martes, 25 de noviembre de 2014

De proliferaciones y significantes - Ignacio Elizalde


Hay ocasiones en que la escritura, en su pulsión proliferante, vuélvese sobre la letra como animal sintáctico, voluptuoso y desmesurado y pareciera que desbordara el texto provocando en la página un cúmulo de tensiones que un ojo austero difícilmente podría descifrar. Y probablemente el hecho de descifrar sea precisamente el problema, un gesto inadecuado, fuera de lugar (si es que el ojo pueda hacerse de un lugar) pues esta especie de escritura parece resistirse al acabamiento, a esa estructura sacerdotal sicoanalítica (la enfermedad de la “interpretosis” contra la que emprenderá Deleuze) que pretende hacer del texto un algo legible, otorgándole significado de manera directa y haciendo del lenguaje, en última instancia, vehículo del sentido.

Esta especie de escritura, de la que he hecho una consciente digresión, es la que Severo Sarduy en su ensayo “El Barroco y el Neobarroco” denomina barroca, o más precisamente neobarroca, en tanto ésta “refleja estructuralmente la inarmonía, la ruptura de la homogeneidad, del logos en tanto que absoluto” [1] y donde el lenguaje modificará sustancialmente su fisonomía para hacer entrar en juego toda una constelación de signos que siempre están intentando llegar a puerto, pero que indefectiblemente, no lo consiguen. Porque lo que cobra importancia no es el destino del signo, lo que significa este, sino mas bien su trayecto, el incesante desplazamiento de la letra hacia un objeto que en la naturaleza constituyente de la escritura neobarroca está perdido. El lenguaje se artificializa, se hace extravagante y las palabras serpentean dentro de su propio cuerpo, como una especie de oda al recoveco, al pliegue y también a lo desmesurado. No se trata de un despliegue de la vocal, como si las palabras se dilataran por la hoja intentando llenar los intersticios del lenguaje como una especie de combate contra el silencio, sino de un repliegue de ésta, hacia dentro, siempre ensanchándose, como un tumor que se expande por la anatomía del signo. De esta manera, uno de los mecanismos fundamentales de artificialización de esta escritura, según Severo Sarduy, es el de la proliferación, que consiste en obliterar el significante de un determinado significado, pero no para reemplazarlo por otro, sino por otros, es decir una cadena de significantes que va progresando metonímicamente trazando una órbita alrededor del significante ausente. Ya no se trata entonces de interpretar un estado de cosas, no se trata de establecer ni las fronteras del objeto que se designa, ni mucho menos su significado. Éste ha perdido su preponderancia dentro de la constelación sígnica deslizándose silenciosamente bajo el significante. Aparece como un fantasma dentro de esta cadena infinita de los cuerpos vocales volviendo el contenido no algo definido, sino muy por el contrario, algo sugerido vagamente,  tan abstracto como si dijéramos el corazón de una conciencia que surca el universo.

Al mismo tiempo, un cierto aire de insuficiencia y de incertidumbre marcará el ritmo intrínseco del que está dotado el significante. No se conformará jamás con su propia proliferación, tal como la voz no se cansará de hacer temblar la garganta, como una especie de aullido que surge desde el cuerpo pero que no alcanza la vocal, que la posterga haciéndola infinita. Así, el lenguaje su vuelve sobre sí mismo en una búsqueda en que el objeto se transforma en objeto de deseo, abriendo sentidos, cerrando otros pero siempre- paradójicamente- alimentado por un hambre que no puede saciarse. Deseo y no placer, en tanto la pesquisa infatigable sobre una carta para que llegue a destino pero que no se consigue, postergando infinitamente el goce. Se dispersa el objeto, huye por los recovecos de nuestra propia letra, entre los intersticios del significante, obliterado de antemano y reemplazado por una cadena de más significantes.

Pero también lo contrario: placer y no deseo, en tanto el ejercicio coreográfico de la garganta que se regocija a la hora de proliferar y de producir significantes, y que no cesa de constituir otro ritmo, otro régimen, un régimen creador. Reveladores son, en este sentido, los versos del poeta argentino Arturo Carrera que en su libro “La partera canta” hace de la voz cuerpo, del lenguaje goce; como si la letra hiciera de esperma del código creador y codiciante: “Hélices me volcaban sobre la escarcha del espejo; gestos nuevos me derramaban como hirviente leche. Yo ya era el código codiciante. Yo el juguete lingüístico; el biberón publicitario: “A la vida, échele más leche” [2].


[1] Sarduy, Severo, “El barroco y el neobarroco” en C. Fernández Moreno: América Latina en su literatura, Siglo XXI, México D.F., 1972. p.183

[2] Carrera, Arturo. La partera canta, Sudamericana, Buenos Aires, 1982. p. 25


Baroque/ Neobaroque/ Ultrabaroque : Disruptive Readings of Modernity - Mabel Moraña

  
“Inundación será la de mi canto” Francisco de Quevedo
                                                        
“Las alegorías son en el reino del pensamiento lo que las ruinas en el reino de las cosas. De ahí el culto barroco a las ruinas.” Walter Benjamin.

“Estoy vestido de barroquismo”  Jacques 

“Me parece que el laboratorio del futuro
 está en América Latina, y que es ahí
 donde se debe tratar de pensar y  experimentar”         
Félix Guattari
           
De la colonización de los imaginarios a la era posaurática: la disrupción barroca

1.   Accidentalismo, diferencia, y el mito del origen

Como es sabido, los intentos por explicar etimológicamente el término barroco han coincidido en derivar su significado de una doble vertiente: la que recupera en la palabra barroco el nombre asignado a una de las formas de la argumentación (el silogismo barroco como el prototipo de raciocinio escolástico formalista y absurdo (Corominas 88)), y la vertiente que, con el mismo término, remite a una deformidad, a un deseo inacabado. Como introducción alegorizante para una caracterización del Barroco americano, podríamos condensar esta dualidad en la siguiente imagen, siempre evocada:

Una partícula extraña al cuerpo del molusco se inserta en su sustancia corporal, y va siendo rodeada lentamente por capas de nácar que van dando lugar al nacimiento de una perla. Sin embargo, si en el proceso de su conformación esa joya emergente choca contra irregularidades en las paredes musculares de la ostra, su pulsión de circularidad se trastorna. Imperfecta, patológica, esa perla deforme evoca una esfericidad nunca lograda: su cuerpo levemente monstruoso se afirma así en la nostalgia de la totalidad y de la perfección. La perla barroca, barrueca, es un ser melancólico, transubstanciado, impuro, saturado de materia, excedido. Es hibridez y palimpsesto, una deformación nacida de la transgresión de sus límites, que resulta de la defensa ejercida por el cuerpo que recibe el desafío de la heterogeneidad. Producto de juegos de absorción y resistencia, la perla barroca combina, en su proceso, la norma y su excepción. Es el producto apropiado, desterritorializado, por la cultura, que la arranca de su medio natural y la transforma en mercancía suntuaria que pasa a integrar, en su doble carácter real y simbólico, los imaginarios y los espacios de intercambio social de las elites.

Tanto la acepción silogística como la que remite a la perla imperfecta incluyen el detonador ineludible de la problematicidad y el conflicto: la racionalidad contundente y, sin embargo, no totalmente alcanzada, vanamente hiperbólica; la lógica de una existencia formal que evoca justamente aquello que “le falta,” que se abisma en sus límites, que explora sus fronteras.

Me interesa rescatar, desde esta digresión etimológica inicial, lo que podríamos llamar la lógica de la disrupción barroca, es decir, su operatividad epistemológica con respecto a los discursos que acompañaron la entrada de América Latina a las sucesivas instancias de una modernidad globalizada. Esto implica, en primer lugar, hacerse cargo de la paradoja constitutiva de la estética barroca: la que la señala como uno de los principales dispositivos transculturadores del colonialismo español en América, y al mismo tiempo reconoce en ella uno de los ejes fundacionales en el proceso de construcción de identidades culturales diferenciadas en territorios de ultramar. Poder y resistencia, identidad y diferencia, saturación racionalista y extravagancia sensorial se articulan así, desde el comienzo, en el registro sobrecodificado de la estética barroca, impuesta en territorios americanos como instrumento de dominación y colonización de los imaginarios coloniales. En segundo lugar, mi indagación supone el relevamiento  de las transformaciones ideológicas, históricas y culturales del paradigma barroco, que se prolonga a través de continuidades y rupturas desde  los enclaves humanísticos del período virreinal  hasta la que podríamos llamar la era posaurática, posmoderna, poscolonial, que correspondería al asentamiento del ultrabarroco. 

En este sentido, deseo proponer la lectura del barroco como reproductibilidad alegorizante de las luchas de poder que son inherentes al proceso de inserción del mundo americano en el contexto del occidentalismo. En otra parte me he referido a los procesos de apropiación del código barroco en las colonias y a su funcionalidad con respecto a los procesos de emergencia de la conciencia criolla. En ese análisis me detenía principalmente  en la manera en que el Barroco, que es introducido en América  con el sentido propagandístico, masivo y popular que José Antonio Maravall analizara en su momento para el caso de España, es sin embargo cooptado por la agenda criolla. En efecto, del mismo modo en que los materiales de construcción y los climas de América imponen al Barroco arquitectónico líneas, colores y estructuras ajenas a los modelos europeos, los residuos de culturas prehispánicas colonizan los espacios visuales y lingüísticos del Barroco metropolitano con imágenes, vocablos y mensajes que trascienden y refuncionalizan las regulaciones canónicas. El Barroco de Indias implementa entonces,  más que la mímesis,  la  mímica de los imaginarios hegemónicos. 

La adopción del Barroco no es, así, en América, sólo un momento de apropiación o de reciclamiento de la estética imperial, sino un proceso de canibalización en el que la mercancía simbólica suntuaria del poder dominante se vuelve anomalía barrueca, perla deforme, en su contacto con el cuerpo social que la recibe. Lo anómalo o monstruoso es la marca de una diferencia americana que se resiste a la perfección de la esfera, y que incluso rebate la universalidad de su valor estético reivindicando en su lugar la singularidad y la contingencia. El “accidentalismo” americano se opone así al “occidentalismo”  modernizador y europeizante, y lo revierte. El genio prodigioso de Sor Juana la convierte en un ser que debe travestirse para sobrevivir (me obligaron a malear la letra porque decían que parecía letra de hombre, dice en la llamada “Carta de Monterrey” (de la Cruz, Sor Juana I. 17). La joroba de Juan Ruiz de Alarcón visualiza su identidad híbrida, impactada por la  desterritorialización.  La marca morada que singulariza a Juan de Espinosa Medrano, El Lunarejo, subraya desde el rostro mestizo la anomalía de sus sermones pronunciados en quechua desde el púlpito cuzqueño y el valor disruptivo de sus reclamos sobre el relegamiento del letrado criollo, que acompañan a su brillante lectura  de la estética gongorina. Estas marcas simbólicas de la diferencia americana  –a las que la crítica ha conferido una importancia icónica entendiéndolas como signos de una socialización conflictiva– apuntan a la idea de la comprensión de lo americano como espacio de contactos contaminantes y transformadores, donde las lógicas culturales del dominador adquieren nuevo signo al ser reformuladas desde –y a pesar de– las posiciones de subalternidad y marginalización impuestas por el colonialismo. La “deformación” del Barroco americano –su a-normalidad, su anamorfismo, su monstruosidad– es, así, mostración (“[in the Baroque] the monster—dice González Echevarría—is essentially a visual entity: monster, ‘mostrar’, demonstrate” [Celestina’s Brood 157]). El performance cultural del Barroco consiste en el despliegue teatralizado de la diferencia. El letrado criollo es el protagonista y mediador de esa diferencialidad que deriva de las prácticas del colonialismo y dentro de la artificialidad barroca puede ser visto, él mismo, como un sujeto anómalo: “The creole lives in a world of art in which he is the artifact par excellence. That is his oddity. He is a trope incarnate.” (González Echevarría, Celestina’s Brood 165)

De esta manera, un arte que, como el Barroco, se exporta desde la metrópolis como dispositivo de homogeneización acorde con los planes unificadores de la España imperial, Un dios, un rey, una lengua, resulta en su actualización colonial un producto híbrido, replegado sobre la heterogeneidad que busca reducir, desplegado desde los parámetros de la “alta” cultura hacia los horizontes populares de la diferencia y el abigarramiento americanos. Sin el reconocimiento de esta agencia a partir de la cual el sujeto colonial apela no ya a la re-producción de los protocolos  imperiales sino sobre todo a la producción –proactiva– de una  performatividad que extrema esos modelos en el proceso de su reconversión, es imposible advertir el sentido contracultural, mímico y reivindicativo que adquieren las apropiaciones del código barroco en las colonias. Consecuentemente, sin el reconocimiento de esa agencia cultural y política, será también imposible evaluar a cabalidad esta instancia fundacional del proceso de formación identitaria, en sí misma y en relación con el desarrollo de la cultura latinoamericana en siglos posteriores.

En sus formulaciones latinoamericanas, la estética barroca parece replantear de múltiples maneras el mito del origen y los diálogos que entabla el sujeto americano con las diversas instancias del desarrollo histórico continental. Podemos preguntarnos, en efecto: ¿dónde empieza la conciencia de América? ¿dónde situar las vertientes que alimentan la máquina de producción de significados que la modernidad pone en marcha para legitimar los legados del colonialismo y domesticar sus resistencias: en las culturas prehispánicas o en el descubrimiento, en la tradición clásica y posrenacentista, en el pensamiento de la Contrarreforma, en la emancipación y surgimiento de las culturas nacionales, o  bajo los efectos del pensamiento ilustrado y la modernidad burguesa y liberal? ¿Qué contenidos incorpora y qué contenidos desplaza la subjetividad poscolonial  en los procesos de (auto) reconocimiento social? ¿Qué vertientes culturales articula y en qué orden de jerarquización?. Pero, sobre todo, ¿cómo hablan en los imaginarios de las distintas modernidades latinoamericanas las voces que no encuentran  representación en los discursos del poder? Y en esa simbiosis significativa, ¿cómo juega la condición  neocolonial de América Latina en cuanto a la incorporación de imaginarios que remiten a la violencia originaria de la conquista y a la dominación europeísta en escenarios transnacionales? Finalmente, ¿de qué modo y en qué grado hace parte la estética barroca de proyectos emancipatorios a nivel continental? ¿Cómo se articula el modelo barroco a las agendas de género, al  pensamiento antiautoritario y redemocratizador, a la reivindicación de los márgenes? ¿Cómo se incorporan las variantes históricas y la circunstancialidad político-cultural en experiencias representacionales en las que, a pesar de la diversidad cultural y la diacronía  histórica, el Barroco permanece como un constante foco referencial de la subjetividad poscolonial, como el principio constructor que rige los comportamientos y objetivos sociales que en medio de su heterogeneidad muestran una co-pertenencia entre sí, un parentesco difuso pero inconfundible (Echeverría, Modernidad, mestizaje cultural 14)?

Para Octavio Paz, el Barroco, estilo transgresor de las formas renacentistas y paradójico por naturaleza, se sitúa en los orígenes de la expresividad americana porque se asimila desde la colonia a la “ansiedad existencial” del criollo. Según Paz, “hubo una profunda correspondencia psicológica y espiritual entre la sensibilidad criolla y el estilo barroco. Era el estilo que necesitaban [los criollos], el único que podía expresar  su contradictoria naturaleza.” (26) Para Carlos Fuentes, por su parte, el Barroco es también ineludible, aunque por distintas razones: porque provee la posibilidad de enmascarar el rostro y de expresar identidades ambiguas, atrapadas por la dominación imperial, que a través del Barroco se cobijan en un “arte de la abundancia basado en la necesidad y el deseo; un arte de proliferaciones fundado en la inseguridad, [que va] llenando rápidamente todos los vacíos de nuestra historia personal y social.” “El Barroco es un arte de desplazamientos –agrega— semejante a un espejo en el que constantemente podemos ver nuestra identidad mutante.” (206) El Barroco es la mirada que se observa a sí misma y se descubre otra, en el proceso de esa mostración originaria, que revela las primeras instancias de cristalización identitaria.

Ahondando en esta misma dirección genealógica, que ha guiado buena parte de los estudios sobre el Barroco, Carlos Rincón advierte, en algunos casos, el intento por encontrar en esta estética consagrada, raíces que puedan prestigiar y autentificar desarrollos culturales posteriores en América Latina. Así, según algunos (Pedro Henríquez Ureña, Luis Alberto Sánchez) el Barroco sería un antecedente histórico de la narrativa latinoamericana moderna. Las reincidencias del Barroco son leídas, entonces, como recurrencias transhistóricas.  En otros casos (José Lezama Lima, Alejo Carpentier), la tradición barroca permite entender la historia cultural de América Latina de un modo más global e integrado, superando los modelos restrictivos de identidad, cultura, o canon literario nacional (el Barroco es interpretado, en estas ocasiones, como fenómeno americano, o sea en su carácter de modelo transnacionalizado, totalizador, migrante).

Empeñado en establecer las bases que darían lugar a una forma expresiva específicamente latinoamericana, emancipada de los modelos europeos, Alejo Carpentier concibe el Barroco como un estilo que, a su criterio, está ligado a los requerimientos expresivos de la materia misma de lo americano, que es objeto de representación. El Barroco constituye, por tanto, un estilo necesario que explica y proyecta hacia el futuro la adopción de esas formas de codificación estética, naturalizando una tradición que continúa nutriendo y legitimando las formas literarias contemporáneas. La expansión del fenómeno barroco no se manifiesta, para Carpentier, sólo a nivel geocultural, sino también a nivel temporal, transhistórico: 

Barrocos fuimos siempre y barrocos tenemos que seguirlo siendo, por una razón muy sencilla: que para definir, pintar, determinar un mundo nuevo, árboles desconocidos, vegetaciones increíbles, ríos inmensos, siempre se es barroco. Y si toma usted la producción latinoamericana en materia de novela, se encontrará con que todos somos barrocos. El barroquismo en nosotros es una cosa que nos viene del mundo en que vivimos: de las iglesias, de los templos precortesianos, del ambiente, de la vegetación. Barrocos somos y por el barroquismo nos definimos. (cit. en Rincón, “La poética de lo real maravilloso”176)

De esta manera, en distintos autores, ya sea en una reflexión historicista o de carácter geo-cultural, el Barroco se refuncionaliza a través de interpretaciones que ligan este modelo estético a diversos estratos: a las cualidades de la naturaleza americana, a la conformación de la cultura burguesa (urbana y liberal), o a las marcas de la identidad  continental  (híbrida, fragmentada) que aunque resulta muchas veces esencializada por la crítica liberal, forma parte del proceso de (auto)reconocimiento socio-cultural que fue afectado, de la colonia a la modernidad,  por la violencia material y simbólica de la colonización europea y las subsecuentes instancias modernizadoras. El problema es cómo se hace cargo el artista latinoamericano, desde su circunstancialidad periférica y dependiente, de esa violencia fundacional, y cómo se vincula simbólicamente a los vestigios de la  primera etapa de colonialidad americana, y a los efectos de las subsiguientes. Y cómo puede entenderse el retombée barroco que continúa apelando a la espectacularidad de la sobresaturación estética  para configurar la utopía de una emancipación definitiva, desde los espacios materiales y simbólicos que fueron ocupados por el antiguo imperio.

Las interpretaciones del Barroco y de sus formas más actuales es, entonces, la historia de sus re-apropiaciones y redimensionamientos estéticos e ideológicos, a partir de los cuales la cita de Carpentier toma un sentido mucho más programático y complejo del que probablemente animara al escritor cubano en el momento de sus reflexiones. Quizá es justamente esa perpetuación y ese reciclamiento de la forma barroca la pauta de un diálogo persistente de las culturas poscoloniales latinoamericanas ya no sólo con la “modernidad perversa” impuesta desde la conquista, sino también con la modernidad heterogénea, periférica e hibridizada de  la América Latina moderna y contemporánea, en sus distintas instancias de desenvolvimiento histórico. Y quizá es justamente desde el residuo de la colonización y desde la posterior realidad de “colonialidad supérstite” de que hablaba Mariátegui  que pueden llegar a abarcarse a cabalidad las implicancias del proceso de absorción e implementación del Barroco en América, y de sus sucesivas modulaciones.  En este sentido, Bolívar Echeverría indica que el modelo barroco expone, aún en sus formas más actuales, una dramaticidad originaria (Modernidad, mestizaje cultural 25): de ahí su carácter transgresor, su constante vigencia simbólico-ideológica, y su funcionalidad dentro de tan diversos contextos culturales. De ahí  también –en mi opinión--  la necesidad de historizar sus actualizaciones, sin caer en la tentación de relevar la reincidencia barroca como mecánica supervivencia de lo remoto, sino más bien entendiéndola como un retorno de lo reprimido, es decir como el resurgimiento obsesivo de una problematicidad suprimida, invisibilizada o marginalizada por las narrativas y las prácticas de la modernidad.

Más allá, entonces, de las instancias fundacionales que corresponderían a la primera etapa del proceso occidentalizador, y a partir de las revisiones críticas más actuales sobre los legados del iluminismo y la modernidad, adquiere nueva vigencia la pregunta acerca de las razones que permitirían explicar la persistencia de la codificación barroca en América, y el sentido cultural e ideológico de este operador cultural (Rincón), que reaparece en contextos e  instancias tan diversos del desarrollo cultural de América Latina. 

2. ¿Hacia una barroquización sin fronteras?

Es obvio que el fenómeno de las reapariciones del Barroco ha rebasado los territorios geoculturales que identificamos como las matrices primarias de esta estética en el mundo hispánico, llegando a configurar lo que, para muchos, constituye un proceso expansivo de “barroquización sin fronteras”. En su estudio sobre “La curiosidad barroca”, José Lezama Lima reconoce que en el siglo XX, superada ya la apolínea moderación neoclásica que rechaza el exceso decorativista del Barroco europeo como una forma superficial y degenerativa, la estética barroca se reinstala en América en un impulso que abarca, en distintos registros, los imaginarios de la “alta” cultura occidental:

…se amplió tanto –dice– la extensión de sus dominios, que [el Barroco] abarcaba los ejercicios loyolistas, la pintura de Rembrandt y el Greco, las fiestas de Rubens y el ascetismo de Felipe de Champagne, la fuga bachtiana, un barroco frío y un barroco brillante, la matemática de Leibnitz, la ética de Spinoza, y hasta algún crítico excediéndose en la generalización afirmaba que la tierra era clásica y el mar barroco. Vemos que aquí sus dominios llegan al máximo de su arrogancia, ya que los barrocos galerones hispanos recorren un mar teñido por una tinta igualmente barroca. (Lezama Lima, La expresión americana  302)

En un sentido igualmente radical, Adolfo Castañón ve en el Barroco – “palabra cabalística y como de ensalmo y encantamiento” – un síntoma estilístico que alcanza manifestaciones muy diversas y aparentemente distantes tanto desde el punto de vista histórico como en cuanto a las modalidades de expresión cultural que esas formas evocan:

En el árbol de Navidad del barroco encontramos suspendidas la Contrarreforma y los sonetos, la poesía metafísica inglesa (inspirada directamente en el sermón hispánico y portugués, según hace ver José Ángel Valente), la poesía desengañada y fría de un Quevedo, pero también la letrilla mordaz y salaz de Góngora y sus imitadores como el brasileño Gregorio de Matos, la pintura flamenca y los artistas del claroscuro, la máquina de guerra jesuita y los claustros, el hedonismo y el masoquismo, la monarquía autoritaria y la semilla de los imperios de papel que hoy llamamos burocracia.(Castañon 1644-1645)

Serge Gruzinski ha hablado, a su vez, del “planeta barroco, cuyo amplísimo espectro englobaría, en un mismo gesto significativo –ya “salido de madre”, fuera de sus fronteras  naturales--  lo grotesco y lo sublime, la centralidad originaria y sus formulaciones periféricas, los protocolos del Humanismo y las hibridaciones que atraviesan los procesos de transculturación. Gruzinski ubica el fenómeno barroco dentro del amplio marco de las “transculturaciones mundiales” que, para el caso de América, se inician con el “descubrimiento.” El nomadismo artístico, ligado a las expansiones imperiales de los siglos XVI y XVII forma parte de los procesos transculturadores que están en los albores de esta temprana etapa de globalización. “Este orden premoderno, que nos ha hecho olvidar el triunfo de los estados-nación, es el origen del planeta barroco, de sus paradojas y ambigüedades.”(Gruzinski, “El planeta barroco” 116) Lo híbrido y lo mestizo, que se instalan como intervenciones en la modernidad eurocéntrica, crean “la aparición de un lenguaje planetario” (Gruzinski, El pensamiento mestizo 40) que las reapariciones del Barroco reafirman y reformulan a través de las épocas.

En esta misma dirección, la crítica ha persistido en la operación de identificar las líneas de expansión del Barroco que, superando los modelos canónicos, se extienden transgresivamente a través de las más diversas mediaciones, creando una serie interminable de flujos e intercambios interculturales e intermediáticos.   La formulación barroca  alcanza así, en vertientes culturales muy diversas que convergen en  el mercado global de la cultura, la proliferancia visual de Peter Greenaway y el pastiche compositivo de Cindy Sherman, recorre las ritualidades de la liturgia y los desbordes de la fiesta, avanza a través de la exhuberancia representacional que llega a saturar los espacios públicos  y se aloja en los vericuetos decorativos que configuran la cotidianeidad urbana y la intimidad burguesa. Como barrocos han sido catalogados los escenarios pesadamente epocales y densos de Lucino Visconti y el lenguaje churrigueresco, el horror al silencio, de Cantinflas, la extravanza hollywoodense, el realismo mágico, el kitsch, que Calinescu  reconociera como una de las cinco caras de la modernidad, y la industria edénica (Monsiváis) donde  tapices y artefactos folclóricos ofrecen al consumidor de lo popular la recarga de lo disímil como expresión excedida de lo que en la cultura es, en última instancia, diferencial e incomunicable. Finalmente, en los escenarios de la posmodernidad, la gestualidad barroca se reinserta en la virtualidad del ciberespacio, que satura  con la obscenidad de la sobre-representación y la extrema disponibilidad de mensajes, las temporalidades múltiples que la modernidad  había ordenado en un transcurso histórico teleológico, lineal y progresivo, y que ahora se desplazan y rearticulan interminablemente en la carnavalización comunicativa. 

Mi indagación se aparta, sin embargo, del mero registro de la dispersión epifenoménica de la codificación  barroca en la diversidad de las culturas.  En una dirección diversa a la que propone este trabajo, estudios como los de Omar Calabrese, por ejemplo, ilustrando las interpretaciones arriba mencionadas, han abundado sobre el amplio campo de evidencias formales y compositivas que permitirían entender el neobarroco como un signo de los tiempos. En L’etá neobarocca (1987) Calabrese alude al neobarroco como  una estética de la repetición que caracterizaría el gusto contemporáneo ligando objetos y fenómenos que van desde las ciencias naturales hasta la comunicación de masas, de los productos de arte a los hábitos cotidianos (Calabrese xi). El neobarroco cubriría  así un amplio espectro que abarcaría desde la teoría del caos y la de la catástrofe hasta las experiencias del consumo y las elaboraciones filosóficas de nuestro tiempo. Todos los campos del conocimiento y los fenómenos culturales estarían unidos, así, por un motivo recurrente que les daría un aire de familia apoyado en los rasgos  comunes de inestabilidad, polidimensionalidad  y cambio (xii). Calabrese llama neobarroco a esa forma sustancial que sustenta, de modo subyacente, la disparidad representacional de la cultura y que funciona como un principio de organización abstracta de fenómenos, gobernando el sistema interno de sus relaciones. (xiii) El sugerente estudio de Calabrese descarta, de manera radical, la historicidad y contingencia de toda producción cultural, para afincarse en una perspectiva transcultural y transmediática que aproxima fenómenos y campos de conocimiento asimilables sólo a partir de su comportamiento semiótico y de su contemporaneidad. Es como si el advenimiento de la posmodernidad hubiera resultado en la reaparición espontánea de reactivaciones formales y conceptuales que, por alguna razón nunca explicada, resultan particularmente preferentes y eficaces en la tarea de capturar y re-presentar el espíritu de la época. Calabrese se distancia explícitamente de toda posible historificación del (neo)barroco, indicando que la adopción del término es convencional, una etiqueta que permite cualificar el análisis diferenciando los fenómenos analizados de los rasgos que han sido adjudicados, más ampliamente, a la posmodernidad, y a partir de los cuales  puede captarse una actitud o comportamiento específico de ciertas áreas de la cultura, entendida ésta como totalidad orgánica. Aclara, en este sentido, que no se trata de que se esté registrando una vuelta al barroco (xii) sino de una recurrencia (un relapse  o retombée en el sentido usado por Sarduy, que Calabrese rescata (11)). Se refiere, entonces, más que a un estilo o a una forma de  sensibilidad, a un comportamiento cultural que interconecta, en contextos diversos,  textualidades heterogéneas y variadas, de la ciencia hasta el arte. La estrategia interpretativa de Calabrese, sólo posible a partir de la suma abstracción y universalización de los que identifica como rasgos inherentes de la estética barroca (que caracteriza como  un “espíritu de época”), no se propone problematizar la valencia ideológica de esas operaciones reactualizadoras, que se limita a registrar e interpretar sincrónicamente.  

Mi intención aquí es más bien plantear la necesidad de encontrar sentido a la reincidencia barroca, de cara a los procesos que marcaron la occidentalización americana a partir de la primera modernidad, que en el “Nuevo Mundo” se asocia con el proceso de consolidación virreinal y la cristalización de formas de conciencia social diferenciadas en el sector criollo. Está claro que el caso del Barroco desafía, en este sentido, las estrategias críticas que asocian determinadas formas de sensibilidad colectiva y simbolización artística con los condicionantes de un momento histórico-político específico. La diseminación del código barroco nos enfrenta, más bien, al desafío de interpretar la reaparición transhistórica de paradigmas representacionales que conectan con matrices culturales e ideológicas fundacionales de la conciencia histórica.  En este sentido, la historia del Barroco implica una serie inacabada de relatos estéticos, una sucesión siempre renovada de narrativas simbólicas y alegorizantes que recorren la historia cultural de América Latina con una reincidencia obsesiva.  Desde ese repertorio formalizado y al mismo tiempo desbordante de temáticas y recursos formales, estos relatos interrogan –interpelan– a las distintas etapas del desarrollo continental a partir de preguntas que apuntan a la relación entre sujeto, poder y representación,  acerca de la agencia posible que corresponde al sujeto neocolonial en el contexto de los proyectos modernizadores, y acerca de las posibilidades de articulación de espacios utópicos y emancipatorios en los diversos contextos marcados por el conflicto político-social, las fragmentaciones de la esfera pública, y las crisis representacionales que esas condiciones traen aparejadas.

A partir de una revisión crítica del estado de la cuestión barroca, este trabajo intenta, entonces, proveer algunas bases que permitan entender las proliferantes diseminaciones del código barroco, su ubicuidad estético-ideológica, sus constantes redimensionamientos mediáticos. En efecto,  ¿a qué parámetros de evaluación estético-ideológica acudir en el esfuerzo por entender el arte atormentado la lepra creadora, de Aleijadinho o el sincretismo  artístico del mulato Juan Correa, o del indio Kondori, citados en general como ejemplos de apropiaciones subalternas de la estética barroca? ¿Cómo dar cuenta, desde los horizontes culturales y teóricos poscoloniales y en el  caso específico de América Latina, de las reapariciones  de esa estética de origen imperial que toma nuevos bríos en el contexto de la Revolución Cubana, se reafirma en los escenarios de las posdictaduras del Cono Sur, y se reinstala en el escenario fragmentado de la posmodernidad, con todas las variantes formales e ideológicas que quieran anotarse? ¿Qué sentido asignar a las reinscripciones de ese arte particular de la escritura y de la imagen en proyectos tan disímiles como los de Alejo Carpentier, José Lezama Lima, Severo Sarduy, Luis Rafael Sánchez, Néstor Perlongher, Marossa di Giorgio y Pedro Lemebel? ¿Cómo leer las incontables gravitaciones de la crítica hacia el paradigma barroco, como la que inspira el sugerente –y erróneo– comentario del marxista gramsciano José Carlos Mariátegui sobre Martín Adán, a quien el Amauta califica, con intención claramente elogiosa, de barroco, culterano, gongorino, alguien que, según el pensador peruano, en su ruta hacia el soneto, se habría encontrado solamente su ruina, el antisoneto, como Colón en vez de las Indias encontró en su viaje la América (Mariátegui 76)? O ¿como interpretar a Osvaldo Lamborguini, peronista y lacaniano, que embarroca o embarra (Perlongher 27) el espacio preservado de las letras argentinas al reterritorializar en él una estética arcaica,  remota y disonante? ¿Cómo adentrarse, finalmente, en las estéticas actuales que transfieren a las artes visuales de una postmodernidad globalizada técnicas que exploraran ya artistas americanos desde el siglo XVII, y que ahora se recuperan para canalizar los contenidos, por ejemplo, de una latinidad “anómala”, in-between, en Estados Unidos, como re-presentación de una post-identidad des-centrada, transnacionalizada –fuera de contexto, fuera de lugar–  que se reterritorializa como simulacro y pastiche en el espacio simbólico y alegorizante del ultrabarroco?  

Obviamente, la heterogeneidad de estos productos culturales requiere un concepto flexible y reactualizado de arte y de cultura. En este sentido, vale la pena recordar que desde los trabajos de Carpentier, la concepción del Barroco como utópica convergencia de lo heteróclito tiene como primer efecto la relativización del centralismo humanístico y europeísta, y la reivindicación de América como un núcleo otro del mundo occidental, generador de significados e incorporador de la diferencia. Un núcleo, entonces, desde el que se emiten formas expresivas que revelan epistemologías alternativas a las dominantes, que han sobrevivido los avatares modernizadores desde la conquista. Un segundo efecto de esta concepción del Barroco como espacio de articulación de lo disímil habría sido la redefinición del concepto de arte y de las nociones de originalidad y trascendencia estética que se le asocian tradicionalmente. Toda producción es, en el Neobarroco, re-producción, y todo producto de arte, artefacto. Sarduy  reconoció, en su definición de lo barroco, que en el horizonte de esta estética, autor y obra se refuncionalizan. En el proceso de desauratización del arte la copia (que ha sido vista como uno de los procedimientos característicos de la formación de imaginarios neocoloniales) no es inferior al original sino que se sitúa en un espacio epistemológico propio y autosustentado. El (neo)barroco no es, en ese sentido, un arte creativo, sino un arte de la cita. Reciclamiento, pastiche, fragmentariedad, simulacro, intervienen el territorio de la memoria histórica y cultural, y lo reactivan  en combinatorias a la vez evocativas y paródicas.  El neobarroco impulsa, así, la expansión del concepto de arte, hasta hacerlo abarcar desde las texturas y monumentos de la naturaleza hasta las esculturas móviles de Alexander Calder y los ready-made de Marcel Duchamp, como advirtiera Carlos Rincón en sus estudios de la genealogía de lo real-maravilloso. El arte prehispánico y el orientalismo, la artesanía popular y la “alta” cultura burguesa, los elementos ecológicos y los legados de las culturas “étnicas,” no se organizan en el Neobarroco a partir de la estética del choque propia del surrealismo sino a través de procesos de articulación que exploran las condiciones de posibilidad para una reivindicación de lo disímil, donde los elementos se interrelacionen en  productiva e inédita simultaneidad. Esta nueva función del producto estético que advierte sagazmente la “sensibilidad dialéctica” de Carpentier (Rincón, “La poética de lo real-maravilloso”128) permite vislumbrar, desde otra perspectiva, las relaciones entre cultura dominante y cultura dominada o,  si se quiere, con terminología más actual, entre hegemonía y subalternidad, y comprender la producción y recepción del arte como un tenso proceso de re-descubrimiento y re-apropiación de los imaginarios que coexisten conflictivamente en la modernidad heterogénea de América Latina.



































Baroque/ Neobaroque/ Ultrabaroque : Disruptive Readings of Modernity  - Mabel Moraña (II)

3. Modernidad, negatividad, y la “máquina de subjetivación” barroca

Frente al desafío que presenta la reincidencia barroca, entendida ésta ya como persistencia representacional ya como recurrencia interpretativa, se ha propuesto con frecuencia la idea del desgaste semántico del término barroco, reservando para éste los contenidos puros apegados a la historicidad post-renacentista, y reduciendo sus transformaciones posteriores a la categoría de un  recurso estético arcaizante, lúdico y banal. En otros casos, el Barroco se asocia con las ideas de amaneramiento decadente, agotamiento expresivo y crisis representacional. Jorge Luis Borges, por ejemplo, indica: “Yo diría que el barroco es aquel estilo que deliberadamente agota (o quiere agotar) sus posibilidades, y que linda con su propia caricatura […] yo diría que barroca es la etapa final de todo arte, cuando éste exhibe y dilapida sus medios.” (9) El Barroco –o mejor, aquí, el barroquismo—es la expresión del límite: una expresividad situada frente al abismo de la irrepresentabilidad, un lenguaje que mira hacia el silencio.

En todo caso, es obvio que la  expansión histórico-cultural del Barroco y su capacidad de reformulación estético-ideológica han constituido, a lo largo de los siglos, un fenómeno que ha puesto a prueba –y a veces, superado– las estrategias interpretativas tradicionales, que exploran las correspondencias –puntuales o mediadas– entre determinados períodos históricos y sus formas estéticas.  Es justamente ese rebasamiento el que ha hecho a la crítica gravitar de manera hacia los imaginarios imperiales del siglo XVII, sugiriendo que las nuevas versiones de esa estética sólo pueden entenderse como vaciamiento del significado histórico de los modelos originales. El neobarroco constituiría así un gesto anacrónico, manierista y paródico, traumáticamente fijado en el origen transculturado de sociedades dominadas por los imaginarios europeos.

A mi juicio, las reincidencias del Barroco requerirían más bien un análisis que sin deshistorificar los procesos de producción simbólica ni sacrificar sus grados y formas de materialidad socio-cultural, permita comprender el diálogo que entabla la estética barroca ya no con momentos histórico-políticos específicos dentro de los procesos de consolidación del poder político y cultural a nivel continental, sino más bien –como indicaba antes– con matrices culturales e ideológicas más amplias que atraviesan los distintos períodos. Me refiero particularmente a las que se corresponden con los conceptos de modernidad y colonialidad, a partir de los cuales puede realizarse un estudio diacrónico exhaustivo de la historia cultural de América Latina.  
           
Al mismo tiempo, al traer a colación el concepto de negatividad relacionado con los procesos de modernización y con estéticas que, como la del Barroco/Neobarroco, se asocian a sus diversas etapas de desarrollo, me refiero no sólo a los efectos de inhibición y cancelación de imaginarios subalternos que resultan de las prácticas transculturadoras registradas desde la Conquista, sino también a la idea del negativo fotográfico, que revela de manera preliminar y afantasmada el objeto de representación.  Respecto al primer punto, el mismo Maravall señala aspectos de negatividad en múltiples aspectos del Barroco peninsular, sobre todo en lo que tiene que ver con el desarrollo de formas de vida urbanas y masificadas, o sea en lo que atañe principalmente a las ciudades como  núcleos generadores y divulgadores de modernidad. Alude, por ejemplo, a las formas de anonimato urbano y masivo y a la pérdida de libertad individual (a la correlativa adquisición, por ejemplo, de formas de “libertad negativa o de exención de controles” (257)) que conducen a experiencias de violencia y de melancolía en el siglo XVII. En las colonias, serían innumerables los ejemplos de “libertad negativa” y, más ampliamente, de devastación cultural, que derivan de la experiencia colonizadora. Respecto a lo segundo, en América las apropiaciones o cooptaciones del Barroco brindan la posibilidad de redimensionamiento de los modelos hegemónicos de representación y reconocimiento social, proveyendo una instancia productiva que revela en negativo los imaginarios periféricos y sus formas específicas de aprehensión subjetiva de la realidad social.

Mi sugerencia aquí es que el Barroco canaliza a través de la cualidad beligerante, rupturista y reivindicativa de su actualización americana, que yo analizara en mis estudios sobre  el Barroco de Indias, formas de disyunción y disrupción de la conciencia moderna.  En este sentido, creo que la cualidad arcaizante que canaliza el Neobarroco funciona como un interruptor eficaz de los discursos reguladores e incompletamente emancipatorios, si queremos adoptar aquí, provisionalmente, una perspectiva habermasiana, que acompañan las reinserciones de América Latina en la modernidad globalizada. Interrupción, pero también interpelación desde el alegoricismo discursivo, lingüístico y visual, operarían así como recursos desnaturalizantes de mensajes seriados que la modernidad administra dentro del plan homogeneizante y centralizador que se implanta a partir del llamado período “de estabilización virreinal”, se reformula con el pensamiento iluminista durante la formación y consolidación de culturas nacionales, y atraviesa, con diversas torsiones, las distintas etapas de modernización continental.

Esta interpretación obligaría a una exploración crítica de la aplicabilidad que tendrían hoy en día, para el caso de América Latina, posiciones socio-históricas que en su momento canonizaron eficazmente al Barroco hispánico como paradigma estético-ideológico hegemónico –como modelo orgánico– del absolutismo monárquico español en su momento de expansión imperial en el siglo XVII, y que conducen a perpetuar una interpretación historicista –y difusamente dependentista– de las manifestaciones neobarrocas en el contexto post (o neo) colonial de una América Latina “emancipada”. Valga recordar aquí que el mismo José Antonio Maravall, el más alto exponente de esa dirección crítica –quien quizá para preservar la pureza de su conceptualización centralista nunca incorporó en sus estudios de “la cultura del Barroco” sus manifestaciones coloniales– reconoce la capacidad incorporante del paradigma barroco. En su opinión, el Barroco se comporta como una ideología hegemónica, con la capacidad de celebrar el poder establecido tanto como de integrar sus “afueras” y canalizar, de distintas maneras, las resistencias que generaba en “los de abajo”. Según indica Maravall al analizar el sentido eminentemente urbano (y, a su manera, modernizador) de “la cultura del Barroco,” en el siglo XVII español:

…los poderosos habitan [en la ciudad] y desde ella promueven el desarrollo de una cultura barroca en defensa de sus intereses; los de abajo se incorporan al medio urbano, los unos porque favorece sus posibilidades de protesta […], los otros porque es allí donde los resortes culturales del Barroco les presentan vías de integración.(267) 

Será justamente esa capacidad incorporante –que Maravall registra aunque no potencia como forma posible de agencia contracultural– la que permitirá la apropiación heterodoxa del código barroco en las colonias, y la que catalizará, a través de las grietas del dogma y por las fisuras de su exhibicionismo monumentalizante, la cooptación del modelo canónico en el mundo colonial.

En su carácter jánico, el barroco americano efectúa justamente el performance que es correlativo a la compleja red de negociaciones que se producen en América entre hegemonía y subalternidad, entre culturas autóctonas y tradiciones europeas, entre mímesis y mímica, entre  poder y deseo, explorando –y explotando— la productividad negativa del código dominante desde las perspectivas de estratificada subalternización  a que es sometido el sujeto colonial. Y será interesante notar cómo las reapariciones del Barroco después de la colonia volverán obsesivamente sobre esa negatividad que  está en las bases mismas de la identidad criolla, re-presentando las contradicciones que acompañan el surgimiento de las sociedades americanas desde sus orígenes. Es justamente  a partir de esa conflictividad  inherente a la dominación colonial y neocolonial –que el (neo)barroco incansablemente re-presenta– que el sujeto americano se articula a las sucesivas instancias modernizadoras que se han ido imponiendo, con reiterada alternancia de promesa y desencanto,  todo a lo largo de la historia cultural de América Latina.

En el afán por encontrar sentido a la insistente reaparición del código imperial en los contextos político-sociales de la modernidad, los intentos americanos por interpretar la reincidencia barroca han esencializado el fenómeno o lo han romantizado a través de lecturas icónicas e individualizantes. Sin embargo, estas lecturas han podido descubrir en la radicalidad sincrética de los modelos estudiados una respuesta creativa a la pulsión homogeneizantemente occidentalista que caracterizara la historia neocolonial del continente. Veamos algunos hitos de esa elaboración.

En sus estudios sobre el Barroco americano, principalmente en La expresión americana (1957),  José Lezama Lima reflexiona sobre el tema de la identidad continental a partir de la poética de Góngora –que incorporará a su  propia obra creativa–, o sea persiguiendo las huellas de la tradición hispánica y sus reverberaciones transatlánticas. Toma como base la experiencia de apropiación del código barroco por parte del letrado criollo, quien a través del dominio de las tecnologías de la representación barroca, logra una inserción participativa en la cultura del dominador. Lezama propone la imagen del “americano señor barroco” como paradigma de las instancias transculturadoras que suceden y contrarrestan a su manera el “tumulto de la conquista.” (230)  Para Lezama,  el  “triunfo de la ciudad” es, como para Maravall, el fenómeno político-social que brinda las condiciones de posibilidad para la instalación de un “orden” simbólico, que el cubano asimila con la capacidad americana de superar a través de la cultura la irracionalidad de la depredación colonialista.  Para Lezama, los protagonistas –o habría que decir, quizá, los agonistas– de ese orden son, en un extremo, el letrado o artista criollo que se apropia de los instrumentos del que provee la cultura metropolitana y los subvierte al convertirlos en tecnologías identitarias que le permiten  representar, con el lenguaje del colonizador, el accidentalismo americano (Sor Juana, Sigüenza y Góngora,  Domínguez Camargo). En el otro extremo, y en un impulso de romantización culturalista, Lezama vuelve los ojos hacia el “plutonismo” americano que funde los fragmentos orgánicos de los  repertorios europeos en el producto nuevo, híbrido, anómalo y metamorfoseado, del barroco mestizo. El indio Kondori representa, para Lezama, la vertiente “hispanoincaica.” En un ejercicio de sincretismo quechua-español, Kondori instala en las fachadas de las iglesias de Potosí sus hieráticas figuras de princesas incaicas que colonizan el archivo visual del barroco peninsular y misionero.  En el Brasil, la “lepra creadora” del afrobrasileño Aleijadinho ilustra a su vez la síntesis “hispanonegroide” (Lezama 245) con las esculturas y altares que pueblan sigilosamente –durante la noche mítica en  la que el espíritu creador triunfa sobre el cuerpo carcomido por la enfermedad y la marginación colonialista– la ciudad de Ouro Prêto y sus alrededores. El Barroco americano es así, según Lezama, un repositorio en el que se alojan las fuerzas vivas de un espíritu cultural inexpugnable. A partir de éste, las apelaciones a la estética barroca llegan a constituir un espacio-tiempo alternativo, un “puro recomenzar” (Lezama 232),  una forma “plenaria” que aunque parte de la negatividad originaria no es una modalidad “degenerativa” sino una combinatoria eficaz en la que se conjugan  tensión y plutonismo (expresión de conflictos de poder, lucha epistémica pero, para Lezama, también síntesis que logra unificar, a través del fuego creativo, los fragmentos dispersos (Lezama  229)).  En su lectura del origen de la conciencia americana, Lezama  releva la saturación sígnica como un fenómeno de fusión que sobrepasa las fuentes primigenias (indígenas, africanas o peninsulares) para proponer en su lugar una síntesis que es mucho más que la suma de sus partes. Sin embargo, en este ejercicio, en el que Lezama descubre, por un lado, una teleología (“un impulso volcado hacia la forma en busca de la finalidad de su símbolo” (Lezama 231) y, por otro, “el afán tan dionisíaco como dialéctico, de incorporar el mundo, de hacer suyo el mundo exterior, a través del horno transmutativo de la asimilación” (235)), el escritor cubano se asoma sólo marginalmente a la conflictividad política de esas operaciones,  a las estructuras político-económicas y  a las matrices culturales  a través de las cuales se ejerce la dominación material y simbólica del mundo americano. Deja de lado, entonces, la agencia de los sujetos colonizados que representan diversos grados de marginalidad (criolla, indo o afroamericana) y que son capaces, cada uno desde su específico locus socio-cultural y epistemológico, de llevar a cabo la apropiación y el redimensionamiento de los modelos recibidos como parte de la dinámica transculturadora.

En todo caso, para Lezama Lima, la “contraconquista” del barroco americano –que retoma la idea de Weisbach del “barroco como arte de la Contrarreforma” –  consiste en revertir  la negatividad constitutiva del Barroco de Estado  a que se refiriera Maravall. Pero, lo que es más importante, Lezama Lima advierte en las reapariciones del Barroco renovados impulsos que dialogan con la gran narrativa occidentalista  justamente a partir de la pulsión arcaizante, transhistórica y disruptiva. El (neo)barroco se propone entonces, paradójicamente, ya no sólo como un impulso mimético sino como  la  estética de la (des)integración: una forma expresiva que es, a un tiempo, esencialmente aglutinante e hibridizada, un arte que explora, en la misma operación de evocar los orígenes del anexionismo imperial, el drama de la incorporación colonialista y las posibilidades de des-agregación y divergencia –de des-totalización y de fragmentación– de los modelos que evocan un poder absoluto y una verdad dogmática.

Alejo Carpentier emprendería, por su parte, una búsqueda similar y al mismo tiempo diferenciada de la que Lezama Lima lleva a cabo en La expresión americana y en su propia obra creativa, particularmente en Paradiso (1966). El “barroco ontológico” y telurista de Carpentier (Moulin-Civil 1650 n.5) persiste, por las huellas de Eugenio D’Ors, en el intento de reivindicar un comienzo sin origen, una continuidad que más allá de las catástrofes de la colonización, permitiera leer la historia continental como historia universal o, mejor, como la historia de múltiples universos convergentes, ciertamente transnacionales y voluntaristamente transhistóricos:

Nuestro arte siempre fue barroco: desde la espléndida escultura precolombina y el de los códices, hasta la mejor novelística actual de América, pasando por las catedrales y monasterios coloniales de nuestro continente […] No temamos, pues, al barroquismo en el estilo, en la visión de los contextos, en la visión de la figura humana enlazada  por las enredaderas del verbo y de lo ctónico, metida en el increíble concierto angélico de cierta capilla (blanco, oro, vegetación, revesados, contrapuntos inauditos, derrota de lo pitagórico) que puede verse en Puebla de México o de un desconcertante, enigmático árbol de la vida, florecido de imágenes y de símbolos, de Oaxaca. No temamos al barroquismo, arte nuestro, nacido de árboles, de leños, de retablos y altares, de tallas decadentes y retratos caligráficos y hasta neoclasicismo tardíos, barroquismo creado por la necesidad de nombrar las cosas. (Carpentier, “Problemática de la actual novela latinoamericana” 32-33)

En Concierto barroco (1974), obra inspirada en la ópera de Antonio Vivaldi titulada Motezuma, estrenada en Venecia en 1733, el autor de El recurso del método (también de 1974), pone en práctica esos principios teóricos, creando en la escena espectacular del lenguaje una alianza imposible donde música y  fonética, literatura e historia, modernidad y pre-modernidad se conjugan vertiginosamente. El texto sincroniza y yuxtapone los tiempos y los espacios culturales de América y Europa, para exhibir los productos de la modernidad burguesa saturada de mercancías y de melancolía. El Moctezuma operático de Vivaldi supera incluso la dimensión del mito, y es ya sólo una máscara anacrónica y fuera de lugar que el barroco convoca para explorar los cruces entre lo culto  y lo popular, lo moderno y lo prehispánico, enfatizando una utópica unidad de lo heteróclito que fundamenta el americanismo a ultranza del escritor cubano. Concierto barroco propone una combinatoria armónica de elementos disímiles, una “pluriversalidad” (por oposición a “universalidad”) que permite integrar tiempos, espacios y formas culturales –epistemologías – para fundar una utopía latinoamericana que se resume en las palabras que el autor pone en la boca del Amo, al final de la obra: “el futuro es fabuloso.”
           
De modo aún más complejo, en Severo Sarduy la carnavalización neobarroca deviene simulacro, travestismo, performatividad afirmativa de la diferencia. Constituye, a la vez, un proceso que transforma la negatividad de lo que falta –la carencia, el deseo, la a-normalidad– en  impulso originario, en el locus de la supresión/represión inicial, que puede ser llenado hiperbólicamente de sentido, saturado de signos. En su concepción lingüístico-cosmológica del Barroco como  Big-Bang  ctónico –la explosión a partir de la cual se crea, desde el vacío anterior, un universo nuevo– se recupera la imagen de la elipse: círculo deformado con dos centros, uno de los cuales aparece desplazado, desafiando la perfección que sugiere la idea de circularidad, de mundo organizado en torno a un núcleo único que capitaliza la producción de energía creadora y de significados.  La imagen podría evocar la de la cultura imperial que se proyecta, en imperfecta duplicidad, en las periferias de ultramar, o sea, interpretarse como una reflexión alegórica –barroca– sobre aquello  que se origina en América a partir del vaciamiento inicial: movimiento de expansión y réplica, mímesis y mímica, que inscribe de manera irregular –diferencial– los imaginarios dominantes en la imaginación del dominado. De esta manera, la palabra y la imagen barroca ocultan y al mismo tiempo llaman la atención sobre el silencio que las precede. El blanco de la página desafía y encuadra al signo escriturario que la ocupa. El objeto barroco esconde y ratifica al sujeto que crea. La explosión del signo da origen a un nuevo nucleamiento que atiborra el espacio y el tiempo de sentidos. El Barroco es un “foco proliferante” de expansión infinita que –metafóricamente– nombra lo que carecía de denominación y califica lo incalificable. El sentido barroco es traslaticio, catacrético, transicional, espúreo, anamórfico.

Pero en la teorización y en la práctica escrituraria de Sarduy la materialidad del lenguaje barroco alcanza a la materialidad travestida del cuerpo y de sus vestiduras. En las metamorfosis de sus personajes y en el eterno retorno de sus peripecias fusionadas y fragmentarias, el sujeto se desterritorializa (pierde sus “territorios existenciales” (Guattari 20), su identidad de género, su raigambre cultural originaria) articulando inéditas posiciones de sujeto –que podríamos llamar post-identitarias– en un pastiche que se lee como un exilio definitivo del sujeto respecto a las certezas de la modernidad. “Poética de la desterritorialización, el barroco siempre choca y corre un límite preconcebido y sujetante.” (Perlongher, “Prólogo” 20)  En Cobra (1972) el simulacro pierde para siempre su contacto con el original. El cuerpo es torturado, violentado, convertido en una evocación excedida e insuficiente de una forma “original” perdida para siempre. Maitreya (1978) y Colibrí (1988) también abundan en la deformidad y el exceso. Los cuerpos monstruosos, tatuados, torturados, son cuerpos en constante metamorfosis, vanamente sacrificiales y afantasmados  (son, en este sentido, al  mismo tiempo, como la perla barroca, excesivos y residuales). Tanto la obra ensayística como la narrativa de Sarduy (“suma erótica,” como la califica Castañón (1647)), son un esfuerzo organizado para contrarrestar el universalismo eurocéntrico con una visión “pluriversal” ya que “el cuerpo del universo exige una lectura integral pero sensible e intelectualmente fiel a su poliformismo esencial.” (Castañón 1247) Heterogeneidad y pluralidad se articulan en un proceso constante de reescritura, de grafía donde la palabra se auto-interroga y reformula constantemente, dispersando y multiplicando el sentido, cancelando toda forma posible de consenso y fijeza de los significados. El Neobarroco ya no encierra, como la copia/original del siglo XVII una “verdad soterrada” (Picón Salas 123) sino que teatraliza su in-certidumbre y des-identidad; la palabra no es símbolo ni da lugar a una estrategia metafórica, de traslación de significados: es solamente signo, pulsión, sonido. ¿Qué mayor descreimiento que éste podría haberse orquestado con respecto a la supuesta transparencia y comunicabilidad del lenguaje como instrumento racional y estructurante de la experiencia social en la modernidad liberal y dependiente de América Latina? ¿Qué mayor disidencia con respecto al proyecto de un lenguaje “nuevo” (para un “hombre nuevo”) que pudiera socializar y regular el tráfico de significados en la alternativa socialista cubana? ¿Qué intento más puntual podría haberse efectuado, desde las trincheras de la literatura, para reivindicar la diferencia en el mundo categorizado de una modernidad excluyente, que existe perpetuando la colonialidad originaria, apoyada en binarismos reductivos (sujeto/objeto, femenino/masculino, privado/público, poder/deseo)?

Con un apoyo lacaniano y “cosmológico”, el Barroco de Sarduy aboga por post-identidades plurales y polifónicas, pero éstas existen fuera de la historia y más allá de la especificidad de la cultura, es decir, más allá de toda referencialidad y de todo proyecto social organizado.  Como concluye González-Echevarría, finalmente, en la elaboración sarduyana “Cuba is a text” (Celestina’s Brood 237). La modernidad opera, entonces, como una explosión inicial, primordial, que al exponer su negatividad deja un espacio abierto e infinito para la manifestación de subjetividades que existen “en adyacencia o en relación de delimitación con una alteridad a su vez subjetiva.” (Guattari 20)  El Barroco se refuncionaliza, entonces, como una “máquina de subjetivación” que contrarresta la “máquina de guerra” de la modernidad post-colonial: la subjetividad es polívoca y está compuesta de múltiples estratos que abarcan y rebasan el lenguaje, proponiendo “agenciamientos colectivos”, ritornellos, “pequeños ritmos sociales” que existen dispersos en lo social – en el cuerpo social– en lugar de instalarse, institucionalizados, en el espacio regulado y estructurado de  la sociedad. (Guattari, “La producción de subjetividad” 9).

El tema de la crisis de la subjetividad moderna atraviesa, de una manera u otra, todas las reflexiones sobre el Neobarroco. Esta estética es interpretada, entonces, como una propuesta de carácter utópico no-programático, donde la saturación del signo apuntaría  a una reconstitución  de matrices generadoras de significado que puedan ser capaces de auspiciar formas inéditas de percepción de lo social y lo político.  Tratando de definir las “condiciones de una cartografía deseante” –del tipo de las que podrían esbozarse a partir de las poéticas neobarrocas–, el argentino Néstor Perlongher  alude a los fenómenos post-identitarios que rebasan los límites de la modernidad, viéndolos como “agrupamientos dionisíacos [que existen] en las tinieblas lujuriosas de las urbes” (“Los devenires…” 14),  y que hacen pensar en los escenarios y anécdotas que presenta,  por ejemplo, la escritura cronística de Pedro Lemebel. Según Perlongher, esos movimientos de minorías –vinculados a conflictos de raza, clase, sexualidad, etc.– constituyen fenómenos que habría que interpretar “desde el punto de vista de la mutación de la existencia colectiva [ya que] estarían indicando, lanzando, experimentando modos alternativos, disidentes, “contraculturales” de subjetivación.” (Perlongher, “Los devenires…” 15)

El Neobarroco diagnostica la crisis de los procesos modernos de subjetivación y el agotamiento de sus correlativas políticas identitarias  y, en el mismo movimiento, propone una expansión proliferante de la diferencia (aunque se corra el riesgo, como advirtiera Jameson hace tiempo, de que ésta se convierta en la nueva identidad posmoderna). Como “cartografía deseante” la estética (neo)barroca no ataca la estructura profunda del orden social ni los modelos epistemológicos que lo legitiman, pero sí descompone la lógica moderna, desarticula sus principios. La poética neobarroca subvierte, no revoluciona. Está atravesada, como vimos, por un principio utópico, donde las simultaneidades de tiempos culturales abre un espacio lleno de potencialidades y confluencias. Como el deseo que la guía, la poética neobarroca no puede ser prescriptiva, ni puede proponerse agotar en la acumulación sígnica las posibilidades infinitas del diseño global de la modernidad. Se propone, sin embargo, mostrar intersecciones, superposiciones, reminiscencias, a partir de la presencia afantasmada de mercancías simbólicas que circulan libremente en el mercado plural de las culturas (se propondría, como Sarduy sugiere, como una forma estetizada de diagnóstico). En este sentido, esa poética sólo “ha de ser un mapa de los efectos de superficie (no siendo la profundidad […] más que un pliegue y una arruga de la superficie” (Perlongher, “Los devenires…” 14). El signo neobarroco no re-presenta, entonces, en el sentido de volver a presentar, sino en el sentido de teatralizar, de convertir el mundo en espectáculo, en escenografía: sociedad y política –tal como las define la modernidad–  pierden espesor y materialidad, y en su lugar irrumpe la opacidad del signo lingüístico y visual, la proliferación del significante, que llama la atención sobre sí mismo como horizonte último de (auto)reconocimiento social. El neobarroco instala, así, la disidencia, la diferencia, el pliegue, saturando el vacío para visibilizarlo.


4.  Diferencia, ruina, y la “desartificación” neobarroca.

Atendiendo a esa cualidad contracultural del Barroco americano, Irlemar Chiampi propone que “si el Barroco es la estética de los efectos de la Contrarreforma, el neobarroco lo es [de] la contramodernidad.” (Chiampi, 144-145) Para Chiampi:

los desastres y la incompletud del modelo modernizador [implementado a través de la reforma religiosa, la revolución industrial, la revolución democrático-burguesa y la difusión de la ética individualista] […] se ha revelado sobre todo en su incapacidad para integrar lo “no occidental’ (indios, mestizos, negros, proletariado urbano, inmigrantes rurales, etc.) a un proyecto nacional de democracia consensual. No es casual, pues, que sea justamente el Barroco –preiluminista, premoderno, preburgués, prehegeliano– la estética reapropiada desde esta periferia, que sólo recogió las sobras de la modernización, para revertir el canon historicista de lo moderno […]  Este contenido ideológico –motivación cultural específica e insoslayable– torna precario  todo intento de reducir el neobarroco a un manierismo “retro” y reaccionario –un reflejo  de la lógica del capitalismo tardío, conforme sugiere Jameson al mentar el modismo de los “neo” en el arte posmoderno–. Tampoco cabe diluirlo en la “atmósfera general, en el “aire del tiempo, como un principio abstracto de los fenómenos [Calabrese], y menos aún tomarlo como la salvación de una modernidad crepuscular, tras la supuesta “muerte de las vanguardias” mediante la “impureza generalizada” con que las culturas que relegaron al Barroco al ostracismo, con su buen gusto clasicista, desean renovar la experimentación y la invención. (145-146)

Si la modernidad puede caracterizarse como un modelo que funciona a partir de concreciones identitarias duras (sujeto nacional, ciudadanía, disciplinamiento, progreso, roles sexuales, ordenación institucional, etc.), que descartan, regulan  o relegan la existencia del Otro, la intervención barroca o neobarroca introduciría estrategias de alterización y distanciamiento en los imaginarios modernizadores, proponiendo desde la opacidad de lenguajes y recursos representacionales, contenidos anómalos (en el sentido etimológico de irregularidad, es decir, de anti-normatividad) que invitan a un desmontaje, a un desciframiento, a nueva luz de la norma estética y de la normatividad comunicativa.

Propongo así, en atención a todo lo anterior,  pensar la recurrencia barroca a través de las nociones de diferencia y ruina que han sido con frecuencia asociadas a la interpretación del barroco como estética moderna, y que merecerían ocupar el centro mismo de una deconstrucción estético-ideológica del paradigma barroco, sobre todo en sus formulaciones periféricas

Entiendo diferencia no sólo como cualificación de lo otro respecto de lo mismo, de la alteridad respecto de la identidad, (o sea, no sólo como variedad entre cosas de una misma especie) sino también, en el sentido matemático, como residuo o resto (Corominas 498). Vinculado con esta segunda acepción, el concepto de ruina remite también a lo diferencial: a lo que sobrevive y permanece en una existencia fantasmática, desplazada, fuera de tiempo y de lugar. Ruina, entonces, en el sentido benjaminiano en el que se combinan la ilusión de perdurabilidad y la noción de deterioro (ruina, en su acepción etimológica  primaria de derrumbe, desmoronamiento y también en la que reconoce lo primitivo como ruinoso, echado a perder (Corominas 516)). Para Benjamin, la modernidad es, justamente,  una experiencia de la pérdida y el desmoronamiento, la vivencia del duelo que reconoce  que no existe en el mundo post-sagrado un lugar para las antiguas monumentalidades, que sólo pueden existir afantasmadas, como vestigio melancólico, como reliquia que evoca  la completitud desde la pérdida.   El arte, entonces, pierde, a-(r)ruina, su valor de culto y des-seculariza su trascendencia: toma conciencia de su cualidad efímera, de su transitoriedad,  y ritualiza, en el contexto de la modernidad,  nuevas formas de presencia espectral. Alienada del aquí y ahora que le conferían a la obra de arte su legitimidad y funcionalidad orgánica, el arte, para utilizar aquí una expresión de Adorno, se desartifica, se vuelve artefacto, operador simbólico, simulacro.

En este sentido, la codificación barroca se constituiría ya no sólo como reproductibilidad alegorizante de los conflictos que marcan la inserción en la modernidad en la era posaurática, sino asimismo como  máquina resignificante de la alteridad cultural, epistémica y social, y como performance, conjunto de comportamientos coreografiados y alegóricos, de subjetividades fronterizas. En algún sentido, la recuperación barroquista renovaría entonces en las modernidades posiluministas el impulso simbólico  de la contraconquista de que hablaba Lezama Lima, encontrando en la saturación formal un modo de canalizar los elementos nunca del todo absorbidos por las narrativas del occidentalismo.  Barroco y Neobarroco se proponen así como sistemas de codificación que mediante la articulación de distintas y en muchos casos divergentes temporalidades, culturas y medios representacionales, concretan, materializan, la hibridez constitutiva de la subjetividad colonial y (neo)(pos)colonial, insertando esa anomalía productiva, barrueca, de lo americano, en el abigarramiento sígnico del lenguaje o la imagen. Es en ese sentido que Carpentier  indicaba que toda simbiosis, todo mestizaje, engendra barroquismo y que en una interpretación ya no culturalista sino materialista Bolívar Echeverría habla del ethos barroco como de un modo específico, un comportamiento social, una semiótica, que permite interiorizar al capitalismo en la espontaneidad de la vida cotidiana, haciendo de esta estética un principio constructor que no acepta ni se suma  al hecho capitalista, sino que lo mantiene siempre como inaceptable y ajeno (20). Así, el barroco, como primera impronta del ethos moderno, surge y se refuncionaliza en la tendencia de la civilización moderna a revitalizar una y otra vez el código de la tradición occidental europea después de cada oleada destructiva proveniente del desarrollo capitalista. (21) Según Echeverría, es barroca la manera de ser moderno que permite vivir la destrucción de lo cualitativo producida por el productivismo capitalista, al convertirla en el acceso a la creación de otra dimensión, retadoramente imaginaria, de lo cualitativo. (Echeverría 21) De este modo, aunque el ethos  barroco constituye, desde estas posiciones, una estrategia de resistencia radical no es, sin embargo, revolucionario. En palabras de Echeverría,

La actualidad de lo barroco no está, sin duda, en la capacidad de inspirar una alternativa radical de orden político a la modernidad capitalista que se debate actualmente en una crisis profunda; ella reside en cambio en la fuerza con que manifiesta, en el plano profundo de la vida cultural, la incongruencia de esta modernidad, la posibilidad y la urgencia de una modernidad alternativa. (La modernidad 15)

El tipo específico de radicalidad barroca se concentra en el nivel de los imaginarios,  proveyendo no un ataque frontal a los fundamentos económicos, políticos y sociales del sistema moderno, sino un exposée preformativo, teatralizado, carnavalizado,  de sus andamiajes discursivos y representacionales, una parodia de su lenguaje y su gestualidad. Según Sarduy:

Ser barroco hoy significa amenazar, juzgar, parodiar la economía burguesa, basada en la administración tacaña de los bienes, en su centro y fundamento mismo: el espacio de los signos, el lenguaje, soporte simbólico de la sociedad, garantía de su funcionamiento, de su comunicación (Sarduy 99; cit. por Echeverría 16).

La noción del ethos barroco como forma de re-presentación alternativa de la subjetividad moderna es retomada y reforzada desde la perspectiva sociológica. Boaventura de Souza Santos asocia estrechamente el ethos barroco con las que reconoce como las dos crisis centrales de la modernidad: Ala crisis de la práctica y del pensamiento de la regulación social y la crisis de la práctica y del pensamiento emancipatorio (en Echeverría 313). Según el sociólogo portugués, la modernidad ha conducido a la convergencia de estas dos formas críticas, que él explica de la siguiente manera:

Por ejemplo, dice, la soberanía del Estado nacional fundamental para la modernidad después de 1648, el derecho estatal, el fordismo, el estado de bienestar, la familia heterosexual separada de la producción, el sistema educativo, la democracia representativa, la religión institucional, el canon literario, la identidad nacional, todo esto son formas de regulación social que hoy están en crisis. Pero al mismo tiempo, y en eso reside la originalidad de la situación actual, hoy están igualmente fragilizadas, desacreditadas, debilitadas las formas de emancipación social que le correspondieron hasta ahora a esa modernidad: el socialismo, el comunismo, el cooperativismo, la socialdemocracia, los partidos obreros y el movimiento sindical, la democracia participativa, la cultura popular, la filosofía crítica, los modos de vida alternativos, etc. Mientras que  antes, como señalaba, las dos crisis no coincidían, hoy coinciden  y, por tanto, esta crisis doble nos muestra que hoy en día la crisis de regulación se alimenta de la crisis de emancipación. (en Echeverría 314)

Si regulación social y emancipación social son, como indica de Souza Santos, los dos pilares del proyecto moderno, y deberían tener un desarrollo armónico, la crisis convergente de ambos ejes coloca a la sociedad actual en lo que este sociólogo llama una transición paradigmática similar, en algunos sentidos, a la que se produce en el siglo XVII, en el siglo barroco, en el cual se dirimen luchas epistemológicas (aristotélicos y galileanos, aristotélicos y newtonianos, por ejemplo, en el terreno de la ciencia) que conducen a un cuestionamiento cada vez más profundo de las certezas que sostenían el mundo teocéntrico, monárquico y colonialista. El desvío, la dramatización, la hiperritualización del barroco, operarían como dispositivos a través de los cuales la subjetividad moderna prepararía el paso a la posmodernidad. 

Pero hay más. De Souza Santos percibe en la cuestión del Barroco un diálogo conflictivo entre Sur y Norte, viendo en su estética no sólo una forma particular y gozosa de representación, sino una búsqueda transgresiva que refuncionaliza monumentalidades ideológicas, racionalidades  y formas de autoridad  y de autorización representacional, creando desde las periferias de los grandes sistemas y por la apropiación irreverente de sus códigos, un modo de mirar alternativo al dominante. Esa locura del ver de que habla Buci-Glucksmann, constituye la realidad a nueva luz, subvirtiendo los mismos cánones que sirvieron para sistematizar la visión del mundo desde las plataformas de la modernidad.  El ethos barroco funcionaría así como propuesta utópica orientada hacia tradiciones suprimidas, hacia las experiencias subalternas, hacia la perspectiva de las víctimas y de los oprimidos, hacia los márgenes, hacia las periferias, hacia las fronteras, hacia el Sur del Norte, hacia las lenguas prohibidas, hacia la basura irreciclable de nuestro bienestar mercantil (en Echeverría 322).  Los conceptos, el de barroco, en este caso, emigran y se relocalizan, temporal y espacialmente, desafiando desde la ruina, desde lo que queda, desde lo diferencial, los núcleos duros del origen histórico y de la subjetividad regulada, en una huida centrífuga de los centros de producción seriada de epistemologías, teorías y prácticas simbólicas hacia los horizontes utópicos de la liberación y el deseo.

Las culturas que emergen de los procesos colonizadores implementados a partir de centros coloniales débiles como lo fueron, en su momento, España y Portugal,  existen, sobre todo, desde el comienzo, como culturas de frontera, jánicas, in-between,  y se caracterizan por la fluidez, intercambios y contaminaciones entre diversos paradigmas culturales, proyectos sociales y modelos epistemológicos, o sea por la hibridez y sobrecarga de contenidos y formalizaciones representacionales que entran en colisión y se negocian en el plano de las prácticas sociales y los imaginarios culturales. El ethos barroco des-teoriza la realidad para re-utopizarla: pone en abismo los límites del proyecto colonizador y neocolonial, exhibe los procesos de apropiación y canibalización cultural en que se fundan las culturas nacionales, y desestabiliza la solidez de epistemologías fuertes trabajando desde lo residual y ruinoso, desde el vestigio, desde la diferencia, desde la pérdida y el duelo, desde el pastiche y el simulacro, en una dirección disyuntiva y disruptiva respecto a los principios y legados de la modernidad. Si el epistemicidio de que habla de Souza Santos marcó a fuego la historia colonial y poscolonial de América Latina, la códigofagia a que se refiere Echeverría (36) (o sea el proceso a través de [la] cual el código de los dominadores se transforma a sí mismo en la asimilación de las ruinas en las que pervive el código destruido)  abre otra dirección para el estudio de las formas de conciencia social y las prácticas culturales en el subcontinente y en sus imaginarios migrantes.

Sería justamente, entonces, esa matriz utópica la que sostendría y explicaría, según las propuestas del sociólogo portugués, la reincidencia del código barroco y su capacidad de refuncionalización, de cara a las contradicciones del capitalismo y a las exclusiones de la modernidad, ya que Asi  es verdad, como decía Hegel, que la paciencia de los conceptos es grande, obviamente la paciencia de la utopía es infinita. (De Souza Santos en Echeverría 331)




Baroque/ Neobaroque/ Ultrabaroque : Disruptive Readings of Modernity  - Mabel Moraña (III)

5. Ultrabarroco y globalización.

Desde este panorama, la recuperada noción de ultrabarroco viene a marcar una nueva torsión en la historia de las reapariciones del código en América Latina. Utilizada para designar  formas extremas del estilo barroco, “rococó”  o “churrigueresco” en el contexto primordialmente europeo y luego, principalmente, en el México del siglo XVIII, la noción de  “ultrabarroco” califica fenómenos sincréticos de sobresaturación ornamental evocativos del barroco áureo, sobre todo en el arte religioso. En Divine Excess: Mexican Ultra-Baroque (1995) Ichiro Ono indica:

Fused with native American sensibility while absorbing other influences from the sea-trading world that collected in Mexico, the baroque style evolved and commenced to tightly pack the architecture with so much ornamentation that we could describe it as a kind of “gap-ophobia.” This is “ultra-baroque,” meaning, in other words, the baroque of the baroque.” (Ono 83)

Algunos historiadores del arte latinoamericano han preferido, en ocasiones, más bien denominaciones que subrayen el carácter hibridizado y diferencial de las formas americanas, que penetran con su peculiaridad cultural el imaginario y los protocolos representacionales del dominador en una especie de “contraconquista” visual.  Así, por ejemplo, Teresa Gisbert y José de Mesa refiriéndose al Barroco andino, optan por una nominación que rescate el carácter multicultural y sincrético de esta forma de arte:

Creemos –indican– que la arquitectura barroca desarrollada en América se independiza de los moldes europeos a principios del siglo XVIII […] Las palabras ‘ultrabarroco’ y ‘churrigueresco’ son insuficientes porque indican formas extremas del barroco europeo, pero no concepciones diferentes. Por esta razón  hemos usado el término ‘mestizo’ que […] es el más propio para denominar a una arquitectura estructuralmente europea, elaborada bajo la sensibilidad indígena.”  (Gisbert y de Mesa 255, mi énfasis)

Sin embargo, lo que aquí me interesa destacar es la reapropiación del término en contextos actuales en los que éste aparece repotenciado por su inserción dentro de contextos otros, vinculados a formas de hibridación cultural relacionadas con los contextos de la postmodernidad, o sea con el horizonte marcado por el descaecimiento de las certezas epistemológicas que se articulaban en torno a los conceptos de nación, identidad, ciudadanía, consenso, progreso y subjetividad que guiaron las formalizaciones de la modernidad desde la independencia hasta la década de los años 80, en el siglo XX. Sin caer en una diseminación radical de los procesos de “barroquización” contemporánea ni en la idealización que atribuiría esta nueva recurrencia del Barroco a un renovado “espíritu de época”, el ultrabarroco ha sido caracterizado en estos contextos no ya como una forma de expresión que se atiene a definidos rasgos formales o temáticos, sino como una disposición a partir de la cual es posible re-presentar (exponer, hacer inteligibles) los procesos de transculturación e hibridación que caracterizan a la cultura actual.

Elizabeth Armstrong y Víctor Zamudio-Taylor, curadores de la exposición itinerante titulada Ultra Baroque. Aspects of Post Latin American Art, y editores del correspondiente catálogo, describen el concepto de la siguiente manera:

Nuestro planteamiento sugiere que el barroco es un modelo para comprender y analizar procesos de  transculturación e hibridez acentuados e impulsados por la globalización. Dada esta aproximación, proponemos que el barroco, en toda su recepción conflictiva y su reinterpretación, es más importante hoy como actitud que como estilo, y fundamentalmente interdisciplinario (sic), trascendiendo la arquitectura, la música  y las artes visuales, los campos a los que fue confinado tradicionalmente. La denominación ‘ultrabarroco’ es en sí un híbrido consciente (e intencionalmente juguetón) […]  y sugiere una cultura visual contemporánea, postmoderna y exuberante, con relaciones inextricables a un periodo histórico, un estilo y una narrativa.  Dialoga con la idea del escritor cubano Alejo Carpentier sobre un “Barroco de nuevo mundo,” donde el barroco europeo se topó con formas indígenas que también eran barrocas. La mezcla con formas indígenas produjo un barroco más intenso, “un barroco a la enésima potencia: un ultrabarroco.” (Armstrong 3) 

En su introducción a Ultra Barroco, Elizabeth Armstrong caracteriza las extensiones transhistóricas y las reterritorializaciones  del Barroco como estética posnacional: no sólo, ya, como la codificación estética que se traslada  de sociedades europeas a territorios coloniales, como sucediera, en otros registros, con las prácticas desterritorializadas del cristianismo, el mercantilismo o la trata de esclavos, sino también como un producto que  en sus modulaciones modernas y posmodernas, aparece ya definitivamente emancipado de sus especificidades históricas. En este sentido Armstrong habla, al referirse a la torsión final del ultrabarroco, como de un arte pos-latinoamericano, que más allá de las limitaciones impuestas por  fronteras nacionales e identidades políticas, se inserta en los escenarios  más actuales combinando impulsos locales y globales. 

Queremos enfatizar nuestro interés  en el arte de América Latina que se caracteriza por un enfoque postmoderno de la producción cultural, que ya no viene determinada por fronteras geográficas ni identidades políticas. Nutrida de otras posiciones críticas que suponen una revisión de teorías y prácticas sociales y culturales (que están ligadas a designaciones específicas como ‘post-feminista’ o ‘post-Chicano’), esta nomenclatura provocativa refleja la producción de un discurso  que designa expresiones artísticas dirigidas por impulsos locales y también globales, fundamentado en especificidades históricas pero tratando de trascenderlas. (Armstrong 5).

La economía  alegórica del neobarroco convoca en su expresividad exacerbada la política de la cita y la experiencia de la fragmentación, dando por resultado productos que en su fuerte sincretismo proveen “la clave para la interpretación de la hibridez en la cultura visual” y la comprensión de los productos culturales que revelan el mestizaje sistémico  de América Latina.(Zamudio-Taylor 141)

Para Gruzinski, la adopción del Barroco se vincula a la mundialización de mercados culturales, y es un efecto de los procesos colonizadores. Pero lo importante no es registrar ese efecto como resultado necesario de la historia europea, sino percibir el significado de las hibridaciones culturales como canalizaciones contra-occidentalistas a través de las cuales se expresan nuevas formas de sensibilidad, y nuevas agencias. La preferencia por “las formas exóticas y novedosas, un gusto por lo insólito, lo original y lo sorprendente” (Gruzinski, “El planeta barroco”  117) no sólo caracteriza al Barroco como producto estético-ideológico orgánico de la monarquía absoluta española y como una de las matrices más prominentes de la hegemonía cultural del occidentalismo (racionalista, burgués y cristiano), sino que abre el dique por el que se filtran, en los imaginarios dominantes, subjetividades subalternas pero en constante estado de resistencia y diferenciación. A no dudarlo, las negociaciones entre estas nuevas formas de agencia cultural y el mercado general de los bienes simbólicos constituyen un universo complejo y frecuentemente contradictorio de marchas y contramarchas históricas y sociales. Como el mismo Gruzinski reconoce, la evaluación actual de la obra de artistas americanos, como el mulato mexicano Juan Correa (c. 1645/1650- 1716) o el escultor afro-brasileño Aleijadinho (1738-1814), productores de grandes creaciones de Barroco eclesiástico, obliga a entender sus obras como una forma de sometimiento al poder de la iglesia y, en general, a las fuerzas colonizadoras que devastaron las culturas pre-hispánicas (“El planeta barroco”). Sin embargo, es en el proceso y en las proyecciones de esas apropiaciones subalternas que debe buscarse el sentido cultural último de las dinámicas transculturadoras.  En efecto, “cada vez que el paganismo europeo permitía al artista indígena introducir elementos del panteón amerindio a la mitología y las escenas alegóricas que servían como vehículos al barroco, abría los espacios para el rescate de la memoria indígena.” (Gruzinski, “El planeta barroco” 120) En ese sentido, la historia que narra la producción barroca americana no es sólo la de la colonización y la transculturación, sino también la de interacciones recíprocas que dan lugar a la expresión de otras epistemologías que fuerzan su entrada en el sólido sistema simbólico de la dominación colonialista, hibridizando su unicidad dogmática.

 Evocativo y presentista, el ultrabarroco sería justamente la inflexión más actual de una semántica que se revela contra el ordenamiento racional de contenidos artísticos, el equilibrio representacional y el disciplinamiento  hermenéutico. La estrategia es, con frecuencia, la recuperación, descentramiento y recontextualización de elementos que  remiten a fracturas epistemológicas asociadas a la crisis de la modernidad y al advenimiento de formas de subjetivación cultural afectadas por las transformaciones masmediáticas y por la desauratización y re-localizaciones del discurso humanístico. Si el código barroco se define por su nomadismo y su constante refuncionalización estético-ideológica, o sea por su constante arraigo en nuevos territorios existenciales, el ultrabarroco constituiría el enclave simbólico de nuestro tiempo y nuestra circunstancia, donde las fronteras entre las dos Américas se diluyen en procesos de intercambio y reformulación identitaria. Al mismo tiempo, el ultrabarroco pretende evidenciar –re-presentar– el hecho de que esta porosidad de fronteras no invalida sino que incluso acentúa y tiende a naturalizar, ya no la existencia de diferencias culturales sino la de desigualdades sociales que siguen imponiéndose, de Norte a Sur, en el contexto de la posmodernidad neoliberal.

En este contexto de territorialidades fluidas, reforzamiento de hegemonías y resignificaciones  culturales, el ultrabarroco explora nuevamente el límite de la codificación estética y de la representabilidad de subjetividades –de post-identidades– transnacionalizadas saturando el espacio de la globalidad en un gesto irreverente de contra-conquista de los imaginarios consagrados. Zamudio-Taylor considera que  esta nueva refuncionalización del Barroco “ofrece hoy, en la era de la globalización, la clave  para la interpretación de la hibridez en la cultura visual” (141) al ejercerse como una intervención de los protocolos (post)modernizadores, que viene desarrollándose desde la colonia:

El legado del colonialismo ibérico forzó a las emergentes naciones latinoamericanas, particularmente a Brasil, Cuba y México a negociar condiciones de modernidad nutridas por las culturas manierista y barroca, que tradujeron, transformaron, y circularon a las metrópolis europeas. En este sentido, el barroco problematizó la negociación de la modernidad en América Latina, y ofreció un conducto desde el cual sus valores en pugna y su lenguaje se filtraron y derramaron a la posmodernidad. (Zamudio-Taylor 141)

En los escenarios actuales el ultrabarroco teatraliza el debilitamiento de los que fueran, durante la plena vigencia de la modernidad, los contenidos “duros” de la identidad individual y colectiva: la territorialidad asignada a las culturas nacionales, la noción de consumo como principio democratizador y como forma privilegiada de realización personal e integración social, la apuesta a la transparencia del lenguaje como vehículo de consenso político y social, el afán pedagógico del arte y la concepción de la obra como producto acabado, armónico y total. Sin ritualismo, en la era post-sagrada, el arte ultrabarroco reivindica la materialidad y reproductibilidad de la obra, ejerce y extrema el arte de la cita (los contenidos fuera de lugar, la minimización de la memoria contextual), y expone la fragmentación y la impureza de los significantes culturales como uno de los principios de la representabilidad post-identitaria. La poética del ultrabarroco mantiene, sin embargo, una memoria histórica que se advierte en la recurrencia de elementos que remiten a la violencia originaria, vinculando las referencias al colonialismo con la exhibición casi obscena de cuerpos desmembrados o de espacios agobiantes, saturados por la mercancía. En otros casos, el arte ultrabarroco crea escenarios (instalaciones) efímeros y melodramáticos –en su propia manera, melancólicos– que sin la monumentalidad de los grandes catafalcos o arcos triunfales de la primera modernidad barroca, y sin el afán monumentalizador y museístico de las siguientes, operan a partir de percepciones puntuales capaces de expresar performativamente aspectos fragmentarios de la subjetividad individual y colectiva. Minimiza al sujeto autorial pero entafiza la posicionalidad de la mirada como principio organizador de la experiencia y del (auto)reconocimiento, en los términos definidos por Lacan: “Le baroque c’est la régulation de l’âme par la scopie corporelle.” (Le Seminaire XX, 105). Es como si desde la globalización y la postmodernidad la irreverente mercancía simbólica del ultrabarroco interrogara retóricamente tradiciones y legados, analizando el saldo del progreso desde las instancias salvajes del capitalismo tardío, saturando el espacio transnacional con una gap-ophobia que revela el horror al silencio que ha seguido a la muerte de los grandes relatos, y ofreciendo en su lugar micro-historias en las que se ha renunciado a la totalización filosófica y a la epicidad revolucionaria. El ultrabarroco teatraliza así, a su manera, en tiempos de globalización, triunfalismo neoliberal y reformulación de hegemonías, la conciencia de estar pisando un límite epistemológico –civilizatorio– y representacional. Su utopía no consiste en la capacidad o en el deseo de articular propuestas concretas, sino en creer, todavía, en la eficacia de la deconstrucción y la des-sublimación por el arte. La historia no es circular ni progresiva. La historia es residual, es diferencia y ruina: es un pliegue que vuelve sobre sí, es repliegue y despliegue, es retombée.



Obras citadas.-

Acosta, Leonardo. Barroco de Indias y otros ensayos. La Habana: Casa de las Américas, Cuadernos Casa 28, 1985.
Adán, Martín. El más hermoso crepúsculo del mundo. Antología. Estudio y selección de Jorge Aguilar Mora. México: Fondo de Cultura Económica, 1992.
Adorno, Theodor. Negative Dialectic, New York: Seabury Press, 1973.
Armstrong, Elizabeth.”Impure Beauty/ Belleza impura.” Ultra Baroque. Aspects of Post Latin American Art. Elizabeth Armstrong y Víctor Zamudio-Taylor, eds. San Diego: Museum of Contemporary Art, 2000.1-18.
Armstrong, Elizabeth y Víctor Zamudio-Taylor. Ultra Baroque. Aspects of Post Latin American Art. San Diego: Museum of   Contemporary Art, 2000.
Badiou, Alain. AGilles Deleuze, The Fold: Leibniz and the Baroque.@ Gilles Deleuze and the Theater of Philosophy. Constantin V. Boundas and Dorothea Olkowski, eds.  NY/London: Routledge, 1994. 51-69.
Baudrillard, Jean. La transparencia del mal. Ensayo sobre los fenómenos extremos. Barcelona: Ed. Anagrama, 1991.
Benjamin, Walter. El origen del drama barroco alemán. Madrid: Taurus, 1990.
Bhabha, Homi K. “Of Mimicry and Man: The Ambivalence of Colonial Discourse.” October 28 (1984) 125-133.
Borges, Jorge Luis. “Prólogo” a Historia universal de la infamia. Buenos Aires: Emecé, (1954).
Buci-Glucksmann, Christine. La raison baroque. De Baudelaire a Benjamin. Paris: Galilée, 1984.
---------------------.  ALa manera o el nacimiento de la estética@. Barroco y  Neobarroco en Francisco Jarauta y Christine Buci-Glucksmann, eds. 23-31.
Calabrese, Omar. Neo-Baroque. A Sign of the Times. Princeton: Princeton University Press, 1992.
---------------------. ANeobarroco.@  Barroco y Neobarroco en Francisco Jarauta y Christine Buci-Glucksmann, eds.  89-100.
Calinescu, Matei. Five Faces of Modernity. Modernism, Avant-Garde, Decadence, Kitsch, Postmodernism. Durham: Duke University Press, 1987.
Carpentier, Alejo. “Problemática de la actual novela latinoamericana” en Tientos y                              diferencias. La Habana: Casa de las Américas, 1966.
Castañón, Adolfo. “Severo Sarduy: Del Barroco, el ensayo y la iniciación”. Obra completa de Severo Sarduy. 2 vols. Gustavo Guerrero y François Wahl, Coordinadores. Madrid: Ediciones UNESCO, Colección Archivos, 1999. 1644-1648.
Chiampi, Irlemar. “El neobarroco en América Latina y la visión pesimista de la historia” en Sobre Walter Benjamín.Vanguardias, historia, estética y literatura. Una visión latinoamericana. Gabriela Massuh y Silvia Fehrmann, eds. Buenos Aires: Alianza Editorial/Goethe-Institut, 1993. 137-149.
Corominas, Joan. Breve diccionario etimológico de la lengua castellana. Madrid: Gredos, 1987.
Degli-Esposti Reinert, Cristina. ANeo-Baroque Imaging in Peter Greenaway=s Cinema”en PeterGreenaway=s Postmodern/ Postructuralist Cinema. Paula Willoquet-Maricondi y Mary Alemany-Galway, eds. Lanham, Maryland, and London: The Scarecrow Press, Inc. 2001.
Deleuze, Gilles. The Fold. Leibniz and the Baroque.  Minneapolis: University of Minnesota Press, 1993.
De Campos, Haroldo. Barroco-ludisme deleuzien en Gilles Deleuze. Une vie philosophique. Eric Alliez, ed. Paris: Institut Synthélabo, Col. Les empécheurs de penser en rond, 1998. 545-553.
De la Cruz, Sor Juana Inés. Carta de Sor Juana Inés de la Cruz a su Confesor. Autodefensa espiritual. Aureliano Tapia Méndez, ed.  Monterrey, MX: Impresora Monterrey, 1986.
De Souza Santos, Boaventura. El Norte, el Sur, la utopía y el ethos barroco en Modernidad, mestizaje cultural, ethos barroco. Bolívar Echeverría, comp. 311-332.
Echeverría, Bolívar, comp. Modernidad, mestizaje cultural, ethos barroco. México: UNAM/ El equilibrista, 1994.
-------------------. La modernidad de lo barroco. México: Ed. Era, 2000.
Fuentes, Carlos. El espejo enterrado. México: Fondo de Cultura Económica, 1992.
Gisbert, Teresa y José de Mesa. Arquitectura andina. 1530-1830. Historia y análisis. La Paz: Colección Arzans y Vela. Embajada de España en Bolivia, 1985.
González-Echevarría, Roberto. La ruta de Severo Sarduy. Hanover: Ediciones del Norte, 1987.
------------------. Celestina’s Brood. Continuities of the Baroque in Spanish and Latin American Literature. Durham and   London: Duke University Press, 1993.
Gruzinski, Serge. El pensamiento mestizo. Barcelona: Paidós, 2000.
---------------. “The Baroque Planet /El planeta barroco” Ultra Baroque. Aspects of Post Latin American Art. Elizabeth Armstrong y  Víctor Zamudio-Taylor. 111-126.
Guattari, Félix. Caósmosis. Buenos Aires: Ed. Manantial, 1996.
------------------. “La producción de subjetividad del capitalismo mundial integrado” Revista de Crítica Cultural 4 (Noviembre 1991) 5-10.
Guerrero, Gustavo. La estrategia neobarroca. Estudio sobre el resurgimiento de la poética barroca en la obra narrativa de Severo Sarduy. Barcelona: Edicions del Mall, 1987.
Hanssen, Beatrice. Walter Benajmin=s Other History. Of Stones, Animals, Human Beings, and Angels. Berkeley: University of  California Press, 1998.
Jarauta, Francisco y Christine Buci-Glucksmann, eds. Barroco y Neobarroco. Madrid: Cuadernos del Círculo. Círculo de  Bellas Artes, 1993.
Lezama Lima, José. La expresión americana en Obras completas, Tomo II. Madrid: Aguilar, 1977. 278-390.
Lyotard, Jean-Francois. La condición postmoderna. Buenos Aires: REI, Col. Teorema, 1989.
Marcus, Laura and Lynda Nead, eds. The Actuality of Walter Benjamin. London: Lawrence & Wishart, 1998.
Mariátegui, José Carlos. “El Anti-soneto”. Lima: Amauta, año III, 17 (setiembre 1928) 76.
Moraña, Mabel. Relecturas del Barroco de Indias. Hanover, NH: Ediciones del Norte, 1994.
-----------------. Viaje al silencio. Exploraciones del discurso barroco. México: UNAM, 1998.
Moulin-Civil, Françoise. “Invención y epifanía del neobarroco: excesos, desbordamientos, reverberaciones”. Obra completa de  Severo Sarduy. 2 vols. Gustavo Guerrero y François Wahl, Coordinadores. Madrid: Ediciones UNESCO,  Colección Archivos, 1999. 1649-1678.
Ono, Ichiro. Divine Excess: Mexican Ultra-Baroque. San Francisco: Chronicle Books, 1995.
Paz, Octavio. “Voluntad de forma.” Esplendores de treinta siglos. New York: Metropolitan Museum of Art, 1990.
Perlongher, Néstor. Prosa plebeya. Ensayos 1980-1992. Buenos Aires: Ed. Colihue S.R. L, 1997.
------------------. “Prólogo” Medusario. Muestra de poesía latinoamericana. Selección y notas de Roberto Echavarren, José  Kozer y Jacobo Sefamí. México, Fondo de Cultura Económica, 1996. 19-30.
------------------. “Los devenires minoritarios.”  Revista de Crítica Cultural 4 (Noviembre 1991) 13-18.
Picón Salas, Mariano. De la conquista a la independencia. México Fondo de Cultura Económica, 1982.
Quijano, Aníbal. “Colonialidad del poder, cultura y conocimiento en América Latina” Anuario Mariateguiano 9 (1997) 113-121.
-----------------. “Colonialidad del poder, eurocentrismo y América Latina.” La colonialidad del saber: eurocentrismo y ciencias sociales. Perspectivas latinoamericanas. Edgardo Lander, ed. Buenos Aires: FLACSO (2000) 201-246.
Rincón, Carlos. Mapas y pliegues. Bogotá: Colcultura, 1996. 151-266.
-----------------.  “La poética de lo real maravilloso americano” en Alejo Carpentier. La Habana: Valoración múltiple, 1977. 123-177.
Sarduy, Severo. Obra completa. 2 vols. Gustavo Guerrero y François Wahl, Coordinadores. Madrid: Ediciones UNESCO,  Colección Archivos, 1999.
Schwarz, Robert. “Brazilian Culture: Nationalism by Elimination.” Misplaced Ideas. Essays on Brazilian Culture. John Gledson, ed. London: Verso, 1992
Zamudio-Taylor, Víctor. “Ultra Baroque: Art, Mestizaje, Globalization/ Ultra Baroque: arte, mestizaje, globalización” Ultra Baroque: Aspects of Post-Latin American Art. Elizabeth Armstrong y Víctor Zamudio-Taylor,eds. 141-160.


Notas.-

1  En su  introducción a Ultra Baroque, Elizabeth Armstrong recupera algunos de los rasgos etimológicos aquí aludidos, y la imagen tradicionalmente citada de la formación de la perla, para afirmar el carácter emblemático del Barroco en tanto dispositivo que describe la disparidad americana y sus procesos de mestizaje y transculturación: “Dada la resistencia del barroca fijar categorías de interpretación, la perla imperfecta puede ser  un emblema, si no un paradigma, para designar la diferencia y, por extensión, la hibridez que se resiste al orden y la clasificación.” (Ultra Baroque2)

2 Las definiciones que retoman la idea de lo barroco como patología de la forma dan evidencia, sobre todo, del lugar enunciativo y de la posicionalidad epistemológica desde los que se evalúa la estética barroca. Bolívar Echeverría ha indicado, en su definición del ethos barroco que: En efecto, sólo desde la perspectiva formal clásica lo barroco puede aparecer como una de-formación; sólo en comparación con la forma realista puede resultar in-suficiente y sólo respecto del creacionismo formal romántico puede ser visto como conservador. Agregando: Se trata, así, por debajo de esos tres conjuntos de calificativos que ha recibido el arte postrenacentista, de tres definiciones que dicen más acerca del lugar teórico desde el que se lo define que acerca de lo barroco, lo manierista, etcétera, tomados en sí mismos. Son definiciones que sólo indirectamente nos permiten ver en qué puede consistir lo barroco. (Echeverría 23)

3  Este trabajo forma parte de un trabajo mayor y por esta razón no desarrolla a cabalidad algunas de las propuestas que se esbozan en esta sección introductoria.

4  Uso aquí el concepto de “ultrabarroco” –que trataré más adelante en este trabajo–  en  su recuperación más actual, para designar prácticas de reapropiación de la estética barroca en el contexto de la postmodernidad, y siguiendo la designación sugerida en el catálogo titulado Ultra Baroque. Aspects of Post Latin American Art, editado por Elizabeth Armstrong y Víctor Zamudio-Taylor.

5 Ver, al respecto, mi Viaje al silencio. Exploraciones del discurso barroco, particularmente la primera parte, en la que se caracteriza el carácter reivindicativo y contracultural del Barroco de Indias.

6 Sobre el establecimiento del concepto “Barroco de Indias” son imprescindibles los estudios de Mariano Picón Salas, y Leonardo Acosta, entre otros. Para perspectivas más actuales sobre el tema, ver Moraña, Relecturas del Barroco de Indias y Viaje al silencio. Sobre el concepto de “mímica” en relación con la representación del sujeto colonial, ver Bhabha.

7 En Celestrina’s Brood, en los capítulos dedicados a Calderón y a Espinosa Medrano, González Echevarría  se refiere al tema de la monstruosidad en el  Barroco relacionándolo con el problema de la identidad (“monstrosity as identity”), intepretando lo monstruoso como una forma de catacresis  (tropo que permite dar nombre a algo que aún no lo tiene, a partir de una resignación traslaticia). “Monstrosity appears in the Baroque –según González Echevarría --  as a form of generalizad catachresis, one that affects language as well as the image of self and that incluyes the sense of belatedness inherent in Latin American literatura.”(5) La “monstruosidad” barroca se asocia  así con la cualidad híbrida propia de la sociedad criolla  (de ascendencia peninsular pero de origen y raigambre americanos), y con la coexistencia de atributos contradictorios del letrado colonial, del tipo que señalamos, emblemáticamente,  en  los casos de Sor Juana, Espinosa Medrano, etc. Como sugiere González Echevarría,  la monstruosidad señala el estadio transicional de estas id-entidades que aparecen dotadas de una cualidad  bifronte, desde el punto de vista cultural, genérico, etc. El travestismo simbólico que se asocia a la figura de Sor Juana y que retomará el Neobarroco recuerda el parlamento de Rosaura en La vida es sueño, donde ella  aparece a los ojos de Segismundo, como señala González Echevarría,  como “monstruo de una especie y otra” (como hombre, o como mujer, o como una mezcla de ambos), creando una  ambigüedad epistemológica y una saturación del signo lingüístico y visual  que son propios de la estética barroca. Sobre la relación entre monstruosidad y colonialismo ver también Zavala.

8 Para Carlos Rincón, ciertas interpretaciones del Barroco, como la de Alejo Carpentier, por ejemplo, buscan  justamente establecer una genealogía  cultural que  permita fijar ciertas raíces histórico-culturales a partir de los cuales se habría desarrollado la narrativa de los años sesenta. Así, por ejemplo, según Rincón,  “el recurso a la Autorictas del Barroco como mito sirve para unificar la contradictoria y refractaria realidad de la novela actual y marca el  camino para la que se ha de escribir en el futuro: crea un estereotipo ennoblecido. Lo que se presenta como un proceso ‘hermenéutico’ de acercamiento al Barroco es una operación para autentificar un mito cultural de origen y legitimar la ‘originalidad’ de esa nueva novelística. Construida sobre la base de ese corpus cultural, ‘expresaba’ y aseguraba una comunidad de conciencia, tradición y lenguaje.” (Mapas y pliegues 192)

9 Sin embargo, aunque Lezama Lima parece ironizar esa extensión barroca, será justamente esta nota la que guiará su afirmación de que el Barroco “no es un estilo degenerescente (sic), sino plenario, que en España y América representa adquisiciones de lenguaje, tal vez únicas en el mundo, muebles para la vivienda, formas de vida y de curiosidad, misticismo que se ciñe a nuevos módulos para la plegaria, maneras del saboreo y del tratamiento de los manjares, que exhalan un vivir completo, refinado y misterioso, teocrático y ensimismado, errante en la forma y arraigadísimo en sus esencias.” (Confluencias 229)

10  Al estudiar la genealogía  del Barroco americano y sus vinculaciones con la modernidad y la postmodernidad, Rincón se extiende hasta las manifestaciones de un Neobarroco virtual presente en la conformación del “hipermercado global de signos estéticos y culturales.” (157)

11  Se adjudica el uso del término “neobarroco” a Gustavo Guerrero, que lo utiliza en sus estudios sobre la obra de Severo Sarduy.

12  En un acápite en forma de poema al comienzo de Barroco (1974), la palabra retombée aparece “definida” de la siguiente manera:
“retombée: causalidad acrónica,
isomorfía no contigua
o,
consecuencia de algo que aún no se ha producido,
parecido con algo que aún no existe.” (OC 1196)

Sarduy indica luego, en 1987: “Llamé retombée, a falta de un término mejor en castellano, a toda causalidad acrónica: la causa y la consecuencia de un fenómeno dado pueden no sucederse  en el tiempo, sino coexistir; la ‘consecuencia’ incluso, puede preceder a la ‘causa’; ambas pueden barajarse, como en un juego de  naipes. Retombée  es también una similaridad  o un parecido en lo discontinuo: dos objetos distantes y sin comunicación o interferencia pueden revelarse análogos; uno puede funcionar como el doble –la palabra también tomada en el sentido teatral del término – del otro: no hay ninguna jerarquía de valores entre el modelo y la copia.” (Sarduy, “Nueva inestabilidad” en  OC 1370). En un acápite en forma de poema, la palabra retombée aparece explicada de la siguiente manera:

13 Según Rincón, “En la condición paradójica de las sociedades latinoamericanas dentro de la historia de la descolonización y del puesto del Barroco en algunas de sus culturas, el desciframiento de éste y la cuestión de la relación mimesis-alteridad tiende a situarse hoy más bien y a orientarse [sic] en el sentido de la nueva crítica cultural transdisciplinaria y su historización de las cuestiones de la identidad” (Mapas y pliegues 190)

14 En su prólogo a la antología de Martín Adán  titulada El más hermoso crepúsculo del mundo Jorge Aguilar Mora recoge esa opinión  de Mariátegui y reconoce el carácter estratégico de la misma en el contexto de las tensiones por las que atravesaban  las vanguardias, así como el afán del autor de los Siete ensayos de interpretación de la realidad peruana  por exaltar el carácter paródico del “Itinerario de poesía” escrito por Adán y publicado en  el número 17 de la revista Amauta.  Con razón señala Aguilar Mora que el “gesto” de Matiátegui era más una voluntad de intervenir en el “juego” literario del momento que un juicio acertado sobre el conjunto poético de Martín Adán, que entregaba en su “itinerario” un producto no barroco sino modernista y hasta reminiscente del romanticismo, y que habría que esperar hasta la publicación de “Romance del verano inculto”para ver un despliegue real del gongorismo poético en Adán. Es significativo, sin embargo, que Mariátegui apelara a esta caracterización para exaltar el valor de la obra el autor de La casa de cartón y promoverlo desde las páginas de su prestigiosa revista.

15  Ver, al respecto, como ejemplo de estos debates, Schwarz.

16  En efecto, ya desde  la implantación de la  llamada “cultura del Barroco” en el siglo XVII, la problemática del poder  colonial y, más adelante, lo que Aníbal Quijano ha llamado la colonialidad del poder, que se registra, en diversas modalidades, todo a lo largo del proceso modernizador y se distingue, epistemológicamente, del fenómeno histórico del colonialismo, sugieren la necesidad de integrar estos paradigmas de estructuración socio-política en América Latina básicos  [modernidad, colonialidad] a la interpretación de formas culturales e ideológicas. En este caso, las mismas pueden ser utilizadas como matriz desde la que pensar en la estética (neo)barroca,  en la que se combinan los residuos de la monumentalidad imperial y la subversión de esos mismos cánones, en las que podríamos llamar áreas de influencia del hispanismo peninsular. Para el concepto de “colonialidad del poder” y su diferenciación  con respecto al concepto de “colonialismo,” ver Quijano.

17  La idea de negatividad aquí utilizada no es ajena, por cierto, al  concepto popularizado por T. Adorno en  Dialéctica negativa  (1973), sobre todo en la medida en que el término articula nociones que permiten acercarse a una comprensión de fenómenos socio-culturales de carácter post-nacional o multinacional, y en tanto propone la posibilidad anti-utópica de pensar la modernidad como una instancia no de superación sino de reconciliación de contradicciones sociales.

18 “Lezama wields the Baroque as an already original anxiety of creation and innovation— Lezama’s Baroque is a romantic Baroque, a Baroque endowed with the fundamental features of German Romanticism.” (González-Echevarría, Celestina’s Brood 218)

19 Según Irlemar Chiampi, “Lezama libera el Barroco del flujo de la historia continua, para producir un “salto” hacia lo incomplete e inacabado de esa estética, revelándonos cómo ese fragmento metahistórico se constituye en una “forma” que nos sitúa en la modernidad por la disonancia.” (140, énfasis mío)

20  “Lack and excess are the interchangeable inversion and reversal of Sarduy’s metaphoric system” (González-Echevarría, Celestina’s Brood  220)

21 Sobre la obsesión del Barroco con las ideas de transitoriedad y decadencia, y su elaboración benjaminiana, ver Buci-Glucksmann, La raison baroque.

22  Recordar, sin embargo, que  la pérdida, en Benjamin, no es pura negatividad sino también producción (en el sentido económico, pero también teatral): un  encuentro del ser con lo que yace  oculto y espera para manifestarse,  una instancia a partir de la cual se accede a una plenitud otra: “Contemplada desde el lado de la muerte, la vida consiste en la producción del cadáver.” (Benjamín, “El origen del drama” 214)

23 Sigo en esta elaboración el trabajo de Buci-Glucksmann sobre Benjamin. Ver sobre todo el cap. 4 de La raison baroque, The Aesthetics of Transcience.

24 Cabe indicar que de Souza Santos separa ethos barroco y posmodernidad: Alo barroco no es postmoderno: lo barroco es parte integrante de la modernidad, un desvío suyo, a mi juicio, una transgresión dentro de la modernidad. Es una centrifugación a partir de un centro, que puede ser más o menos débil, pero que existe y se hace presente. Lo postmoderno, por el contrario, en cualquiera de sus dos versiones, no tiene centro, es acéntrico, de ahí le viene su carácter >post.=@(en Echeverría, Modernidad, mestizaje cultural.. 324).

25 Echeverría aclara el proceso semiótico de códigofagia de la siguiente manera: ALas subcodificaciones o configuraciones singulares y concretas del código de lo humano no parecen tener otra manera de coexistir entre sí que no sea la de devorarse las unas a las otras; la del golpear destructivamente en el centro de simbolización constitutivo de la que tienen enfrente y apropiarse e integrar en sí, sometiéndose a sí mismas a una alteración esencial, los restos aún vivos que quedan de ella después.@ (Echeverría, Modernidad, mestizaje cultural.. 32)

Baroque/ Neobaroque/ Ultrabaroque : Disruptive Readings of Modernity  - Mabel Moraña