martes, 23 de agosto de 2011

DE VUELTA AL LABERINTO: ESPAÑA Y LA CULTURA DEL BARROCO, UNA PROPUESTA DE MODERNIDAD AMPLIADA - Carlos Soldevilla Pérez (3)

5. Lenguajes barrocos del cuerpo

Recordemos que Barroco y Neobarroco son movimientos que piensan y perciben el mundo de una forma «encarnada», con curvas, pliegues, texturas y espesores. Tanto a uno como a otro, la idea de un mundo descorporeizado, sin erotismo, unidimensional, sin relieves ni profundidades les parece absurda. Esta herencia de la sustantividad corpórea presente tanto en el Barroco como en el Neobarroco hace que el cuerpo deje de ser un mero soporte natural y biológico, para convertirse en un complejo entramado simbólico, en el que se ponen en juego valores, normas y conductas sociales tan importantes como la definición de la identidad, la regulación de las conductas, la intersección de lo público y lo privado, la constitución de las diferencias entre género-sexos o la determinación de la orientación y práctica sexual.

Durante el Barroco la utilización del cuerpo, con múltiples imágenes, narrativas y referencias, es total. El cuerpo es a la vez templo del Espíritu Santo y cárcel del alma, representándose en la imaginería religiosa con extremado realismo, en pro de la optimización de los estados de conciencia, así como de la identificación del fiel con la imagen de un alter espiritual. De ahí que tenga que transubstanciarse, convirtiendo su ser, a través de la carne, la sangre y las heridas, en un Otro que tiene comunicación con la divinidad, como nos ha dejado escrito Teresa de Jesús en el Libro de la vida (1562).

El cuerpo, por tanto, se hace escenario, soporte y materia de las más sustantivas operaciones: ayunos, mortificaciones y flagelaciones en diversos modos de penitencia, arrobo y éxtasis. Los místicos supliciarán el cuerpo para elevar el alma hasta Dios, para escuchar así mejor la emergencia del espíritu, que no deja de ser sino un rumor de la materia, a la que hay que dejar espacio pues de ella dependen las expectativas en ciernes de la ascendente vida espiritual. Los pícaros, por su lado, utilizarán el cuerpo como refugio y bastión frente a la aspereza de la calle y la crudeza de la vida. Pero el cuerpo en unos y otros no deja de ser el vehículo necesario e insoslayable para que el yo se comunique con la atalaya del espíritu y/o con el piélago de la farragosa cotidianidad.

En el siglo XX, con el fin de la austeridad de la posguerra y el distanciamiento de la pobreza mediante el acceso a la producción y al consumo generalizado en los sesenta, socialmente comienza a percibirse el cuerpo como un escaparate en el que se reflejan cuestiones personales y también las prioridades e intereses de los distintos grupos sociales. Movimientos sociales como el «existencialista», el beat, el hippie, el punk y el afterpunk hacen del cuerpo el mejor cartel de sus propuestas, convirtiendo aquél en un auténtico espacio escénico en donde se desarrollan acciones y representaciones que mucho tienen que ver con la constitución social de la subjetividad contemporánea en las últimas décadas del siglo XX y comienzos del siglo XXI.

Y es que, el cuerpo, en tanto realidad material definida dentro de un contexto social específico, conforma el nexo privilegiado de las relaciones entre el yo y la sociedad, entre lo real y lo imaginario; es decir, se ha de comprender como una construcción simbólica, que depende tanto del grado de libertad y conciencia individual como de los modelos de género y los cánones de morfotipo corporal impuestos social y culturalmente.

En la actualidad resuenan ecos desde la ciencia, con la investigación sobre las células madre, la clonación, los implantes-trasplantes, la sexualidad elegida y las alteraciones de todo tipo, que abocan plantear la corporalidad desde múltiples puntos de vista. Nuestros cuerpos, lejos de acercarse a la perfección, y por estar precisamente en el ojo del huracán de una nueva visibilidad, controlados desde el interior (por nuestras pulsiones) y por el exterior (los modelos canónicos del cuerpo estándar), se convierten en ámbitos en constante cambio, en permanente crisis y metamorfosis. Una consecuencia de esta mutabilidad corporal es que la identidad deviene polimorfa en un mundo tecnológico que nos aboca a incorporar progresivamente gran cantidad de implantes artificiales, estando constituidos cada vez por una mayor virtualidad proteica; prótesis que marcan nuevas pautas de comportamiento tras o im-políticos (Esposito, 2006). Quizás todo ello surge como reacción a nuestra inserción en un mundo deslumbrado por las nuevas tecnologías, donde cobran crecientemente actualidad los trastornos alimentarios (bulimia y anorexia), y la auto y heteroevaluación en base a criterios de éxito-fracaso refrendados socialmente. De esta forma, cabe resumir que el deseo y el cuerpo regresan del ostracismo impuesto por el cientificismo cartesiano, para reverdecer en su caracterización barroca y neobarroca, que hacen que el cuerpo esté cada vez más presente en el pensamiento, en las ciencias sociales y en el arte.

Aprovechando el citado restablecimiento barroco de lo corporal, la sociología del cuerpo se ha convertido un relevante campo de investigación (Soldevilla, 2001), mientras que, el cuerpo, lejos de su conversión en una mera res extensa, soporte material de los recursos cognitivos, deviene en un relevante objeto simbólico, social y político en el que lógicamente actúan las relaciones de poder y de resistencia. De ahí que las reflexiones en torno al cuerpo en las ciencias sociales contemporáneas posean también un indudable sesgo barroco, expreso incluso en las carátulas de las publicaciones. Por poner un ejemplo, B. S. Turner, en su segunda edición de The Body and Society (1996) elige como carátula para la portada del libro el cuadro de Rembrandt Buey desollado.

Pero no sólo la teoría es sensible a esta eclosión de lo corporal en la vida social y cultural. Dentro del ámbito de la sociología del arte y de la cultura, propongo que pasemos a continuación a ver algunos ejemplos en los que se recogen distintas temáticas individuales, sociales y culturales expresas a través del abordaje de su encarnación corporal. Obras en las que, al acentuar más visceral o epidérmicamente sus propuestas, éstas se vuelven más icónicas, más visibles, confirmando así su voluntad de sintonía con la pulsión escópica, tan característica de los periodos barrocos y neobarrocos. Por eso, coincidimos con Ch. Buci-Glucksmann en que artistas como Orlán se convierten en un referente obligado del Triunfo del barroco (2000), destacando también de manera significativa Cindy Sherman en el campo de la fotografía. En estos trabajos se manifiesta lo que, desde Freud, se conoce como «el retorno de lo reprimido», apareciendo en múltiples metamorfosis en Orlan y Sherman, y que no es otra cosa que el cuerpo femenino en su condición de autorrepresentación polisémica, rebelde ante los estatutos establecidos y sobre todo, consciente del goce como trasunto relevante para la personalidad individual y colectiva.

También Matthew Barney, en su exploración sobre los límites y posibilidades físico-corporales, desarrolla un decidido aliento neobarroco interesado en representar las metamorfosis anatómicas, las hibridaciones, la propensión a la androginia y a la ambigüedad. Véase, por ejemplo, su obra: Cremaster 5: her Giant (1997), en la que nos muestra el nuevo Dionisos arborescente, auténtica divinidad enraizada y que se ha convertido en un verdadero emblema estético neobarroco.

En nuestro país, esta actualidad del cuerpo como concluyente espacio encarnado de las relaciones entre personalidad, cultura y sociedad, tan influida por el Barroco y Neobarroco, ha tenido gran auge. Así, cabe destacar, entre otras, las sugestivas propuestas de Bernardí Roig, David Nebreda, Víctor Manuel Gracia y Enrique Marty.

Bernardí Roig, apoyándose claramente en la voluntad escópica del Barroco, nos habla de las mutaciones de la identidad actual, interpelándonos en sus trabajos sobre sus deseos y sus emociones. Roig considera el hecho simbólico de la mirada como la mejor certeza para captar los avatares de la subjetividad epocal. En su obra incorpora el blanco como un constante elemento que sugiere la crisis de la tardomodernidad en términos de un marco caracterizado por el vaciamiento de valores, la ausencia de certezas y la crisis por las mutaciones permanentes, hechos que generan la contemporánea sensación de horror vacui. Según Roig, la realidad del individuo parece haberse convertido en una atmósfera barroca, perteneciente más a la nebulosa del sueño y al piélago de lo inconsciente, en la que, paradójicamente, se ama más lo que perturba y lo que obsesiona.

David Nebreda representa la actualización neobarroca por la vía de la trasgresión ascética y el aislamiento creativo para así estimular la intensificación de la lucidez, siempre próxima, según este autor, al delgado contacto con la muerte. El Neobarroco de Nebreda, por tanto, ambiciona captar las cosas complejas y enigmáticas (la identidad, el deseo, las pulsiones), utilizando para ello la barroca vía de la «experiencia interior» como forma de acceso a algunos umbrales límite que posibilitan el conocimiento de dicha esencia: la sexualidad, la soledad y el aislamiento. En su obra, el cuerpo representa a un ente en tránsito, herido y seccionado en fragmentos, sometido al dolor de toda metamorfosis y, finalmente, susceptible a la falibilidad y a la muerte, en un intento de mostrar su fragilidad, y también los límites de su resistencia. El componente religioso hace su aparición a través de fenómenos mitológicos como el sacrificio, la muerte y la resurrección, plasmando con ello la encarnadura de los temores, obsesiones y aspiraciones más ocultos de la mente humana. En las obras que presentamos Nebreda aborda el autorretrato como memoria que asemeja un ecce homo. También aparece la temática del autoconocimiento a través del espejo, esto es, por medio de la mirada del hombre hacia sí mismo. Ambos motivos característicos de la más excelente producción barroca.

Por otro lado, Víctor Manuel Gracia desarrolla una obra en la que la dualidad de lo carnal y lo espiritual es una constante, a la vez que sus formas plantean la idea de cambio, de transformación e inestabilidad, acentuando las imágenes de género de la cultura religiosa vernácula, tal vez por que el creciente proceso de Globalización en el que nos encontramos esté borrando identidades y signos culturales, disolviendo diferencias y hay que reforzar lo más propio y cercano. La teatralidad, los contrastes de luces y sombras, junto con la voluptuosidad de los cuerpos remiten, en la obra de Gracia, a la exhuberancia del Neobarroco, en un estudio que actualiza la tradición de las formas religiosas españolas; y en el que se constata la presencia absoluta del cuerpo vinculado a un marco teatral, sensual y tenebrista, inclinado hacia la presencia de los cuerpos de mujer, contraponiéndose a la ausencia del cuerpo femenino de la imaginería religiosa habitual.

Enrique Marty pretende retratar el actual drama de nuestra cultura escorada hacia el narcisismo, representando sus síndromes más inquietantes, a modo de escenografías que, en sus manos, adquieren un carácter abigarrado, grotesco y monstruoso. Trata de perturbar al espectador con el estilo irónico con que capta y refleja las cada vez más habituales metamorfosis del yo contemporáneo hacia el personalismo y la perversión. Su obra aborda la representación de lo cotidiano de nuestras vidas y hogares normalizados, por medio de su revés más recóndito: lo sórdido y lo siniestro, para indicarnos que ese es el lugar que hay que reconocer y gestionar: un terrero impuro carcomido por nuestras obsesiones, en el que no es difícil perderse por sendas ciertamente retorcidas. Vemos, pues, que en la obra de Marty cobra actualidad lo grotesco-barroco, y que se puede explicar como una reacción contra los elementos del clasicismo que caracterizaban la confianza del yo en los periodos renacentista e iluminista. Una auténtica reacción contra la ingenua antropología clásico-moderna de un anthropos optimista, racionalista, cuerdo y satisfecho, para reivindicar el inevitable lado de sombra de nuestra naturaleza humana, o lo que es lo mismo, la conflictiva dualidad antropológica entre la ratio socialis y la primigenia natura del hombre, no exenta de obsesiones y/o perversiones. La obra de Marty hace actual la célebre e inquietante tesis del «arte radical» de Th. W. Adorno:

«Para poder subsistir en medio de una realidad extremadamente tenebrosa, las obras de arte que no quieran venderse a sí mismas como fáciles consuelos, tienen que igualarse a esa realidad. Arte radical es hoy lo mismo que arte tenebroso, arte cuyo color fundamental es el negro» (Adorno, 1986:60).

Valga hasta aquí esta sucinta presentación de artistas que en sus obras han recogido la temática Barroco y Neobarroco de las relaciones entre corporalidad, cultura y sociedad. Todo ello porque la representación del cuerpo permite la búsqueda de una identidad personal que puede devenir colectiva en cualquier momento (cuerpo como representación del grupo, la comunidad, la tribu, el género, o la nación). En suma, cuerpo como metáfora del territorio, identidad y complejidad de la existencia humana en una época en que somos conscientes del desfondamiento de las fronteras y en unos momentos en la que la Globalización nos aproxima y distancia cada vez más. Hasta aquí algunas de las propuestas con las que el Barroco y Neobarroco plasman sus percepciones y obras sobre un mundo «encarnado». Recordemos que, para ambos, la idea de un mundo descorporeizado, sin erotismo, carecía de sentido.

6. La arquitectura barroca y neobarroca

Los primeros grandes flujos migratorios (la gran transformación productiva del campo a la ciudad, y desde Europa al Nuevo Mundo) hacen que en el Barroco sea cuando por vez primera se abandone el antiguo concepto de ciudad para afrontar las metrópolis como grandes conglomerados humanos y arquitectónicos, complejos y polimórficos, que evolucionan y funcionan en coherencia consigo mismos y sus propias escalas, escapando del corsé de cualquier parámetro regulador. Es también en el barroco novohispano de América donde los artistas coloniales mezclan, con sutileza, la perspectiva espiritual de Europa con la vitalidad de la América precolombina. Y así emergerá el significado –aún actual– de la arquitectura barroca.

En consecuencia, una de las categorías básicas del Barroco y Neobarroco es la de «espacialidad»; pero más allá de la lógica racionalista, funcional y proporcionada de la arquitectura moderna, responde a una lógica que constituye los espacios a la manera de escenarios densos, volúmenes fastuosos y atestados de toda suerte de citas y emblemas. Son espacios eufóricos de intensidades, con conjunciones heteróclitas y superficies refulgentes donde los estilemas barrocos resplandecen en una mezcolanza de estratos y series que no alcanzan completa unificación.

Pues, mientras en el Renacimiento la concepción del espacio es único y finito, en el Barroco el espacio pasa a ser heterogéneo, artificioso y, rechazando todo orden cerrado, sus figuras tienden hacia la desestabilización, al retorcimiento, con columnas torcidas a celebran el movimiento sin fin de la vida, resaltando que se vive en un mundo en crisis, que no es estable y no está organizado, y que la existencia es disarmónica. Por ello, desde la arquitectura se requiere un nuevo discurso del yo, que afronte y resuelva esta convulsa sociedad y cultura, dado que la realidad ha abandonado los ideales (en Cervantes) o ha optado por el diletantismo moral (en Shakespeare). Por eso, mientras el espacio renacentista crea las condiciones del yo como identidad estable, racional y progresiva, el espacio del Barroco, por contra, suspende los atributos unitarios, racionales y progresivos del yo, bien a favor de la fuerza y voluptuosidad, o bien a favor del distanciamiento melancólico.

El hecho de encontrarnos hoy en una época neobarroca posibilita volver a pensar el espacio postrenacentista, como por ejemplo el nuestro, donde se refleja la experiencia convulsa de las sociedades en movimiento a través de diversas caracterizaciones: la hibridación de dimensiones, la nervadura de un paisaje, la distinta significación de los planos, alturas y hondonadas, y donde lo rizomático se convierte en el entrecruzamiento entre unas y otras dimensiones. Un particular ejemplo de este neobarroco arquitectónico lo encontramos en el edificio recién inaugurado de Caixaforum Madrid, obra de los arquitectos Jacques Herzog y Pierre Meuron, y que cuenta con un original jardín vertical del francés Patrick Blanc.

Esta arquitectura trata de articular un tríptico barroco compuesto por la piel, la naturaleza vegetal y la piedra, convirtiéndose en un ejemplo postfordista de la transformación de una fábrica (la antigua Central Eléctrica de Mediodía, ejemplo de la arquitectura industrial del XIX) en museo. Todo ello posibilita que el edificio parezca levitar sobre el plano del suelo, visualizando el gran sueño del barroco: vencer a la gravedad. Y es que, como bien ha acreditado Richard Sennet en su obra Carne y piedra (1986), en las piedras siempre hay una lección, que nos hace recordar una constante dualidad arquitectónica, esto es, que ha habido un diseño clásico con edificios racionales y funcionales y otro barroco, saturado de escorzos, múltiples planos y efectos de luz; revestido, además, de algún emblema que, por antonomasia, representa la figura-insignia de la esfinge. Pues, la esfinge expresa una temática indudablemente barroca: la hibridación entre el anthropos y el animal convertida en figura desafiante, para que no se olvide el misterio que suscita la ciudad como sorprendente y extraordinaria trabazón de la carne con la piedra, ella misma hecha monumento de civilización.

Entre nosotros, ha sido José Miguel Marinas quien ha rehabilitado esta relación neobarroca de La ciudad y la esfinge (2003), donde defiende el potencial hermenéutico del poderoso e inquietante emblema de la arquitectura barroca, que invita a la reflexión sobre la articulación de lo más natural (biológico) con lo más cultural (el edificio o monumento); o lo que es lo mismo, de lo más íntimo (lo instintual, las pulsiones) con lo más éxtimo (la ciudad y los modelos políticos de ciudadanía). De ahí que, el recurso a la esfinge, que no en balde Freud incorpora de manera crucial a su nosología analítica, siga siendo, en la actualidad, una significativa alegoría de la pregunta sobre el yo, así como de la ética pública (valores y normas ciudadanos), ya que la esfinge es el emblema jánico que, en su desafío a todo aquél que se aproxima a la civitas, recoge en su enigma la difícil y compleja articulación entre el componente pulsional del individuo y el civilizatorio de la ciudad. Recordándonos que la ciudad responde a necesidades humanas más arcaicas y a impulsos sociales inquebrantables, mucho antes de convertirse en propiedad privada o en instrumento de uso y poder. Actualidad barroca y neobarroca de la esfinge que, como nos recuerda Miguel de Unamuno, declina cuando la Modernidad tecno-científica decide suplantar la vieja sabiduría, y cuando el culto al frenesí de la vida desplaza la necesaria atención y cuidado de la muerte. Momento en que se ciega la experiencia más trascendental del sujeto humano: la que concierne al sentido de su vida y su experiencia del fin (Unamuno, 1966).

Volviendo al Barroco arquitectónico, cabe decir, haciendo un poco de historia, que el espacio barroco supone la inevitabilidad de las transformaciones y de las hibridaciones necesarias para el acomodo de esos grandes descriptores antedichos (naturaleza y cultura) en lo que es su empresa arquitectónica, en pugna con la arquitectura clásico-moderna, donde espacios y edificaciones poseen una manufactura homogénea y funcional (tan presente en los grandes edificios oficiales dedicados a la gestión). Diseño arquitectural clásico que comenzó con el perspectivismo renacentista y que tuvo como objetivo imponer patrones regulares, círculos concéntricos o ejes radiales, a los más casuales asentamientos humanos preexistentes. Durante la época de la Ilustración, los arquitectos utópicos trazaron esquemas para construir ciudades rigurosamente geométricas que nunca se hicieron realidad. Sólo en el siglo XIX, con el París de Haussmann y las cuadrículas de ciudades norteamericanas como New York y Philadelphia, el espacio urbano fue rehecho según los principios de la perspectiva. Finalmente, los proyectos del siglo XX de Le Corbusier o L. Hilberseimer representarían también las expresiones más puras del orden visual dominante de la modernidad. Sin embargo, ciudades como Delft y Ámsterdam representan urbes que prescindieron de la imposición de trazados regulares geométricos (perspectivismo o, al menos, idealismo renacentista), introduciéndonos en la ciudad barroca, donde los efectos de perspectiva concebida racionalmente de antemano están deliberadamente ausentes; las calles y canales ofrecen vistas informales; oponiéndose así al tipo de racionalidad visual asociada a la planificación. Ciudades laberinto como también Sevilla, Cádiz y Toledo, que no parecen encarnaciones visuales de un Estado disciplinador inclinado a controlar a sus ciudadanos mediante la vigilancia y el control, sino lugares apropiados donde comienza a emerger y residir una activa sociedad civil, la ciudad barroca, que llega a su pleno desarrollo en el siglo XVII con ejecutores como Gian Lorenzo Bernini y Francesco Borromini, quienes aprovechando el perspectivismo, procuraron explotar al máximo la racionalidad del urbanismo renacentista, pero trufándolo de hibridaciones y sofisticaciones que aplicaron a la ciudad real a gran escala: la Roma del siglo XVII. Modelo arquitectónico barroco de espacios fluidos, curvilíneos y grandiosos, que apela a la sensación (atmósfera), procede por seducción (apariencia) y dramatiza los efectos (sucesos representados, perfomances).

Por eso Michel Maffesoli escoge como modelo por excelencia de esta arquitectura barroca la romana Plaza Navona, cuya fuente simboliza por sí misma el más completo bestiario barroco (león, cocodrilo, armadillo), lo que significa también que, contrariamente a la tendencia al constreñimiento de las costumbres (como sucede en el Renacimiento), no hay nada que esconder ni reprimir del mundo natural, sino convivir con él, aún en sus aspectos más arcaicos. En este espacio privilegiado se nos brindan, de forma permanente, eventos más o menos espectaculares inducidos por la estructura misma de la plaza, donde se concita, a la par, el enigma y la profusión de encuentros a través del énfasis en la teatralidad de las interacciones. Esta dialéctica resume el Barroco, que se interesa más por la situación, por el momento, que por la linealidad temática de su propia historia resuelta. Y donde la «unidad» (o uniformidad) mecánica cede el sitio a la «unicidad» (pluralidad múltiple) de lo orgánico (Maffesoli, 2007:149).

En esta misma línea, y como muestra de la arquitectura neobarroca española, cabe destacar la obra de Ricardo Bofill, con formas urbanísticas en oposición a la arquitectura racionalista y uniforme. Entre sus muchas realizaciones pueden citarse El barrio Gaudí en Reus (Tarragona, 164-58), una agrupación de viviendas dedicadas al gran arquitecto Antoni Gaudí; Los Espacios de Abraxas (Marne-la-Vallée, 1978-1983) y Las Escalas del Barroco (París, Arrondissement 14, 1979-1986), donde las fachadas vítreas de los interiores de las viviendas conforman una enorme columnata dórica, rematada por un entablamento gigante de piezas prefabricadas en hormigón armado. En todas ellas, Bofill consigue unas obras que comulgan con un claro espíritu barroco de grandeur, irónico y desinhibido. Apunta Eugenio D´Ors que la:

«Tendencia a la unidad, exigencia de discontinuidad, caracterizarán a los repertorios de forma de expresión de un espíritu racionalista, de un espíritu clásico. Inversamente, el espíritu barroco se reconocerá en la adopción de esquemas multipolares de los que están excluidos esos dos imperativos de la razón» (D´Ors, 1935:87).

Esta contraposición tan excluyente, que tiene su origen en la revalorización del Neobarroco contemporáneo, puede servir de guía de interpretación de la obra de Santiago Calatrava, cuyos diseños se caracterizan por la volumetría multipolar, una predilección por la soberanía de las curvas y las sinuosidades como permanentes puntos de fuga, que se imponen a los parámetros racionalistas y funcionales del modernismo arquitectónico; todo ello desarrollando un lenguaje orgánico, muy deudor de la luz y el blanco que singulariza su genius loci mediterráneo. Destacamos, entre sus muchas realizaciones: El Museo de las Ciencias de Valencia; El puente del Alamillo y El viaducto de La Cartuja en Sevilla; La torre de telecomunicaciones en el Anillo Olímpico de Barcelona; y La nueva bodega de Ysios, en la Rioja Alavesa, en donde interviniendo en un espacio natural, trata de articular su estructura ctónica (enraizada) con la funcionalidad requerida por el negocio. Obras que pivotan sobre la vitalidad barroca, a la vez que sirven de referencia de interculturalidad (provenientes de Oriente, con los greco-romanos y góticos), que le lleva a insertar en sus obras referencias y motivos decorativos de los estilos históricos antedichos, trufando todo ello de una sensibilidad muy a fin al requerimiento de pompa y fasto por parte de la cultura popular de todos los tiempos.

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