El ANACOLUTO reemplaza en el
Neobarroco, como estrategia retórica, a la METONIMIA. Hasta hace poco la poesía
se centraba en la metonimia, buena parte de la poesía latinoamericana del siglo
XX participa de esta condición, se centra en dicho recurso estilístico.
La más actual poesía
latinoamericana, en particular la que hace del discurso una densidad, una
proliferación, como es el caso del llamado Neobarroco, privilegia la figura
retórica del ANACOLUTO.
La metonimia se basa en la
sustitución: esto por aquello, la parte por el todo; en el caso de la metáfora,
en el intercambio (de comparando y comparado) que conduce a la transformación.
Este sistema de expresión, en
nuestro momento histórico (el devorador de la tecnología), dada la complejidad
material de la vida, con sus cambios y bruscas, aceleradas alteraciones, se
vuelve insuficiente.
Los poetas del momento se ven
obligados a recurrir al anacoluto, que con su continuo DESLIZARSE, y su función
base de DESPLAZAMIENTO, abarca más y mejor la compleja realidad histórica que
vivimos. Este ABARCAR DESPLAZANDO signa la poesía más arriesgada y experimental
de la lengua castellana, aquélla que tiende a alejarse de lo episódico y
conversacional. La poética del ANACOLUTO tiende a lo ABRUPTO, a la BRUSQUEDAD
de expresión dentro de lo proliferante: una captación de la rapidez de todo lo
actual, actualidad que se vuelve en poco tiempo obsoleta, postergando así de
continuo lo inmediato. Abarcar lo inmediato y más allá de lo inmediato, es la
función del Neobarroco, vía el recurso estilístico del anacoluto.
El CENTRO desaparece, la
TRANSPARENCIA de expresión se difumina y da paso a una cierta oscuridad cercana
al misterio original y a la posible hecatombe histórica a la que parecemos
abocados. La poesía actual, que suele denominarse poesía neobarroca, del
lenguaje o de la dificultad, conforma una jungla lingüística, maraña urbana,
con una suciedad y alteración brutal, violenta: de ahí la violentación de la
sintaxis.
En esta práctica poética los
caminos se entreveran, se entrecruzan, y al desplazar sus materiales (a veces
materiales prístinos, líricos y clásicos, a veces materiales de acarreo, de
detrito y basura, una basura que incluye lo excrementicio) acaban por asir
irrealidad, por hacer del centro una serie de centros, donde ninguno es
privilegiado, donde todos los centros conviven asimétricamente, de modo que la
asimetría es el nuevo orden, la nueva armonía.
Prima la DESCENTRALIZACIÓN y es
éste el territorio del neobarroco y del anacoluto. Una realidad textual
compuesta de bifurcaciones, repliegues: el anacoluto privilegia la sintaxis,
que se adapta mejor que otros recursos estilísticos o figuras retóricas (sean
de pensamiento, de lenguaje o dicción), al flujo del pensamiento, en cuanto
conciencia e inconsciencia y no al rígido esquema de la gramática que el uso
impone. Este recurso se pliega mejor al monólogo interior, al flujo de
conciencia de larga tradición moderna. Este mecanismo y recurso empieza a
volverse normativo, como la novela moderna postjoyceana atestigua, esa novela
que en la modernidad arranca con Dujardin, con Gertrude Stein, Virginia Woolf,
inter alia.
Es posible que en un futuro no
muy lejano tengamos que reaccionar al anacoluto, módulo más que modelo que
empieza a desgastarse, y que pone en peligro la siempre viva necesidad de
experimentación, la búsqueda de lo desconocido en lo desconocido. Veremos
entonces surgir nuevas formas de expresión, formas tal vez nunca recogidas en
la retórica más antigua que, se supone, clasificó todo el modo del decir humano
de manera exhaustiva. Habrá entonces que crear nuevos nombres, surgirán nuevas
etimologías, nuevos páramos de irrealidad.
II
Una distinción entre el barroco
tradicional y el Neobarroco, puede centrarse en la idea de una escritura o, si
se prefiere, una literatura, donde impera un cuestionamiento de la tradición
(grecolatina, en el contexto de Occidente) desde lo unívoco, de modo que, por
ejemplo, un Góngora desbarata mediante la sintaxis, por un lado, y el concepto
de divinidad de los dioses paganos, por otro lado, todo un mundo caduco, que ya
no rige ni tiene razón seria de ser. Así, Góngora se concentra en el
derrumbamiento y ocaso de unos dioses que han perdido su actualidad, su poder.
Carecen ya en el siglo XVII de validez. Góngora no se rebela sino que les da un
simple papirotazo a unos dioses debilitados, ya apenas existentes, para
hacerlos definitivamente caer. Y caen. Caen mediante la retórica de una
sintaxis que se repliega, doblega la realidad, la bifurca y amplía, la vuelve
proliferante, recurre a la seriedad y al chiste (poesía jocoseria), mas todo
ello desde la perspectiva de una realidad, no de dos ni de diez. La referencialidad,
por ende, es unívoca, siempre tiene que ver con la tradición grecolatina y con
la España barroca enfrentada a esa tradición o, por otra parte, la presencia
viva del descubrimiento del Nuevo Mundo. Se trata de desacreditar, de
desmitificar (para desenmascarar) una realidad envejecida, trillada, siempre
(repito) desde la condición omnímoda y unívoca a la que los poetas del barroco
se ven abocados y, de cierto modo, condicionados. Poca referencialidad, por
ende, poca subtextualidad, poca intertextualidad. Y, por el contrario, mucha
DECONSTRUCCIÓN.
En el neobarroco no hay efigie a
derrumbar, por el contrario, estamos en un mundo abrumado y abrumador que el
escritor neobarroco, desde una densidad y complejidad afín a ese mundo, acoge,
referencia y no reverencia, plegándose a la multiplicidad y al simultaneísmo
actual (histórico) de una sociedad hecha de rápidos cambios, falsas
valoraciones que hay que DESENMASCARAR. Una imagen que puede poner de
manifiesto ese modo de operar sería la de un auto que llega, en carretera, a un
punto de pago de peaje y tiene once carriles por los que entrar: el auto, en
vez de entrar al peaje por un carril, decide entrar, al mismo tiempo, por los
once carriles. Esa PROLIFERACIÓN SIMULTÁNEA, visible en la desconcentración ciudadana
actual, rige esta densa, ardua, compleja y difícil escritura insaciable, no se
da abasto en su variedad y continuas variaciones, ya no mediante las
variaciones musicales del Barroco o del Romanticismo, sino de los actuales
medios de comunicación, degradadores del lenguaje.