martes, 26 de octubre de 2010

POSVANGUARDIAS – Alicia Montes

El “boom” y la narrativa latinoamericana

Antecedentes

En las primeras décadas del siglo XX se revela la existencia tres tendencias literarias: una de carácter realista-naturalista (novela de la tierra, indigenismo, novela de la revolución mexicana y narrativa de la generación del 80 y teatro rioplatense); otra de carácter más esteticista (Modernismo) que busca renovar el lenguaje poético y narrativo; y, finalmente, una tercera experimental (Vanguardia: “ismos”) cuyo objetivo es romper con los modelos de escritura representados por las dos primeras líneas artísticas y experimentar en la búsqueda de un nuevo lenguaje estético.

Hacia la década del 20 dos escritores rioplatenses, el uruguayo Felisberto Hernández (1902-1964) y el argentino Macedonio Fernández (1874-1952) comienzan a explorar nuevas posibilidades narrativas en lo formal y en lo temático.

Ahora bien , con estos antecedentes literarios y el valioso aporte de la obra narrativa del argentino Roberto Arlt (Los siete locos, 1929; Los lanzallamas, 1931), alrededor de los años 40, comienza a publicarse una serie de novelas que muestran el desarrollo de formas de contar una historia mucho más elaboradas y complejas. En esta literatura, es clara la influencia de las obras de experimentación y vanguardia europeas (Surrealismo), sobre todo en aquellas que exhiben una clara apertura hacia el mundo de lo paródico, onírico, fantástico, ambiguo, sobrenatural y mítico-maravilloso latinoamericano. Algunas de esas obras son:

El pozo (1939), Tierra de nadie (1941) y Para esta noche (1943), de Juan Carlos Onetti;

El jardín de los senderos que se bifurcan (1942), Ficciones (1944) y el Aleph (1949), de Jorge Luis Borges;

El señor presidente (1946) y Hombres de Maíz (1949), de Miguel Angel Asturias;

Las ratas (1943), de José Bianco

La invención de Morel (1940), de Adolfo Bioy Casares

El túnel (1948), de Ernesto Sabato;

Adan Buenosyres (1948), de Leopoldo Marechal (1900-1970);

El reino de este mundo (1949), de Alejo Carpentier.

La novedad del “boom”

Numerosos y destacados escritores de origen europeo y norteamericano tuvieron decisiva influencia en la configuración de la nueva novela y el cuento latinoamericanos a partir de los años 40: James Joyce (Ulises), Franz Kafka (La metamorfosis), Jean Paul Sartre (La náusea), Albert Camus (El extranjero) y William Faulkner (El sonido y la furia; ¡Absalon, Absalon!), entre los de mayor trascendencia.

Las puertas abiertas a través de sus peculiares visiones del hombre y el mundo, y las estrategias discursivas que pusieron en práctica (fluir de conciencia[1], múltiple punto de vista narrativo[2], polifonía[3], flash back[4], racconto, etc.), fueron decisivas en la configuración de los mundos posibles de la nueva literatura latinoamericana.

De esta manera, a partir de la segunda mitad de los 50, pero fundamentalmente en los 60 y 70 se desarrollaron formas narrativas de gran calidad y creatividad que hicieron expresar a los europeos: “la mejor literatura en lengua española se escribe hoy en Latinoamérica.” (Génova, Italia, 1965: Congreso literario Columbianum).

Es difícil encuadrar en una sola línea las novelas y cuentos de los escritores que protagonizaron el “boom”. La crítica, para referirse a las líneas estéticas de la literatura de esta época, suele hablar de “Realismo maravilloso” o “mágico” y de “Neobarroco”( más adelante se hará referencia a sus características); sin embargo, por su calidad y por la riqueza de su universo narrativo, todas las obras exceden estas categorías.

Lo cierto es que en esta vasta producción se perciben dos límites genéricos extremos: uno, involucrado de manera más profunda con la cultura, los mitos y la historia latinoamericanos (Juan Rulfo, Gabriel García Márquez, Miguel Ángel Asturias, Alejo Carpentier, Augusto Roa Bastos, Mario Vargas Llosa, entre los escritores más importantes); y otro, más universal y cosmopolita (Jorge Luis Borges, Julio Cortázar, Adolfo Bioy Casares, Juan Carlos Onetti, etc.).

Entrecruzadas con estas vertientes, se encuentran textos donde el tono político es más fuerte (la “trilogía bananera” de Miguel Ángel Asturias: Viento fuerte, El papa verde y Los ojos de los enterrados; Los dueños de la tierra de David Viñas, etc.), cuyos autores sostienen que todo aquel que no escriba para incrementar la conciencia revolucionaria se convierte en “cómplice , usuario y […] sostenedor de los privilegios y la corrupción del escritor individualista burgués” (David Viñas); junto a otros que se sustentan en un concepto de literatura autónoma (sin función social), donde lo político no tiene cabida. Así dirá Borges: “el deber del escritor es ser escritor […] Soy enemigo de la literatura engangée [comprometida] porque creo que se basa en la hipótesis de que un escritor no debe escribir lo que se le da la gana.”

Estas posturas políticamentes extremas, entre las que es posible señalar infinidades de matices, aún en un mismo autor, tiene su punto de partida en una concepción diversa de la realidad. Para unos, esta es esencialmente conflictiva y supone el enfrentamiento con los diversos poderes del mundo capitalista que alienan al hombre; para otros, la realidad es algo que no podemos conocer porque es ambigua, contradictoria, misteriosa y probablemente ilusoria.

Las obras más importantes de esta literatura que surgen entre mediados de los años 50, los años 60 y los 70 son:

1955: Pedro Páramo, de Juan Rulfo

1960: Los premios, de Julio Cortázar

1962: La muerte de Artemio Cruz, de Carlos Fuentes

1963: Rayuela, de Julio Cortázar

1964: Tres tristes tigres, de Guillermo Cabrera Infante

1966: Paradiso, de Lezama Lima, y La casa verde, de Mario Vargas Llosa

1967: Cien años de soledad, de Gabriel García Márquez

1974: Yo, el Supremo, de Augusto Roa Bastos

¿Realismo mágico o Real maravilloso?

Alejo Carpentier, en su ensayo “De lo real maravilloso americano” (1964), expresa: “[…] lo maravilloso comienza a serlo de manera inequívoca cuando surge una inesperada alteración de la realidad (el milagro), de una revelación privilegiada de la realidad, de una iluminación inhabitual o singularmente favorecedora de las inadvertidas riquezas de la realidad, de una ampliación de las escalas y categorías de la realidad, percibidas con particular intensidad en virtud de una exaltación del espíritu que lo conduce a un modo de ‘estado límite’. Para empezar, la sensación de lo maravilloso presupone una fe. Los que no creen en santos no pueden curarse con milagros de santos.”. Estas palabras parecen indicarnos que se está poniendo el acento no tanto en las características de lo real, sino más bien en la capacidad del individuo para creer y, por lo tanto, percibir o experimentar lo maravilloso.

Observa Carpentier que lo “real maravilloso” es por esto privilegio de Latinoamérica, ya que la vida allí se nutre de mitologías, es decir, de relatos donde la historia y los mitos se fusionan.

A partir de esta “teoría sobre la realidad Latinoamericana”, que esboza el escritor cubano, se puede intentar definir qué se entiende por “Realismo maravilloso” ya que la cosmovisión y la estética propias de esta vertiente narrativa caracterizan una gran parte de la producción literaria de los años 60 y 70, que tiene aún sus continuadores en escritoras como la mexicana Laura Esquivel (Como agua para chocolate) y la chilena Isabel Allende (La casa de los espíritus).

El Realismo maravilloso se podría definir, entonces, como un cierto tipo de historias y un cierto tipo de discursos que no son ni el de la narración realista ni el del relato fantástico, que suponen un concepto de realidad positivista.

En estas obras y su verosimil, es decir su lógica interna, no hay diferencia ni contradicción entre lo natural y lo sobrenatural. Por ejemplo, en el episodio de Los pasos perdidos de Alejo Carpentier, la víbora que envenena al indígena y el Treno del hechicero con el que se intenta conjurar mágicamente el peligro y desafiar a la muerte pertenecen al mismo orden de lo real.

Por otra parte, debemos incluir en el “Realismo maravilloso”, una vertiente que Miguel Ángel Asturias denomina “Realismo mágico”. En esta línea literaria, se sobreimprime a los hechos reales la visión mítica “sobrerreal” con la que el indio y el pueblo los percibe. De esta manera, explica Asturias en una entrevista: “[…] hay una realidad verdadera: él ve una mujer que se encamina a un barranco; … él describe a esa mujer, que cayó en un barranco, como cualquier persona la describiría, en forma real y realista, pero después viene la parte mágica. El indio vio en esa mujer una especie de nube cayendo al barranco, el aspecto trágico de algo diabólico dirigiéndose al barranco, y entonces –con su imaginación primitiva- comienza a crear una realidad que es más real que la propia realidad. Como nos da tantos detalles sobre esa superrealidad, nos parece que es más real lo irreal [visto por él o imaginado] que lo ocurrido.”(1969).

Desde este punto de vista, se podrían señalar los siguientes matices dentro de la producción total del período:

-Relatos de base histórica donde el referente parcial o total es un hecho ocurrido: El siglo de las luces de Alejo Carpentier.

-Textos que carnavalizan[5] la realidad acudiendo a la exageración, el grotesco y la parodia: El señor presidente de Miguel Ángel Asturias; Adán Buenosyres de Leopoldo Marechal.

-Textos que plantean una realidad ilusoria, fantástica o ambigua: “Las ratas” de José Bianco; “El inmortal” (El Aleph) de Jorge Luis Borges; “El perjurio de la nieve” de Adolfo Bioy Casares; “Axolotl” Julio Cortázar, etc.

-Relatos de “Realismo mágico”, donde la realidad se construye desde la visión y la lógica mítica del indio y el pueblo: El señor presidente, Hombres de maíz, etc., de Miguel Angel Asturias; Cien años de soledad de Gabriel García Márquez.

Siglos XX y XXI

Literatura latinoamericana y Neobarroco

Los cubanos Alejo Carpentier y Severo Sarduy desarrollan en varios trabajos ensayísticos la teoría del “Barroco ahistórico” o “Neobarroco” para caracterizar el estilo de la literatura latinoamericana del “boom”.

El primero sostiene que el arte latinoamericano siempre fue barroco y que, en los 60, la novela tiene la necesidad de ser barroca ya que un discurso de tal tipo es el único que puede representar nuestra mestiza, híbrida y compleja realidad.

Con mayor precisión, Severo Sarduy explica cuáles son las estrategias discursivas a través de las cuales el barroco americano muestra la inarmonía, la heterogeneidad, el caos y el desequilibrio de nuestra realidad: la artificialización a través de una sobrecaga expresiva hecha de metáforas, hipérboles, etc.; la carnavalización, mediante de recursos como la parodia, el grotesco, el humor negro; los juegos con las palabras (neologismos, palabras-valija, juegos gráficos y sonoros) y el uso de la intertextualidad y la cita (alusiones encubiertas o explícitas a obras de la literatura universal, la música, la pintura, etc.) que establecen juegos de espejos y guiños para el lector cómplice que es capaz de descubrir las referencias a otros textos.

En el siguiente ejemplo, extraído de la novela Paradiso (1966) de José Lezama Lima, se pueden observar con claridad las características del llamado “discurso neobarroco”:

Descripción de la cena de Doña Augusta en el capítulo VII:

Hizo su entrada el segundo plato en su pulverizado de mariscos , ornado en la superficie por una cuadrilla de langostinos, dispuestos en coro, unidos por parejas,distribuyendosus pinzas el humo brotante de la masa apretada como un coral blanco. Una pasta de camarones gigantomas, aportados por nuestros pescadores, que creían con ingenuidad que toda la plataforma coralina de la Isla estaba incrustada por camadas de camarones, cierto que tan grandes como las encontradas por los pescadores griegos en los cementerios camaroneros, pues este animal ya en su madurez, al sentir la cercanía de la muerte se abandona a la corriente que lo lleva a ciertas profundidades rocosas, donde se adhieren para bien morir. Formaba parte también del soufflé, el pescado llamado emperador, que doña Augusta solo empleaba en el cansancio del pargo, cuya masa se había extraído primero por círculo y después por hebras; langostas que mostraban el asombro cárdeno conque sus carapachos habían recibido la interrogación de la linterna al quemarle los ojos saltones.

Después de este plato de tan lograda apariencia de colores abiertos, semejante a un flamígero muy cerca ya de un barroco, permaneciendo gótico por el horneo de la masa y por las alegorías esbozadas por el langostino, doña Augusta quiso que la comida se remansase con una ensalada de remolacha que recibía el espatulazo amarillo de la mayonesa […]”

Después del “boom”

Consolidado el trabajo de los grandes autores del “boom” (Juan Carlos Onetti, Julio Cortázar, Miguel Angel Asturias, Gabriel García Márquez, Carlos Fuentes, Mario Vargas Llosa), las generaciones siguientes (Manuel Puig, Salvador Elizondo, Salvador Garmendia, Reynaldo Arenas, Severo Sarduy y, más tarde, Juan José Saer, Ricardo Piglia, Andrés Rivera, Héctor Libertella, etc.) pudieron darse el lujo de radicalizar, es decir, llevar a una tensión extrema, muchas de las tendencias temáticas y formales que ya se encontraban en la obra de aquellos. Esto se debió, en buena parte, a que el gusto del público se había formado en la lectura de las novelas del “boom” y, por lo tanto, disfrutaba de este tipo de relatos antimiméticos, esto es, que no pretendían reflejar la realidad, tal como la concebía el siglo XIX, y gustaban de la experimentación en materia de técnicas de escritura.

La nueva narrativa latinoamericana había encontrado un lector cómplice, o “macho” como lo llamaría Cortázar, que estaba dispuesto a colaborar activamente en la interpretación textual y disfrutaba con el desafío que las obras le proponían, sintiéndose en cierta medida co-autor.

Más que de nombres y de obras, interesa hablar, ahora, de líneas narrativas tanto en lo temático como en lo formal, ya que de otro modo sería imposible dar un panorama general del desarrollo alcanzado por la literatura latinoamericana en las últimas décadas.

Características predominantes

Destrucción de la concepción jerarquizada y unitaria del mundo: visión pesimista que lo concibe como caótico e incomprensible.

Crisis del sistema de valores y creencias burgueses.

Cuestionamiento del concepto de realidad convencional, o su negación , es decir, apertura hacia nuevas dimensiones de la experiencia humana, con lo cual se acentúan las características contradictorias e irracionales de lo real.

Fragmentarismo y ambigüedad de la estructura narrativa (novela “para armar” o relato “rompecabezas”).

Renovado interés por el lenguaje (“giro lingüístico”: todo es lenguaje, no hay realidad posible de conocer más allá del discurso) no ya meramente en sus aspectos estilísticos sino como inevitable mediador de los vínculos hombre-realidad.

Autorreferencialidad: la literatura se vuelve tema de la literatura; los textos hablan de su propia construcción o poética; incorporan el ensayo y la crítica literaria a su textualidad

Intertextualidad extrema, los textos se construyen a partir de fragmentos y citas de textos anteriores, que son reescritos en clave de parodia o de homenaje.

Ruptura con los tabúes morales e incorporación de temas conflictivos en relación con la religión, la moral, los vínculos interpresonales y la sexualidad.

Ambigüedad en los límites vida/muerte; visión infernal de la existencia.

Uso del humor, muchas veces negro o deformante, para tocar aspectos graves de la realidad política y social (carnavalización).

Relectura de las historia nacionales y destrucción de mitos y estereotipos patrióticos consagrados.

Empleo fragmentario de elementos característicos de la cultura de masas (cómics, boleros, tango, películas de Hollywood, rock, géneros televisivos e instrumentales) en una estética que juega con el kitch, es decir, con el mal gusto artístico.

Tendencia a abandonar la estructura lineal del relato a través de la ruptura del tiempo cronológico; discontinuidad temporal o efecto de no-tiempo.

Construcción de espacios imaginarios con códigos propios y no convencionales.

Empleo de mútliples puntos de vista narrativos y versiones encontradas de un mismo hecho o personaje (contrapunto de voces, polifonía).

Uso de elementos simbólicos o alegóricos de carácter metafísico, político o social.

Desde lo programático, los textos suponen múltiples lecturas y apelan a un lector activo.

Notas.-

[1] El fluir de conciencia es un técnica que caracteriza a un tipo de monólogo interior en el cual el personaje, cuyo pensamiento ficcionaliza, deja vagar su mente a través de asociaciones libres. Por lo generla este discurso carece de signos de puntuación.

[2] Característico de la novela prismática. Un mismo hecho es narrado por diversos narradores, cada uno de los cuales da su versión de los hechos.

[3] La polifonía se opone al monologuismo, es decir al predominio de una voz narrativa que es la que impone su punto de vista y valoración sobre los hechos. En los relatos polifónicos se superponen y contraponen por lo menos dos voces que sustentan diversas visiones y ninguna de ellas predomina.

[4] Interrupción brusca del hilo narrativo por la aparición de un pantallazo que remite sin transición alguna que lo anticipe al relato de algún hecho del pasado. A diferencia del flash back, el “racconto” es un relato segundo que narra hechos del pasado y se introduce a través de algún elemento introductorio de carácter temporal ( tiempo atrás, cuando era pequeño,…).

[5] Carnavalizar es un término derviado de “carnavalización”, vocablo técnico que usa Mijail Bajtin para designar una práctica cultural de carácter popular (carnaval) que subvierte el orden oficial, parodiándolo, es decir rerpoduciéndolo burlescamente, y poniendo el acento en sus aspectos más materiales y abyectos para reirse de él y resistirlo. Un ejemplo de ello es el episodio de El señor presidente de M. A. Asturias donde el dictador vomita dentro de una palangana que está decorada con el escudo oficial de la República.

sábado, 16 de octubre de 2010

De los resurgimientos del barroco a las fijaciones del neobarroco literario hispanoamericano. - Cristo Rafael Figueroa Sánchez

Cartografías narrativas de la segunda mitad del siglo XX


Resumen

Este artículo actualiza la discusión académica sobre el barroco y las fijaciones de un neobarroco literario en la cultura contemporánea; así mismo, sitúa y valora las emergencias del barroco como código cultural en las letras hispanoamericanas.

A partir de la articulación Semiótica Textual y Teoría Histórica de las Formas y con el objeto de trazar una cartografía del neobarroco literario hispanoamericano, se aborda un corpus significativo de textos —Carpentier, Lezama, Cortázar y García Márquez—, complementado con producciones de Sarduy, Arenas, Cabrera Infante, Fuentes, Donoso y del Paso. Dicha cartografía evidencia que las inserciones recientes del barroco, generan representaciones fundacionales e indagatorias como maneras de problematizar las complejas intersecciones modernidad/postmodernidad, ocurridas en las inestables temporalidades del espacio hispanoamericano.

Introducción

Recién iniciado el siglo XXI, Carlos Monsiváis (2003) se pregunta por el destino el barroco en un contexto donde el gozo de la forma ha sido reemplazado por el imperio de la imagen visual, las leyes del mercado y los avances tecnológicos han desplazado la lectura como forma de apropiación del mundo, y han estimulado en cambio, la ley del menor esfuerzo en el lector de literatura; todo ello parecería generarle un cerco al barroco, sin embargo, más que de su debilitamiento o extinción, se trata de tener en cuenta condiciones distintas en las que emerge metamorfoseado.

Así mismo, Francisco Ortega (2004), sostiene que los retornos del barroco, más que nuevas propuestas, contienen síntomas de problemáticas irresueltas o resueltas a medias; por eso, las promesas que encarna su reiterada inserción en la historia cultural de América Latina, permiten visualizar el principio de descentramiento, según el cual la totalidad no se agota en el centro, y a la vez preservar “la memoria histórica de lo que pudo haber sido y de lo que aún no se ha resuelto” (264), estableciendo genealogías alternas al relativizar diversas lógicas de dominación y de exclusión.

Ciertamente, dentro del amplio espectro de los estudios literarios contemporáneos, referirse a la “cuestión del Barroco” o al Neobarroco, y en particular a la elaboración criolla del primero o al neobarroquismo hispanoamericano, significa enfrentar complejas problemáticas que comprometen saberes cruzados de teoría, historia y crítica literarias.

Por una parte, es necesario actualizar la discusión sobre la naturaleza del Barroco, ¿estilo de época?, ¿formalización estética específica?, ¿código cultural?, ¿constante metahistórica del espíritu humano que reencarna cíclicamente en circunstancias determinadas?; por otra, es necesario repensar las dinámicas de la historia literaria dentro de la Historia General de la cultura, con el objeto de percibir las condiciones de producción y de recepción de textos literarios y objetos culturales que hoy reconocemos como barrocos.

Vigencia y actualidad del barroco

No es posible desconocer que varias tendencias postestructuralistas restauraron discursos analógicos sobre el Barroco más allá de su consideración como arte de la Contrarreforma y del absolutismo, y se centraron más bien en una modernidad barroca relacionada con nuevas teorías sobre la imagen y sobre la visión. De allí la actualidad del pensamiento baudrillardiano, desde cuya perspectiva es explicable la excitación que en nuestra época ejerce la imagen barroca, la cual debe disimular una ausencia, se reelabora hoy como simulacro de presencias; ya no se trata de una mera distorsión visual, sino de una verdadera anamorfosis que revela el carácter convencional de las categorías de visión. Así mismo, a mediados de los años 60, Michel Foucault establecía la crisis de la representación al percibir durante el siglo XVII la desaparición de la identidad lenguaje–mundo (palabras y cosas), discontinuidad que sólo deja espacio para los juegos ilusionistas —Trompe l’oeil del teatro, quimeras, fingimientos, travestismos y todos los dispositivos en que la imaginación suple la disociación de la semejanza—. Otros impulsos asociados con el retorno del Barroco provienen de Lyotard (1989), para quien la estética postmoderna acentúa la capacidad de concebir el mundo como texto, quizás para demostrar la existencia de un residuo irrepresentable, concepción emparentada con la fascinación barroca por las alegorías de lo opaco y de lo oscuro y su gusto por lo no legible e indescifrable de la realidad.

A partir de la década de los años 80 del siglo XX hasta nuestros días, emergen y se actualizan discursos continuamente interceptados: relecturas del barroco histórico que encuentran puentes subterráneos con el siglo XX (Hauser, 1969; Rousset, 1972); redefiniciones del mismo, ya no tanto como esencia transhistórica, sino como rasgo operativo que permite aprehender el carácter polimórfico de la modernidad (Deleuze, 1989); a la vez, se destacan conceptualizaciones, según las cuales modelos cosmológicos nacidos en la segunda mitad del siglo XVI, resuenan en el ámbito cultural y explican el descentramiento del barroco histórico, y al evolucionar, desembocan en una nueva inestabilidad cósmica, cuyo correlato sería el Neobarroco (Sarduy, 1987: 9-49). En otras vertientes conceptuales, éste se constituye en “era” o “gusto” característico de nuestra época que involucra variados fenómenos culturales o científicos (Calíbrese, 1987), o se concibe como concepto analógico que complejiza el debate modernidad–postmodernidad y la tensión creciente entre globalidad desterritorializada y culturas locales (Rincón, 1996); como puede verse, en esta nueva genealogía del resurgimiento del barroco y de la fijación del neobarroco no se insiste, ni en su recurrencia cíclica, ni en la exclusividad de su presencia dentro de las manifestaciones culturales y estéticas de nuestro tiempo.

La presencia intermitente de dicha genealogía, sigue complejos derroteros en Hispanoamérica, ya que al interior de su proceso histórico— cultural, inserta de manera peculiar los discursos que le llegan del exterior y desde sus propias concepciones, afirma modos de ser, opone resistencias o instaura diferenciaciones. Desde los años 60 del siglo XX, por ejemplo, Alejo Carpentier (1981: 111-135), como antes lo hiciera D’ors (1964), afirmaba que el barroco constituía un estado de ánimo, una pulsión expresiva o un rasgo del espíritu que podía darse en cualquier lugar, período o circunstancia, señalando que en el caso específico de América Latina era necesario diferenciar las especies de lo barroco, sus diversas encarnaciones y las formas literarias que adopta en los diferentes contextos socioculturales, pues cada especie barroca, entre matices y diferenciaciones, se reconoce a sí misma, establece su propia dialéctica con la realidad y postula su respectiva visión de mundo. De hecho, en nuestro continente hispanoamericano, las relecturas, mediaciones o redefiniciones del barroco adquieren un peculiar relieve: desde la Colonia estamos preocupados por afirmar un sentido de pertenencia a través de sucesivos encubrimientos y metaforismos exacerbados, preocupación diferida en la búsqueda de un modo de ser modernos antes de la Independencia, y sobre todo, antes de los procesos de modernismo cultural y modernización socio—económica. En este sentido se empezó a cuestionar el barroco colonial como reproducción mimética o como prolongación ingeniosa del barroco español, para concebirlo en cambio, como el primer intento de independencia ontológica (Moraña, 1998: 49-60); en efecto, al cuestionar la periodización eurocéntrica, se ha podido percibir la manera diferenciada con que se usaron los códigos estéticos impuestos, por eso el barroco colonial empieza a leerse como discurso reivindicativo en la construcción del sujeto social hispanoamericano y de sus múltiples identidades.

La emergencia o fijación del barroco en la historia de la cultura hispanoamericana se inserta en la fase terminal o de crisis de la modernidad como encrucijada de nuevos significados: sus morfologías actualizadas o recicladas críticamente potencian la renovación de las formas cuando las vanguardias han finalizado, o se convierten en “síntomas” del desengaño característico del fin de los metarrelatos y de las utopías, cuando ocurre la caída del progresismo moderno; así, la transformación de la modernidad en “un nuevo clasicismo” (Chiampi, 44), hace que en varias ocasiones el Neobarroco se comporte como verdadero antagonista, empeñado en cuestionarle el desempeño racional, en rechazar totalizaciones o en instaurar la obsesión por fragmentos, fracturas y descentralizaciones que se acercan a todo tipo de periferias.

En América Latina, las mediaciones, relecturas y redefiniciones conceptuales se acentúan porque al elaborar su barroco de contraconquista en el mismo siglo XVII, ya muestra una preocupación decidida por afirmar un sentido de pertenencia y una forma de ser “criolla”, a través del uso heterodoxo de códigos estéticos impuestos y de ambivalentes representaciones metafóricas, preocupación diferida en la búsqueda de un modo de ser modernos antes de la Independencia, y sobre todo, antes de los procesos de modernismo cultural y modernización socio—económica. Las reapropiaciones más recientes sobre la función del Barroco en América Latina, que deviene luego en neobarroco, permiten replantear los términos en que el subcontinente “ingresó en la órbita de la modernidad euro-norteamericana” (43); y dicho Barroco actualizado se constituye también en elemento dinamizador o “espíritu” estimulante de un nuevo paradigma que puede responder a las paradojas generadas en el sistema moderno-capitalista; la estética del barroco reaparece entonces para “atestiguar la crisis / fin de la modernidad” y la condición de una sociedad heterogénea que incorporó a medias el proyecto del Iluminismo, por tanto su experiencia puede reinterpretarse como “una modernidad disonante” (43).

La necesidad de un pensamiento nuevamente utópico en América Latina para acelerar el cambio del paradigma moderno, aún vivo, proceso que encuentra un modelo de realización en el Ethos Barroco, “propuesta válida en la medida en que es una subjetividad capaz de la utopía” (Echeverría, 322); el barroco, entonces, se convierte en rasgo operatorio facilitador del paso de una modernidad normativa a una postmodernidad no desencantada. En verdad, el ethos barroco y la estética que le es inherente, relocalizados en las fracturas histórico–sociales de la modernidad latinoamericana, se constituye en el mirador de un discurso crítico que interioriza el capitalismo, pero intenta transformarlo al reconocer su acción devastadora; este modo de ser enfrenta y concilia contrarios, combina conflictivamente conservadurismo e inconformidad, confunde planos de representación y permuta significaciones.

El ethos Barroco es herramienta válida para reordenar el mundo y la vida hispano—americanos, espacio donde confluyen culturas, poderes e imaginarios; su presencia continuada y sucesivamente transformada en la narrativa hispanoamericana de los últimos cuarenta años, instaura una nueva subjetividad capaz de inventar y combinar saberes y temporalidades en apariencia irreconciliables, con el objeto de encontrar nuevas formas de pensar la transición de paradigmas: (des)teorizar la realidad constreñida en esquemas excluyentes, y (re)utopizarla en direcciones alternativas que contemplen diferencias culturales.

Construcciones teóricas y genealogías del neobarroco literario hispanoamericano

Carmen Bustillo (2000) señala que en América latina, dentro de las dinámicas de norma / cambio y en medio de certezas agónicas y búsqueda de reconocimientos, el itinerario del Barroco aún no ha concluido. A través suyo nuestro imaginario ha podido forjar representaciones fundacionales, necesarias para fijar la identidad ante presiones del eurocentrismo; luego en las dos últimas décadas del siglo XX, el descentramiento y la problematización del sujeto, nuevamente extrañado frente al mundo, hacen que lo fundacional ceda el lugar a discursos indagatorios, los cuales, en algunos casos, pretenden o simulan la renuncia a la ostentación del lenguaje para desnudar el desconcierto, o desbordan el espacio de la representación a través de la autorreflexividad como fantasía desbordada.

¿Cómo obtuvimos esta convicción?; actualizando la discusión teórica sobre el barroco y cartografiando sus distintas genealogías en la historia literaria hispanoamericana. En este sentido, resulta fundamental la postura teórica de Deleuze (1988) para quien el barroco es una categoría de la forma que opera en términos topológicos y no de la sustancia; especialmente nos interesa su noción de perspectivismo: el punto de vista es un lugar o una posición del sujeto que percibe no tanto las variaciones de la verdad, sino la verdad de las variaciones. A la vez, resulta iluminadora para nuestra caracterización del neobarroco, la visión cosmológica sostenida por Severo Sarduy (1987: 143-224), según la cual la aparición de la elipse kepleriana genera un desplazamiento del centro y luego la resonancia cultural del “Big-Bang” genera un radical descentramiento; de allí la sugestiva analogía entre el cosmos contemporáneo y el texto artístico del neobarroco, ninguno de los dos tiene centro ni emisor identificable o privilegiado, sin principio ni fin emiten signos que se crean y se destruyen en un espacio sin medida y en un tiempo que desaparece.

Además, seguimos de cerca los planteamientos de Carlos Rincón (1996), quien define el neobarroco como “fenómeno cultural” lejos de periodizaciones estrictas; al percibir el final de una estética sistemática y el advenimiento de un proceso de apropiación y de experiencia estética más amplio que el campo de las artes, señala que tanto el resurgimiento del barroco como las producciones neobarrocas permiten redimensionar la relación modernidad-postmodernidad en un momento donde la diferencia y la heterogeneidad tienen la palabra.

A partir de los años 80 y hasta bien entrados los 90 del siglo XX, las elaboraciones hispanoamericanas del barroco y las emergencias del neobarroco cambian de dirección al conectarse con las nuevas caracterizaciones del continente; esta nueva dirección se genera a partir de un renovado concepto de cultura situado más allá de las bellas letras, de supuestas homogeneidades y de criterios unificadores, para desplazarse hacia la cuestión de la especificidad, las diferencias y las heterogeneidades; es fundamental en esta perspectiva la recepción de las teorías de Mijail Bajtín, sobre todo en lo relacionado con la categoría–concepto de “carnaval”, entendida como forma ambivalente opuesta a discursos monofónicos y excluyentes; también son importantes la noción de literatura heterogénea (Cornejo Polar, 1978), las complejidades de los imaginarios urbanos (Barbero, 1992 y Monsiváis, 1987), los desplazamientos periféricos en relación continua con ritmos generales (Losada, 1983) y las distancias que en Latinoamérica existen entre niveles de modernización socio-económica y modernismo cultural (García Canclini, 1990). Todas estas direcciones son definitivas en la reformulación de neobarroco latinoamericano, el cual tiende a lo fractal cuando representa sus propias turbulencias en textos literarios o en objetos culturales, valiéndose para ello de reciclajes paródicos, escenificaciones, repeticiones organizadas, ilusionismos visuales, representaciones ambiguas y perversión de arquetipos.

En nuestro continente hispanoamericano, antes que modernidad o postmodernidad constitutivas, existen heterogeneidades multitemporales, hibridaciones sociales y un multiculturalismo sin eje unificador; en este contexto, las estéticas neobarrocas desmultiplican referencias y modelos, al tiempo que destruyen fórmulas imperativas; parecen situarse en la intersección modernidad-postmodernidad al hacer predominar lo individual sobre lo universal, la diversidad sobre la homogeneidad y lo psicológico sobre lo ideológico; no se destruyen las fórmulas modernas, ni se exalta sin más el resurgimiento del pasado; por el contrario, las morfologías neobarrocas favorecen la coexistencia de estilos, debilitan la oposición tradición–modernidad y anulan la antinomia local / universal.

Ahora bien, la genealogía de inserciones y de reapropiaciones del barroco en la modernidad literaria de América Latina, incluye al menos cuatro hitos coincidentes con momentos de ruptura a lo largo del siglo XX: el Modernismo, las Vanguardias, la “nueva novela” de los años sesenta—setenta y sus derivaciones o transformaciones prolongadas entre los ochenta y noventa (Chiampi, 18-19). Las dos primeras inserciones del barroco entrañan más bien preocupación por la universalidad de su estética; la modernista se centra sobretodo en el preciosismo verbal y en los riesgos semánticos inherentes a los excesos metafóricos, con el objeto de ponernos a tono con la modernidad occidental que representan el Simbolismo y el Esteticismo; por su parte, poetas y algunos narradores vanguardistas celebran el resurgimiento del barroco en la Europa de la segunda década del siglo XX y se fascinan con las metamorfosis perceptivas que engendra el metaforismo visionario del Surrealismo, del Ultraísmo o del Creacionismo.

La tercera inserción del barroco —el primer neobarroco en sentido estricto—, cuestiona decididamente el significado cultural de esta estética desde un pensamiento americanista que de manera explícita se pregunta por el lugar y por las especificidades de nuestra identidad: Carpentier lo americaniza al concebirlo como cauce expresivo más adecuado para nombrar lo “real maravilloso”; Lezama Lima lo celebra como manera de ser y como “era imaginaria” netamente americana, en la cual la imagen actúa sobre nuestras temporalidades; Severo Sarduy, más volcado hacia el presente, afirma el carácter revolucionario y heterodoxo de nuestro barroquismo, que enriquecido con mestizajes lingüísticos, se sitúa en el juego de los bordes y desplazamientos que es América Latina. Por su parte, la cuarta inserción del barroco, prolongación renovada de la tercera, situada en los años ochenta y noventa del siglo XX, y paralela a los debates modernidad-postmodernidad, se caracteriza por una reflexión radical que cuestiona los valores ideológicos de la primera en relación con los desarrollos desiguales del subcontinente hispanoamericano; por eso privilegia la carnavalización de experiencias históricas, las heterogeneidades textuales, el pluriculturalismo sin discurso unificador, las representaciones fractales, etc.; los textos, antes que desplegar la abundancia ostentosa del lenguaje, debilitan la temporalidad para refractar causalidades y teleologías, o invisibilizan el sujeto detrás del simulacro de sí mismo.

Objetos de estudio y rutas de lectura

Situados en esta perspectiva, quisimos demostrar que un corpus de textos ‘canonizados’ dentro del barroco literario hispanoamericano, más allá de recrear fórmulas y procedimientos del siglo XVII, rehabilitan tradiciones propias, multiplican identidades, contemporaneizan pasado y presente, o instauran espacios heterogéneos donde emerge lo reprimido o se representan versiones particulares de la historia. De manera inmediata y directa el corpus está conformado por Los pasos perdidos (1958) y Concierto barroco (1974) de Alejo Carpentier, Rayuela (1963) de Julio Cortázar, Paradiso (1967) de Lezama Lima y El otoño del patriarca (1975) de García Márquez; de manera mediata, el corpus se complementa con Tres tristes tigres (1967) de Cabrera Infante, El mundo alucinante (1969) de Reinaldo Arenas, El obsceno pájaro de la noche (1970) de José Donoso, Terra nostra (1975) de Carlos Fuentes, Cobra (1972) y Colibrí (1982) de Severo Sarduy, y Noticias del imperio (1987) de Fernando del Paso.

Para operar con los textos de objeto de estudio, inspirados en Sarduy (1972: 167-184) y en Calíbrese (1987), integramos Semiótica — descripción y valoración de dispositivos textuales— y Teoría histórica de las formas —caracterización y significación de morfologías neobarrocas recurrentes en la época contemporánea—. La perspectiva semiótica incluye problemáticas de significación y de significado. Las primeras se identifican con procesos extremos de artificialización en los que se escamotean, reemplazan o intercambian significantes, y nos permiten determinar el grado de intensidad con que el texto neobarroco borra la diferencia entre artificio y realidad. Por su parte, las problemáticas de significado se identifican con diversos niveles de parodia, que conducen a lecturas en filigrana, en las que subyacente al texto se esconde otro u otros que aquél revela, descubre o deja descifrar.

Finalmente, las dimensiones de significación y de significado nos remiten al desperdicio y al juego erótico del lenguaje, al espejo en tanto autorrepresentación y diseminación de reflejos y a la subversión de sistemas logocéntricos. En fin, los mecanismos neobarrocos de significación permiten percibir la espectralización del tiempo, del espacio y del universo referencial: las sustituciones convierten personajes y objetos en juegos ilusorios para descubrir su verdadera naturaleza; las proliferaciones alejan y expulsan los significantes para recuperar la oculta identidad que los construye, y las condensaciones operan todo tipo de permutaciones para revelar la insignificancia de lo representado o para percibir su carácter sincrónico y su condición sincrética; a su vez, la

intertextualidad paródica como dimensión de significado amplía y altera la representación de lo real.

Por su parte, la Teoría histórica de las formas no sólo describe los fundamentos y tipifica las transformaciones de ciertos modelos morfológicos, sino que da cuenta de la prevalencia de ciertas figuras como manifestaciones históricas específicas. Entre las más significativas para nuestro trabajo destacamos el policentrismo y los ritmos irregulares, las estéticas del detalle y del fragmento, la representación del caos y del laberinto como complejidad formal, y la imprecisión y oscuridad como placer y efecto estéticos respectivamente. Así, la persistencia renovada de estas morfologías irregulares, excesivas, complejas o laberínticas, destruye secuencialidades, genera nuevas ofertas de significación, representa incertidumbres y suspende soluciones inmediatistas.

La Semiótica y la Teoría histórica de las formas se concretan y potencian a partir de una hermenéutica textual regulada, que no sólo da cuenta de los procesos de construcción de espacios literarios, hijos del barroco o neobarrocos en sentido estricto, sino que abarca horizontes históricos y culturales desde donde éstos se explican y valoran.

Resultados y derivaciones

Si bien en Los pasos perdidos la búsqueda barroca del paraíso se convierte en nostalgia y en anhelo que no podrá ser satisfecho, la aventura deslumbrante del lenguaje propicia otra modernidad hispanoamericana, donde la mitificación de lo real maravilloso genera la contingencia de la historia. Por su parte, la estructura de Concierto barroco arrastra una confluencia neobarroca de lenguajes, música, textos e ideologías capaz de interrogar el espacio de representación de América; el viaje que realizan el Amo mexicano y el negro Filomeno en tanto especialización de la cultura, adquiere a su vez la dimensión temporal y rítmica de un concierto; la naturaleza barroca de éste crea un juego de concertaciones y exclusiones, el cual construye un espacio virtual, donde se reinventan el lenguaje y la cultura americanos en relación con el Viejo mundo. La carnavalización neobarroca de las temporalidades americanas y la estetización de lo real maravilloso, engendran una redefinición del continente, cuya especificidad no radica tanto en la “originalidad” de su historia, sino en su capacidad de elaborar el futuro —nueva utopía que el ethos barroco hace posible en medio de la crisis de la modernidad occidental—; así, la reorganización de la memoria cultural deviene en una poética del entendimiento histórico: el indiano antes que suprimir la tradición europea, la evalúa desde la parodia de un concierto que diluye el tiempo y el espacio, hasta redefinir la identidad como figuración fluctuante de un lenguaje metamórfico y transformador.

El neobarroco lezamiano en cambio, virtualiza el encuentro con el paraíso perdido; Paradiso hace de dicha posibilidad una imagen tangible que asegura un lugar en el tiempo y un espacio para forjar utopías. El dialogismo de la novela, evidente en el discurso, en la red de imágenes y en los personajes, se constituye en un nuevo perspectivismo; esta captación de la verdad de las variaciones se produce gracias al poder de la imagen lezamiana —proyección de lo posible en lo imposible o “vivencia oblicua”—, la cual descubre y reconoce “lo otro” a través de asociaciones inusuales y de redes metafóricas; de allí la superabundancia del lenguaje, que en su descenso órfico hasta las profundidades vence el logocentrismo e invade ámbitos insospechados; en verdad, el metaforismo de Lezama conforma un régimen neobarroco de visión que vuelve multiperceptibles la historia universal y la cultura hispanoamericana.

El saber de la imagen, verdadero perspectivismo neobarroco, nos involucra en sucesivos descubrimientos y en nuevas fundaciones, al tiempo que impugna logocentrismos excluyentes. Entonces, frente a lo real maravilloso-barroco de Carpentier erigido como “ser” de la americanidad, Lezama postula el carácter de América como un “devenir” en perpetua mutación; por tanto, el primero se acerca más al principio barroco de visibilizar lo invisible para transparentar lo prodigioso americano; el segundo, opta por invisibilizar lo visible para encontrar las analogías secretas que tejen redes de significación entre América latina y las culturas del mundo.

Rayuela, situada entre Los pasos perdidos y Paradiso y mucho antes de Concierto barroco, no contiene identificaciones explícitas con el discurso de la americanidad barroca; su neobarroquismo radica más en el proceso de la escritura y en su elaboración textual, pensionados entre lo lineal y lo fragmentario, entre el direccionamiento y el extravío; la doble estructuración proyecta la novela más allá de sus propios límites; a la manera barroca, Cortázar no la planeó alrededor del acostumbrado eje lineal, sino en torno a uno de significaciones convergentes. Rayuela encarna la paradoja barroca por excelencia, pues mientras se reconoce y se realiza en la fluidez y en la movilidad, la formalización le exige detenerse en algún momento; no obstante, parece haber vencido dicha paradoja al ser simultáneamente su propio texto y el proceso creativo del mismo. Las lecturas que propone designan un más allá del texto, como si apenas fuera una preparación, por eso conserva algo de su esbozo (el pretexto) y parece situarse en su propia prolongación (el postexto), para ser sólo una etapa, entre otras, de una génesis infinita. García Márquez, en El otoño del patriarca entraña otra modalidad neobarroca, cercana esta vez a procesos de carnavalización que relativizan el poder dictatorial en los pueblos hispanoamericanos; su escritura hace confluir mecanismos barrocos y neobarrocos en permanente superposición: parodias, desacralizaciones, hipérboles deformantes, repeticiones corrosivas, etc., a través de lo cual se pretende instaurar una historicidad posible para América latina, distante de centralidades hegemónicas y muy cerca de realidades sociales que caracterizan su modo de ser y de definirse frente a contingencias y procesos irresueltos. La carnavalización garciamarquiana ubicada en las entrañas de la vida y de la cultura de Hispanoamérica actualiza y combina los tópicos barrocos del “mundo al revés” y “del mundo como gran plaza”, los cuales al instaurar la profanación y la excentricidad, explotan desde dentro las estructuras del poder. La experimentación neobarroca del exceso, la fascinación por la irregularidad de lo representado y la complejidad creciente del sistema de representación, vinculan El otoño del patriarca con tendencias estéticas contemporáneas de estirpe postmoderna, las cuales se interesan en percibir irregularidades dentro de órdenes regulados o fabricados, como el de Zacarías Alvarado y como los de otros dictadores hispanoamericanos.

Dentro de la línea del neobarroquismo estructural, representado para nosotros en Rayuela, la novela Tres tristes tigres de Cabrera Infante también constituye un acontecer novelesco en movimiento permanente, cuyo proceso metanarrativo de hacerse y rehacerse a los ojos del lector, le exige a éste aumentar su participación; no se trata ya de la alternancia regulada de capítulos propuesta por Cortázar, sino que se le ofrecen numerosas opciones para que se interne en la representación del caos, complejizando así la noción de “obra abierta”, pariente cercana de morfologías neobarrocas preocupadas por “suspender” soluciones narrativas.

El “show” anunciado en el prólogo de la novela, aparente núcleo del relato, se amplifica barrocamente para desplazarse por varias direcciones hasta conformar un “collage” argumental, donde un policentrismo neobarroco contiene ocho centros móviles de igual número de historias, con su respectiva polifonía de voces efímeras e inestables.

En un contexto análogo al de Cabrera Infante, la pulsión neobarroca que anima El mundo alucinante de Reynaldo Arenas es cercana al barroquismo lezamiano; como éste, el areniano también desciende a los abismos para emerger luego con la iluminación del conocimiento; no obstante, las resoluciones son diferentes; mientras en aquél el carácter epifánico de la imagen genera una nueva epistemología de la cultura, en éste, la reescritura o desescritura de la vida truculenta de un personaje real —el fraile mexicano Servando Teresa de Mier (1765-1827), perseguido y desterrado varias veces por su heterodoxia ideológica—, genera una ontología del hombre latinoamericano marginado, en constante lucha por la justicia, la libertad y el derecho al diálogo, dentro de su perpetuo proyecto de emancipación.

En una dirección esperpéntica y radicalmente carnavalizada del neobarroco hispanoamericano, El obsceno pájaro de la noche (1970) de José Donoso, se aleja del barroquismo órfico y revelador (Lezama y Arenas), de la nostalgia barroca por el paraíso perdido (Carpentier) y de su búsqueda incesante (Cortázar) para encarnar un neobarroquismo de la inestabilidad ontológica y el disfraz existencial; esta representación se explica por la creciente caotización del mundo (la agonía de la burguesía chilena y los fracasos políticos de sus regímenes, metaforizados en la involución de la familia Azcoitía), cuya horripilante metamorfosis convierte la vida en un laberinto de donde no es posible salir. El caos narrativo es el correlato del caos en que la realidad se ha convertido: la inestabilidad metamórfica del espacio, del tiempo y de los personajes constituye su naturaleza, la monstruosidad de los seres que la habitan es su única condición visible, y la distorsión como principio desregulador curva infinitamente las estructuras de su sistema, que alguna vez fue ordenado y coherente.

Por otra parte, Terra nostra de Carlos Fuentes y El otoño del patriarca de García Márquez, ambas publicadas en 1975, establecen un sistema de vasos comunicantes, tanto en el tema, como en la carnavalización neobarroca del lenguaje y de la Historia; en verdad, el interés de Fuentes se centra en indagar los orígenes del poder —español, 150

prehispánico y de otros modelos autoritarios—, para representar satíricamente el carácter misterioso del mismo, enigma narrativo nunca solucionado quizá por ausencia de una voz privilegiada, lo cual niega la existencia de una fuente de verdad definitiva, en contraste con la propuesta garciamarquiana, empeñada en dinamitar el poder eterno de la dictadura deconstruyendo paródicamente sus estructuras. La enunciación narrativa se funda neobarrocamente en las dinámicas propias de la Sátira Menipea como mediación carnavalesca y desestabilizadora de la historia: estilización distorsionada de narraciones orales y escritas, parodia de géneros nobles, caricaturización de textos solemnes, inversión de perspectivas entre el mundo de arriba y el mundo de abajo para alterar y profanar lo representado, todo lo cual le otorga un carácter de actualidad a la representación narrativa. La risa ambivalente del carnaval neobarroco impugna por igual símbolos hispánicos y prehispánicos, con el objeto de percibir desde el presente una historia en que ficticia / realmente se poseen ambos mundos, a través de una mixtura que exalta y celebra hibridaciones culturales.

Con la narrativa de Severo Sarduy, de Cobra (1972) a Colibrí (1982), entramos de lleno en la fase más actual del neobarroco literario hispanoamericano; convoca un entrecruzamiento de realidades culturales, capaz de expandir el espacio de representación de Hispanoamérica, al margen de cualquier discurso unificador o totalizante. Su neobarroquismo artificioso y paródico se aleja de los cánones estéticos de la modernidad normativa para vaciarlos de significado y revelarlos como artefacto; de todas maneras, preserva una forma de identidad hispanoamericana, en tanto reconocimiento abierto de diferencias culturales al interior de sus estratos superpuestos. La escritura sarduyana funda, no ya una realidad mítica dibujada en una naturaleza purificadora, como bien lo textualiza buena parte de la narrativa cercana a la suya, sino un derroche formal ocupado en trazar las fracturas y discontinuidades de las ficciones de identidad que han nombrado a América Latina.

El neobarroquismo de Sarduy difícilmente encuentra paralelos con otras novelas también neobarrocas, porque se sitúa, desafiante, en un espacio “otro” capaz de extenuar todo signo unívoco de la cultura hispanoamericana, y específicamente cubana. Desde allí se erige una narrativa sustentada en una artificialidad autoparódica, irónica y transgresiva de todo fundamento mítico-cultural; es bien sabido que Sarduy sigue de cerca a Lezama, sin embargo, mientras éste legitima el lenguaje literario americano al redescubrir los prodigios verbales del Barroco, él descubre que el poder de la deconstrucción neobarroca corroe la superficie de la modernidad dogmatizadora.

La acumulación neobarroquista de Noticias del imperio no depende ya del desperdicio del lenguaje, se desentiende de cualquier residuo de realismo mágico y se aleja de obsesiones fundacionales; privilegia en cambio, la indagación en el discurso inconcluso de la Historia a través de una flexión autorreferencial que libera la representación narrativa de urgencias aleccionantes o de direccionamientos ideológicos. La corrosión del metarelato histórico cede el paso a versiones enfrentadas o contradictorias, en las cuales se duda de enunciados conclusivos y la constante pregunta “suspende” neobarrocamente las respuestas; en fin, el discurso transgresivo y virtual de Carlota silencia, en una especie de voluta barroca, la linealidad causal del discurso histórico; por eso, el final de la novela es su mismo comienzo delirante. La factura neobarroca del lenguaje se deleita en enunciados antitéticos, los cuales a la postre debilitan la contradicción de sus proposiciones: mientras el relato histórico contiene una naturaleza ficticia, el discurso ficcional encarna un incuestionable principio de realidad.

Podría pensarse que buena parte de la narrativa hispanoamericana está atravesando los confines del Barroco, y al mismo tiempo, que nuestro continente, suspendido hoy entre modernidades irresueltas y conflictos postmodernos, tiene necesidad de reconfigurarse a través de imágenes dialógicas, necesariamente inestables, fractales y turbulentas. Ellas han de permitir la recuperación de memorias fragmentadas que contienen imaginarios heterodoxos, y la reapropiación de lo real, multiplicado en particularidades, que no siempre siguen un mismo patrón de comportamiento. Precisamente, el Barroco como código cultural, alternativo y marginal, rebelde y autorreflexivo se ubica en nuestros ámbitos y no cesa de hacer pliegues, replegando o desplegando cuestionamientos inquietantes y formulaciones complejas más cercanas a preguntas que a respuestas definitivas.

miércoles, 6 de octubre de 2010

“ESCANDALO EN EL AIRE”. ACERCA DEL BARROCO - Pablo Fuentes

En el decadente período de la España de Felipe IV, la poética barroca trata al mundo como oxímoron y, al decir de Gracián, como “concierto de desconciertos”; lleva al uso extremo de la antítesis, dejando la sensación de que todo es inestable y efímero. De ahí uno de los temas obsesivos de la poética barroca: el tiempo. Aparecen muchos textos sobre lo pasajero de la vida, sobre la caducidad de las cosas. Se trata de una poesía sobre las ruinas y lo fugitivo de la existencia. Dice Góngora:

Si quiero por las estrellas

saber, tiempo, dónde estás,

miro que con ellas vas,

pero no vuelves con ellas.

¿Adónde imprimes tus huellas

que con tu curso no doy?

Mas, ay, qué engañado estoy,

que vuelas, corres y ruedas;

tú eres, tiempo, el que te quedas,

y yo soy el que me voy.

De esta mirada trágica de la existencia deriva el gusto barroco por la melancolía, por un tono de desengaño y pesimismo, aun sobre el fondo de fiesta de la exuberancia y de la sensualidad que le son típicas. De ahí también el gusto por las cosas materiales, el aprecio por lo vulgar. Los objetos del mundo aparecen frecuentemente, nombrados, enumerados, llenando el espacio de la enunciación, como la sobrecarga de elementos que aparecen en los cuadros de los pintores del período. Cosas más bien humanas, no tanto naturales: ropas, objetos, herramientas. Cosas en acción, humanizadas.

Si, en la metáfora cristalizada, el barco es llamado “vela”, el poeta barroco lo llamará “llama en fuga”, haciendo el juego, a la vez, con la literalidad y con la extensión de la metáfora inicial. Erupción sobre la superficie del lenguaje, la metáfora es el grumo donde la tersura del discurso encuentra el tropiezo. Sobre el ilusorio grado cero de la lengua, allí donde no habría ninguna figura retórica, la metáfora es lo que delata sus límites, su peligro y su extensión. Es el síntoma de la lengua, su patología. En la poesía barroca, en especial en Góngora, el primer grado del enunciado, el comunicativo, cercano al discurso hablado, desaparece del texto. Como plantea Severo Sarduy, Góngora parte de las metáforas tradicionalmente poéticas y despliega su escritura en un registro suprarretórico, es “una potencia poética al cuadrado”.

La metáfora al cuadrado es la reversión de la metáfora simple, es el tambaleo de su condición significante y, puede decirse, su graduación como escritura misma, su entrada al estatuto de la letra. El texto Barroco, como en las Soledades de Góngora, se despliega con progresión geométrica, en una proliferación metastásica que carcome el plano del discurso corriente. Una palabra de valor metafórico, como “cristal”, puede desencadenar una metonimia de objetos brillantes, fríos y transparentes. Lo legible es cercado por la proliferación de los tropos, por el tartamudeo de la aliteración.

En la literatura clásica, la distancia entre figura y sentido es mínima, la cristalización entre significante y significado es el objetivo. La escritura barroca, en cambio, hace imposible la coagulación del signo. Sonido y sentido, imagen y concepto se entraman sobre las ruinas de la lengua hablada –construida en realidad con metáforas naturalizadas– y del mundo entendido como ilusión comunicativo.

En el barro de la América de lengua castellana, el Barroco encontró una nueva máscara en la corriente poética llamada neobarroca, que tiene en el cubano José Lezama Lima su figura inaugural. Este Barroco latinoamericano, cercano a la experimentación pero no con el rigor militante del concretismo, se caracteriza por su disposición impura a entrar en mixturas e hibrideces textuales. A diferencia de la vanguardia histórica, dominada por su preocupación por la imagen y la nueva metáfora, la poesía neobarroca trabaja mejor la alteración de la sintaxis, la problematización del movimiento respiratorio del texto: es difícil leer en voz alta un poema neobarroco sin perder el aliento. Como el barroco áureo, esta corriente repudia lo inerte y lo fijo, colmo del engaño y efecto de la represión de la retórica oficializada por el discurso social, el “bien decir”.

Modelo del mal decir, la maldición del barroco ya había contaminado los diferentes movimientos de las vanguardias históricas que habían cuestionado, en su momento, los parámetros armónicos de lo neoclásico. Con su dinámica de plegado de las formas y de la materia del lenguaje, la poética barroca no implica un yo lírico sino su aniquilación y, en este sentido, es antirromántica: no es la “expresión” de un sujeto, son las fuerzas del lenguaje las que se manifiestan a través del poeta. “Lo confusional en tanto opuesto a lo confesional”, como razona Néstor Perlongher.

Pero, como aclara el mismo Perlongher, la diferencia entre estas escrituras contemporáneas y el barroco del Siglo de Oro pasa por el sustrato en el que se apoyan: el barroco áureo pisa el suelo de la retórica renacentista y se guarda la posibilidad de que su texto sea decodificado, como hizo Dámaso Alonso con los poemas de Góngora. Los textos neobarrocos no permiten la traducción: la sugieren y hasta estimulan pero, a la vez, la perturban y dificultan. Además, su sustrato es la modernidad y ciertas retóricas vanguardistas, como el surrealismo y la crisis del realismo.

Historieta sagrada

Lacan relacionó el barroco con lo que él llama el “anecdotario de Cristo”, con lo que el barroco configura en torno de una historieta sagrada, ya no historia, de la pasión de un cuerpo y, obviamente, de la narración de su goce. Un relato casi ilegible de un cuerpo gozando en el límite mismo de lo mostrable. Ya las escrituras místicas, como las de Santa Teresa o San Juan de la Cruz, habían anticipado esta estrategia en la cual lo que se escribe como íntimo, por ejemplo el poeta hablando de sí mismo, implica ese vaivén ambiguo entre lo interior y lo exhibido, la oscilación entre el pudor y la mostración, la profunda superficialidad de un yo que se desdice en la medida en que el cuerpo goza en las palabras escritas. Es el carácter éxtimo de la escritura lo que el barroco evidencia al relacionar el goce de la lengua en tanto sustancia orgánica, parte de un cuerpo, con la torsión de los tropos como recurso de artificialización y cifrado del discurso. Pero esto lleva a la idea de que la escritura gira en torno de un centro ausente: el misterio de un goce fuera del cuerpo, donde esa representación exasperada se agota en sus ornamentos, un parloteo feroz, justo antes del silencio.

De ahí también la tensión de este modo barroco con la idea clásica de estilo: se trata de una escritura sin estilo porque se apodera de todos ellos, es propensa al mestizaje. Se trata, mejor, de hacer un cuerpo de escritura, de que asome en la frase lo real del cuerpo que habla. En otras artes, el barroco se sirve de esto, como en las esculturas de Gian Lorenzo Bernini, donde, como señala indirectamente Jacques Lacan, se trata de exhibición de goces, donde la carne canta en la blancura del mármol. Blancura, en ausencia de unos colores que potenciarían, en la representación, el carácter significante que aquí tambalea: ¿es una historia lo que se cuenta en El rapto de Proserpina o sencillamente es el mármol que goza? ¿Es la lengua misma la que goza en estas escrituras?

La escritura barroca configura un contra discurso que exhibe las entretelas del lenguaje. Es exasperación del decir lo indecible, exhibicionismo de lo invisible, donde los tropos, llevados al límite, terminan operando con el estatuto de letra al rebasar la función significante del escrito. La escritura merodea su objeto. El barroco es el arte del merodeo, expresión estética de la circunferencia de dos centros de Johanes Kepler, representación cosmogónica del elipse, figura geométrica de la estrategia de acecho de ese resto no significante del discurso que se vela y se revela en los plegados infinitos, en las “volutas voluptuosas” (Néstor Perlongher dixit) del barroco.

Es esta índole de artificio de la escritura, su carácter cifrado, esta desnaturalización respecto al lenguaje, lo que el barroco expone. Como si se tratara de un síntoma de la lengua. La lengua, cuando asume una posición elidente, barroquizante, como en el delirio o en el sueño, cuando se escribe en los bordes de lo simbólico, produce el rebasamiento de la matriz semántica y se produce como una carnalidad, alcanza cierta relación exasperada con el goce, cuando el placer del decir trastabilla: “Esos híbridos del vocabulario, ese cáncer verbal del neologismo, ese enviscamiento de la sintaxis, esa duplicidad de la enunciación, pero también esa coherencia que equivale a una lógica, esa característica que, de la unidad de un estilo a los estereotipos, marca cada forma del delirio: a través de todo eso, el enajenado, por la palabra o por la pluma, se comunica con nosotros”, plantea Lacan. Pero el artista barroco despliega esas estrategias con un fondo de fiesta, no como la música del infierno de los enajenados. El cáncer verbal de los locos está antes del goce fálico; el del sueño está en él; la metástasis del verbo barroco se sostiene en un goce más allá.

Goce, brillo del objeto, lujo del exceso, el Barroco es el arte de excederse, derrochar, derrapar, dejar restos. Es el brillo de las superficies que es toda la profundidad a la que se puede aspirar. Es abusar del poder de las palabras, es ponerlas en tensión, despegarlas de su propia funcionalidad. En La vida es sueño, Calderón de la Barca habla del disparo de un arma “cuyo fuego será escándalo del aire”. Allí animiza lo natural y, a la vez, pone en evidencia el carácter suntuario, excesivo, de una metafórica que está al servicio de sí misma, que se sale del cuadro del sentido y que incendia la realidad que pretende narrar.

Llama dorada como el oro de las capillas barrocas, ornamentadas con el lujo del exceso y la lujuria de un erotismo sagrado y metálico, sangrante y etéreo: oro como el rey mineral, eterno, lascivo y palpitante de una forma, un estilo o una época que se animó a proliferar con su artificiosidad y su sensualidad por sobre la tiranía del sentido y de la ilusión de la armonía. Derroche de oro, río orondo, oropeles del sueño, la poesía, del delirio, río dorado, olas del fuego del deseo en sus desbordes.

(Extractado del trabajo “El deleite de las sombras. Notas sobre escritura barroca y el orden de los goces”.)

PEDRO LEMEBEL, UN CASO APARTE - Jaime Riera Rehren

Pedro Lemebel, un caso aparte

Jaime Riera Rehren

Tengo cicatrices de risas en la espalda

Desenfadado, provocador, atrevido, irreductible, excesivo. Son adjetivos que suelen usarse en Chile en relación al personaje Pedro Lemebel. Y respecto a su obra literaria y artística los adjetivos se multiplican sin fin, mezclados con doctas disquisiciones sobre un supuesto neobarroco latinoamericano. El propio Lemebel no muestra, sin embargo, gran interés por tales discusiones y siempre ha enfatizado su orgullo autodidacta y su posición excéntrica respeto al mundo literario. ¿De dónde sale este bicho raro de las letras chilenas contemporáneas que consigue siempre desmarcarse de las tentativas de inmovilizarlo en una etiqueta identitaria? En tiempos de la dictadura militar era más fácil encasillar su figura: prócer del movimiento gay, miembro de la resistencia, comunista, protagonista de la escena artística con sus "Yeguas del Apocalipsis", travesti que desafiaba descaradamente el conformismo cultural y político de aquella sociedad sumida en la nocturnidad y mantenida a raya por el bastón patriarcal, frágil cuerpo que arriesgaba el pellejo en el espacio público de una ciudad devastada y hostil. Pero aun así, Lemebel desconcertaba a moros y cristianos: su voz delgada y desgarrada venía de los arrabales polvorientos del Zanjón de la Aguada, una de las más fétidas heridas de aquella parte de Santiago que normalmente llaman "barrios populares", una voz que no concordaba con ninguna de las listas canónicas.

Ha pasado mucho tiempo desde entonces y Lemebel, no obstante las muchas tentativas de normalización e integración en un cuadro de tolerancia represiva donde se exhiben los brillos y avances de la democracia, sigue representando un papel no previsto en la escena cultural del Chile modernizado, mientras la crítica literaria hace esfuerzos por encerrarlo en un espacio de difícil catalogación. C. Monsiváis, por ejemplo, establece una red de parentela lemebeliana: el argentino N. Perlongher, el mexicano J. Hurtado, los cubanos S. Sarduy y R. Arenas, el argentino M. Puig. Los lazos serían «la ira reivindicativa» (Perlongher, Arenas, Hurtado), «la experimentación radical» (Sarduy) y la «incorporación festiva y victoriosa de la sensibilidad proscrita» (Puig). Y añade el escritor mexicano:


En todos ellos lo gay no es la identidad artística, sino la actitud que al abordar con valor, insistencia y calidad un tema se deja ver como el movimiento de las conciencias que por valores compartidos y acumulación de obras dibuja una tendencia cultural[1].

Desde sus primeras apariciones publicas, Pedro Lemebel ha experimentado diversas formas de arte visual y teatral en escenarios y calles de Chile, ha escrito novela y cuento, ha sido publicado en España y traducido en otros países europeos, pero a mi juicio su mayor originalidad y calidad literaria - y esto lo diferencia de los autores antes mencionados - se despliegan en un género que parecía moribundo a pesar de su respetable tradición en lengua castellana: la crónica urbana. Bien mirado, Lemebel rescata la tradición de este género, pero la subvierte completamente, es decir no conserva nada del tono y de la temática del cronista del criollismo del siglo XIX y principios del XX - un estilo generalmente ceñido a convenciones costumbristas y más bien respetuoso de los salones y palacios señoriales - para adoptar resueltamente el punto de vista de los excluidos usando una lengua de prodigiosa expresividad que rompe todos los esquemas de la buena prosa descriptiva y que se nutre de una oralidad profusamente contaminada. Los chilenismos y las desaforadas metáforas de Lemebel pertenecen a un registro popular que por su potencia expresiva se han extendido al habla de gran parte de la población, pero son difícilmente traducibles incluso al castellano de otras regiones, como se podrá apreciar más adelante. Sin embargo, la musical resonancia de muchas de estas palabras permite intuir sin dificultad su significado en el contexto en el que están empleadas. Escuchémoslo.


Ahí está garabateada en el muro de su noche, con sombrero de punto, tacos y cartera roja; sola y hambrienta teje su telaraña azul lado a lado de esta calle de notarías y oficinas, a cinco cuadras de mi barrio. Oscura y delicada saca un cigarrillo; la vieja no fuma, por eso no lo prende, espera la figura del joven, que desde el fondo de la calle avanza al ritmo elástico de las zapatillas, lo piensa mientras se acerca, olfatea el aire roído de la noche buscando ese olor fresco, con los ojos semicerrados por el deleite y el alquitrán de sus pestañas, se pasa la lengua por el descolorido bigote y sueña y pasa borrosa por su entelado cerebro la historia imprecisa de sus quince años. Es la vieja, la madonna con enaguas de franela esperando a los corceles que vengan a comer de su mano; guachito venga les susurra, ya pues mijito les grita, oye cabro cómo tenís el pajarito…[2].

Los protagonistas de la noche tienen miedo, en las esquinas acechan enemigos crueles y es esta noche azarosa el campo de acción de buena parte de las crónicas de Lemebel. Muchas de ellas son recuerdos de amores fugaces iniciados en la calle, a veces no desprovistos de violencia y riesgos mortales, pero casi siempre acariciados por una ternura esperanzada. O evocaciones líricas de amigos y amigas, hermanos, que perdieron el combate contra el Sida. Sin embargo, el ojo y el cuerpo del cronista no se limitan a estos escenarios: a medida que cunden su fama y la curiosidad del barrio alto se entreabren puertas que le permiten observar otros paisajes humanos y destilar su feroz sarcasmo contra la “gente bien”, entre los cuales, por cierto, no le faltan amigos condescendientes.


Como si el reloj de la historia hubiera retrocedido a los años de la empingorotada alcurnia, por allá cerca del cuarenta. Cuando la capital era un revoloteo de familias rancias, emparentadas todas entre sí por las zetas y erres del apellido paltón […] Actualmente esa misma decadente descendencia se pavonea en el entablado público de esta enclenque democracia, porque las redes de comunicación masiva están en poder de la garra “Agarra Edwards”, multiplicando el sermón putifrunci del abolengo familiar, que cada domingo en El Mercurio luce su nariz respingada en la foto del cóctel de la vida social. El escenario público donde el país se reconcilia con una copa de champaña en la mano mordiendo un canapé tricolor […] El puñado de rostros blancuchentos refinados por la cosmética de la compostura, o por el aclarado de mechas e ideas que sutilmente blanquean el acontecer nacional. Ahí, en la franja estético-atontada del Chile público, hace nata el familión paltón que opina de todo, el familión chileno que en su incesto patrio produce de todo: políticos, músicos, curas, modelos, escritores, viejas solteronas y hasta un mariposuelo camuflado bajo corbata varonil de estos tiempos cursis[3].

Al triunfalismo de la escena pública - los medios de comunicación espantosamente conformistas, el contubernio cultural entre lo viejo reaccionario y la funambólica modernidad - el escritor y artista Lemebel opone una resistencia que recoge fuerzas en las muchas tradiciones de lo “genuinamente popular” y en una aspiración a lo nuevo que arranca desde abajo y es capaz de proponer sorprendentes variantes sintácticas a la cansada prosa del país. Quizá el aspecto más interesante de la escritura de Pedro Lemebel, en efecto, es esta explícita y lograda exposición de la diferencia social (que en América latina implica, no hay que olvidarlo, un sesgo étnico y fuertemente cultural), aspecto que en gran parte de la literatura latinoamericana contemporánea se ha esfumado por completo tras el ocaso del costumbrismo naturalista de la primera mitad del siglo XX. Digamos que frente a las corrientes actuales que buscan con mayor o menor fortuna un lugar bajo el sol de la respetabilidad y la negación mentirosa de las barreras de clase, la figura de Lemebel se sitúa en una línea de sombra que demarca con insistencia y orgullo la división clasista de la sociedad y de la lengua.


Y si a esta ciudad le pusieron Santiago de Nueva Extremadura, y en aquel valle fértil del Mapocho se arranchó la casta mestiza que dio origen a sus habitantes paliduchos de pobreza, medio negros de hollín, paticortos y mechas de clavo por la aindiada herencia mapuche, más algunos castaños koleston y otros rubiecitos pituquines que jamás bajan de Santa María de Manquehue y La Dehesa. Nunca han tomado una micro y menos se han subido al metro para no pegarse la lepra asalariada. Total, en el sector alto de la ciudad lo tienen todo: sus cines, sus saunas, sus gimnasios, sus shoppings, sus universidades, sus centros comerciales. Y aunque todo es tres veces más caro, el pirulaje engominado de Apoquindo arriba adora este paisaje postizo donde los cucuruchos de vidrio y cemento parecen decir: “I love you Sanhattan”[4].

No es difícil apreciar que las crónicas de Lemebel dejan de lado la categoría de “objetividad” en la descripción de la vida de la ciudad: en cada una de ellas palpita un estado de ánimo - entusiasmo, depresión, agresividad, ternura - o una calculada opción de ataque o defensa frente a los incontables adversarios. En el panorama actual de la literatura de su país, Lemebel trabaja en solitario, no hay redes de influencias, ni maestros ni discípulos. Pero desde un punto de vista cultural más amplio, este escritor es ampliamente representativo de un cierto tipo de sensibilidad fácilmente perceptible en la vida nacional, que se mueve al interior y a contrapelo del proceso de modernización que en el Chile de los últimos veinte años está desarticulando las viejas coordenadas de la provincia chilena. Los lectores de Lemebel - uno de los escritores más leídos en un país que lee muy poco - son por una parte los descontentos que van quedando a la vera del camino en la distribución de la riqueza y por otra los atrevidos que leen la modernidad como avance de ruptura radical de las convenciones sociales y culturales. Y no se trata de una minoría irrelevante: la circulación de sus libros se ve multiplicada por las editoriales clandestinas que lanzan a la calle miles de ediciones pirata cada año, mientras sus crónicas en las columnas dominicales del diario “La Nación” de Santiago cuentan con un gran número de aficionados seguidores. Y con la notoriedad creciente comienzan a llegar las invitaciones. Así, las crónicas de Lemebel se internacionalizan en crónicas de viaje latinoamericano:


Ocurrió uno de esos días en que el amor es una boca ardiente respirando su vaho por las veredas de La Habana. Se inauguraba la Sexta Bienal de Arte y como invitado oficial me calcé los tacoagujas encaminándome a la plaza de la catedral por el empedrado disparejo de la ciudad vieja. Ya los chicos jineteros no me pedían dólares. Se habían acostumbrado a los continuos paseos de una loca chilena tambaleándose en los adoquines coloniales de esas callejuelas estrechas, donde no cabían autos pero sí el jolgorio fiestero de los mancebos mulatos, balanceando sus presas en el cañaveral erótico de la tarde. ¿Princesa, adónde va, reina, adónde quiere ir?, murmuraba ese tropel de jóvenes refrescándose en la vereda. Con esa forma dulce que usan para piropear los habaneros. Con ese cántico querendón que te arrulla, que te sonroja como una orquídea quinceañera[5].

Pocos escritores latinoamericanos como Pedro Lemebel (y como no dejó de hacer su gran amigo Roberto Bolaño) documentan y enriquecen las huellas de la diferencia lingüística de esta parte del castellano y de las muchas contaminaciones posibles en la hora actual. Sin conceder nada al realismo costumbrista o al naturalismo, hay aquí un respeto de la diferencia y de la riqueza de la lengua que desgraciadamente se está perdiendo en buena parte de los escritores jóvenes de esta región del mundo, en aras del mercado y la traducción. Y es también posible que este talento suyo para la hibridez y la búsqueda de las resonancias esté íntimamente relacionado con la manera como se expresa su propia ambigüedad sexual, ya que su amor por la diferencia está muy alejado de esa obsesión por la identidad que carcome a cierta paradójica versión del posmoderno. A ello apunta Monsiváis cuando anota:


Un escritor y un freak indisolublemente unidos, los que están fuera, en la desolación y la energía de los que sólo se integran a su modo, en los márgenes que ya no tienen el peso arrasador de antaño. A Lemebel le ponen sitio las miradas (las lecturas) de la admiración, el morbo, el regocijo de los "turistas de lo inconveniente", la extrañeza, la solidaridad, la normalidad de los que están al tanto de la globalización cultural, esa que para los gays se inició dramáticamente con los juicios de Oscar Wilde en 1895 y jubilosa y organizativamente con la revuelta de Stonewall en 1969[6].

A un cierto punto de su carrera literaria Lemebel decide no repetir la experiencia de escribir ficción y se dedica exclusivamente a las crónicas urbanas y a los relatos de viaje. Le parece inútil volver a la mediación ficcional, porque la crónica le permite ejercer directamente la provocación y mostrar la abyección de un modo, si se puede decir así, más creativo. La imagen grotesca, la ridiculización y el manoseo de los fetiches asumen una connotación inmediata en el sacar a relucir la memoria y la verdad, dos categorías que el cronista no pierde nunca de vista. Lemebel nos dice que siempre dice lo que piensa y no cesa de denunciar la figura predominante del literato encumbrado como una figurón que privilegia la recitencia y la complicidad con la ideología del poder, que habla para justificarse o se queda callado. Por otro lado, en Lemebel el problemático dilema escritor-militante aparece resuelto de una manera diferente que en el pasado, ya que es la forma misma de la escritura la que denota la libre e informal pertenencia política, y la elección del género no es ciertamente ajena a esta opción. Elección que rechaza, por cierto, la definición de género-gay, considerado una etiqueta- refugio conformista[7].

Pero la hibridez no se relaciona sólo con la sexualidad o la escritura. Lemebel ha incursionado a menudo en la genealogía bastarda de su país, en la espinosa y crucial cuestión mapuche, en los símbolos originarios que la historia oficial ha utilizado al inventarse respetables tradiciones o al “blanquear” convenientemente la “raza” que construyó la nación. Y se detiene en la figura de Caupolicán - jefe militar araucano cuya virilidad y coraje fueran ensalzados por Alonso de Ercilla en su epopeya fundadora - intentando como siempre desmistificar la versión legendaria y recuperando la experiencia concreta referida a una posible historia real:


Puede ser peligroso componer una estampa del héroe de Millarahue, el generalísimo Caupolicán, luego de tanta leyenda sobre una minoría étnica que no le dio entrevistas a la historia. Y con respeto al gran toqui, su popular y conocido retrato, la escultura que está en el cerro Santa Lucía, fue una copia de un souvenir vendido en París y que en ese entonces representaba al último mohicano. Así, si no esiste una versión mapuche de su propia historia, y solo la oralidad de su lengua lo guarda y encapulla con el celo de su atávico secreto, ¿desde dónde extraer su autoría? ¿Desde qué memoria se podría reafirmar o desmistificar la cárcel extrema sobre la virilidad semental que acuña el escrito castellano? ¿Desde qué retazo, mestizado por cierto, habría que nombrarlo hoy? Quizá para esto deba acudir a mi propia biografía colihue o colipán y actualizar la memoria desde mis juegos eróticos con hijos de panaderos en la lejana adolescencia de mi india población. Es posible que desde esas relaciones íntimas y secretas que tuve con mi pueblo y que permanecieron calladas y clausuradas en su mutismo ancestral. Pero ese es otro capítulo privado, tal vez necesario para ahondar un poco más sobre la actual masculinidad de nuevos caupolicanes, más altos, más claros, con jeans y personal stereo que se llaman Boris, Walter, Gonzalo o Matías y que bajan la voz cuando dicen su apellido mapuche, escondiendo tímidamente las cenizas castigadas de su brava estirpe[8].

Como toda Latinoamérica, Chile es en su inmensa mayoría un país mestizo, en el que poco menos de la mitad de los habitantes nace fuera de la institución matrimonial y a menudo sin certeza de paternidad. El uso del término “huacho” sigue teniendo una connotación ofensiva pero esconde una realidad muy común[9]. Pedro Mardones, nacido en Santiago en 1955, sabía quién era su padre, pero ya desde muy joven adoptó el apellido de su madre, Lemebel, y reivindicó su “huachitud”. Podemos decir que en su caso la persona encierra ejemplarmente mucho del carácter de fondo de la comunidad, y que su talento literario, sus excesos, su permanente coqueteo con lo patético y lo cursi crecieron en el combate contra la censura interiorizada y la falsa autorepresentación de sobriedad recatada que al país le gusta exhibir. En un mundo acosado por pudores y ocultamientos, por un familismo proyectado a la política y a la cultura y a toda manifestación de vida pública, dominado por dinastías al poder desde la fundación de la república, nadie se atreve hoy a criticar abierta y públicamente a Pedro Lemebel, quizá porque saben que el Chile por él desmenuzado configura una imagen peligrosamente cercana a la realidad.


Así, los conceptos de patria, orden y resguardo familiar, les llenan la boca a los propagandistas de esta carbonada parentela que aliña sus complicidades en la vitrina sofisticada del cóctel, del seminario, de la exposición de pintura en la CTC, no importa que sea de Guayasamín, Balmes o Matta, porque allí reunido el compadrazgo chilensis, al resplandor de los flashes, da lo mismo codearse con la milicada fascista, con el socialismo reciclado, con el exilio perfumado a ciénaga parisina, y ver respirando el mismo aire, los mismos humos, al presidente Lagos, a Hortensia Bussi y a Lucía Pinochet….

Ya en el lejano 1982 Lemebel ganó el primer premio de cuento en el Concurso nacional Javiera Carrera, relatos publicados en el libro Incontables (1986). En orden de aparición los libros de crónicas son: La esquina es mi corazón (1990), Loco afán, crónicas de sidario (1994), De perlas y cicatrices (1998), Zanjón de la Aguada, (2003), Adiós mariquita linda (2005). A partir de 1994 sus crónicas aparecen semanalmente en el diario “La Nación” de Santiago de Chile y ocasionalmente en las revistas “Punto Final”, “Rocinante” y “The Clinic”. Y a partir de esa fecha las primeras traducciones de las crónicas al inglés en las revistas “Grand Street” y “Nacla Report”. La novela Tengo miedo, torero se publica en el año 2000 y es traducida al francés y al italiano. La cronología de obras de “Las Yeguas del Apocalipsis” incluye algunas memorables intervenciones como: “Refundación Universidad de Chile”, Facultad de Arte, 1988; “Tiananmen”, performance, Sala de arte “Garage Matucana”, Santiago 1989; “¿De qué se ríe Presidente?”, intervención en sala Carlos Cariola, Santiago, 1989); “La conquista de América”, instalación y performance, baile nacional descalzo en mapas y vidrios, en Comisión chilena de derechos humanos, Santiago, 1989; “Lo que el Sida se llevó”, instalación, fotografía y performance, Instituto chileno-francés de cultura, Santiago, 1989; “Suda América”, instalación y performance en el Hospital del Trabajador, Santiago, 1990; “Cuerpos contingentes”, performance y exposición colectiva, Galería de arte CESOC, Santiago, 1990; “Las dos Fridas”, instalación y performance, Galería Bucci, Santiago, 1990; “De la nostalgia”, instalación y performance, cine arte Normandi, Santiago, 1991; “Tu dolor dice minado”, performance, Facultad de periodismo, Universidad de Chile, Santiago, 1993; “La mirada oculta”, exposición colectiva, Museo de arte contemporáneo, Santiago, 1994; “Yeguas del Apocalipsis”, Bienal de La Habana, 1997). Lemebel ha dictado además seminarios en universidades chilenas y norteamericanas.






Notas


[1] Carlos Monsiváis, “Pedro Lemebel en su mejor momento”, Prólogo a Pedro Lemebel, La esquina es mi corazón, Santiago, Seix Barral, ed. 2001.

[2] Pedro Lemebel, en Diego Muñoz y Ramón Díaz Eterovic, Andar con Cuentos - Nueva narrativa chilena, Santiago, Mosquito Editores, 1992.

[3] Pedro Lemebel, Zanjón de la Aguada, Santiago, Seix Barral, 2003.

[4] Lemebel, Zanjón de la Aguada, cit.

[5] Pedro Lemebel, Adiós mariquita linda, Santiago, Editorial Sudamericana, 2005.

[6] Monsiváis, cit.

[7] Sobre el compromiso político de Lemebel, es elocuente su Manifiesto, leído como intervención en un acto político de la izquierda en septiembre de 1986, en Santiago de Chile, y publicado en innumerables revistas y panfletos.

[8] En la revista “Nefando”, sin indicación de lugar y fecha de publicación.

[9] Revista “Rocinante”, Santiago, junio 2000.