jueves, 20 de mayo de 2010

NEOBARROCO, VERDAD Y FICCIÓN - Romina Freschi

NEOBARROCO, VERDAD Y FICCIÓN

Romina Freschi

Si el boom latinoamericano dejó como herramienta y divisoria de aguas, la noción de "realismo mágico" para hablar de literatura latinoamericana, al menos para ciertos estudiosos del exterior, el "neobarroco" puede ser tomado como una categoría gemela y paralela, pero tratada fundamentalmente dentro del pensamiento local, como latinoamericano. En los mismos años '60 el poeta cubano, José Lezama Lima, comienza a hablar del barroco, noción fundante para su obra y unos años más tarde, su compatriota Severo Sarduy, habla en términos de neobarroco para una literatura latinoamericana que empieza a pensarse a sí misma como tal. Más allá de la esencialidad o no que pueda dársele a un rótulo de ese tipo - o a otros como el propio "realismo mágico" o lo "real maravilloso" que también fueron teorizados, discutidos, conflictuados en las mismas épocas con la misma intensidad - la discusión, el ahondamiento y los ensayos alrededor del tema y su definición contribuyeron, desde mi punto de vista, a brindar comunidad e identidad a grupos de escritores latinoamericanos que escribían y pensaban desde distintos puntos del globo, y les permitió realizar una de las invenciones más literarias y brillantes: la sensación de una latinoamericidad y la apertura de vías de comunicación intelectual propias y específicas.

En la Argentina de los ´80, y contra todo lo que pudiera pensarse luego de una dictadura, el neobarroco fue, y creo es, una de las principales posibilidades de dinamización del pensamiento acerca de la literatura y de la poesía. Con un representante local de energía devastadora como Néstor Perlongher, el neobarroco tuvo la inflexión local del "neobarroso" al enfrentar y persistir "a una tradición literaria hostil, anclada en la pretensión de un realismo de profundidad que suele acabar chapoteando en las aguas lodosas del río"(1). El pensamiento teórico acerca del neobarroso tuvo en sus textos, el apoyo filósofico de los escritos más complejos y contemporáneos de la crítica literaria, además del aggiornamiento y la puesta en circulación de toda la tradición latinoamericana de Lezama Lima, Sarduy, Arenas entre otros. Todo puesto en función del análisis de autores contemporáneos, cuyas escrituras se habían desarrollado en los años '70 y '80 y estaban produciendo en forma paralela.

Uno de los resultados más tangibles y que retomo aquí porque afortunadamente sigue dando vueltas por las librerías del país, es la concreción de la antología Medusario, muestra de poesía latinoamericana, seleccionada y anotada por Roberto Echavarren, José Kozer y Jacobo Sefamí, impresa en 1996. En una edición del Fondo de Cultura Económica, la antología de 496 páginas está precedida por una "razón de obra", un prólogo de Roberto Echavarren que dibuja una historia de la literatura latinoamericana del siglo XX para así situar el pensamiento sobre las poéticas barrocas, un segundo prólogo más filosófico de Néstor Perlongher donde se justifica políticamente la elección del barroco y se hace una historia local del neobarroso, y un tercer prólogo poético con poemas de José Lezama Lima. La muestra siguiente provee una biografía y una apreciación crítica de la obra de cada poeta y todo culmina con un epílogo de Tamara Kamenzsain, donde se enfrenta la sinceridad del acto en el que "estos poetas-críticos están logrando transformar la ficción llamada neobarroco en una verdad. Verdad que permite apresar- seleccionar- hoy en una obra única, la diferencia que se fuga en verso por veintidós maneras de decir".

"El atractivo, el poder de una escritura, no concierne ni a un grupo ni a un individuo. Siempre hay algo más que un individuo, y menos que un grupo: contamina una zona de pasaje, un corredor, desterritorializa el afecto en transformaciones precarias"(2). Estas palabras de Roberto Echavarren confirman creo yo lo que cada poeta siente respecto de la escritura, y su poder. Esto no quita la formación de grupos, y la asignación de valores, siguiendo la lógica de diferenciación entre poder y valor que menciona Echavarren, y lo cierto es que, a partir de los '90, el valor que localmente se le ha dado al neobarroco - y también a la figura de Néstor Perlongher- ha tenido nuevas derivaciones. Si bien la categoría sobrevive y hay quienes no temen usarla como herramienta teórica, o quienes se permiten ahondar en el pensamiento que genera, con personalidad propia, modos de trabajo, diálogos y tradición bibliográfica, también es cierto que el carácter "ficcional" del neobarroco, ha sido peyorizado en función de moda y bluff publicitario, atacado como elite, utilizado como peldaño contra el cual construir nuevos "movimientos" como el "objetivismo" y la "poesía de los '90", entre otras ficciones que obviamente tampoco pueden sostenerse si son atacadas en los mismos términos.

Si sabemos entonces del carácter ficcional de los movimientos y las categorías, un posible camino de "adiós a todo eso" podría ser el disfrute de lo literario como "acto", como bien propone na-kar elliff-ce "modos de intervención intensivos sobre la actualidad y motorizaciones de la intuición vívida, empalman y dan lugar a poéticas del orden de la performance que aparecen como inasimilables a la axiomática que va de la máquina de escritura a la de registro"(3), eso mismo aplicado a la hora de ejercer una actividad tan creativa como la crítica. Y en ese sentido, en vez de la negación sistemática del neobarroco, o su aislamiento en un grupo generacional, creo que es posible tentarse a mirar qué esquirlas o flores de él se entremezclan hoy como modos de pensar, de mirar, de intervenir. La intervención es una de ellas, la noción de lo performático, que puede transformarse en una ficción tan vacua como cualquiera si se pierde de vista su práctica, el aquí y ahora, "esta facticidad como resistencia insuperable"(4), aquello que permite la transformación de la ficción en verdad, que no es lo mismo que realidad.

1 Néstor Perlongher, Caribe Transplatino, en Prosa Plebeya, Colihue, 1997.

2 Echavarren Roberto Un fervor neobarroco, La República de Platón nro. 16,Uruguay, 1994.

3 Nakar-elliff-ce Adiós a todo eso, Plebella #2, Agosto 2004.

4 Mallol, Anahí, De la pobreza una estética, Plebella #2, Agosto 2004

martes, 18 de mayo de 2010

LO REAL MARAVILLOSO - Alejo Carpentier


…Lo que se ha de entender desto de
convertirse en lobos es que hay una enfermedad
a quien llaman los médicos
mu nía lupina …
(Los trabajos de Persiles y Segismundo)

A fines del año 1943 tuve la suerte de poder visitar el reino de Henrí Christophe —las ruinas, tan poéticas, de Sans-Souci; la mole, imponentemente intacta a pesar de rayos y terremotos, de la Ciudadela La Ferriére— y de conocer la todavía normanda Ciudad del Cabo —el Cap Françáis de la antigua colonia—, donde una calle de larguísimos balcones conduce al palacio de cantería habitado antaño por Paulina Bonaparte. Después de sentir el nada mentido sortilegio de las tierras de Haití, de haber hallado advertencias mágicas en los caminos rojos de la Meseta Central, de haber oído los tambores del Petro y del Rada, me vi llevado a acercar la maravillosa realidad vivida a la acotante pretensión de suscitar lo maravilloso que caracterizó ciertas literaturas europeas de estos últimos treinta años. Lo maravilloso, buscado a través de los viejos clisés de la selva de Brocelianda, de los caballeros de la Mesa Redonda, del encantador Merlín y del ciclo de Arturo. Lo maravilloso, pobremente sugerido por los oficios y deformidades de los personajes de feria — ¿no se cansarán los jóvenes poetas franceses de los fenómenos y payasos de la fête foraine, de los que ya Rimbaud se había despedido en su Alquimia del Verbo?—. Lo maravilloso, obtenido con trucos de prestidigitación, reuniéndose objetos que para riada suelen encontrarse: la vieja y embustera historia del encuentro fortuito del paraguas y de la máquina de coser sobre una mesa de disección, generador de las cucharas de armiño, los caracoles en el taxi pluvioso, la cabeza de león en la pelvis de una viuda, de las exposiciones surrealistas. O, todavía, lo maravilloso literario: el rey de la Julieta de Sade, el supermacho de Jarry, el monje de Lewis, la utilería escalofriante de la novela negra inglesa: fantasmas, sacerdotes emparedados, licantropías, manos clavadas sobre la puerta de un castillo.

Pero, a fuerza de querer suscitar lo maravilloso a todo trance, los taumaturgos se hacen burócratas. Invocado por medio de fórmuías consabidas que hacen de ciertas pinturas un monótono baratillo de relojes amelcochados, de maniquíes de costurera, de vagos monumentos fálicos, lo maravilloso se queda en paraguas o langosta o máquina de coser, o lo que sea, sobre una mesa de disección, en el interior de un cuarto triste, en un desierto de rocas. Pobreza imaginativa, decía Unamuno, es aprenderse códigos de memoria. Y hoy existen códigos de lo fantástico, basados en el principio del burro devorado por un higo, propuesto por los Cantos de Maldoror como suprema in
versión de la realidad, a los que debemos muchos "niños amenazados por ruiseñores", o los "caballos devorando pájaros" de André Masson. Pero obsérvese que cuando André Masson quiso dibujar la selva de la isla de Martinica, con el increíble entrelazamiento de sus plantas y la obscena promiscuidad de ciertos frutos, la maravillosa verdad del asunto devoró al pintor, dejándolo poco menos que impotente frente al papel en blanco. Y tuvo que ser un pintor de América, el cubano Wilfredo Lam, quien nos enseñara la magia de la vegetación tropical, la desenfrenada Creación de Formas de nuestra naturaleza —con todas sus metamorfosis y simbiosis —, en cuadros monumentales de una expresión única en la era contemporánea. Ante la desconcertante pobreza imaginativa de un Tanguy, por ejemplo, que desde hace veinticinco años pinta las mismas larvas pétreas bajo el mismo cielo gris, me dan ganas de repetir una frase que enorgullecía a los surrealistas de la primera hornada: Vous qui ne voyes pas, pensez a ceux qui voient. Hay todavía demasiados "adolescentes que hallan placer en violar los cadáveres de hermosas mujeres recién muertas" (Lautreamont), sin advertir que lo maravilloso estaría en violarlas vivas. Pero es que muchos se olvidan, con disfrazarse de magos a poco costo, que lo maravilloso comienza a serlo de manera inequívoca cuando surge de una alteración de la realidad (el milagro), de una revelación privilegiada de la realidad, de una iluminación inhabitual o singularmente favorecedora de las inadvertidas riquezas de la realidad, de una ampliación de las escalas y categorías de la realidad, percibidas con particular intensidad en virtud de una exaltación del espíritu que lo conduce a un modo de "estado límite". Para empezar, la sensación de lo maravilloso presupone una fe. Los que no creen en santos no pueden curarse con milagros de santos, ni los que no son Quijotes pueden meterse, en cuerpo, alma y bienes, en el mundo de Amadís de Gaula o Tirante el Blanco. Prodigiosamente fidedignas resultan ciertas frases de Rutilio en Los trabajos de Persiles y Segismunda, acerca de hombres transformados en lobos, porque en tiempos de Cervantes se creía en gentes aquejadas de manía lupina. Asimismo el viaje del personaje, desde Toscana a Noruega, sobre el manto de una bruja. Marco Polo admitía que ciertas aves volaran llevando elefantes entre las garras, y Lutero vio de frente al demonio a cuya cabeza arrojó un tintero. Víctor Hugo, tan explotado por los tenedores de libros de lo maravilloso, creía en aparecidos, porque estaba seguro de haber hablado, en Guernesey, con el fantasma de Leopoldina. A Van Gogh bastaba con tener fe en el Girasol, para fijar su revelación en una tela. De ahí que lo maravilloso invocado en el descreimiento —como lo hicieron los surrealistas durante tantos años — nunca fue sino una artimaña literaria, tan aburrida, al prolongarse, como cierta literatura onírica "arreglada'', ciertos elogios de la locura, de los que estamos muy de vuelta. No por ello va a darse la razón, desde luego, a determinados partidarios de un regreso a lo real — término que cobra, entonces, un significado gregariamente político—, que no hacen sino sustituir los trucos del prestidigitador por los lugares comunes del literato "enrolado" o el escatológico regodeo de ciertos existencialistas. Pero es indudable que hay escasa defensa para poetas y artistas que loan el sadismo sin practicarlo, admiran el supermacho por impotencia, invocan espectros sin creer que respondan a los ensalmos, y fundan sociedades secretas, sectas literarias, grupos vagamente filosóficos, con santos y señas y arcanos fines — nunca alcanzados—, sin ser capaces de concebir una mística válida ni de abandonar los más mezquinos hábitos para jugarse el alma sobre la temible carta de una fe.

Esto se me hizo particularmente evidente durante mi permanencia en Haití, al hallarme en contacto cotidiano con algo que podríamos llamar lo real maravilloso. Pisa ba yo una tierra donde millares de hombres ansiosos de libertad creyeron en los poderes licantrópicos de Mackandal, a punto de que esa fe colectiva produjera un milagro el día de su ejecución. Conocía ya la historia prodigiosa de Bouckman, el iniciado jamaiquino. Había estado en la Ciudadela La Ferriére, obra sin antecedentes arquitectónicos, únicamente anunciada por las Prisiones Imaginarias del Piranese. Había respirado la atmósfera creada por Henri Christophe, monarca de increíbles empeños, mucho más sorprendente que todos los reyes crueles inventados por los surrealistas, muy afectos a tiranías imaginarias, aunque no padecidas. A cada paso hallaba lo real maravilloso. Pero pensaba, además, que esa presencia y vigencia de lo real maravilloso no era privilegio único de Haití, sino patrimonio de la América entera, donde todavía no se ha terminado de establecer, por ejemplo, un recuento de cosmogonías. Lo real maravilloso se encuentra a cada paso en las vidas de hombres que inscribieron fechas en la historia del Continente y dejaron apellidos aún llevados: desde los buscadores de la Fuente de la Eterna Juventud, de la áurea ciudad de Manoa, hasta ciertos rebeldes de la primera hora o ciertos héroes modernos de nuestras guerras de independencia de tan mitológica traza como la coronela Juana de Azurduy. Siempre me ha parecido significativo el hecho de que, en 1780, unos cuerdos españoles, salidos de Angostura, se lanzaran todavía a la busca de El Dorado, y que, en días de la Revolución Francesa —¡vivan la Razón y el Ser Supremo!—, el compostelano Francisco Menéndez anduviera por tierras de Patagonia buscando la Ciudad Encantada de los Césares. Enfocando otro aspecto de la cuestión, veríamos que, así como en Europa occidental el folklore danzario, por ejemplo, ha perdido todo carácter mágico o invocatorio, rara es la danza colectiva, en América, que no encierre un hondo sentido ritual, creándose en torno a él todo un proceso iniciado: tal los bailes de la santería cubana, o la prodigiosa versión negroide de la fiesta del Corpus, que aun puede verse en el pueblo de San Francisco de Yare, en Venezuela.

Hay un momento, en el sexto canto de Maldoror, en que el héroe, perseguido por toda la policía del mundo, escapa a "un ejército de agentes y espías" adoptando el aspecto de animales diversos y haciendo uso de su don de transportarse instantáneamente a Pekín, Madrid o San Petersburgo. Esto es "literatura maravillosa" en pleno. Pero en América, donde no se ha escrito nada semejante, existió un Mackandal dotado de los mismos poderes por la fe de sus contemporáneos, y que alentó, con esa magia, una de las sublevaciones más dramáticas y extrañas de la Historia. Maldoror —lo confiesa el mismo Ducasse— no pasaba de ser un “ poético Rocambole”. De él sólo quedó una escuela literaria de vida efímera. De Mackandal el americano, en cambio, ha quedado toda una mitología, acompañada de himnos mágicos, conservados por todo un pueblo que aun se cantan en las ceremonias del Vaudou. (Hay, por otra parte, una rara casualidad en el hecho de que Isidoro Ducasse, hombre que tuvo un excepcional instinto de lo fantástico-poético, hubiera nacido en América y se jactara tan enfáticamente al final de uno de sus cantos, de ser “ Le Montevidéen"). Y es que, por la virginidad del paisaje, por la formación, por la ontología, por la presencia fáustica del indio y del negro, por la Revelación que constituyó su reciente descubrimiento, por los fecundos mestizajes que propició, América está muy lejos de haber agotado su caudal de mitologías.

Sin habérmelo propuesto de modo sistemático, el texto que sigue ha respondido a este orden de preocupaciones. En él se narra una sucesión de hechos extraordinarios, ocurridos en la isla de Santo Domingo, en determinada época que no alcanza el lapso de una vida humana, dejándose que lo maravilloso fluya libremente de una realidad estrictamente seguida en todos sus detalles. Por que es menester advertir que el relato que va a leerse ha sido establecido sobre una documentación extremadamente rigurosa que no solamente respeta la verdad histórica de los acontecimientos, los nombres de personajes —incluso secundarios—, de lugares y hasta de calles, sino que oculta, bajo su aparente intemporalidad, un minucioso cotejo de fechas y de cronologías. Y sin embargo, por la dramática singularidad de los acontecimientos, por la fantástica apostura de los personajes que se encontraron, en determinado momento, en la encrucijada mágica de la Ciudad del Cabo, todo resulta maravilloso en una historia imposible de situar en Europa, y que es tan real, sin embargo, como cualquier suceso ejemplar de los consignados, para pedagógica edificación, en los manuales escolares. ¿Pero qué es la historia de América toda sino una crónica de lo real-maravilloso?

SEVERO SARDUY Y EL NEOBARROCO - Luis Álvarez Álvarez

SEVERO SARDUY Y EL NEOBARROCO
Luis Álvarez Álvarez

La fascinación por la escritura barroca se manifestó a través de diversos momentos y autores de la literatura cubana. El propio Martí, al valorar el centenario de Calderón en Madrid en la década del ochenta del siglo XIX,1 asumía por momentos modalidades estilísticas que evocaban la época barroca, aunque no incorporaban una escritura a la suya propia: era un juego de ingenio, adorno erudito de la propia escritura.

El camagüeyano Severo Sarduy fue uno de los grandes ensayistas cubanos del barroco y el neobarroco. Su diferencia con Lezama y Carpentier —con quienes forma la tríada de la teorización cubana sobre el barroco hispanoamericano— se asienta en la visión de la cultura que contextualiza el arte barroco —ya europeo, ya hispanoamericano—. Sarduy construyó un discurso teórico, donde la reflexión semiótica y culturológica se mantiene en primer plano por encima de la vivencia del poeta o el entusiasmo del narrador. Como Lezama, y más aún como Carpentier, Sarduy asume el artificio barroco como inseparable de la lengua literaria en español. Sarduy consigna: “He tratado de significar este universo con el mínimo de elementos: un vocabulario reducido, repetitivo, «vaciado». El barroco es la tendencia natural del español. Vaciar la frase es postular, otra vez, la literatura como artificio”.2

La consideración no es ni vivencial ni sintética: su mirada es esencialmente culturológica en un sentido amplio que valora profundamente la interrelación entre el Barroco histórico y el desarrollo cosmológico de la época. Si Sarduy, como Carpentier, comprende que el Barroco se relaciona intensamente con una concepción del espacio, también percibe con nitidez que el Barroco, en tanto arte, no es la única reflexión humana que, en los siglos XVI y XVII, se concentra en este tema. La astronomía se lanzaba entonces a definir, a la vez, el espacio de la Tierra y el del Cosmos. Sarduy considera que los hallazgos astronómicos interactúan con la actitud estética y gnoseológica:

La reforma copernicana y la sumisión del espacio a la ley terminan con esta concepción de la Tierra como extensión propicia a lo casual, a lo discretamente irracional. El planeta dejará de ser un escenario borroso que duplica sin acierto al celeste, ámbito del fenómeno opacado, cubierto —como el cielo se cubre—; al mismo tiempo que postula su marginalidad, el Cosmos copernicano, heliocéntrico, afirma su autonomía: no refleja ningún exterior, no es una región; lo que en él ocurre no es una repetición degradada. Ninguna esfera ideal lo modela.
La retombée de este gesto epistémico —su preparación mediata, su etiología inconexa— está, rigurosa isomorfía, en la transformación radical de sentido que tiene lugar en el espacio urbano y notablemente en el discurso que lo enuncia y así lo objetiva [...]3

Su visión de la perspectiva barroca tiene una doble dimensión, a la vez culturológica y noética. Sarduy suscribe igualmente la vocación barroca y neobarroca de la América hispánica; de modo semejante, las transculturaciones del continente también son consideradas terreno fecundante para la aventura barroca de la cultura hispanoamericana. Sarduy cala muy hondo, tanto por su interés obsesivo en explicar la curiosidad barroca que Lezama había vivenciado poéticamente, como por su valoración de una serie de teorías que a fines del siglo XX, adquieren gran prestigio y por su reflexión sobre la cultura. Así, Sarduy no se detiene en la superficie temática del mestizaje, sino que se proyecta hacia un substrato cultural que Carpentier había intuido: la profunda transculturación hispanoamericana ha conducido a una carnavalización intensa, donde continúan apareciendo inversiones de valores culturales, aprovechadas en la maquinaria cultural del continente. Añade Sarduy una percepción eminente del dialogismo, como peculiaridad hispanoamericana en la cual se intensifican los cruces de códigos, las transcodificaciones, la hipertelia semiótica. Para él, en nuestra América se construye un ámbito destinado a una multiplicidad de dialogismos (lingüísticos, míticos, rituales, arquitectónicos, culinarios, etcétera.) Todo eso ha llevado al paroxismo del diálogo imposible, de la autonomía nómica del mensaje escrito, de manera que, como expusiera Martin Lienhard en La voz y su huella,4 el proceso de la Conquista resultase acompañado por una desmesura de la palabra, y en particular de la escritura. Sarduy percibía, pues, en la aventura astronómica y en la aventura estética de la época barroca, una verdadera epopeya cosmológica:

Espacio del dialogismo, de la polifonía, de la carnavalización, de la parodia y la intertextualidad, lo barroco se presentaría, pues, como una red de conexiones, de sucesivas filigranas, cuya expresión gráfica no sería lineal, bidimensional, plana, sino en volumen, espacial y dinámica. En la carnavalización del barroco se inserta, trazo específico, la mezcla de géneros, la intrusión de un tipo de discurso en otro —carta en un relato, diálogos en esas cartas, etcétera—, es decir, como apuntaba Bakhtine, que la palabra barroca no es solo lo que figura, sino también lo que es figurado, que ésta es el material de la literatura. Afrontado a los lenguajes entre cruzados de América —a los códigos del saber precolombino—, el español —los códigos de la cultura europea— se encontró duplicado, reflejado en otras organizaciones, en otros discursos. Aún después de anularlos, de someterlos, de ellos sobrevivieron ciertos elementos que el lenguaje español hizo coincidir con los correspondientes a él; el proceso de sinonimización, normal en todos los idiomas, se vio acelerado ante la necesidad de uniformar, al nivel de la cadena significante, la vastedad disparatada de los nombres.5

Severo Sarduy, colocado muy cerca del puente conector entre la reflexión hispanoamericana y la euro-americana, anticipa, en esa década del setenta en que apenas comenzaba a discutirse el asunto, la reflexión sobre la crisis de la cultura moderna. Su pensamiento sobre el Barroco histórico se proyecta inconscientemente a preparar el camino al debate sobre la posmodernidad. Irlemar Chiampi comenta: “Artificio y metalenguaje, enunciación paródica y auto-paródica, hipérbole de su propia estructuración, apoteosis de la forma e irrisión de ella, la propuesta de Sarduy —sobra decirlo— selecciona entre los rasgos que marcaron el barroco histórico los que permiten deducir una perspectiva crítica de lo moderno”.6 Sarduy insiste en la relación entre Hispanoamérica y el Barroco, puesto que adelanta una explicación asentada en su propósito culturológico y, al hacerlo, subraya la interrelación entre el exceso y el vacío, entre el horror vacui y el mero juego despojado de solemnes significaciones referenciales, la agresión continua al lenguaje y la ambición de establecer una gramática:

El barroco, sobreabundancia, cornucopia rebosante, prodigalidad y derroche —de allí la resistencia moral que ha suscitado en ciertas culturas de la economía y la mesura, como la francesa—, irrisión de toda funcionalidad, de toda sobriedad, es también la solución a esa saturación verbal, al trop plein de la palabra, a la abundancia de lo nombrante con relación a lo nombrado, a lo enumerable, al desbordamiento de las palabras sobre las cosas. De allí también su mecanismo de la perífrasis, de la digresión y el desvío, de la duplicación y hasta de la tautología. Verbo, formas malgastadas, lenguaje que, por demasiado abundante, no designa ya cosas, sino otros designantes de cosas, significantes que envuelven otros significantes en un mecanismo de significación que termina designándose a sí mismo, mostrando su propia gramática, los modelos de esa gramática y su generación en el universo de las palabras. Variaciones, modulaciones de un modelo que la totalidad de la obra corona y destrona, enseña, deforma, duplica, invierte, desnuda o sobrecarga hasta llenar todo el vacío, todo el espacio —infinito— disponible. Lenguaje que habla del lenguaje, la superabundancia barroca es generada por el suplemento sinonímico, por el “doblaje” inicial, por el desbordamiento de los significantes que la obra, que la ópera barroca cataloga.7

La narrativa, la poesía de Severo Sarduy trasuntan esta vocación apasionada por la estética neobarroca. De dónde son los cantantes, por ejemplo, evidencia una poética que obliga a reconocer este libro, en cuanto a voluntad de estilo, como una obra que trasciende el marco específico de, por ejemplo, una gran novela carpenteriana como El siglo de las luces. Es como si Sarduy delinease su espacio narrativo precisamente después de la amenazadora explosión en la catedral de Carpentier. Esta novela suya resulta una especie de recomposición prodigiosa de fragmentos incontables de códigos culturales, en una inmensa alegoría, no solo de la cultura cubana, sino de una dimensión más amplia de la cultura: la humana. Pero no es la superposición de factores, en cadenas secuenciales especialísimas, a la manera en que Carpentier trabaja su “real maravilloso americano”. Sarduy, muy lejos de esto, en De dónde son los cantantes se transparenta una deconstrucción permanente de secuencias semánticas de la cultura cubana, y, por lo mismo, de las culturas que, en su transculturación, configuraron la de la Isla. De aquí que el lector enfrente en esta novela un microcosmos donde, bajo la apariencia de un eje estructural constituido por los personajes recurrentes, estos se transforman proteicamente, una y otra vez, y asumen rostros diversos de la cultura cubana, en un diluvio de matizaciones, frases hechas (truncas), alusiones míticas, folklóricas, musicales, incluso del mundo de la más rasa propaganda comercial. La novela se levanta en un dinamismo que no tiene ya que ver necesariamente con la acción argumental o con la psicología de los personajes, sino con una inacabable y torrencial muestra de factores de la cultura de la Isla, un caleidoscopio nacional que no se limita nunca al mero ejercicio lúdico, porque opera con una poderosa mimesis de las grandes fuerzas centrípeta y centrífuga del cosmos. Todo devuelve al lector a la médula misma de la cultura nacional en su devenir, pero, simultáneamente, todo parece disolverse en su propio movimiento interno, creando espacios vacíos que, al instante, se llenan de imprevistas alteridades, de importaciones descaradas, de transformaciones de la perspectiva, de revalorizaciones prodigiosas. Esta técnica, que aparecerá, con otros perfiles, en el resto de la obra de Sarduy, en esta polifónica novela adquiere un paroxismo y un fervor verdaderamente extraordinarios. Por ello De dónde son los cantantes es una trasgresión de la novela canónica en la cual el argumento era el eje sustentador. Sarduy, en una actitud esencialmente postmoderna —sobre todo neobarroca— concentra su atención fundamental en el juego y rejuego de interconexiones de signos, jirones del lenguaje, alusiones traviesas, ecos que se asordinan gradualmente en la memoria cultural. Así construye un edificio extraordinario que, en su sorprendente dinamismo, compendia la fragancia poderosa del (neo) barroco criollo, de lo cubano indoblegable, trágico, sensual, atormentado y sonriente.

Notas:

1 Cfr. José Martí: “El Centenario de Calderón”, en: Obras completas, La Habana, Editorial Ciencias Sociales, 1975, t. 15, pp. 119-120.
2 Severo Sarduy: Prólogo del autor a “La playa”, en: Severo Sarduy: Obra completa, Edición crítica, Gustavo Guerrero y François Wahl, coordinadores, Madrid, ALLCA XX, 1999, t. II, pág. 1010.

3 Severo Sarduy: “Barroco”, en: Obra completa, ed. cit., t. II, pág. 1212.
4 Martin Lienhard: La voz y su huella, La Habana, Editorial Casa de las Américas, 1990, pág. 31. Martin Lienhard apunta, entre otras ideas: “El texto escrito, legitimado a su vez por otras «escrituras», expresa en última instancia la voluntad divina”.
5 Severo Sarduy: “El barroco y el neobarroco”, en: Obra completa, ed. cit., pp. 1395-1396.
6 Irlemar Chiampi: “La literatura neobarroca ante la crisis de lo moderno”, en: Criterios. Revista de Teoría de la Literatura y las Artes, Estética y Culturología, La Habana, número 32, cuarta época, julio-diciembre de 1994, pág. 177.
7 Ibíd., pág. 1396.


Publicado en CubaLiteraria

http://www.cubaliteraria.com/delacuba/seccion.php?articulosPage=18&s_Seccion=62

APROXIMACION A LA LITERATURA NEOBARROCA - Gonzalo Celorio

En 1972, Severo Sarduy publicó un ensayo inaugural, titulado “El barroco y el neobarroco” en el ahora imprescindible libro América Latina en su literatura. En él advierte, sin pretender explicarla en términos históricos o ideológicos, la señalada presencia de la estética barroca en algunas manifestaciones artísticas de la cultura hispanoamericana –particularmente literarias y de origen cubano -, y se propone precisar formalmente el concepto ‘barroco’, que ha ampliado su espectro semántico hasta la metáfora generalizada: “la tierra es clásica y el mar es barroco”, recuerda José Lezama Lima; “el Popocatépetl es clásico y el Iztaccíhuatl es barroco”, creo haberle oído decir a Fernando Benítez.

Como ejemplos de la utilización de los diversos recursos del barroco que ha consignado en su estudio, Sarduy hace referencia a Alejo Carptentier, José Lezama Lima, Guillermo Cabrera Infante. Estos mismos escritores cubanos han aludido en sus trabajos ensayísticos y en sus propias novelas a su filiación barroca:

Lezama Lima, en un brillante capítulo de La expresión americana, considera que el barroco, entre nosotros, más que un arte de Contrarreforma, es un arte de Contraconquista: el barroco adquiere en nuestro continente un carácter propio no sólo por las peculiaridades que imprimen los criollos en los modelos peninsulares sino también por el influjo de las culturas prehispánicas en el arte colonial, y por tanto es –piensa Lezama- signo de identidad y requisito de madurez para alcanzar nuestra emancipación cultural. Por así decirlo, el barroco es nuestro clásico, nuestro paradigma.

Sin reprimir su libertad metafórica (aquella que lo lleva a hablar, por ejemplos, de barroquismos telúricos y de mulatas barrocas en genio y figura), Alejo Carpentier, por su parte, ha reiterado en sus novelas y en abundantes ensayos que nuestras manifestaciones culturales y literarias y aun nuestra naturaleza son y han sido barrocas.

Y Cabrera Infante, en novelas como Tres tristes tigres y La Habana para un infante difunto, ha exacerbado de manera explícita, a través de reflexiones metaliterarias, recursos que forman parte sustantiva del código estético del barroco, tales la parodia, la hipérbole, la paronomasia.

Contrariamente al intento de rigurosidad formal de Severo Sarduy, los términos barroco y neobarroco se han empleado, a partir de la publicación de dicho artículo, cada vez con mayor dispendio. Y es que los postulados de Sarduy, enriquecidos dos años después en su libro Barroco, que originalmente fueron aplicados de manera prioritaria a escritores cubanos, constituyen una tipificación, basada en la parodia y en el artificio, a la que virtualmente pueden responder muy diversas obras de la narrativa hispanoamericana contemporánea. Pienso, por ejemplo, en novelas que se sustentan en un lenguaje paródico como Los relámpagos de agosto de Jorge Ibargüengoitia y Terra nostra y Cristóbal Nonato de Carlos Fuentes; pienso en textos cuya referencialidad estriba preponderantemente en la cultura libresca (arte del arte = artificio), como ciertas ficciones de Borges y de Bioy Casares o numerosos capítulos de Rayuela; pienso en las grandes construcciones verbales a la manera de Paradiso, como El otoño del Patriarca de García Márquez o el discurso de Carlota en Noticias del Imperio de Fernando del Paso; pienso en la superposición de discursos en El libro de Manuel de Cortázar o en Cien años de soledad, donde Artemio Cruz o el bebé Rocamadour se suman a la prolífica lista de Aurelianos y José Arcadios... En fin, el propio modelo teórico de Sarduy propicia la extensión del término neobarroco a obras muy diversas, al grado de que no sería una exageración tomar la barroquicidad –si así se puede decir- como una de las señas de identidad de la narrativa hispanoamericana contemporánea.

Ignoro si mis apreciaciones contribuyan a precisar el término neobarroco o, por lo contrario, incrementen su dilatación. Como quiera que sea, creo conveniente mencionar algunos aspectos que rebasan las tipificaciones estrictamente formales y que aluden a ciertos rasgos de su contenido ideológico para enriquecer su significación. Sin comprometerme por ahora a desarrollar tales aspectos, de suyo complejos, me limitaré a enunciarlos y a aventurar un par de reflexiones al respecto. Voy a referirme primeramente a la deliberada intención de los escritores neobarrocos por articular un discurso que incluya elementos propios de la estética barroca –particularmente la parodia-; y, en segundo término, a las posibles implicaciones de tal intencionalidad.

Quizás una diferencia entre los barrocos del siglo XVII y los neobarrocos de nuestros días consista en que aquéllos no sabían que eran barrocos y éstos vaya que sí lo saben. Gracián escribió su Agudeza y arte de ingenio pensando, acaso, que formulaba un tratado de preceptiva clásica (es decir ortodoxa). Los escritores neobarrocos, en cambio, se saben afines a la estética del barroco y utilizan propositivamente sus ingenios y sus agudezas. Tal intencionalidad puede antojarse artificial, pero digamos, en descarga de sus autores, que el barroco tiene como signo distintivo precisamente el artificio, y que por encima de la aventura, del abandono placentero a la proliferación, de la libertad y del capricho personal, el barroco es un arte prefabricado, como lo ha visto espléndidamente José Antonio Maravall: es un arte dirigido –esto es preconcebido y generalizado a través del Kitsch- y es un arte conservador en tanto que la movilidad y la ruptura que parecen determinarlo son vanas apariencias; en tanto que su objeto primordial es la preservación de un sistema de valores culturales. Así pues, la intención barroca, previa a la escritura, es parte de su barroquicidad. Pero, cuál es la finalidad de tal intención en el caso de los escritores considerados neobarrocos. Próximo a las tesis de Michail Backtine acerca de la carnavalización, Severo Sarduy destaca la parodia como recurso pertinente del barroco. Dos son los mecanismos que, según el teórico cubano, utiliza el lenguaje paródico: la intertextualidad, que consiste en “la incorporación de un texto extranjero al texto, su collage o superposición a la superficie del mismo”, y la intratextualidad, que se refiere a los textos “que no son introducidos en la aparente superficie plana de la obra como elementos alógenos –citas y reminiscencias-, sino que, intrínsecos a la producción escriptural, a la operación de cifraje –de tatuaje- en que consiste toda escritura, participan (...) del acto mismo de la creación”.

La intertextualidad se manifiesta en la inclusión, ya literal, ya modificada aunque reconocible, de otros textos. Pero más que en estas manifestaciones exteriores, visibles en la superficie del discurso, es en la intratextualidad donde habita entrañablemente el espíritu paródico del barroco. Así considerada, la parodia implica un doble discurso, una doble textualidad: un discurso referencial, previo, conocido y reconocible, que es deformado, alterado, escarnecido, llevado a sus extremos por el discurso del barroco. Tal operación supone un retorno; es en sí misma un retorno. La parodia, según entiendo, no es otra cosa que llegar, de regreso, al punto de partida y recuperarlo –esto es preservarlo, enriquecerlo- con los beneficios adquiridos en semejante periplo: la crítica (el sentido del humor, el homenaje) que la distancia y la perspectiva otorgan. La parodia, pues, no se limita a la burla del discurso de referencia: la parodia implica una actitud crítica que pondera, selecciona, asume, fija, recupera y preserva los valores culturales. En La rosa púrpura del Cairo, si se me permite poner un ejemplo cinematográfico, Woody Allen no orienta su discurso paródico a escarnecer el discurso fílmico holliwoodense de los años treintas; al parodiarlo, lo critica, le confiere un estatus, lo recupera para su propio discurso y le rinde el más amoroso de los homenajes: rescata su vigencia, es decir su dimensión y su valor históricos.

Esta parece ser, en la narrativa hispanoamericana contemporánea, la intención del discurso paródico: sentirse en posesión de una cultura y manifestar tal seguridad mediante la crítica: el juego, la reflexión, el reconocimiento. En efecto, nuestra narrativa se entretiene y se afana en articular un discurso barroco, que lo será más en la medida en que más se aparte del discurso parodiado, en que más abisme la distancia entre la ida y el regreso. Algunos ejemplos de este viraje extremo: En Paradiso, Lezama Lima llama al miembro viril “el aguijón del leptosomático macrogenitoma” distanciado así, gongorinamente, la relación entre el significado y el significante. Carpentier, en Concierto barroco, no se conforma con relatar la de suyo paródica mise en scène de una ópera con tema de Moctezuma, dirigida por Vivaldi en un teatro de Venecia, sino que llega a introducir carnavalescamente, al lado de Vivaldi, Haendel y Scarlatti, la batuta de Stravinsky y la trompeta viva de Louis Armstrong. En El mundo alucinante, Reinaldo Arenas hace que Fray Servando Teresa de Mier, si no lo estoy inventando motivado por la proliferante concatenación de hipérboles en la novela, se escape de la cárcel disfrazado de rata –así de grandes eran los roedores de las Caldas de Cádiz. Severo Sarduy llega a identificar a Fidel Castro con el mismísimo Cristo Redentor en el capítulo titulado “La entrada de Cristo en La Habana” de la novela De donde son los cantantes.

Es en esta medida extrema, arriba ejemplificada con casos de la literatura cubana, donde el neobarroco se aproxima a un tipo de producción artística cuya esencia estriba precisamente en la diferenciación entre la ida y el regreso. Hablo de lo que Susan Sontag denominó Camp y que Carlos Monsiváis aplicó con acierto a diversas manifestaciones de la cultura mexicana:

Camp es –reconociendo la falsedad, el anacronismo y la vigencia de esta división- el predominio de la forma sobre el contenido. Camp es aquel estilo llevado a sus últimas consecuencias, conducido apasionadamente al exceso. Camp es la extensión final, en materia de sensibilidad, de la metáfora de la vida como teatro (...) Camp es el amor de lo no natural, del artificio y la exageración (...) Camp es el fervor del manierismo y de lo sexual exagerado. Camp es el aprecio de la vulgaridad. Camp es la introducción de un nuevo criterio: el artificio como ideal. Camp es el culto por las formas límite de lo barroco, por lo concebido en el delirio, por lo que inevitablemente engendra su propia parodia. Camp en un número abrumador de ocasiones es [...] aquello tan malo que resulta bueno.

Algunas características que Monsiváis, siguiendo a Susan Sontag, atribuye al Camp son evidentemente afines a la estética del neobarroco y aplicables a diversas obras narrativas hispanoamericanas. Además de pensar en novelas como De donde son los cantantes del propio Sarduy o El mundo alucinante de Reinaldo Arenas, pienso en otras que, hasta donde entiendo, no han sido estudiadas a la luz del neobarroco pero que podrían responder a los postulados de Sarduy, como Tres novelitas burguesas y La misteriosa desaparición de la marquesita de Loria de José Donoso u otras de Manuel Puig, tales La traición de Rita Hayworth o Pubis angelical. Es evidente en ellas, para seguir con la dicotomía meramente didáctica de Monsiváis, el predominio de la forma sobre el contenido, amén de otros signos comunes al Camp y al neobarroco. Un lenguaje abundante, generoso y exquisito parece desperdiciarse en la frivolidad o decadencia de sus temas. Pero ¿no es el barroco, acaso, el arte del desperdicio, de la excrecencia?: “La exclamación inefable –dice Sarduy- que suscita toda capilla de Churriguera o del Aleijadinho, toda estrofa de Góngora o Lezama, todo acto barroco, ya pertenezca a la pintura o a la repostería: ¡Cuánto trabajo! implica un apenas disimulado adjetivo: ¡Cuánto trabajo perdido!, ¡cuánto juego y desperdicio, cuánto esfuerzo sin funcionalidad!”

Precisamente tales signos de desperdicio garantizan que el objeto de la parodia ha sido asumido y superado. Estas novelas que pudieran considerarse neobarrocas son testimonio de que nuestro discurso novelístico goza ya de los saludables tributos de la crítica: el humor, el juego, la ponderación. Acaso por primera vez en nuestra historia literaria, toda una narrativa se significa por expresar abundantemente, generosamente –hasta el desperdicio- que va de regreso de las cosas; de regreso de su propia historia.

POLITICAS DE GENERO EN EL NEOBARROCO: Alejandra Pizarnik y Marosa di Giorgio - María Alejandra Minelli

POLITICAS DE GENERO EN EL NEOBARROCO: Alejandra Pizarnik y Marosa di Giorgio
María Alejandra Minelli
UNCo / UNVM

Durante los años 80, en Argentina surge una formación de escritores cuyas estéticas se proponen afines a la del neobarroco conceptualizado por el cubano Severo Sarduy. Se trata de una formación débilmente estructurada pero con una nítida voluntad de legitimación grupal que se hace evidente a través del sistema de vinculación/homenaje desplegado por los ensayistas de este sector: Néstor Perlongher y César Aira; sus respectivas y repetidas referencias a la familia literaria que organizan (que incluye a Manuel Puig, Osvaldo Lamborghini y Copi, por ejemplo) y las figuras de escritor1 que arman todos ellos, actualizan la emergencia de lo que Deleuze y Guattari llamaron una ''literatura menor'', una constelación de escritores que en Argentina se autodenominó neobarroca o, en palabras de Perlongher, ''neobarrosa''.
Ahora bien, considerando que la producción neobarrosa mina sostenidamente los presupuestos formales de la cultura masculina racionalista y sostiene una feminización de la escritura2, es sorprendente que en el sistema de vinculación/homenaje que establecen Néstor Perlongher y César Aira, se desatienda un tanto la producción de escritoras como Alejandra Pizarnik (1936 - 1972) y la uruguaya Marosa Di Giorgio (1932), escritoras cuyas propuestas estéticas son claramente vinculables con la neobarrosa, con obras que para la década del 80 ya están plenamente constituidas y reconocidas y que, en consecuencia, fácilmente podrían haber encarnado, la borgiana categoría de ''precursoras'' o de cultoras destacadas de esta modalidad estética.
Una excepción parcial a esta generalización proviene de César Aira, quien -empeñado en remover la figura de Alejandra Pizarnik del carácter de ''bibelot decorativo en la estantería de la literatura'' (AIRA, 1998, p. 9)- le dedica una serie de conferencias y un libro que las recoge; en ellos, César Aira se propone exorcizar la obra de Alejandra Pizarnik de la leyenda cursi que la rodea y para ello desarrolla la hipótesis de que ella vivió, leyó y escribió en la estela del surrealismo (AIRA, 1998, p.11); sin embargo nada dice de algún vínculo con el neobarroso/neobarroco, es más: señala que se trata de una poeta en la que ''culminó una tradición y con la que se cerró, herméticamente y para siempre un mundo''3.
Otra excepción, más radical, a la postergación que marco proviene de una zona que tampoco suele incluirse dentro de este grupo: el campo teatral neobarroso y under; desde ese espacio, el mítico Walter ''Batato'' Barea manifestó sostenidamente su devoción por las obras de Alejandra Pizarnik y Marosa Di Giorgio y las incluyó en sus representaciones basadas en textos poéticos. Según el artista plástico Seddy González Paz -amigo y compañero de obras de Batato Barea-, es el poeta Fernando Noy quien le hace conocer a Barea a comienzos de los 80 Los poseídos entre lilas y especifica: ''estábamos en contra de todas las instituciones, de todo lo que no te permitía 'ser'. Alejandra Pizarnik tenía que ver con esto y Batato tomó esa parte'' (DUBATTI, 1995, p. 154).
En cuanto al campo de la estudios literarios, sólo hay dos críticas que se encaminan a enfocar esta cuestión: Delfina Muschietti y María Negroni. Delfina Muschietti, en un trabajo recientemente publicado, por ejemplo, además de detenerse en la articulación entre algunos procedimientos de Girondo y di Giorgio -en una nota a pie de página- amplía la nómina de escritores neobarrocos elaborada por Néstor Perlongher en ''Caribe trasplatino'' (1991) para incluir la última obra de Alejandra Pizarnik y la de Susana Thénon.
La otra explícita, contundente y reciente consideración al vínculo de Pizarnik con el neobarroco la formuló María Negroni en su análisis de lo que ella llama una ''zona de sombra'' en la producción de Pizarnik4, una zona de textos hostiles, retaceados por su autora y poco atendidos por la crítica, se refiere a La condesa sangrienta, Los poseídos entre lilas y La bucanera de Pernambuco o Hilda la polígrafa. María Negroni subraya la ''pulsión neobarroca'' de La bucanera de Pernambuco o Hilda la polígrafa y vincula este texto -''manifiesto de ars impoética''- con las estéticas de Osvaldo Lamborghini y Copi por su interés en los signos, más que en las emociones, porque prioriza lo grotesco por sobre lo bello, por su celebración del ''fracaso en el proyecto irrealizable de la significación'' y por la tendencia a la parodia y al arte del destronamiento. Por eso, se sorprende de que no se lo mencione entre los representantes latinoamericanos del neobarroco ni se lo reivindique como antecedente de ese movimiento (NEGRONI, 200, p. 170). En este sentido, debo decir que la obra de Marosa Di Giorgio corrió mejor suerte, pues sí ha sido considerada dentro del vórtice neobarroco -por ejemplo Perlongher la incluye entre los escritores neobarrocos (PERLONGHER, 1997, p. 101)-, sin embargo, creo posible avanzar en el análisis de sus afinidades con este grupo.

El volcanvelorio de la lengua
Como ya desde el mismo título se sugiere, La bucanera de Pernambuco o Hilda la polígrafa es un texto de saqueo, pues -según el diccionario de la REA- un bucanero es un pirata entregado al saqueo y una polígrafa es aquella persona que practica el arte de escribir por diferentes modos secretos o extraordinarios, de suerte que lo escrito no sea inteligible sino para quien pueda descifrarlo. Sólo esto ya nos ubica en la órbita del neobarroco: la posibilidad de leer el texto como desfiguración de una obra anterior -saqueada- que hay que leer en filigrana, es una de las marcas propias del neobarroco según lo conceptualizó Severo Sarduy en su artículo de 1972.
Atendiendo a este rasgo, yo querría postular un texto argentino que podríamos leer en filigrana en La bucanera de Pernambuco o Hilda la polígrafa, se trata de Museo de la novela de la Eterna (1967) de Macedonio Fernández, novela que presenta la sostenida presencia de una voz autorial y una casi inexistente trama de acciones. Los 56 prólogos y los 7 apartados que constituyen más de la mitad del cuerpo textual abundan en reflexiones metaficcionales, a través de las cuales el autor ficcionalizado comparte con el lector y los personajes los comentarios sobre la literatura y la tarea del escritor.
La bucanera de Pernambuco o Hilda la polígrafa es un texto en que pueden verse estas mismas características: es iniciado por varios textos introductorios, por lo menos perplejizantes -como ''Praefación'', ''Aclaración que hago porque me la pidió V'', ''Índice ingenuo (o no)'' e ''Índice piola''- que anteceden una magra trama de acciones. Más que acciones, lo que La bucanera de Pernambuco o Hilda la polígrafa presenta es una proliferante erosión de la serie literaria a partir del humor, la palabra obscena y las dislocaciones del lenguaje; por dar unos pocos ejemplos: La cartuja de Parma de Stendhal es citada como ''la cartuja de esperma'', Tolstoy es aludido como ''Total = estoy'' y Rubén Darío por el apartado titulado ''La bufidora'', que cita las ''Palabras liminares'' de Prosas profanas: ''Bufe el eunuco, silve el cuco, encienda la hacienda, perfore el foro'' o, también, en el apartado titulado ''La que por un cisne'': ''Rió el loro al ver a Leda encamada con un cisne'' (PIZARNIK, 1982, p. 157).
En ''Aclaración que hago porque me la pidió V'', se presentan tres personajes claves para el armado de la dimensión metaficcional, pues a través de ellos se tamiza buena parte de la dimensión autorreflexiva de este texto: ellos son el loro de Pericles; el polígrafo, calígrafo y erotólogo Flor de Edipo Chú (o Dr. Flor de Edicho Pú) y la Coja Ensimismada (suerte de alter ego autoral) dueña del loro. La relación entre dueña y loro no está exenta de altercados relacionados con la actividad literaria, como lo manifiesta con vehemencia el animal: ''La verdad, papusa: no servís para mostrar la perlita, ni para oír a Pergolese, ni siquiera para parafrasearme a mí, que soy un pobre Periquito que perora para Pizarnik y para nadie más. Porque yo no peroro para vos ni para Perséfone'' (PIZARNIK, 1982, p. 143)5.
También, bajo el subtítulo ''Algunos persopejes'' -a la manera de Museo de la novela de la Eterna - se nos presenta un catálogo de personajes con sus respectivas caracterizaciones y, más adelante, hay personajes que son interpelados por la Coja Ensimismada: ''- ¿Qué se creen? ¿Qué tienen corona? -dijo Coj-. El cuento de Alejandra es para todos, y si no les gusta consíganse uno especial para ustedes, que mientras estean aquí, estamos en la democracia'' (PIZARNIK, 1982, p. 201). Además, la autora ficcionalizada comparte con el lector comentarios sobre la tarea del escritor y lo interpela: ''¡Qué damnación este oficio de escribir! Una se abandona al alazán objetivo, y nada. Una no se abandona, y también nada. Recuerde lector encinto que nuestro recinto es, siempre, la botica rococó de Cocó Anel'' (PIZARNIK, 1982, p. 214).
El carácter profanador, la interacción de distintos niveles y registros lingüísticos que presenta La bucanera de Pernambuco o Hilda la polígrafa la conectan con toda una red de textos, rasgo que -según Severo Sarduy- es propio del barroco y se vincula con la apoteosis del artificio y la parodia. La bucanera es un texto de múltiples profanaciones, es un texto de guerra en el campo del literatura, testimonio de que ''conocer el volcánvelorio de una lengua equivale a ponerla en erección o, más exactamente, en erupción'' (PIZARNIK, 1982, p. 172).
Analizando otros textos, Alicia Genovese ha dicho que para Alejandra Pizarnik el lenguaje es una zona de conflicto, de intemperie con las palabras, nunca es un territorio constituido, sino arenas movedizas y el yo que escribe Pizarnik adopta nominaciones que repiten una cualidad, la errancia: es la náufraga, la viajera, la peregrina, la extranjera. (GENOVESE, 1998, p. 66). En este sentido, y pensando en estos textos finales de Pizarnik, la imagen de la nómada en el desierto parecería adecuarse más que la de la niña suicida, pues el nómada añade desierto al desierto, expande lo ilimitado (DELEUZE Y GUATTARI, 1994, p. 386). Hace treinta años -en septiembre de 1972-, en el pizarrón del cuarto de trabajo de Alejandra Pizarnik quedó el último registro de esta nomadía tensada entre la depurada concentración y la expansión profanadora:

no quiero ir
nada más
que hasta el fondo

oh vida
oh lenguaje
oh Isidoro (PIZARNIK, 1982: 96).

La falena
Marosa di Giorgio, por su parte, viene elaborando desde hace años una obra marcada por un tono homogéneo y una llamativa persistencia de motivos. Sus poemas en prosa, o prosas poéticas, montan la representación de un reino encantado en que no hay situaciones imposibles y la intensificación del universo vital se traduce en una pansexualidad que pulula a través de las figuras del género amoroso: la seducción, el rapto, la unión sexual, el abandono, etc. En sus textos, toda una enciclopedia del mundo natural se abre a un erotismo polimorfo. Ya Luis Bravo observó la persistencia de este tipo de erotismo, que parte de su poemario La falena (1987), sigue en Misales (1993) y se mantiene en Camino de las pedrerías (1997). La falena es un volumen compuesto por relatos breves, de frontera entre la poesía y el cuento en el que querría destacar el primer poema/relato de este volumen como el pórtico de apertura a un universo al margen de postulados morales:
Al mediodía, las ásperas magnolias y las peras, los topacios con patas y con alas; azucenones, claros, rojos, semiabiertos; la casa de siempre, el patio familiar, parecían el paraíso, por el brillo de las ramas, los racimos, las estrellas en las hojas, cuyas figuras de cinco picos se reflejaban por los suelos. Y el bebé con sus plumas. No se sabía si era niño o era niña. El bebé entre las cremas. Blanco, celeste, color rosa. Si era mujer o era hombre. El bebé entre sus tules, sus claras y sus yemas, las ''coronas de novia''.
El deseo estuvo, allí, servido.
Era eso, exactamente.
Tocaron las campanas a rebato. Cuando el asesinato, la violación del bebé; la devoración, la consunción. Sonaron las campanas a rebato, cuando la visitación al bebé, y todo lo demás.
Las frutas desaparecieron. La casa quedó gris, chiquitita. Como antes, más que antes.
Pasó un minuto.
No sé si pasó un día, pasaron años.
Y Dios perdonó. Se sintió el rumor de sus alas bajando por las uvas.
Dios quemó el pecado,
Lo borró,
Lo quemó,
Lo dejó blanco, como nieve, como espuma (DI GIORGIO, 2000b, p. 135).
Este texto da paso a un bestiario dominado por Eros y Thanatos en que la participación de animales nos recuerda el género de las fábulas, pero que desde el comienzo elimina el propósito moral propio de ellas, ya que -obviamente- no se trata de ficciones alegóricas que por la representación de personas y la personificación de seres irracionales o inanimados, busquen dar una enseñanza útil o moral. También, aparece el tópico de la devoración, al que Luis Bravo refiere como uno de los característicos de lo maravilloso negro y lo señala como uno de los más relevantes en el discurso marosiano, vinculándolo así con una estética cara a románticos y surrealistas, donde comparecen variantes tales como: el vampirismo, la antropofagia y el sacrificio ritual. Según Luis Bravo, el estilo de estos textos de Marosa di Giorgio acaso sólo sea comparable a la estirpe poética de un Lautréamont; y de hecho, el animalismo, los actos de violencia y la ''dinamogenia primitiva'' que anota Rodríguez Monegal -citando a Gastón Bachelard- para caracterizar la obra de Lautréamont (MONEGAL, 1986, p. 357) son rasgos que describen adecuadamente, por ejemplo, a Camino de las pedrerías -subtitulada ''Relatos eróticos-, veamos un pasaje de este texto:
Me había aficionado a algunos animales. Las manadas dejaban lobos en el pueblo. Así el lobo Naré y Cruz el lobo.
Todas las niñas éramos sus pretendientes (DI GIORGIO, 1997, p. 18).
El relato al que pertenece este fragmento -el número 8 de Camino de las pedrerías- parece escrito para ilustrar el capítulo ''Devenir intenso, devenir-animal, devenir -imperceptible ...'' de Mil mesetas de Deleuze y Guattari, porque dejando lobos en el pueblo, la manada ''trastoca tanto los proyectos significantes como los sentimientos subjetivos y constituye una sexualidad no humana'' (DELEUZE Y GUATTARI, 1994, p. 240). Esta niña, que deviene loba porque entra en alianza con los lobos, no puede menos que recordarnos a Deleuze y Guattari cuando señalan que el devenir es del orden de la alianza y que es en el dominio de la simbiosis donde se pone en juego seres de escalas y reinos completamente diferentes. En su devenir animal, el bestiario del maravilloso negro de Marosa di Giorgio viola con creces lo que Michel Foucault llamó el triple decreto impuesto por el puritanismo moral sobre el sexo -prohibición, inexistencia y mutismo (FOUCAULT, 1985, p.11)- y hace proliferar una sexualidad fuera de toda ley.
Siguiendo con la concatenación de metáforas que elaboran Deleuze y Guattari, bien podríamos decir que la escritora deviene loba, pues se construye en sus textos -desde el momento mismo de su nacimiento- como atravesada por extraños devenires que no son devenires-escritor, sino devenires animales: devenir loba, devenir falena, devenir liebre.

Neobarrosas
Como en los casos de los escritores neobarrosos, Alejandra Pizarnik y Marosa di Giorgio inscriben también su nombre de autoras en sus textos literarios: Pizarnik lo acompaña con los rasgos de una devaluada escritora, la coja ensimismada (PIZARNIK, 1982, p. 143) y di Giorgio con el de sus padres en el momento mismo de su nacimiento en un extravagante mundo (DI GIORGIO, 2000a, p. 309). Por medio de esta estrategia, ambas representan en el ámbito poético-ficcional la constitución de sus subjetividades en tanto escritoras: una, la nómada, en desigual lucha con la palabra; la otra, la cautiva voluntaria, inmersa en la infinita proliferación vital de un extraño reino encantado. Las dos -nómada y cautiva- enajenadas de una relación fluída y estable con el contexto, imagen que es la cifra del relegamiento que señalé, del desgano con que muchas de las lecturas contemporáneas y posteriores abordan sus obras como algo más que solitarias extravagancias, de la tendencia a leerlas como excentricidades con escasos vínculos con la producción literaria de la época.
Para decirlo jugando con las palabras de Emir Rodríguez Monegal en el cierre de su artículo sobre Lautreámont y el barroco español: como la invisible marca de agua que identifica el origen del papel, la filiación de estas escritoras con la constelación neobarrosa persiste impresa en sus textos, escasamente leída, pero con la resistencia de un sello de agua.

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1 He analizado esta construcción de figuras de escritor en otro trabajo (Minelli, 2001), orientada por algunas ideas de María Teresa Gramuglio sobre el particular, en especial en lo que refiere a que ''en torno a estas construcciones se arremolina, generalmente en un estado fluido y no cristalizado, una constelación de motivos heterogéneos que permiten leer un conjunto variado y variable de cuestiones: cómo el escritor representa, en la dimensión imaginaria, la constitución de su subjetividad en tanto escritor, y también, más allá de lo estrictamente subjetivo, cuál es el lugar que piensa para sí en la literatura y en la sociedad'' (Gramuglio, 1988: 3).
2 En el sentido apuntado por Nelly Richard: ''Más que de escritura femenina, convendría entonces hablar -cualquiera sea el género sexual del sujeto biográfico que firma el texto- de una feminización de la escritura: feminización que se produce cada vez que una poética o que una erótica del signo rebalsan el marco de retención/contención de la significación masculina con sus excedentes rebeldes (cuerpo, libido, goce heterogeneidad, multiplicidad, etc.) para desregular la tesis del discurso mayoritario'' (Richard, 1993: 35).
3 Idea subrayada en la contratapa del libro en que César Aira recoge las charlas que pronunció en el Centro Cultural Ricardo Rojas (Buenos Aires, 1996).
4 En este artículo María Negroni desarrolla la sugerente hipótesis de que Los poseídos entre lilas es una reescritura casi calcada de Final de partida de Samuel Beckett.
5 Silvia Molloy parte de este pasaje para iniciar su análisis de La condesa sangrienta, señala que en este ''capítulo'', dedicado a a Safo y a Baffo, Pizarnik elige el gesto de la farsa para honrar y estropear el monumento sáfico (Molloy, 1997: 250).

LA FIESTA BARROCA EN EL OTOÑO DE PATRIARCA - John Eder Gualteros V.

LA FIESTA BARROCA EN EL OTOÑO DE PATRIARCA
John Eder Gualteros V.

INTRODUCCIÓN

La posibilidad de concebir una historia de las mentalidades involucra, sin duda, el cuestionamiento del arte “esencialista” y de élite. Pensar la mentalidad implica la seductora posibilidad de deconstruir la historia y la cultura desde puntos de vista alternos y contradictorios. La aparición de nuevos grupos y voces difumina y transgrede los paradigmas de todo estudio de la cultura. Quizá uno de los hechos más interesantes se percibe cuando se pueden ubicar y reflexionar sobre elementos populares en obras canonizadas como lo hace Bajtín en la obra de Rabelais. La cotidianidad de colectividades ausentes y acalladas se convierte en propósito de investigación y evidencia de substratos de la sociedad, aparentemente imposibilitados para tener vías de expresión. Al apropiarse de lo popular, el estudio de las mentalidades se muestra incluyente mientras se mueve en una nueva concepción de la historia donde grupos soslayados hablan desde múltiples textos. Como lo expresa Vovelle, esta nueva situación del estudio de las mentalidades no puede resolverse fácilmente con la “dicotomía clásica” entre cultura popular y cultura de élite. Cuando la historia de las mentalidades ilustra y desenmascara la ideología de una colectividad descubre que un intelectual no reporta siempre una imagen auténtica de un grupo social. Quizá, el ejemplo más interesante de esta persistente lucha y complementación de la élite y la cultura popular se descubre en los trabajos de Ángel Rama, cuando demuestra el abismo que crea la escritura en el contexto latinoamericano después del descubrimiento: “ (…) la sorprendente magnitud del grupo letrado que en su mayoría constituye la frondosa burocracia instalada en las ciudades a cargo de las tareas de trasmisión entre la metrópoli y las sociedades coloniales, por lo tanto girando en lo alto de la pirámide en torno a la delegación del rey” (Rama 2004, 58).

En el contexto específico de este ensayo, se hace referencia a una actividad privilegiada en el ámbito popular: la fiesta. En ella, la mentalidad popular constreñida por el poder del dictador se revela dinámicamente. La inversión de significados y valores, así como el advenimiento de colectividades ejemplifica esa paradójica situación en donde un intelectual describe y re-presenta la voz de colectividades complejas.

MARCO REFERENCIAL

En 1975 fue publicado El otoño del Patriarca. Gabriel García Márquez ensaya una novela que carnavaliza las formas del poder a través de una propuesta de lenguaje hiperbólico y festivo con complejas estructuras narrativas y verbales. La novela tiene por temática la vida del dictador, en sus múltiples etapas biográficas antes y después de arrobarse el poder. La imagen femenina (madre, amante) habita los capítulos centrales del texto. La última parte reafirma la soledad del Patriarca al final de su vida. La propuesta estética irrumpe con una innovadora disposición narrativa ligada a la estética neobarroca, retomando el tema del la dictadura que Augusto Roa Basto había llevado a límites excepcionales en su novela Yo, el Supremo.

MARCO CONCEPTUAL

Para el análisis de la dinámica popular en la fiesta se recurre al texto La cultura popular en la edad media y renacimiento, abordando múltiples instancias y tópicos del carnaval presentes en la novela. El análisis revisa el capítulo III donde Bajtin analiza la “fiesta popular” en la obra de Rabelais. Se abordará principalmente el concepto de tiempo festivo que ilustra el encuentro de temporalidades y poderes (uno nuevo y otro antiguo) en la fiesta popular; este proceso de renovación constante a través de la fiesta es constante en El otoño del patriarca; sin embargo el concepto de “fiesta popular” se matiza con la constante presencia de un espacio teatral propio de la “fiesta barroca”. Para la comprensión de este tipo de fiesta se establece un diálogo con el texto de María Dolores Bravo “La fiesta pública: su tiempo” y su espacio y “El otoño del patriarca: incertidumbres, secretos y revelaciones del neobarroco” de Cristo Figueroa. Para comprender el espacio popular en el estudio de las mentalidades y las ideologías, se discutirán algunas reflexiones de Vovelle con su texto Ideología y mentalidades, sobre todo, su espacio dedicado a la religión popular.

La aparición del doble del dictador en la primera fiesta permite la aparición de algunos argumentos de otro trabajo de Bajtín: Problemas de la poética de Dostoievski. Cada uno de estos textos permite que dilucidemos la autenticidad y originalidad de la fiesta en la novela. Esta originalidad está basada en la fusión y oposición constante entre la fiesta popular y la fiesta barroca. En esta condensación, se revela, de manera compleja, es espacio y la ideología popular.

ANÁLISIS DE LA OBRA

El análisis de la fiesta en El otoño del Patriarca posee particularidades que deben ser mencionadas a priori para lograr una interpretación más precisa. Aunque la fiesta en diversas etapas de la vida del dictador posee todos los elementos asociados al tiempo festivo que Bajtin analiza en la cultura de la edad de la Edad Media, la fuerza centrífuga del dictador genera que ciertos procesos (juego, banquete, alteración de la jerarquía) se interrumpan de forma reiterativa para presenciar su resurrección. El segundo aspecto que difiere de la fiesta popular de la Edad Media es el de la organización teatral de la fiesta. Este aspecto normativo y ficticio es propio de la fiesta barroca, profundamente arraigada en las reglas y los cultos teatrales. El análisis de la fiesta debe guiarse desde la comprensión que nos otorgan las reflexiones de Bajtin, pero esta comprensión debe matizarse con las características propias de la novela por el tema que trata (el dictador) y su relación con un sistema estético preciso (el neobarroco).

La primera fiesta que re-presenta la novela está determinada por estos aspectos: la fiesta popular, el anquilosamiento del proceso por la fuerza del Patriarca y las particularidades de la fiesta barroca. La muerte del Patriarca da inicio a cada una de las seis primeras partes de la novela. Cada una de ellas sugiere la duda por una nueva muerte del dictador enunciando la elaboración ficticia de esta muerte a lo largo de su vida. La voz colectiva sospecha de este hombre que no termina de morir, que sale más vivo de cada muerte: “La segunda vez que lo encontraron carcomido por los gallinazos en la misma oficina, con la misma ropa y en la misma posición, ninguno de nosotros era bastante viejo para recordar lo que ocurrió la primera vez, pero sabíamos que ninguna evidencia de su muerte era terminante, pues siempre había otra verdad detrás de la verdad” (43). Los complejos filtros de representación teatral por los que pasa la muerte del dictador han configurado una leyenda entorno a su persistencia inmemorial sobre la tierra: su inmortalidad ha alterado la voz colectiva que no ubica un principio de verdad o un principio de mentira en la construcción de sus distintas muertes: “(…) pero cuanto más ciertos parecía los rumores de su muerte más vivo y autoritario se le veía aparecer en la ocasión menos pensada para imponerle otros rumbos imprevisibles a nuestros destinos” (43). Así sucede con su primera muerte, es decir, con la muerte de Patricio Aragonés, su doble. La conmemoración no inicia con la anunciación de la muerte del dictador, que ha sido intencionalmente remitida al pueblo como una forma de corroborar las opiniones de la colectividad en un ambiente de sinceridad. Con la muerte del dictador, los sectores populares desligan sus opiniones del poder de opresión y dan inicio a la fiesta por el orden saliente y la instauración de un orden nuevo. Es último sentido es precisamente uno de los rasgos más representativos de la fiesta popular, en la perspectiva de Bajtin. Más adelante profundizaremos en este aspecto central de El otoño del Patriarca.

La confesión de Patricio Aragonés es el primer elemento que revela la teatralidad que se configura alrededor del mundo centralizado del dictador. Ante su intempestiva e inevitable muerte, Aragonés funciona como el primer personaje de la novela que revela al Patriarca el engaño, la puesta en escena, que sus súbditos elaboran para hacerle creer que lo respetan y por ello lo obedecen. La función del doble como primer orden dialógico y polifónico con el que se enfrenta el personaje de la novela, su contraposición y su labor de espejo permiten que el personaje entienda y conozca una condición que le es innata pero que se ha mantenido oculta. Bajtin caracteriza de esta manera el doble, refiriéndose al personaje dostoievskiano: “Esta su pertinaz tendencia a verlo todo como algo coexistente (…) lo lleva a que incluso las contradicciones y la etapas internas del desarrollo de un solo hombre se dramaticen en el espacio, obligando a sus héroes a conversar con sus dobles, con el diablo, con su alter ego, con su caricatura (…)” (1993, 48). El reino del dictador es una obra de teatro (el poder es el protagonista) que ha sido orquestada por los gregarios del poder. El doble funciona de forma irrevocable como anagnórisis. Aragonés, farsante y embaucador que durante años engaño para ganarse el pan por su parecido con el Patriarca y que, posteriormente, se convierte en el hombre más cercano al dictador, se encarga de transmitir al poderoso (con la amnistía que la cercana muerte otorga) la mentalidad del pueblo, el pensamiento que el dictador no quiere reconocer: “(…) dicho sea sin el menor respeto mi general, pues ahora le puedo decir que nunca lo he querido como usted se imagina (…) más bien aproveche para verle la cara a la verdad mi general, para que sepa que nadie le ha dicho nunca lo que piensa sino que todos le dicen lo que saben que usted quiere oír mientras le hace reverencias por delante y le hacen pistola por detrás” (25-26)

Esta larga cita refleja el doble sentido de realidad. Una típica dicotomía de significados podría llevar a la clásica distribución entre el pueblo y la élite. Sin embargo, Vovelle ha llamado la atención sobre la ineficacia de esta distribución para entender una dicotomía que tiene una dinámica más compleja: “La reducción a una dialéctica pueblo-élite les parece empobrecedora, al limitar el debate a un enfrentamiento caricaturesco” (1985, 125). La relación entre Patricio Aragonés y el General no se reduce al simple sentido dicotómico que enfrenta el espacio del poderoso con el espacio popular. La figura del doble distribuye múltiples sentido a la relación. Aragonés es el dictador, cumple sus funciones, distribuye poderes y goza de todos los privilegios del Patriarca (“Patricio Aragonés a quien puse a vivir como un rey en un palacio (…) hasta prestarle mis propias mujeres” (26).), pero al mismo tiempo este hombre no es el dictador; su existencia es la de un actor que sabe que representa un papel. Su conciencia de la escena (la república, el poder) no coincide con la ingenuidad del dictador, que da veracidad a la escena como si fuera la vida. Este rasgo ficticio es uno de los más importantes en la estética barroca. En la muerte de Aragonés, las múltiples desviaciones de la realidad confluyen y se contradicen, inician un choque que es también el la dialéctica de ideología que ascienden en ocasiones de tensión. La muerte inminente del doble permite que la ideología popular florezca ante la amarga ingenuidad del Dictador. La muerte es el motivo más impactante de la fiesta barroca: “Para el hombre barroco uno de los espectáculos más edificantes y que conmovía su espíritu hasta lo más profundo era la contemplación de la muerte. Sobre todo cuando el deceso de los poderosos reiteraba la lección de la vida terrena como la preparación para la eterna” (Bravo 2005, 441).

La ficticia muerte del dictador da inicio a la configuración de una fiesta falsa (típicamente barroca). Esta fiesta permite la irrupción de la ideología popular en el proceso de un orden decadente y otro en nacimiento. La paradoja de la fiesta popular en El otoño del Patriarca reside en la renovación de la jerarquía. Tal renovación no existe. La fiesta falsa instaura la renovación del dictador y la muerte de aquellos que pretenden sucederlo. Al continuar con el análisis de la muerte de Patricio Aragonés vislumbraremos el anquilosamiento que el Patriarca genera para utilizar la fiesta como un método de supervivencia y ratificación del poder. El análisis debe mostrar cómo repercute el sistema de la fiesta popular en la novela (Bajtin) y, al mismo tiempo, como este tiempo festivo es invertido y elaborado como una escena teatral para contradecir el principio de renovación que conlleva a la muerte de un representante del poder. La fiesta en El otoño del Patriarca plasma una fusión entre el horizonte de la fiesta popular analizado por Bajtin y la configuración escénica de la fiesta barroca. Estas dos construcciones se enfrentan y complementan dialécticamente.

La muerte de Patricio Aragonés materializa la funcionalidad del cuerpo como elemento carnavalesco. El cuerpo reviste sentido alegórico y humano. Así, el excremento que preludia la muerte del doble es en la fiesta popular “un elemento esencial en la vida del cuerpo y de la tierra, en la lucha entra la vida y la muerte, contribuían a agudizar la sensación que tenía el hombre de su materialidad, de su carácter corporal, indisolublemente ligado a la tierra” (Bajtin 1974, 201). A este significado se debe sumar otro que pertenece particularmente a la novela: la mierda rompe el protocolo del poder, revela con desenfado y apresuramiento la fragilidad del poderoso, su unión a la humanidad, a la tierra. Cuando Aragonés está a punto de lanzar sus deyecciones, el General le suplica que mantenga la compostura; sin embargo el doble deja emerger las esencias de su cuerpo, como antes dejó salir las verdades que oculta el teatro del poder. El doble se ha revelado en cuerpo y alma antes de morir. El cuerpo en la fiesta popular posee un espacio central para la concreción de los miembros como facciones y partes que se adornan de distintas maneras la fiesta. El siguiente acto del Patriarca niega este sentido carnavalesco del cuerpo, niega la materialización del cuerpo y sus cualidades inherentes al poder. Allí comienza la fiesta barroca.

El Patriarca modela el cuerpo muerto de su doble para presentarlo al pueblo; allí comenzará de nuevo la fiesta popular. El arreglo del cuerpo para la falsa muerte (del dictador, pues Aragonés carece para la colectividad de identidad propia) del dictador semeja la preparación y el aparejo de un actor antes de entrar en escena: “ (…) tuvo que restregar el cuerpo con estropajo y jabón para quitarle el mal olor de la muerte, lo vistió con la ropa que él llevaba puesta, le puso el braguero de lona, las polaina, la espuela de oro en el talón izquierdo, sintiendo a medida que lo hacía que se iba convirtiendo en el hombre más solitario de la tierra, y por último borró todo rastro de la farsa y prefiguró a la perfección hasta los detalles más ínfimos que él había visto (…)” (28). Paradójicamente, el Patriarca está construyendo una farsa; sin embargo, como antes se señalaba, el dictador actúa como el personaje que no es consciente de la re-presentación. El General ha preparado al personaje-muerto para la siguiente escena de la fiesta falsa u obra de teatro: la procesión del cadáver en el espacio popular. Su doble continúa sustituyéndolo aun después de la muerte, y aun después de la muerte, este complejo personaje le permite al dictador conocer la ideología del pueblo. Resaltemos un detalle más antes de continuar el estudio de la fiesta falsa. El texto otorga a la muerte de Aragonés todo el carácter ficcional que preforma el primer capítulo describiendo el proceso así: “Muerto por primera vez de falsa muerte natural durante el sueño” (28). Aragonés ha muerto envenenado, pero su individualidad es irrelevante; lo importante es su papel en la escena, su carácter, el personaje que se le ha designado en el teatro.

Al comenzar su estudio sobre la fiesta popular en la obra de Rabelais, Bajtin enuncia espacios de la fiesta que corresponden a instancias similares sino iguales de El otoño del Patriarca: “Pero la imagen del “rey” está asociada especialmente a las alegres batallas y a los insultos, así como a la jeta roja del quisquilloso, a su muerte fingida, a su reanimación, a su brinco de payaso después la tumba” (1974, 178). Antes de revisar cada una de estas etapas en la muerte falsa del general, se debe resaltar un detalle más sobre el papel de Aragonés en la muerte fingida: el doble cumple el mismo papel que ocupaba el bufón en la pantomima donde el rey moría. El bufón asume el papel del rey, porque será injuriado, golpeado y vapuleado. Esto supone que como el doble, el bufón debía aparejarse con la vestimenta del rey y representa el papel de suprema autoridad. El doble es el bufón de la novela; gracias a él la fiesta falsa puede permitir el desborde de injurias que el pueblo lanza en la fiesta. “Dentro de este sistema, el rey es bufón, elegido por todo el pueblo, y escarnecido por el pueblo mismo; injuriado y expulsado al concluir su reinado, del mismo modo que todavía se escarnece, golpea, despedaza y quema o ahoga el muñeco del carnaval (…)” (Bajtín 1974, 178).

La “farsa” se hace más compleja porque se disimula con otra farsa, es decir, se ha inventado una “muerte falsa” para el Patriarca pero, para preparar el advenimiento de un nuevo poder, se disimula la muerte. Esta técnica es utilizada a lo largo de la novela como un método para descentralizar cualquier discurso dominante: técnica común en el barroco. Las farsas supones pequeñas escenas inventadas para continuar la obra de teatro. Los personajes son obligados a actuar, son vestidos para actuar y así la fiesta se sigue desenvolviendo en el nivel de lo popular y en el nivel de lo ficticio: “(…) sacaron a la calle del comercio a su madre Bendición Alvarado para que comprobáramos que no tenía cara de duelo, me vistieron con un traje de flores como a una marimonda, señor, me hicieron comprar un sombrero de guacamaya para que todo el mundo me viera feliz (…) y me hacían sonreír a la fuerza” (28-29). La convergencia de distintas voces narrativas en el pasaje (característica de toda la novela) ilustra la inmersión y ascensión de diversas mentalidades y perspectivas. La primera persona del plural identifica en toda la novela a la colectividad personaje- espectador. Su permanencia en todos los sucesos representa a diversos grupos sociales pero siempre advierte la presencia de una voz que engloba un grupo mayoritario que comenta, critica y asiste a todos los momentos en la vida del patriarca. Esta voz es, sin duda, una huella constante de una ideología que representa mentalidades grupales frente a la individualidad del dictador.

Antes de iniciar la procesión, el Patriarca identifica al doble en el sepulcro pero no se siente a gusto con su imagen. Esta aguda dialéctica entre personaje (doble) y personaje representado (Patriarca) nos revela la pérdida de identidad que genera la falsa fiesta como teatro y ficción: “(…) y se vio a sí mismo en cámara ardiente más muerto y más ornamentado que todos los papas muertos de la cristiandad, herido por el horror y la vergüenza de su propio cuerpo de macho militar acotado entre flores (…) los labios pintados, las dura manos de señorita impávida sobre el pectoral blindado de medallas de guerra (…) y las lúgubres glorias marciales reducidas a su tamaño humano de maricón yacente, carajo, no puede ser que ése sea yo (…)” (29). Si la fiesta popular instaura la inversión de la jerarquía para el deleite agresivo de la colectividad, la fiesta barroca difumina los límites entre realidad (jerarquía real) y ficción (inversión de la jerarquía). En la fiesta barroca no solo hay farsa, hay una disolución de la realidad a través del orden escénico que pluraliza y desacraliza la fiesta para crear fiesta dentro de la fiesta, farsas dentro de la farsa.

El inicio de la procesión muestra rezagos de respeto hacia el orden caído. Un anciano, un hombre que besa el anillo, una colegiala con una flor y una vendedora de pescado desfilan con gestos de solemnidad delante del falso muerto. Entonces, inicia la fiesta del pueblo. La fiesta barroca ya ha iniciado desde mucho antes, pero es en este punto donde el pueblo subvierte su comportamiento tradicional y se entrega a la despedida airada de un poder y a la bienvenida festiva de otro: “(…) entonces se interrumpieron los dobles y las campanas de la catedral y las de todas las iglesias anunciaron un miércoles de júbilo, estallaron cohetes pascuales, petardos de gloria, tambores de liberación (…)” (30). Bajtín ha señalado la armonía de contrarios que se manifiesta en la caída de un orden. Una doble celebración se abraza en la festividad: “(…) la destrucción y el destronamiento están asociados al renacimiento y a la renovación, la muerte de lo antiguo está ligada al nacimiento de lo nuevo; las imágenes se concentran en la unidad contradictoria del mundo agonizante y renaciente” (1974, 195). Sin embargo, la forma de El otoño del Patriarca refleja esta circularidad de forma muy particular. El mundo agonizante y renaciente están representados en un solo ser: el Patriarca. Esta peculiaridad se consolida posteriormente cuando se le compara con Jesucristo que resucitó al tercer día. Vida y muerte se sellan en el Patriarca. Por ello la fiesta pasa del ámbito popular al espacio barroco de la escena. No hay muerte cierta, pero sí muchas fingidas. La farsa, sin embargo, requiere verosimilitud.

Después de las muestras de respeto, se inicia el levantamiento contra el cuerpo del Patriarca; la reacción popular proyecta su agresividad hacia el muerto, como en la fiesta popular lo hace contra el bufón. Orgánicamente la fiesta proyecta un doble matiz de destrucción. La arquitectura y los borlones de la casa del poder son atacados con tanto odio y vigor que por un momento, el cortejo de muerte se pierde del campo de ataque del pueblo. La metáfora, finalmente, hace converger la figura arquitectónica como un ejemplo de la corporeidad del poder. La casa del poder es destripada como un cadáver: “vio los cabecillas feroces que dispersaron a palos el cortejo y tiraron por el suelo a la pescadera inconsolable, vio a los que se encarnizaron con el cadáver, los ocho hombres que lo sacaron de su estado inmemorial y de su tiempo quimérico de agapantos y girasoles y se lo llevaron a rastras por las escaleras, los que desbarataron la tripamenta de aquel paraíso de opulencia y desdicha que creían destruir para siempre destruyendo para siempre la madriguera del poder (…)” (30). Bajtin ha resaltado el importante lugar del cadáver en la asunción de la fiesta que anuncia la estación de la cosecha y el florecimiento. Es precisamente la confluencia de vida y muerte que persiste en la fiesta popular; hay una constante confluencia de poderes contrarios y fuerzas opuestas. El cadáver del Patriarca es la presa necesaria que sirve de banquete y de preludio a un tiempo nuevo. Más adelante se observará con más claridad esta relación entre cadáver y comida. Así, la fiesta popular y la fiesta barroca plasman y concentran importantes elementos de contradicción en su expresión estética.

Esta congregación de opuestos se intensifica con la acumulación, exageración y “desperdicio” de elementos. La acumulación y desborde en la fiesta tiene como función específica la anulación de un tiempo y el advenimiento de otro, como cuando la naturaleza muda todos sus aparejos en el cambio de estación. El paso del tiempo trascendental de la estación produce la metamorfosis desbordante de los elementos: “aniquilando el mundo para que no quedara en la memoria de las generaciones futuras ni siquiera un recuerdo ínfimo” (30). La despedida del tiempo antiguo y el saludo al tiempo nuevo merece una fiesta y esa fiesta se construye con los signos de las dos temporalidades. “Pero dentro de este sistema, la muerte es sucedida por la resurrección, por el año nuevo, por la nueva juventud y la primavera. Los elogios se hacen eco de las groserías. Por eso las groserías y los elogios son dos aspectos de un mismo mundo bicorporal” (Bajtín 1974, 178).

En la muerte del Patriarca (falsa muerte) incluso sus hijos celebran la conclusión de su progenitor; la celebración no excluye a nadie. En esa celebración de los sietemesinos (el general solo engendraba este tipo de niños), se pone en evidencia la fusión del entorno culinario al festejo de la muerte. “vio a sus sietemesinos haciendo músicas de júbilo con los trastos de la cocina” (31). Esta fusión entre el ámbito culinario y el ámbito mortuorio se concreta en la expiación del tiempo antiguo a través de la brutalidad que la multitud ejerce sobre el cadáver. La descripción de la venganza de la colectividad sustrae todos los elementos escatológicos y mórbidos de la fiesta popular de la edad media, donde el cuerpo no ocupa simplemente un lugar en la fisiología humano, es, también, el símbolo de la fuerza natural que es belleza y podredumbre: “ (…) sintiendo en carne propia la ignominia de los escupitajos y las bacinillas de enfermos que le tiraban al pasar desde los balcones, horrorizado por la idea de ser descuartizado y digerido por los perros y los gallinazos entre los aullidos delirantes y los truenos de pirotecnia del carnaval de mi muerte” (31). En este pasaje se aglomeran múltiples referencias a la digestión que Bajtín señala como uno de los tópicos repetitivos en la fase del banquete del carnaval. El Patriarca es despedido con excrementos, resultado de la digestión, y, a su vez, teme ser puesto al alcance de las aves de rapiña que someterán su cuerpo a la digestión. El proceso de la digestión une, destruye y fusiona todo; el carnaval es una realización social de ese proceso. Así advierte Bajtín sobre el proceso específico en Rabelais: “Las fronteras entre el cuerpo que come y el comido se esfuman nuevamente: la materia contenida en las vísceras de la res se reunirá a los excrementos en los intestinos del hombre. Los intestinos del animal y del hombre parecen unirse en un solo nudo grotesco e indisoluble” (1974, 200).

La paradoja en la fiesta mortuoria del Patriarca reside en no producir la asunción de un poder nuevo; su función es específica en toda la novela: anunciar la renovación del poder pasado. Es decir que el Patriarca es un fénix que utiliza la fiesta para concentrar a sus enemigos, reconocer su situación y vengando la injuria del levantamiento, usurpar el poder regenerando todo su entorno después de la destrucción. Cuando los ministros se reparten el poder el Patriarca regresa. Para quien lee la novela, su aparición es anodina. Finge la muerte y se presenta, soltando siempre la misma interjección pueril: “ajá”. Como el niño que descubre a un compañero mientras juegan a las escondidas, el general de mano de doncella se presenta. El gesto es teatral. Se construye un bufón para fingir la muerte, y luego, cuando la colectividad revelada hace su fiesta de innovación, el general parece decir: “los he descubierto gracias a mi pantomima. No hubo muerto y su fiesta solo me permitirá saber a quiénes debo matar para continuar mi reinado”. Sin embargo, esta revelación que otorga total identidad a la fiesta barroca no hace que la fiesta popular (carnaval) que se ha analizado pierda autenticidad. En El otoño del Patriarca coexisten alternadamente o fusionándose el carnaval y la fiesta barroca. El general se revela y se produce la anagnórisis; es el clásico reconocimiento que alcanza su perfección en la tragedia griega. El personaje anuncia que simulaba ser otro (actuaba dentro de la actuación) y esto le ha permitido conocer y actuar. Se puede pensar en el regreso de Orestes a su hogar como un extranjero para vengar la muerte de Agamenón.

Se ha analizado la fiesta que celebra la caída del antiguo orden. Ahora se abordará el advenimiento y la celebración del nuevo tiempo incluyendo la resurrección del antiguo poder. Bajtin describe la transacción de la fiesta popular al carnaval aludiendo a esta elaboración de la muerte que prepara la resurrección: “La descripción de la paliza y la enumeración anatómica trae consigo la presencia de otros accesorio obligatorios del carnaval, entre los que pueden incluirse la comparación con “uno o dos reyes”, el viejo rey muerto y el nuevo resucitado: mientras todos piensan que el quisquilloso (el rey viejo) ha sido molido a palos, éste brinca vivito y colendo (rey nuevo)” (180). Este es el gesto teatral del Patriarca: cuando todos suponen que está muerto aparece diciendo: “ajá”. Con el regreso del Patriarca se inicia la renovación del poder y esta renovación se logra a través de una fiesta sangrienta. De nuevo, la aparición de la corporeidad, el banquete se confunden con los horrores de la guerra que anuncia que el poder no ha capitulado. El gestor del banquete de sangre es Rodrigo de Aguilar, compadre del general, a quien veremos ofrecido en un banquete en otra fiesta: (…) y ambos se tiraron en el piso en el instante en que empezó frente a la casa el júbilo de muerte de metralla, la fiesta carnicera de la guardia presidencial que cumplió con mucho gusto y a mucho honra mi general su orden feroz de que nadie escapara con vida del conciliábulo (…)” (32). La mención a los intestinos repite la cofradía entre digestión del cuerpo y el tiempo festivo: “(…) desentrañaron con granadas de fósforo vivo a los que pudieron burlar el cerco y se refugiaron en las casa vecinas y remataron a los herido de acuerdo con el criterio presidencial de que todo sobreviviente un mal enemigo para toda la vida (….)” (32).

Después de retomar el poder, el Patriarca determina un nuevo orden. La festividad trae un nuevo tiempo y rejuvenece al dictador. La fiesta parece indicar que el tiempo puede iniciar sin los errores del pasado. Así la patria del dictador cambia radicalmente después de la fiesta, pero ese cambio es engañoso. Con el tiempo, el dictador se da cuenta que siempre ha sido lo mismo con uno pequeños matices. Después de la fiesta viene la organización del mundo: “ (…) será cuestión de ver mañana temprano qué es lo que sirve y lo que no sirve de todo este desmadre (…) no voy a tener más gente de tropa, ni oficiales, qué carajo (…) me quedo solo con la guardia presidencial que es gente derecha y brava y no vuelvo a nombrar ni gabinete de gobierno (…) y no más despelote de putas en los excusado ni lazarinos en los rosales ni doctores de letras que todos lo saben ni políticos sabios que todo lo ven, que al fin y al cabo esto es una casa presidencial y no un burdel de negros (…)” (33). Desde la muerte de su doble Patricio Aragonés, la fiesta atrae la muerte, la vida, el banquete y la transformación. La fiesta tiene un tiempo de indivisibilidad que hace eco de la eternidad. “El denominador común que unifica los rasgos carnavalescos de las diferentes fiestas, es su relación esencia con el tiempo festivo. Dondequiera que se mantuvo el aspecto libre y popular en de la fiesta, esta relación con el tiempo, y en consecuencia ciertos elementos de carácter carnavalesco sobrevivieron” (1974, 197). Esta afirmación tiene una total consonancia con la descripción que se hace del tiempo de la fiesta que ha empezado con la muerte del Patriarca y ha terminado con su resurrección. La “inmortalidad” del dictador solo es posible por la renovación de la fiesta y, sobre todo, por ese tiempo inacabado e infinito que anuncia la fiesta: “(…) entraban por las ventanas las mismas músicas de gloria, los mismos petardos de alborozo, las mismas campanas de júbilo que habían empezado celebrando su muerte y continuaban celebrando su inmortalidad, y había una manifestación permanente en la Plaza de Armas con gritos de adhesión eterna y grandes letreros de Dios guarde al magnífico que resucitó al tercer día entre los muertos, un fiesta sin término que él no tuvo que prolongar con maniobras secretas (…)” (35). En la fiesta popular se sigue cumpliendo el objetivo de la catarsis descrita por Aristóteles. La colectividad necesita destruir al dictador, como representante de un orden y un tiempo, pero también asiste a su resurrección: todo en un teatro que expía los deseos más depravados. Muerte y resurrección son un juego de teatro, un truco de prestidigitador que el lector entenderá por todos los inicios de capítulo. Esa deconstrucción de la formas teatrales del lenguaje revela la fragilidad de un poder creado sobre fantasmas y actores: “Así lo encontraron en las vísperas de su otoño, cuando el cadáver era en realidad el de Patricio Aragonés, y así volvimos a encontrarlo muchos años más tarde en una época de tantas incertidumbres que nadie podía rendirse a la evidencia de que fuera suyo aquel cuerpo senil carcomido de gallinazos y plagados de parásitos del fondo del mar” (81). La colectividad y el lector se revelan poco a poco contra la obra de teatro que parecía revelar una realidad. La incertidumbre de los distintos seres que se encarnan en la primera persona del singular manifiesta que progresivamente el ámbito popular ha entendido que el poder es un teatro, un teatro que materializa todos los caprichos del poder.

La segunda gran fiesta celebra la santidad de la madre del dictador, Bendición Alvarado. El matiz de re-presentación y teatralidad vuelve a confundirse con los aspectos de la fiesta popular. La muerte de Bendición Alvarado ha sido precedida por una escabrosa agonía que ejemplifica grotescamente la empatía del barroco por los sentidos corporales: “(…) durante el barroco se conjugaban los sentidos: el oído, la vista y el olfato para causar en el espectador una impresión profunda que estimulaba los sentimientos en un convencida entrega emocional ante el espectáculo que se representaba ante él” (Bravo 2005, 439). Sin embargo, en la muerte de la “santa”, la inspiración de los sentidos no irrumpe para consagrar la solemnidad de la muerta sino para elaborar un monstruo descompuesto que acorralado se pudre bajo el amparo del hijo dictador. Como cuando el dictador muere, la muerte de la madre se disimula y se adorna para esconder el horroroso clamor de un cuerpo que persigue la inmundicia: “Habían sido inútiles las muchas y arduas diligencias oficiales para aplacar el ruido público de que la matriarca de la patria se estaba pudriendo en vida (…) que los vapores de la corrupción eran tan intensos en el dormitorio de la moribunda que habían espantado hasta a los leprosos, que degollaban carneros para bañarla con la sangre viva” (123). Solo su hijo se obliga compasivamente a lidiar con los estertores nauseabundos de su madre. Así como había transformado diligentemente el cuerpo de su doble Patricio Aragonés, el Patriarca construye una escena para crear una representación que contradiga la realidad deprimente que envuelve a su madre. El patriarca crea un personaje con su madre: la fiesta barroca ha empezado de nuevo hermanada, por supuesto, a la fiesta popular. Pero, el Patriarca solo es responsable de disimular la podredumbre de su madre; la fiesta que se organiza para su muerte empieza como la respuesta espontánea de un milagro. Solo hasta el final del capítulo, gracias a la función del enviado del vaticano, Demetrio Aldous, se evidenciará la falsa fiesta que ha sido organizada. El milagro que da inicio a la santidad de doña Bendición Alvarado se produce en la madrugada de su muerte: “ (…) vio [el Patriarca] en el resplandor tenue de los primeros gallos que había otro cuerpo idéntico con la mano en el corazón pintado de perfil en la sábana, y vio que el cuerpo no tenía grietas de peste ni estragos de vejez sino que era macizo y terso como pintado al óleo por ambos lados del sudario y exhalaba una fragancia natural de flores (…)” (124). La imagen es totalmente contraria a la mujer pútrida que el Patriarca había cuidado hasta el día anterior. Esta vez, el asombro se apodera incluso del dictador.

La impotencia del dictador para determinar todos los derroteros de la patria, su desconocimiento de la opinión popular y la constante persistencia de perspectivas de construcción de la realidad (por ejemplo, la teatralidad organizada por subalterno sin el consentimiento del dictador y con la intención de alabarlo o despreocuparlo) genera el fracaso de un discurso unívoco proveniente de la élite. La concentración de discursos y matices narrativos, con opiniones múltiples que descentran el centrífugo discurso del dictador hacen converger la emancipación de lo popular. El neobarroco y el barroco postulan el distanciamiento del centro que la estructura gótica habilitaba en arquitectura. Así, la voz popular se desvela fácilmente en lo popular: “Este discurso polivalente, al representar la pluridicursividad, se constituye en un juego neobarroco de visiones y focalizaciones que diluyen una ideología unitaria y se reconocen en la opacidad de significados ambiguos e inestables, con los cuales la novela representa el saber de la cultura popular, el del autor y el de otras voces de la historia, como resistencia al discurso oficial del poder dictatorial” (Figueroa 2000, 217). Por ello, la fiesta de la madre del dictador engaña al dictador y revela, de nuevo, la pantomima constante e inestable que constituye a la república. En la falsa muerte del dictador se hizo eco de la resurrección de Jesús, en la muerte de la madre se repite el esquema de rostro de Jesús grabado en la tela de un judío. El “prodigio” da inicio a un duelo “nacional” que provoca la exigencia de canonización de Bendición Alvarado.

Comparemos por un momento la fiesta barroca de índole religiosa con la fiesta que congrega a Bendición Alvarado. “La música, tanto en las comedia como en los autos, tenía un protagonismo especial; como sabemos, en estos últimos la música era un personaje que acompañaba a los protagonistas alegóricos” (Bravo 2005, 451). La fiesta comienza con una procesión por los rincones más lejanos de la patria; en torno al cuerpo la fiesta inaugura un espacio temporal en distintos espacio del país. Esa procesión ya es teatral y magia infundada: “Bendición Alvarado andaba por esos peladores de calor y miseria dentro de un ataúd lleno de aserrín y hielo picado para que no se pudriera más de lo que estuvo en vida, pero se habían llevado el cuerpo en procesión solemne hasta los confines menos explorados de su reino” (125). La música ocupa desde el principio el rol de convocar e instaurar el paso de la “santa” por el templo religioso: “(…) los metían a culatazos en la vasta nave afligida por los soles helados de los vitrales donde nueve obispos de pontifical cantaban los oficios de tinieblas (…) los diáconos, los acolitos, descansa en tus cenizas, cantaban” (García Márquez, 126). Los elementos que excitan los sentidos legitiman la veracidad y la autenticidad del rito; la inmensa parafernalia rectifica y reafirma el orden religioso. Esta es la intención de la fiesta barroca: “La conjunción de lenguajes plásticos y verbales, la presencia de las enormes custodias, de los carros alegóricos, de la tramoya, la escenografía suntuosa y el vestuario inspiraban en los fieles el sentimiento de pertenecer a la verdadera Iglesia y de ser parte del milagro de la redención y la vida perdurable” (Bravo 2000, 450).

Junto al cortejo de exageraciones y suntuosidades que prefiguran la persuasión que convence los sentidos de la muchedumbre está el aspecto que más se resaltará de la fiesta barroca en El otoño del patriarca: la fiesta falsa, la representación y la farsa. Apreciemos, aunque se muy larga, la síntesis del teatro que construye la imagen de la santa y gana la credibilidad y la fe de los feligreses: “(…) el cuerpo iba siendo reconstruido en diligencias secretas a medida que se le desbarataba el cosmético y la piel agrietada de parafina se le derretía con el calor, le quitaban el musgo de los párpados en las épocas de lluvia, las costureras militares mantenía el vestido de muerta como si hubiera sido puesto ayer y conservaban en estado de gracia la corona de azahares y el velo de novia virgen que nunca tuvo en vida, para que nadie en este burdel de idólatras se atreviera a repetir nunca que eres distinta de tu retrato, para que nadie olvide quién es el que manda por los siglos de los siglos” (127). La frase resaltada refleja perfectamente que la fiesta tiene un carácter normativo; en la fiesta barroca las jerarquías se reafirman y se legitiman, porque ofrecen un espectáculo donde se canalizan los esfuerzos de subversión a través de la profunda y solemne autoridad que reviste el muerto. En la falsa muerte del Patriarca, la fiesta popular permitía espacio para la transgresión de los valores; en la fiesta barroca con tintes religiosos, la jerarquía se certifica: “(…) la persuasión de la autoridad para hacer del acontecimiento un gran espectáculo masivo el manejo idológico-político para convencer a los participantes de que no era posible seguir otro orden ni otra fe que los dictados por la cultura oficial” (Bravo 2000, 438).

El recorrido de Bendición Alvarado por la patria de su hijo ilustra múltiples milagros (resurrecciones, castigos y santidad). El dictador, que rápidamente se ve inmiscuido en la falsa fiesta, solicita la santidad al estado romano y declara la guerra. La respuesta es contundente pero no amilana las intenciones del dictador. Solo Demetrio Aldoux es capaz de revelarle la verdad al dictador. El teatro se ha convertido en la patria en una suculenta forma de negocio. La fiesta es en El otoño del Patriarca una posibilidad de rastrear verdades en mentiras que cabalgan en el poder de segundo nivel en la república. A Demetrio Aldoux se le intenta asesinar, pero el dictador ordena proteger su vida con la mayor diligencia. La verdad lo deleita, porque su poder consiste en demostrar que él es la única verdad: “ (…) se atrevió [Demetrio Aldoux] a exponerla en carne viva ante el anciano impasible que lo escuchó sin parpadear (…) que apenas decía ajá cada vez que veía encenderse la luz de la verdad (…) tragando verdades como brasas que le quedaban ardiendo en las tinieblas del corazón (…) puesto que había sido una farsa, excelencia, un aparato de farándula que él mismo montó sin proponérselo cundo decidió que su madre fuera expuesta a la veneración pública (…) ” (141).

Así aparece el reconocimiento. El dictador descubre la farsa ridícula. Todos los milagros han sido pagados: “(…) le habían pagado doscientos pesos a un falso muerto que se salió de la sepultura (…) le habían pagado ochenta pesos a una gitana que fingió parir (…) no había un solo testimonio que no fuera pagado con dinero (…)” (141-142) Toda la fiesta que parece auténtica para el dictador ha sido tramada por la sombra de su poder. Se les paga a los participantes como se le paga a un grupo de actores para recrear una función. Todo ha sido un negocio que se lucra de la venta de escapularios, el agua de la santa, reliquias estampitas y todo tipo de chucherías irrisorias. Aldoux le otorga al dictador una conclusión de su investigación que otorga al análisis la síntesis de la fiesta en El otoño del Patriarca. La fiesta se vive en múltiples matices, dirigida desde el poder pero con manifestaciones populares, llena de una espontaneidad elaborada con la farsa y la actuación. La fiesta se organiza más allá del poder, pero solo es posible en relación empática con este poder: “(…) y murmuro [Aldoux] que a fin de cuentas algo bueno quedaba del rigor de su escrutinio y era la certidumbre de que esta pobre gente quiere a su excelencia como a su propia vida (…)” (144). Porque el poder aprovecha las dolorosas mentiras para convertirlas en verdades, haciendo eco del deseo popular que el mismo ha creado. Bendición Alvarado no alcanza la santidad en Roma pero se ubica en el centro de la cultura popular: “(…) en cuyo artículo primero proclamó la santidad civil de Bendición Alvarado por decisión suprema del pueblo (…) la nombró patrona de la nación, curadora de los enfermos (…)” (145). La farsa y la verdad se ocultan bajo el traje da la otra. Esta negación-afirmación de los valores católicos manifiesta la inserción de la mentalidad popular en la religión ortodoxo, proceso constante e incontenible en la religión: “Porque el universo de las creencias mágicas es el que se encuentra finalmente remodelado y repensado en el secreto de las conciencias populares en función de una lectura más de acuerdo con el discurso de la religión: va más allá de un simple disfraz o de un ropaje superficial” (Vovelle 1985, 149).

Finalmente, abordemos la imagen más elaborada de la fiesta popular en la novela: el banquete del cadáver. Bajtín dedica un importante espacio para este tópico en la obra de Rabelais. De nuevo, esta fiesta tiene lugar en un momento de decadencia del dictador. Sus colaboradores han decidido enviarlo al asilo. La conjuración está dirigida por Rodrigo de Aguilar, compadre del dictador y el único hombre de confianza del dictador: “(…) pero a pesar de la inminencia y el tamaño de la conspiración él no hizo ningún gesto que pudiera suscitar la sospecha de que la había descubierto, sino que a la hora prevista recibió como todos los años a los invitados de su guardia personal y los hizo sentar a la mesa del banquete a tomar los aperitivos” (115). Antes de la aparición de la comida, los comensales se debaten en un nerviosismo terrible. Bajtín relaciona la cocina con la muerte, en la instancia del carnaval: “(…) Así, el fuego en el que habían quemado a sus enemigos se transforman en el alegre hogar de la cocina (…) El carácter carnavalesco de ese fuego de leña y de la combustión de los caballeros, seguido por el “gran festín”, se declara perfectamente si se considera el fin del episodio” (1974, 188). El carnaval mantiene constantemente la elaboración de su fiesta utilizando los elementos del tiempo caduco como parte importante de la fiesta que saluda al nuevo. Ninguna actividad evidencia esa premisa como un cadáver servido como banquete. La particularidad de esta novela (ya se ha señalado) materializa la fiesta como renovación del mismo poder. El gesto del banquete de Rodrigo de Aguilar es irónico; se sirve a sus cómplices: “ (…) y entonces se abrieron las cortinas y entró el egregio general de división Rodrigo de Aguilar en bandeja de plata puesto cuan largo fue sobre una guarnición de coliflores y laureles, macerado en especias, dorado al horno, aderezado con el uniforme de cinco almendras de oro de las ocasiones solemnes (…) catorce libras de medallas en el pecho y una ramita de perejil en la boca,” (115). El Patriarca ha vuelto de las cenizas como tantas veces, y el gesto culinario (la acuciosa descripción nos revela el deleite sobre el muerto típico de la estética del neobarroco) inaugura la fiesta de su regreso. Saluda el fracaso de sus conspiradores sirviéndolos en la fiesta. El gesto es impresionante: Rodrigo de Aguilar es el único hombre en quien el dictador confiaba.

La naturalidad de la narración revela que el suceso guarda muchísimo decoro y plena significación en la estructura del poder. “La desaparición del antiguo régimen y la alegre comilona se convierten en una misma cosa: la hoguera se transforma en hogar de cocina. El fénix de lo nuevo renace entre las cenizas de lo viejo” (Bajtín 1974, 189). La particularidad de la novela, determinada por un poder que se niega a perecer y parece infinito, nos puede llevar a invertir la frase final de Bajtín: el fénix de lo viejo renace en las cenizas de lo nuevo. El patriarca instala un banquete para liquidar las nuevas fuerzas y presentarse más poderoso que nunca: “(…) listo para ser servido en banquete [Rodrigo de Aguilar] de compañeros por los destazadores oficiales ante la petrificación de horror de los invitados que presenciamos sin respirar la exquisita ceremonia del descuartizamiento y el reparto, y cuando hubo en cada plato una ración igual del ministro de la defensa con relleno de piñones y hierbas de olor, él dio la orden de empezar, buen provecho señores” (116). La ironía ilumina una fiesta que puede pasar por el agasajo más afable si no fuera porque el plato fuerte es un cadáver. Bajtin ha vislumbrado una significación primaveral en el desmembramiento del cuerpo: una cosecha o una siembra. El Patriarca cosecha su poder e instaura su regreso con el horror y el acto grotesco. La “siembra corporal” es en El otoño del patriarca parece invertir el significado. Resuena el versículo de Mateo que dice: cegué donde no sembré, recogí donde no regué. La fiesta se celebra gracias a los traidores e irán a parar al estomago de los cómplices. Todo esfuerzo y toda energía son aprovechados para la nueva primavera del dictador. Se invierte los significados como sucede en la última cena: el cuerpo se llena con el significado comestible: “Así, la sangre se transforma en vino, la batalla cruel y la muerte atroz en alegre festín, y la hoguera del sacrifico en hogar de cocina” Bajtín 1974, 189).



CONCLUSIONES

Hemos visto como la fusión entre fiesta popular (siguiendo patrones del carnaval) y la fiesta barroca (prefigurada por el orden teatral y la farsa) matizan la fiesta de la novela hasta convertirla en un ente heterogéneo donde lo popular irrumpe por las formas de expresión y también por la conciencia que se va adquiriendo de la función de la fiesta para el sostenimiento del poder. La fiesta se mueve así entre la realidad y la re-presentación, instancias que el lector puede diferenciar pero que, en el mundo de la novela, llegan de diferentes formas a lo popular. Algunas veces la colectividad participa auténticamente en la fiesta; otras sirve para construir la farsa. El Patriarca difumina la dicotomía, pues otorga realidad a la re-presentación y tilda de re-presentación a la realidad.

La función básica de la fiesta no ha sido sugerida eficazmente por Bajtin, quien elabora los diversos tópicos y actividades del carnaval como la constante lucha un poder antiguo y otro nuevo. Estos poderes se enfrentan en el tiempo festivo complementándose y utilizándose mutuamente en la construcción de la fiesta. Las expresiones populares del carnaval aparecen en diversos ámbitos durante la novela, desplazándose desde el ámbito religioso al político. “Las autoridades, la nobleza y los religiosos participaban de esas ocasiones en las que la estricta jerarquización de estamentos no se rompía, por el contrario todos participaban sin mezclarse” (Bravo 2005,434). El deconstruccionismo barroca prefigura planos de representación de la fiesta y revela la actividad ficcional y teatral de la misma, siempre en función de sostener el poder del patriarca.

La fiesta permite que la opinión ambigua de lo popular se revele con todo su vigor y potencialidad. Así, toda fiesta conlleva a la anagnórisis del Patriarca. Quizá, el aspecto más llamativo de la fiesta en El otoño del Patriarca sea la resurrección que instiga toda fiesta. En cada una de las ocasiones festivas en donde se celebra la muerte del Patriarca se expían los sentimientos colectivos y se renueva el poder central. Este periplo de fénix refracta el sentido de renovación de un poder que tiene el carnaval. Sin embargo, la fiesta popular en la Edad Media también celebraba la desaparición de un poder y el advenimiento de otro. Este cambio necesario y natural se puede lograr en la novela a la conciencia futura que indica que el narrador colectivo duda de la muerte del dictador.

Finalmente, debe recordarse que la complejidad de la fiesta en la fusión de lo popular y lo barroco permite mostrar la fragilidad y la pantomima del poder, pero, precisamente, iluminando el ámbito popular y la fragmentación de la historia en discursos cuestionables: “He aquí el poder de la alegoría neobarroca: revelar lo escondido detrás de la incertidumbre. La representación saturada de la mitología del poder hace posible su deconstrucción” (Figueroa 2000, 221). Así, la fiesta de la novela se enriquece con esa doble fuente estética de lo popular: el barroco y el carnaval. Las dos concepciones poseen fiestas radicalmente distintas que se complementan en el tratamiento narrativo para crear una fiesta particular del poder.

BIBLIOGRAFÍA

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Figueroa Sánchez, Cristo Rafael. Barroco y neobarroco en la narrativa hispanoamericana. Editorial Pontificia Universidad Javeriana. 2000.

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Rama, Ángel. La ciudad letrada. Tajamar Editores. 2004.

Vovelle, Michel. Ideologías y mentalidades. Editorial Ariel. 1985.