domingo, 14 de agosto de 2011

Gustavo Bernal, o la Historia de un Río travestido en Mar (Prólogo a “Rabiosa”) - Adrián Barahona

También he dejado que el personaje me opaque y me devore. Qué tanto temor, porque uno no es uno solo. Son muchos devenires maricoides que afloran de la Pandora creativa. Es estratégico a veces ser la sombra de un nombre que no es tu nombre bautismal. P.Lemebel

No cabe la menor duda que la escritura de Gustavo Bernal se inscribe, por alguna razón que todavía no entendemos, en la vertiente neobarroca hispanoamericana. Cumple, en primera instancia, con aquellas definiciones esenciales propias de nuestra naturaleza: la exuberancia, el artificio, el contraste, la sensualidad, todos elementos que desempeñan la función de imposibilitar un “mundo cerrado, autoritario y lógico” (Montes, 2006). Cumple también con esa lógica de simulacro que lleva toda experiencia estética a su límite, su caos, su parodia. Bernal se involucra con la historia como si esta fuera una gran obra de teatro y el sol y la luna los focos del escenario, así como las estrellas, los agujeros de un telón parchado. Transfigura la ciudad en que vive, traviste Pudahuel en Eureka y el centro de Santiago en Manchester. Escribe desde la cultura de masas, pero mirando con envidia y desprecio a la alta cultura.

El carnaval de Bernal está hecho de fragmentos, los fragmentos maravillosos de una cultura despedazada por el colonialismo. Es sublime y es grotesco. Es síntesis entre eros y thánatos, el acto mágico y sublime a través del que entregamos la propia vida por amor. Es decirle al amado, “golpéame, destruye mi cuerpo, mátame, te entrego a ti el privilegio de mi exterminio, robémosle a la muerte ese placer”. El cuerpo aparece abusado, no como en las literaturas homosexuales, por la sombra del SIDA, sino sometido por las sustancias, enfrentado a un tratamiento de rehabilitación que es, también, una máscara. Tal como sostiene Lemebel (2000), la aspiración es a escribir desde un cuerpo políticamente no inaugurado en el continente, un balbuceo de signos y cicatrices comunes. El otro cuerpo, el físico, es el objeto que mantiene al sujeto adherido, en rechazo, al mundo. Es descomposición, pero descomposición voluntaria. Por eso, también, es bello.

Los escupitajos verbales de Bernal no son al aire, son, más bien, el residuo húmedo que queda después de un largo beso con lengua. Son el ritual arcaico y pagano que dura un instante porque no puede durar más. El coito tiene un final, como también la lectura de un libro. Se afirma sólo en un supuesto, se trata de una “afirmación de la vida en la muerte y de la muerte en la vida”, como asegura Bataille en “El Erotismo”. Curiosamente, en Bernal, esta afirmación es violenta porque es máscara que se sabe delatada, es la síntesis de los celosos dioses enemistados.

El trabajo de Bernal es una obra travesti porque si bien no se viste con ropajes ajenos, “resquebraja la construcción del sistema binario genérico de lo masculino y lo femenino” (Wigozki, 2004). Ya no se trata de ser menos hombre o menos mujer. Se trata de ser más de ambos. Aquel, que a juicio de Garber se instala como un tercero, está incompleto. Aun si la ciencia pudiera reconstruir el cuerpo a su antojo, ese tercero estará incompleto porque es parodia y lo seguirá siendo aunque se diga que el género se constituiría por una serie de actos repetidos a modo de matriz, un estatus adquirido por la apariencia (Maristany, 2008).

El “horror vacui” que fundamenta el barroco como concepto, ese espacio vacío que en la obra de arte carece de relleno, es, en la estética neobarroca, más que el simple juego exuberante de las palabras. La poética homosexual se enfrenta al vacío del agujero femenino de igual manera como la poética hetero niega la sensualidad del culo masculino, no pudiendo, ninguna de éstas, llenarlo. La síntesis en la que el barroco se completa está dada por la ambigüedad, por la aspiración al andrógino absoluto, ese ser que se satisface plenamente llenando su sexo con su propio genital. El vacío deja de ser vacío con la exuberancia con la que la naturaleza dota al arquetipo: tetas, culo, vagina y falo.

¿Qué es, entonces, lo que Bernal traviste y no lo transforma en artificio? La complicidad que establece con la ambigüedad. Bernal no es tesis porque no parte del determinismo sexual del binario masculino/femenino, no es antítesis porque no se instala en la negación del mismo, sino que es síntesis, porque se posiciona en el vínculo, aparentemente “intacto”, que construye con su diosa queer. Toda la obra de Bernal, al igual que la de otros neobarrocos, se construye a partir de la “autoficción biográfica” del “mentir verdadero” (Montes, 2006), por lo mismo, es que nadie puede decir que Cruzila, como personaje de Rabiosa, no está profundamente enamorado de la reina madre y de Denis Gaita, simultáneamente. Tampoco se puede asegurar que la lamida que le ofrecen haya o no sido realidad, porque el texto no lo dice. Lo que sí queda claro es que Cruzila se abrió al amor y se posicionó entre los géneros, amándola a ella y amándolo a él. Se hizo entonces arquetipo mágico, androginia absoluta, consciente, elegida, desde el corazón y hasta el mundo. Él no habla por su diferencia ni por su símil. Va más allá de los límites fóbicos del género, destruyéndolos.

En ese lapso, el mundo, propio, retorna al centro robado por la ciencia. Ya no soy el centro del universo, pero no importa, porque soy el centro del universo. Soy contraconquista porque demando, reclamo, revoco, aquello que antes, violentado en mi incapacidad de elegir, cedí. En ese instante, puedo rebautizar la tradición, conectarme en aprobación y rechazo con el absoluto, con el arquetipo universal de lo masculino y lo femenino, con el exceso bárbaro al que sólo puede acceder este “escupidor de palabras” que es Bernal. Su salivazo devuelve el arte enriquecido, las oposiciones íntegras, la exuberancia obsesiva, la sensualidad desmarcada en su artificio.

Puedo asegurar que Bernal recoge la tradición estética del neobarroco hispanoamericano, instalándose, al igual que Lemebel, a una de las orillas del río Mapocho. Lo mira, un instante, desde Pudahuel, desde el frente, porque Bernal no escribe, sin elegir, desde el culo. Tampoco lo hace desde la verga, porque el colgajo entre las piernas es, igualmente, un “determinismo”. Bernal se instala en su indecisión, se posiciona en su ambigüedad reclamando para si, gritando en su prosa, como una conquista, que es dueño del arquetipo: la androginia mágica que decide, instante a instante, su sexualidad, ser todos los hombres y todas las mujeres. El río, que hasta entonces se hacía el muerto sin poder decidir su cauce, se diluye en sus orillas. Si pudiera elegir, sería un Mar Pocho, un río infinito y sin orillas, así como Bernal y Lemebel terminarían siempre enfrentándose en sus distancias.

Resulta curioso, pero Bernal ha escrito este libro después de Sarduy, después de Perlongher, después de Lemebel, pero es justamente por eso que lo ha escrito antes que todos ellos y para que ellos pudieran escribir.

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