perros, que había lanzado al estrellato al egregio —y contradictorio en lo ideológico— autor peruano.

A este punto, llegamos al terreno minado de la posmodernidad, que al parecer autores como el citado Julio Ortega consideran el vero e proprio reino del neobarroco, pero cuyas raíces como hemos visto son bastante más lejanas. Pero esta fase del tema es tan compleja y las preguntas lanzadas en busca de respuesta son tan abiertas y sutiles, que preferimos dejarlas para un tercer pie de la cueca. Entre ellas podrían proponerse:

¿Es el realismo mágico una especie de Conde de Saint Germain, que pervive en los siglos de la cultura humana de cualquier tipo que sea, desde la legendaria Ofir (que estaba en la India) hasta la meseta castellana y las Alpujarras, donde el conde polaco Jan Potocki situó el país más mágico y espeluznante de toda Europa?

¿Sería entonces el realismo mágico, escrito con un lenguaje neobarroco como el de Emar, Carpentier o Lezama, o con la delicada simplicidad de un Rulfo, nada más que una recalcitrante expresión mondonovista de un procedimiento y lenguaje literario viejo como el mundo?

¿Sería también la ciencia ficción, la respuesta metafórica y por lo tanto mágico realista, a la alienación tecnológica del Kaliyuga, la edad de fuego y hierro del hinduísmo?

¿Sobrevivirá o renacerá el realismo mágico, como un fénix espantable, al ataque de los iconoclastas con dentición de leche, o en el buche de pelícano de la posmodernidad será regurgitado en forma irreconocible para las viejas conciencias de los lectores que amábamos los buenos libros que formaron dicha conciencia, en esa Arcadia personal que tendemos a confundir con la juventud divino tesoro?

Los tiburones con zarpas de dragón y cabeza de chancho, que dirigen las multinacionales de la industria editorial (porque ya se han transformado en eso y sin vuelta: una fábrica) están clonando y cultivando in vitro muchísimos autores fatuos que escriben en un lenguaje como el que usó Cantinflas hace años (aunque él lo hacía con gracia e inocencia) pero son astutos y promocionalmente impecables gerentes de sí mismos, microempresarios de la nada parasitando en las gigantes editoriales, con todos sus libros que parecen muchas veces anteceder a los propios autores, como proveniendo de un banco de semen congelado donde los espermios y los óvulos son la misma “cosa de espanto” (Oscar Wilde, El pescador y su alma).

Pero los que fueron, serán.

[i] Severo Sarduy, Barroco.Buenos Aires: Sudamericana, 1974.

[ii] Anke Birkenmaier, “Travestismo latinoamericano: Sor Juana y Sarduy”

http://www.lehman.cuny.edu/ciberletras/

[iii] Julio Ortega, La estética neobarroca en la narrativa hispanoamericana. Madrid: Porrúa Turanzas, 1984.

[iv] http://www.cubaheritage.com/subs.asp?sID=92&cID=3

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