martes, 4 de diciembre de 2012

Erótica Neobarroca: Aproximaciones a una poética en la obra ensayística de Severo Sarduy - Jannette González Pulgar



Resumen
El presente texto aborda la relación entre erotismo y retórica barroca en la obra ensayística del escritor cubano Severo Sarduy; una relación fundada en la analogía cuerpo/texto y descrita, en tanto mecanismo, a través de la noción psicoanalítica de objeto (a). En este sentido, la hipótesis de la investigación señala que el erotismo puede ser interpretado como poética, ya que contendría las leyes o principios de su programa escritural. Poética que aquí denominaré Erótica Neobarroca.

Introducción

La obra ensayística del escritor cubano Severo Sarduy, se constituye como un fascinante cuerpo teórico – crítico sobre el neobarroco, en el que destacan ciertos conceptos y temas recurrentes como retombée, cosmología, simulacro, travestismo, tatuaje y erotismo. Ahora, al revisar dicho corpus, contenido fundamentalmente en sus Ensayos generales sobre el barroco (1987), nos encontramos con la repetición del último de estos conceptos: Erotismo como primer capítulo en Escrito sobre un cuerpo (1969) y como apartado del segundo; luego, ya en 1972, forma parte de la “Conclusión” de “El barroco y el neobarroco”, para ser reinstalado, finalmente, en 1974 como “Suplemento” en Barroco.1
Ante tal insistencia, ¿cabría preguntarse, entonces, por el significado que adopta en tales ensayos y la relevancia que adquiriere en la teoría neobarroca sarduyana? Por supuesto. No obstante, dada la brevedad de esta instancia, me centraré solamente en el capítulo “Suplemento” del ensayo Barroco, pues presenta los conceptos y cuestiones fundamentales y necesarias para desentrañar una poética posible.
En este sentido, la hipótesis de esta ponencia señala que en la obra ensayística de Severo Sarduy, el erotismo puede ser interpretado como poética, en la medida de que contiene las leyes o principios de su programa escritural. Es por lo anterior, entonces, que planteo el término Erótica, una poética sostenida en las analogías cuerpo – texto y erotismo – retórica barroca, y fundada en el juego con el “objeto (a)”, en tanto resto y desajuste. Erótica: origen y devenir del neobarroco sarduyano, proliferación incesante de significantes, desborde de la función meramente comunicativa, economía del exceso, del desperdicio y el derroche de lenguaje.

I. Poética
Sabido es que el término, tiene su origen -dentro de la tradición occidental, por supuesto- en el tratado homónimo de Aristóteles; sin embargo, desde aquel entonces hasta nuestros días, su significado ha “sufrido” una serie de fluctuaciones de las que complejo sería hacerme cargo en esta oportunidad. Sin embargo, y dado que los conceptos de poética que aquí interesan se encuentran sólo a partir de la segunda mitad del siglo XX, cabría señalar, al menos, el momento de su reaparición en el campo de la lingüística y la teoría literaria, y las definiciones que adoptaré para sustentar mi hipótesis.
De acuerdo a lo señalado por F. Lázaro Carreter (1979), la reaparición del término se produjo gracias a los estudios de Roman Jakobson y a la difusión de éstos en el Congreso sobre el estilo realizado en 1958 por la Universidad de Indiana, oportunidad en que habría dado a conocer su “famosa comunicación” (1979; 9) “Linguistics and Poetics”.
Ahora, en cuanto a las acepciones del término, según Ducrot y Todorov (1974), éste nos ha sido transmitido por la tradición como:
“1) toda teoría interna de la literatura; 2) la elección hecha por un autor entre todas las posibilidades (en el orden de la temática, de la composición, del estilo, etc.) literarias (…); 3) los códigos normativos construidos por una escuela literaria, conjunto de reglas prácticas cuyo empleo se hace obligatorio” (Marchese et Forradelas, 1989; 324 – 326).
Pues bien, serán sólo las dos primeras acepciones las que me interesarán, en tanto nos sitúan en aquella elección realizada por el autor para construir su programa escritural, elección que en esta investigación será entendida como una conciencia estética que pretende, a su vez, ser una teoría interna del neobarroco latinoamericano.
Finalmente, cabría destacar la misión específica que tendría la Poética según Lázaro Carreter: indagar “qué es lo que caracteriza al mensaje artístico” (1979; 24), pues, a mi juicio, es lo que realiza el escritor cubano al tejer su teoría interna del neobarroco y plantear esta Erótica que develaré a continuación.

II. Texto como Cuerpo
En 1969, Sarduy publica Escrito sobre un cuerpo, título que nos sitúa inmediatamente en la analogía que permitirá plantear una serie de juegos semánticos cuyo principio será que todo texto, en tanto cuerpo, puede poseer cierto erotismo, puede ser erótico. Me refiero a “una serie de juegos semánticos”, ya que así como los textos que Sarduy interpretará, su propio “Escrito”, su propio texto, podrá ser entendido como un cuerpo más en esta cadena interpretativa. Así mismo, podríamos hablar de “Escritura sobre una escritura” y de “Texto sobre un texto”.
A lo largo de su obra no sólo ensayística, Sarduy establece relaciones de semejanza entre escribir, cifrar, tatuar y pintar, hasta homologarlos: Escrito sobre un cuerpo, Pintado sobre un cuerpo: “La literatura es (…) un arte del tatuaje: inscribe, cifra en la masa amorfa del lenguaje informativo los verdaderos signos de la significación.” (1999; 1154)
“El texto que usted escribe debe probarme que me desea.” (2004: 14), afirma Barthes. Es decir, no basta sólo con “crear un cuerpo” a partir de aquella “masa amorfa del lenguaje informativo”, sino que además, es necesario hacer de él un texto coqueto, con textura, un cuerpo que contenga cierta “fuerza erótica”.

III. Retórica barroca y erotismo
“Juego, pérdida, desperdicio y placer: es decir, erotismo en tanto que actividad puramente lúdica, que parodia la función de reproducción, transgresión de lo útil, del diálogo “natural” de los cuerpos.
En el erotismo la artificialidad, lo cultural, se manifiestan en el juego con el objeto perdido, juego cuya finalidad está en sí mismo y cuyo propósito no es la conducción de un mensaje –el de los elementos reproductores en este caso-, sino su desperdicio en función del placer.
Como la retórica barroca el erotismo se presenta en tanto ruptura total del nivel denotativo, directo y “natural” del lenguaje –somático-, como la perversión que implica toda metáfora, toda figura.” (Sarduy, 1999; 1251)
Aquí la relación de semejanza se produce en la medida de que ambos transgreden su función utilitaria: reproducir e informar. Es decir, una noción de erotismo que, por lo demás, es identificable con la de Georges Bataille (1957), para quien la actividad erótica es “antes que nada una exuberancia de la vida” (pp. 8) o, en palabras de Krzysztof Kulawik (2001), “la parte del excedente (la part maudite) de la actividad sexual, la pérdida improductiva, desprovista de la intención reproductiva de la procreación, es decir, de su función de utilidad” (pp. 265).
En 1967 Sarduy publica su (segunda) novela De dónde son los cantantes, cuyo Prólogo, “La faz barroca”, pertenece a Roland Barthes, convirtiéndose en una de las primeras explicitaciones de lo que el crítico francés propondrá más tarde en El placer del texto (1973).2 Lo que Barthes señala específicamente en el Prólogo (además de intentar argumentar la existencia de una “faz barroca” en el idioma francés) es que existiría un placer del lenguaje que precisamente esta novela contendría:
“Un libro viene ahora a recordarnos que fuera de los casos de comunicación transitiva o moral (Pásame el queso o Nosotros deseamos sinceramente la paz en Vietnam) existe un placer del lenguaje, de la misma textura, de la misma seda que el placer erótico, y que este placer del lenguaje es su verdad.” (1980; 4)3
“Placer del lenguaje” producido cuando el despliegue del significante logra superar la búsqueda de un fondo o del contenido de los mensajes, cuando se libera a la escritura y al lenguaje mismo de su función comunicativa, manifestando “la ubicuidad del significante, presente en todos los niveles del texto, y no, como se suele decir, sólo en su superficie (...).” (1980; 4)
Probablemente se trate de la misma libertad de la que habla en la entrevista “Placer/escritura/lectura”, aquella necesidad de “levantar la prohibición erótica que impregna desgraciadamente a los lenguajes, politizados o contraideológicos y los convierte en discursos tristes, pesados, repetidos, obsesivos, aburridos.” (2005: 138)

IV. Sobre la “función erótica” del texto
Otro escritor cubano vendrá a ejemplificar este erotismo de la retórica barroca: José Lezama Lima; pues, así como Roland Barthes se referirá a De dónde son los cantantes de Severo Sarduy para hablar del placer del lenguaje, Sarduy lo hará de Paradiso de Lezama. Al hablar de ella, en un apartado de “Horror al vacío” (1969) segundo capítulo de Escrito sobre un cuerpo que llevará (también) por nombre “Erotismo”, Sarduy explicita la importante diferenciación entre lo erótico y lo sexual al señalar que la fuerza o fundón erótica no existiría en las escenas explícitamente sexuales,
“sino en todo su cuerpo, en todo ese margen entre comillas que el libro abre en la franja, más vasta, de la lengua cubana y, precisamente, por estar comprometido en ella, por sintetizarla en el espejo, aunque cóncavo fiel,4 de su reducción. Es el lenguaje en sí, con su lentitud, con su enrevesamiento, con su proliferación de adjetivos, de paréntesis que contienen otros paréntesis, de subordinadas que a su vez se bifurcan, con la hipérbole de sus figuras y su avance por acumulación de estructuras fijas, lo que, en Paradiso, soporta la función erótica, placer que se constituye en su propia oralidad.” (1987: 297)5
De la caracterización que Sarduy realiza sobre lo erótico de Paradiso – paradigma de la escritura neobarroca latinoamericana –, me interesa resaltar: 1) la proliferación y la hipérbole de sus figuras; y 2) que estaría contenido en su oralidad; en tanto refieren, por un lado, a la existencia de ciertos mecanismos de artificialización, como la sustitución y la proliferación del significante planteados en “El barroco y el neobarroco”; y, por otro, lo propiamente erótico: la oralidad, pero no sólo en cuanto a su materialidad (textura, entonación, etc.), sino también en relación a esa lengua cubana que obras como Paradiso y De dónde son los cantantes son capaces de contener, a modo de intertextualidad y/o palimpsesto.
En cuanto al primer punto, cabe señalar la investigación de Krzysztof Kulawik (2001), sobre lo que él llama “la exuberancia discursiva” en la “dimensión textual-erótica”, siendo uno de los pocos que trata el tema erótico en relación a la escritura y los planteamientos teóricos del cubano, más allá de una mera interpretación de la sexualidad y el homoerotismo presente y patente hasta el cansancio, en la obra narrativa del autor, gracias a que el objetivo de Kulawik es determinar si el tipo de relación existente entre la exuberancia sexual (de los personajes) y la discursiva, está determinado por el contenido, por la forma, o si existe una relación simultánea entre ambos. Pero lo que aquí interesa de su investigación, tiene que ver directamente con el tratamiento de dicha “exuberancia”, fundamentalmente por la incorporación del aparato teórico sarduyano, evidenciado en la siguiente descripción:
“la exuberancia discursiva se puede percibir en el empleo de un estilo artificioso caracterizado por una audaz experimentación lingüística, una presencia excesiva de figuras poéticas como la metáfora, la elipsis, la hipérbole; en el empleo de técnicas lingüísticas como la proliferación, la sustitución y la condensación; en el uso paródico de la lengua mediante la polifonía textual, la intertextualidad y la metaficción (…)” (2001; 1 – 2)
Ahora, en cuanto a la oralidad, en tanto soporte de la “función erótica”, en “Soy una Juana de Arco electrónica, actual”, texto escrito en 1985, el escritor cubano, tal como lo evidencia el título, se compara con Juana de Arco, diciendo: “Como la santa guerrera, oigo voces. No me ordenan ningún sacrificio, ninguna oblación de mi cuerpo, de mi persona. Sólo que no escribo más que para esas voces.” (1999: 30) Pues bien, dicha oralidad (cubana, por cierto) de la que hablaba en 1969 para referirse a la obra de Lezama Lima, ahora la vuelve a tratar, pero para hablar de su propia obra: “Todo lo que escribo se presta para la difusión esencialmente vocal. Creo que no sólo mis poemas, sino hasta mis novelas ganan al ser leídas en voz alta.” (1999: 30) - Y esto, más allá de que De dónde son los cantantes en sus comienzos haya sido una pieza de teatro radiofónico-. “¿Por qué la voz, y no la imagen, por ejemplo? La respuesta es muy simple: por motivos puramente eróticos” (1999: 30). Pues, argumenta, es la voz la que capta o no su atención y su erotismo al encontrarse frente a otra persona, a menos que su imagen sea repulsiva, agrega. De esta manera, para el Sarduy de la década de los ’80, lo erótico corresponde a lo que Barthes denominó el grano de la voz: “Una textura, una entonación, una rugosidad, un timbre, un deje: algo que une al cuerpo con otra cosa, que a la vez lo centra, lo motiva y lo trasciende (…).” (1999: 30) Ahora, ¿no es a la voz acaso que Lacan denominó, entre otros, objeto a?

V. El objeto del Neobarroco
La relación entre literatura o, específicamente, teoría literaria y psicoanálisis está presente en casi la totalidad de la obra ensayística de Severo Sarduy, desde Escrito sobre un cuerpo (1969), y su análisis a la obra de Sade y la figura del perverso o “héroe sádico”, a Nueva inestabilidad (1987), donde gran parte del capítulo “Hacia la unificación” estará dedicado a la obra de Jacques Lacan. De esta manera, vemos cómo no sólo son “utilizados” ciertos conceptos como pulsión (de simulación) y gran Otro (A), sino que existen otros como objeto a, objeto parcial y objeto perdido que permiten configurar un cuerpo teórico capaz de determinar los fundamentos o principios de su programa escritural y del “barroco actual”, pues Sarduy se valdrá de dichos términos para hablar del objeto del barroco, un objeto que, determinado por el suplemento, por el excedente de lenguaje, fascina y produce placer. No obstante, en esta oportunidad sólo haré referencia al objeto a, término introducido -e inventado- por Lacan en la década de los ’60, “al profundizar las postulaciones freudianas de objeto perdido del deseo y de objeto de la pulsión” (Peskin; 2004). Específicamente, Lacan lo introdujo en su Seminario sobre la transferencia (1 de febrero de 1961), al referirse al Banquete de Platón (Roudinesco et Plon, 1998; 760). Sin embargo, en el devenir teórico del autor, el concepto fue adquiriendo diversas funciones, por lo que puede ser identificado como causa del deseo, plus de goce y resto, entre otros.
Particularmente el objeto a puede ser entendido como “el objeto deseado por el sujeto y que se sustrae a él, al punto de ser no representable, o de convertirse en “un resto” no simbolizable.” (1998; 759) Es decir, “un objeto que por nominación se hace presente, pero es y seguirá siendo un objeto ausente, una falta” (2004) que, a su vez, sólo puede ser identificada bajo la forma de “éclats” (fragmentos; brillos; explosión; resplandor) parciales del cuerpo.6
En la obra sarduyana, el objeto a preside el espacio neobarroco y, concretamente, se configura como 1) residuo: suplemento de lenguaje, exuberancia discursiva, exceso que trasciende la función comunicativa del lenguaje; y 2) desajuste: “entre la realidad y la imagen fantasmática que la sostiene”, entre “la saturación sin límites, la proliferación ahogante, el horror vacui” y la obra neobarroca (1999; 1251), “reflejo reductor de lo que la envuelve y la trasciende”: “la vastedad del lenguaje que la circunscribe, la organización del universo” (1999; 1252). No obstante, aun cuando este desajuste caracteriza también al barroco, es en el neobarroco donde existe la conciencia de su existencia, y aún así se insiste estructuralmente en él: la práctica del barroco actual se vuelve un juego en función del placer, pero un juego que también devela una crisis del sujeto, en tanto se sabe habitado y constelado por una inestabilidad, por una ruptura y una “carencia que constituye nuestro fundamento epistémico. Neobarroco del desequilibrio, reflejo estructural de un deseo que no puede alcanzar su objeto, deseo para el cual el logos no ha organizado más que una pantalla que esconde la carencia.” (1999; 1252) “Barroco que recusa toda instauración, que metaforiza el orden destruido, al dios juzgado, a la ley transgredida (…)” (1999; 1253)


Bibliografía
Barthes, Roland (1972). “Placer/escritura/lectura”, en El grano de la voz. Entrevistas 1962-1980. Siglo Veintiuno Editores, 2005, Argentina. Pp. 133-149.
_____________ (1974). El placer del texto y lección inaugural. Siglo Veintiuno Editores, 2004, México.
Carreter, Fernando Lázaro (1979). Estudios de poética (La obra en sí). Editorial Taurus, Madrid.
Ducrot, O. y Todorov, T. (1974). Diccionario enciclopédico de las ciencias del lenguaje. Editorial Siglo XXI, Buenos Aires. En Marchese, Angelo y Forradelas, Joaquín, 1989. Diccionario de retórica, crítica y terminología literaria. Editorial Ariel, Barcelona. Pp. 324 – 326
Kulawik, Krzysztof (2001). Travestismo lingüístico: el enmascaramiento de la identidad sexual en la narrativa neobarroca de Severo Sarduy, Diamela Eltit, Osvaldo Lamborghini e Hilda Hilst. Tesis para optar al grado de Doctor en Filosofía, Universidad de Florida.
Peskin, Leonardo (2004). El objeto a. Revista "Psicoanálisis: ayer y hoy". Sección Reseñas conceptuales. Nº 2, primavera 2004. En http://www.elpsicoanalisis.org.ar/numero2/objetoa2.htm
Roudinesco, Elisabeth et Plon, Michel (1998). Diccionario de psicoanálisis. Editorial Paidós, Argentina.
Sarduy, Severo (1999). Obra completa. Edición crítica de Gustavo Guerrero y Francois Wahl, Tomos I y II, Fondo de Cultura económica, España.


Notas.-
1 Cabe destacar, que en esta publicación Sarduy le agregó al comienzo el apartado “Economía”.
2 Cabe destacar, que entre ambos escritores existen muchos otros “roces” textuales y conceptuales, explícitos como implícitos. Entre los primeros, por ejemplo, destaca la mención que hace Barthes de Cobra en El placer del lenguaje; la que hace Sarduy en “Erotismo” -escrito en 1973-, al citar un fragmento de “La faz barroca” (1987: 298), y en “Soy una Juana de Arco electrónica, actual” -escrito en 1985- hablar de el grano de la voz de Barthes.
3 El ennegrecido es mío.
4 En relación a esta frase, el mismo Sarduy aclara: “Si he citado el espejo gongorino, aunque cóncavo fiel, es porque en Paradiso ese erotismo pasa por la reflexión o la reducción de la Imagen. La imagen, que en Lezama no es transitiva y cuya única función es la de “imaginar”. (1987: 298)
5 Nuevamente el ennegrecido es mío.
6 www.tuanalista.com/Diccionario-Psicoanalisis/6441/Objeto-a.htm

martes, 2 de octubre de 2012

El señor barroco José Lezama Lima - Jorge Luis Arcos



A diferencia del gran novelista cubano Alejo Carpentier, quien construyó con su impresionante ciclo narrativo una de las imágenes más universales de América Latina, al punto de ser considerado por Harold Bloom acaso el escritor canónico por excelencia de esa parte del mundo, José Lezama Lima continúa siendo una rara avis dentro del imaginario hispanoamericano. El hecho sorprendente de que una importantísima encuesta realizada por la revista Times al concluir el siglo XX situara a su novela Paradiso, en tercer lugar de votos, dentro de la narrativa universal, acrecienta, en vez de disminuir, la extrañeza que le es consustancial a toda su obra. Lezama no influyó, como sí Carpentier y de una manera decisiva, en el llamado boom de la narrativa hispanoamericana. Por ejemplo, novelistas tan universales como Gabriel García Márquez o Carlos Fuentes reconocen a Carpentier como un antecedente ineludible. En el caso de Lezama, es cierto que la celebridad alcanzada por su novela se debió en parte al favorable contexto de recepción que propició el boom, sobre todo a partir del ensayo de Julio Cortázar, “Para llegar a Lezama Lima”, que incluyó en su libro La vuelta al día en ochenta mundos, donde el escritor habanero aparecía como un raro deslumbrante. Los cinco primeros capítulos de su novela habían aparecido en la revista Orígenes, más un fragmento del último, entre 1949 y 1955, sin ninguna repercusión ostensible. Finalmente, su novela se publica en La Habana en 1966. Es a partir de entonces, y gracias a la crítica inteligente y participante de Cortázar, que la ya dilatada obra de José Lezama Lima comienza a ser reconocida más allá de su contexto insular. Se descubre entonces al poeta acaso más singular del siglo xx iberoamericano, y a un ensayista no menos notable. Sin embargo, su obra continúa ofreciendo una tenaz resistencia, a pesar de que, sobre todo a partir de la década del 80, sucede, tanto en su propio país como en los medios académicos de Europa y Estados Unidos, una suerte de boom hermenéutico de su obra, que nos recuerda aquella entre irónica y melancólica frase suya a propósito del éxito alcanzado por su novela: “Seremos pasto de profesores”. Esto es un buen síntoma, porque prolonga su extrañeza y la concurrente avidez crítica más allá del contexto histórico del llamado boom de la nueva novela latinoamericana. Esa tenaz resistencia aludida se mantiene hasta el presente, acaso porque le es consustancial a su propia obra. En una carta a Cintio Vitier, fechada en 1944, le escribe: “¿Huye la poesía de las cosas? ¿Qué eso de huir? En sentido pascalino, la única manera de caminar y de adelantar. Se convierte a sí misma, la poesía, en una sustancia tan real, y tan devoradora, que la encontramos en todas las presencias”. Y más adelante precisa: “Y no es el flotar, no es la poesía en la luz impresionista, sino la realización de un cuerpo que se constituye en enemigo y desde allí nos mira. Pero cada paso dentro de esa enemistad provoca estela o comunicación inefable”. Se establece así un combate entre el poeta, el poema y la poesía: el poeta en busca de la poesía, que le opone siempre una resistencia, se muestra momentáneamente en el poema pero al cabo huye, desaparece de nuevo, no se deja poseer. Pero fijémonos en que Lezama había dicho que aquella estaba “en todas las presencias”, por donde su avidez poética compromete a toda la realidad. En muchos poemas de Enemigo rumor (1941) se ilustra ese combate, donde el poeta apetece organizar en el poema un cuerpo resistente frente al paso del tiempo frente a la hurañez de la poesía. Así, escribe en “Pez nocturno”: “La oscura lucha con el pez concluye; / su boca finge de la noche orilla. / Las escamas enciende, sólo brilla / aquella plata que de pronto huye”, donde hace más claro, metapoéticamente, el sentido de su famoso poema “Ah, que tú escapes”, donde expresa: “Ah, que tú escapes en el instante / en el que ya habías alcanzado tu definición mejor”. De manera que Lezama se plantea desde un inicio oponer frente a la avidez de la muerte y el tiempo, una avidez equivalente, “una avidez regia” –expresó Cintio Vitier-, una avidez de raíz barroca.

Una de las dificultades que entraña la lectura de su obra reside justamente en su poderoso universo metapoético. Toda su obra, ya sean sus poemas, ensayos, cuentos o novelas, adquieren un sentido primordial, omnicomprensivo, a la luz de lo que él mismo llamó una temeridad, una locura, un imposible: la creación de un sistema poético del mundo. O, como le dice a Cintio Vitier en una temprana carta en 1939, a propósito de una frase de Juan Ramón Jiménez: “seguro instinto consciente”. Dice Lezama: “Yo le llamaría nueva habitabilidad del paraíso por el conocimiento poético. Sabido es que el otro conocimiento fue el que lo hizo inhabitable”. En muy significativo, por cierto, que ese mismo año publique María Zambrano en México (ya la conocía Lezama desde 1936) Pensamiento y poesía en la vida española y Filosofía y poesía, donde la pensadora andaluza expone por primera vez, extensamente, lo que luego configurará, a lo largo de toda su obra, como su razón poética. En todo caso, influjos o fecundaciones aparte o mediante, Lezama se propuso crear con su sistema poético una cosmovisión. Pero repárese en que no se limitó, como sucede en sus ensayos, a describir reflexivamente sus llamadas categorías poéticas o de relación, sino que las desplegó, las encarnó en sus poemas, cuentos y novelas e, incluso, en sus propios ensayos, de tal manera que todas sus creaciones se constituyen en verdaderos “cuerpos vivientes”, a partir de la primordialidad que le confiere Lezama a la imagen. Y aquí se establece el punto de diferencia más importante de Lezama con otros creadores, por ejemplo, con los novelistas hispanoamericanos y con el propio Carpentier.

A partir de su teoría de la imagen, Lezama expone lo que puede servirnos para comprender la raíz barroca de toda su obra. Desde su ecumenismo católico tomista, una suerte de catolicidad incorporativa que linda con la heterodoxia –católico órfico, le llamó María Zambrano-, Lezama parte de las categorías tomistas de la imagen y la semejanza para explicar el centro de su sistema poético. Si el hombre, por el pecado original, y su expulsión del paraíso, perdió la identidad, es decir la semejanza con Dios, sólo le queda la posibilidad de ser imagen. De ahí que, según Lezama “la imagen deba empatar o zurcir el espacio de la caída”. Citando concurrentemente a Pascal dice que si la verdadera naturaleza se ha perdido, todo puede ser naturaleza, esto es, todo puede ser imagen, por lo que la imagen es naturaleza sustituida o se erige en una segunda naturaleza. La imagen será pues, en última instancia, realidad de un mundo invisible, pero que no pierde el vínculo encarnado con la realidad de las apariencias, simbolizadas por la inmensa red de metáforas con que el poeta construye el poema y que aspiran a destilar una imagen, una imagen significativa, lo que él llamó el cubrefuego de la imagen, para que dote de sentido final, último, trascendente, también retrospectivo, a todo el poema. La imagen será la mediadora entre los dos reinos enemistados, intentando borrar aquel dualismo de raíz sagrada, por donde el poeta despliega con su arte de cetrería y con esa resistencia una suerte de conjuro propiciatorio: la infinita urdimbre de metáforas y analogías crean una tensión horizontal dentro del mundo inmanente (tal en la tropología aristotélica) pero para dar de sí otra tensión, esta vertical, anagógica, que completa la cruz, y que culmina con la relación entre lo inmanente y lo trascendente, o, como diría Lezama, entre lo cercano y lo lejano, entre lo telúrico y lo estelar. De ahí que Lezama espere todo conocimiento de la imagen poética, suerte de correlato de la razón o logos poético zambraniano. Lezama se propone llenar aquella carencia, aquel vacío, con su imagen, en este sentido barroca, es decir, frente al horror vacui, Lezama despliega lo que él llama la ocupatio, la incesante de proliferación de imágenes, que acaso halla su paroxismo creador en su poemario Dador. Dice, por ejemplo, Fina García Marruz:

“Esta poesía tachada de oscura, de hiperbólica, de excesiva, nos da de pronto algo poco frecuente en los predios abusivamente líricos de la poesía, la corporeidad de las cosas. Las vemos con una netitud que parece que se toca. No su interpretación, no su comentario, sino su cuerpo que no precisa ser comprendido. ¿Quién comprende a una silla, un frutero, un astro? La costumbre de verlas nos hace olvidar que a veces ellas son una mancha de color para nosotros, el comienzo de un pensamiento que no les concierne o una forma que no significa. En realidad las cosas son endemoniadamente oscuras. A veces nos alargan un brazo, un color o una indiferencia, otras un exceso, una jocosidad inatendida.”

Si a todo esto agregamos su creencia en la sustantividad de las imágenes, que vale tanto entonces para lo conocido como para lo desconocido, para lo visible como para lo invisible, comprendemos entonces otra diferencia importante. La imagen para Lezama no es lo imaginario, lo sustitutivo, lo ornamental, lo indirecto, lo figurado, en fin, un añadido tropológico, un procedimiento retórico, sino lo directo, lo real, lo sustantivo. Cintio Vitier, a partir de sus lecturas de los innumerables comentaristas de Góngora, e inspirándose en la definición que da Alfonso Reyes de la figura retórica catacresis (abuso): nombrar lo que no tiene nombre, en un librito muy importante aunque casi desconocido, Poética (1961), desarrolla la que hasta ahora mismo, al menos para mí, es la aproximación más satisfactoria al fenómeno poético. Allí concluye que: “para las realidades que persigue la poesía, no hay otro nombre que el que ella les da”. Repárese en que el centro mismo de la reflexión que hace Alejo Carpentier sobre la necesidad de un lenguaje barroco para revelar la realidad o singularidad innominada de América, está esa necesidad adánica de nombrar las cosas. Pero no las cosas ya conocidas, sino las otras, las nuevas, las vírgenes, inéditas, desconocidas- Se pregunta Cintio: “¿qué sentido tendría volver a nombrar lo que ya está nombrado? Quiero decir: ¿qué sentido estético y creador? ¿No será que esas cosas del poeta se le aparecen a él, siempre, como islas sin nombres, como realidades, veladas, misteriosas y desconocidas? ¿No será que la poesía, ya en un plano óntico y no retórico, es catacresis esencial, nombrar lo que esencialmente no tiene nombre?” De aquí se derivaría que la poesía es esencialmente un menester de conocimiento, y un conocimiento de lo desconocido. Es muy significativo que en la propia etimología de catacresis aparezca la acepción de abuso, tan vinculada a uno de los procedimientos retóricos del barroco. Y aquí conviene detenerse para tratar de comprender el sentido que le damos al termino barroco aplicado a Lezama Lima.

Acaso él mismo contribuyó en parte a la confusión de la crítica en la que se terminó por diluir el sentido creador, genésico con que empleaba el término barroco José Lezama Lima. De ahí que en dos borradores de una carta a Carlos Meneses, fechados en 1975, ante las preguntas que este le hace sobre el barroco americano, Lezama le conteste con un tono algo excesivo:

“Creo que cometemos un error, usar viejas calificaciones para nuevas formas de expresión. La hybris, lo híbrido me parece la actual manifestación del lenguaje. Pero todas las literaturas son un poco híbridas. España, por ejemplo (...) // Creo que ya lo de barroco va resultando un término apestoso, apoyado en la costumbre y el cansancio. Con el calificativo de barroco se trata de apresar maneras que en su fondo tienen diferencias radicales. García Márquez no es barroco, tampoco lo son Cortázar o Fuentes, Carpentier parece más bien un neoclásico, Borges mucho menos. // La sorpresa con que nuestra literatura llegó a Europa hizo echarle mano a esa vieja manera, por otra parte en extremo brillante y que tuvo momentos de gran esplendor. // La palabra barroco se emplea inadecuadamente y tiene su raíz en el resentimiento. Todos los escritores agrupados en ese grupo son de innegable talento y de características muy diversas. No es posible encontrar puntos de semejanza entre Rayuela y las Conversaciones en la catedral, aunque lo americano está allí. De una manera decidida en Vargas Llosa y por largos laberintos en Rayuela.”

Creo que al final de su vida Lezama reaccionaba -algo excesivamente, advertía- contra esa crítica académica que prefería la facilidad de las comunidades generales a la precisión de las diferencias, de las singularidades. El propio Lezama incorporó del barroco más de un elemento a su práctica escritural, a la vez que defendió, en La expresión americana, el surgimiento de ese señor barroco americano, tan diferente al europeo, aunque sin renegar nunca de su fuente primigenia, sobre todo hispánica. Pero fijémonos en que, a diferencia de Carpentier, que parece extender la necesidad y la presencia de un barroco americano a toda la historia de América, incluyendo la precolombina, Lezama lo ciñe al período de la conquista y la colonización, sin negar tampoco sus antecedentes prehispánicos. El propio Carpentier, acaso movido por la necesidad de fijar su propia poética, trazó una equivalencia demasiado categórica entre lo barroco y lo real maravilloso. Sin embargo, aunque su propia poética conoció de una notable evolución y enriquecimiento a partir del texto inaugural de 1948, su prólogo a El reino de este mundo, alrededor de esa misma fecha, en un texto muy poco conocido, “Tristán e Isolda en Tierra Firme” (1989), había hecho prevalecer como rasgo distintivo de la cultura  hispanoamericana al romanticismo. Escribe entonces: “El hombre hallado dentro y no fuera, lo universal en lo local, lo eterno en lo circunscrito. Ese sistema, ese método de acercamiento, único posible en América, es de pura cepa romántica”, y más adelante: “Nuestro pasado, nuestra historia, son románticos”, aunque en algún momento reconoce que “es en el Nuevo Mundo donde hay que buscar la apoteosis del barroco”. Una lectura atenta de este manuscrito demostrará que, con posterioridad, muchas de sus argumentaciones fueron utilizadas en ensayos posteriores, prácticamente textuales, sólo que cambiando lo romántico por lo barroco. Creo que es precisamente contra esa excesiva generalización contra la que pudo oponerse Lezama, quien también en La expresión americana, dedicó un ensayo entero a nuestro singular romanticismo americano, a veces, con ejemplos semejantes a los de este texto entonces desconocido de Carpentier.

Pero había adelantado que en esa calificación de barroco al gesto creador de Lezama, y que al final de su vida no le complacía, había ayudado en parte el propio creador de Paradiso. En efecto, Lezama no fue para nada ajeno a la revalorización que hizo la Generación del 27 de Góngora. El mismo escribió un importante ensayo, “Sierpe de don Luis de Góngora” (1951), del cual, por ejemplo, extrae el neobarroco Severo Sarduy muchas de sus claridades. Pero la lectura de Sarduy es parcial, limitada a lo que del Góngora lezamiano interesa para su propia poética. Pero el Góngora lezamiano va más allá del cordobés, lo cual sí tiene mucho que ver con la peculiar incorporación creadora, re-creadora, imaginal (no imaginaria), que hacía Lezama de la cultura. Me refiero, por ejemplo, al momento en que, buscando una imposible síntesis, más bien una solución unitiva que perdure como lección creadora para la contemporaneidad, Lezama une a Góngora y a San Juan de la Cruz. Escuchemos ahora uno de los momentos más altos del ensayo iberoamericano en el siglo XX. Dice Lezama:

“Faltaba a esa penetración de luminosidad la noche oscura de San Juan, pues aquel rayo de conocer poético sin su acompañante noche oscura, sólo podía mostrar el relámpago de la cetrera actuando sobre la escaloyada Quizás ningún pueblo haya tenido el planteamiento de su poesía tan concentrado como en ese momento español en que el rayo metafórico de Góngora necesita y clama, mostrando dolorosa incompletez, aquella noche oscura envolvente y amistosa. Su imposibilidad del otro paisaje cubierto por el sueño y que venía a ocupar el discontinuo bosque americano; la integración de las nuevas aguas extendidas mucho más allá de las metamorfosis grecolatinas de los ríos y de los árboles, unido a esa ausencia de noche oscura, negada concha húmeda para el gongorino rayo, llevaban a don Luis enfurruñado y recomido por las sierras de Córdoba. ¡Qué imposible estampa, si en la noche de amigas soledades cordobesas, don Luis fuese invitado a desmontar su enjaezada mula por la delicadeza de la mano de San Juan!”

Y más adelante concluye: “Será la pervivencia del barroco poético español las posibilidades siempre contemporáneas del rayo metafórico de Góngora envuelto por la noche oscura de San Juan” Esta visión creadora de la cultura, esta impulsión recreadora de la imagen hacia lo desconocido, fue lo esencial en Lezama, lo que llevó a Fina García Marruz, en un importante ensayo, “La poesía es un caracol nocturno”, a decir: “Su actitud pareció casaliana, su poesía gongorina, cuando estuvo en realidad más cerca –pese a las obvias diferencias- de Martí que de Casal, como –pese a los obvios parecidos- de San Juan de la Cruz que del racionero cordobés”. Lo que confundió a la crítica fue, como siempre, lo exterior, lo más visible, lo más conocido, lo más generalizable. No se atendió a la descomunal capacidad incorporativa y re-creadora del propio Lezama, aquella que hizo escribir a Cintio Vitier en un juicio memorable de su Lo cubano en la poesía: “Su originalidad era tan grande y los elementos que integraba (Garcilaso, Góngora, Quevedo, San Juan, Lautréamont, el surrealismo, Valéry, Claudel, Rilke) eran tan violentamente heterogéneos, que si aquello no se resolvía en un caos, tenía que engendrar un mundo”. El propio Cintio no rehuye el calificativo de barroco, pero siempre aclarando que se trataba de un barroquismo diferente, singular.

Ya en otro texto he insistido en que solo una lectura superficial puede establecer una equivalencia entre la poesía de Góngora y la de Lezama, pues si aquella soporta ser descifrada hermenéuticamente, como hizo un Dámaso Alonso, la de Lezama se resiste a este tipo de lectura crítica. Su sentido no depende de una posible traducción tropológica, ni una búsqueda, casi siempre infructuosa en su caso, del referente, sino de la gravitación de una imagen final. En este sentido la poesía de Lezama exige una lectura casi literal del poema, quiero decir natural, no literaria, sin por eso dejar de reconocer aquellos significados esclarecedores que nos puede aportar una lectura metapoética, eso sí, acorde con los postulados intrínsecos a su llamado sistema poético del mundo. Debo aclarar que, por ejemplo, de acuerdo al significado que le confiere Cintio a la catacresis, la propia poesía de Góngora puede ser traicionada al descifrarla, al traducirla, pues ninguna lectura puede sustituir a la primera. Esas imágenes gongorinas son reales, es decir, crean esas realidades, furiosamente particulares a la vez que extrañamente simbólicas, resonantes. Por cierto, una lectura en este sentido del culteranismo gongorino puede aportarle a su gesto creador un sentido mucho más trascendente que el meramente literario, con ser este tan importante. Pero regresando a Lezama, y como demuestra, por ejemplo, en La expresión americana, su conocimiento del barroco español no se detenía en sus grandes figuras sino que alcanzaba a sus poetas llamados menores, algo que desconcertó a Karl Vossler cuando lo conoció en La Habana. No por casualidad Lezama defiende la necesidad de la existencia de esa llamada poesía menor en la poesía hispanoamericana –llega a hablar de “ese malo poeta imprescindible” o “necesario”-, incluso de la llamada poesía popular. Basta la lectura de La expresión americana para borrar esas acusaciones de cultismo, etc., de que fue objeto Lezama. Incluso, con esa pista, acaso podamos entender mejor cierto despojamiento culterano, preciosista que fue acusando su poesía con el tiempo, y que lo llevaron a acceder a una visión de la poesía casi natural, salvaje, quiero decir, no afincada en lo meramente literario. De ahí, y no de un exceso de amaneramiento barroco, se deriva ese barroquismo áspero, incluso feo, tan suyo, tan alejado de un lirismo fácil o lindo–para el que estaba, por otra parte, tan dotado-, como se explaya, por ejemplo, en Dador, y que contrasta con el de sus primeros libros, Muerte de Narciso (1938) y Enemigo rumor (1941). Y aquí tendríamos que regresar al juicio ya citado de Fina sobre Dador (1960). Incluso, en su poemario póstumo, Fragmentos a su imán (1977), con título ya barroco, integrador, unitivo, Lezama crea, para el que sepa leer, otro barroco, esta vez íntimo, confesional, el “barroco carcelario”, muy condicionado por las trágicas circunstancias en que transcurrió el final de su vida.

Pero hecha esta larga introducción, porque de eso se trata, acerquémonos ahora a algunos de los contenidos más incitantes de su libro La expresión americana (1957). Lo primero que debe condicionar nuestra lectura es su noción de la visión histórica en contraposición al tradicional sentido histórico, y, a la vez –y para ello se hace necesario la lectura de otro libro suyo, La cantidad hechizada (1970)-, la formulación lezamiana de las eras imaginarias, que todavía en La expresión americana son denotadas como “entidades naturales o culturales imaginarias”, que, por cierto, como arguye Fina García Marruz, debió llamar imaginísticas o imaginales, para precisar aún más la preeminencia de la imagen por sobre lo meramente imaginario, ambos conceptos inseparables de los contenidos metapoéticos de su llamado sistema poético del mundo, desplegado en estos y otros libros suyos, Analecta del reloj (1953) y Tratados en La Habana (1958). De ahí la inicial dificultad que puede entregar una lectura parcial de la obra lezamiana.

Lo primero sobre lo que queremos llamar la atención en la lectura de La expresión americana es en la cualidad simultáneamente poética y narrativa de estos ensayos. Cuando digo poética no me refiero a las cualidades líricas de su lenguaje sino a que a menudo sus juicios y valoraciones reflexivas se ofrecen desde el conocimiento que le es inherente a la imagen, algo muy diferente, por ejemplo, del estilo reflexivo de Alejo Carpentier, en este caso muy cartesiano. Asimismo, el ensayista se vale muchas veces de personajes –él mismo los califica como “el sujeto metafórico”- reales o simbólicos: Fray Servando Teresa de Miers (en quien, por cierto, basó su más perdurable novela Reynaldo Arenas), Francisco Miranda, Simón Rodríguez, José Martí, o el señor barroco, el señor estanciero y el desterrado romántico. De Martí llega a hablar como “señor delegado de la ausencia”. También habla de “los grandes encalabozados, los desterrados galantes, los misántropos huidizos, los inapresables superiores de veras” del siglo XIX americano. Es la imagen la que guía sus reflexiones, a veces dramatizadas por ese cambiante “sujeto metafórico”. Es, en última instancia, lo que preconiza en “Mitos y cansancio clásico”, ensayo que sirve como introducción y deslinde teórico de ciertas posiciones que le fueron contemporáneas de Splenger, Toynbee, T. S. Eliot, Nietzsche, incluso Hegel, con relación a una interpretación de las culturas en la historia, al decidirse por la proposición de Ernest Robert Curtius: una técnica de ficción. Dice: “Nuestro método quisiera acercarse a esa técnica de la ficción, preconizada por Curtius, que al método mítico crítico de Eliot. Todo tendrá que ser reconstruido, invencionado de nuevo, y los viejos mitos, al reaparecer de nuevo, nos ofrecerán sus conjuros y sus enigmas con un rostro desconocido. La ficción de los mitos son nuevos mitos, con nuevos cansancios y terrores” Y enseguida advierte: “Si una cultura no logra crear un tipo de imaginación, si eso fuera posible, en cuanto sufriese el acarreo cuantitativo de los milenios sería toscamente indescifrable”

Se debe reconocer que no otra perspectiva, aunque no tan presente en sus ensayos como en algunas de sus novelas, guía la perspectiva narrativa de Alejo Carpentier. Es muy interesante que esa lectura imaginal lezamiana lo lleve a conclusiones muy revolucionarias, muy singulares, sobre la expresión americana. No se olvide que en la primera mitad del siglo XX, hasta avanzada la década del 50, se desarrolló tanto en España como en América Latina la preocupación por las culturas e identidades nacionales, de ahí la búsqueda de una españolidad, mexicanidad, argentinidad, peruanidad, cubanidad, y, concurrentemente, la preocupación por una expresión americana, preocupación esta última que se desarrollaría aún más a partir de la década del 60 como la búsqueda de una identidad latinoamericana. De ahí incluso las polémicas en torno a la especificidad o no de una teoría de la literatura hispanoamericana, etc. Llamo rápidamente la atención sobre todo esto para comprender el contexto epocal en que Lezama escribe La expresión americana. Ya el propio Lezama, en su Coloquio con Juan Ramón Jiménez (1937) había desplegado su teoría de “una insularidad poética” que, dice, “no rehuye soluciones universalistas”, porque entonces quería separarse de cierto énfasis en los componentes raciales. Finalmente aboga por la solución que guió toda la aventura origenista: “la ínsula distinta en el cosmos o, lo que es lo mismo, la ínsula indistinta en el cosmos”, y que tuvo en un libro como Lo cubano en la poesía, de Cintio Vitier, su ejemplo más profundo y polémico. Hay que insistir en que su perspectiva final, la que encarnó en las llamadas eras imaginarias, fue universalista, sin olvidar por ello los aportes concretos de lo nacional o incluso regional. Dice Lezama:

“No basta que la imagen actúe sobre lo temporal histórico, para que se engendre una era imaginaria, es decir, para que el reino poético se instaure. Ni es tan sólo que la causalidad metafórica llegue a hacerse viviente, por personas donde la fabulación unió lo real con lo invisible (...), sino que esas eras imaginarias tienen que surgir en grandes fondos temporales, ya milenios, ya situaciones excepcionales, que se hacen arquetípicas, que se congelan, donde la imagen las puede apresar al repetirse. En los milenios, exigidos por una cultura, donde la imagen actúa sobre determinadas circunstancias excepcionales, al convertirse el hecho en una viviente causalidad metafórica, es donde se sitúan esas eras imaginarias. La historia de la poesía no puede ser otra cosa que el estudio y expresión de las eras imaginarias”

No obstante, en un ensayo muy posterior a La expresión americana (1957) y a sus ensayos sobre la eras imaginarias, “Imagen de América Latina” (1972), Lezama reconoce que “Lo que hemos llamado la era americana de la imagen tiene como sus mejores signos de expresión los nuevos sentidos del cronista de Indias, el señorío barroco, la rebelión del romanticismo”. No es ocioso tampoco señalar que uno de los mejores conocedores de la narrativa cubana; Roberto Friol, no vacila al afirmar que “Paradiso es (...) un fruto del barroco americano”. Otros críticos han discurrido incluso sobre el manierismo lezamiano.

Lo que en última instancia propone Lezama es una interpretación no meramente racionalista o historicista, también le llamará causalista, de la historia. Con su lectura imaginal, con su defensa de una visión histórica contra un sentido histórico, Lezama trata de liberarse de una lectura horizontal, diacrónica, para proponer otra vertical, sincrónica. Trata de captar aquella historia significativa, no apócrifa, como diría María Zambrano. Justamente al releer la historia desde una perspectiva no sólo racionalista sino poética, Lezama, como también quiso la Zambrano, pretende igualmente rescatar toda una historia marginal, sumergida, oculta. De esta manera trata de apartarse de ciertas valoraciones pesimistas sobre la historia y las culturas en general, a la vez que zafarse de ciertas miradas eurocentristas a la hora de interpretar las singularidades de la historia de América. Por eso precisa: “He ahí el germen del complejo terrible del americano: creer que su expresión no es forma alcanzada, sino problematismo, cosa a resolver. Sudoroso e inhibido por tan presuntuosos complejos, busca en la autoctonía el lujo que se le negaba, y acorralado entre esa pequeñez y el espejismo de las realizaciones europeas, revisa sus datos, pero ha olvidado lo esencial, que el plasma de su autoctonía, es tierra igual a la de Europa”. Juicio donde también parecen resonar posteriores ecos carpenterianos. Es muy curioso cómo durante al menos dos décadas , la del 60 y 70, se privilegiaron ciertos ensayos de Carpentier, sin duda de verdadero valor, y se obviaron estos anteriores de Lezama. Pero esto ya nos abocaría a otra historia. Por lo demás, como demuestra aquel texto ya comentado, “Tristán e Isolda en Tierra Firme”, muchas preocupaciones de Lezama y Carpentier fueron coincidentes, si bien en Lezama, por su mayor poeticidad, queda siempre como un más allá, un sin fin de insinuaciones, de potencialidades, que no puede albergar el discurso más puramente racional de Carpentier. Acaso habría que plantearse –cosa que no podemos ni siquiera esbozar aquí, por su dilatada dilucidación-, junto a la contraposición, ya bastante asediada por la crítica, de los términos “lo real maravilloso” carpenteriano y el realismo mágico, profusamente aplicado a García Márquez, de estos a la luz de otro equivalente de Lezama: “lo maravilloso natural”, más apegado al sentido ya enunciado de la imaginización de lo real. Asimismo, tanto Carpentier, como Lezama, aunque desde diferentes miradores críticos, incorporaron el surrealismo a sus respectivas cosmovisiones y prácticas escriturales, a la vez que de distinto modo guardaron una distancia crítica de sus consecuencias.

Se ha debatido mucho sobre cierto pesimismo que late, al menos como posibilidad, en la visión de la historia carpenteriana desarrollada en sus novelas. En este sentido, Lezama es más optimista, al menos por el resguardo de su ontología religiosa, que le hace oponer frente al tiempo y la muerte la imagen de la resurrección. Lezama es un apocalíptico positivo. Ya se sabe que Lezama, frente a la idea de Heiddeguer del hombre como un ser para la muerte, esgrime su confianza en el poeta como el creador de una causalidad para la resurrección. Por eso confía, en última instancia, proféticamente, en la encarnación futura de la poesía en la historia: la imagen como una partera de realidades y de actos. Y es por este sentido trascendente que Fina García Marruz, en un libro que se ha tornado muy polémico en Cuba, La familia de Orígenes, establece una tajante diferencia entre el sentido del barroquismo lezamiano y el neobarroco de un Severo Sarduy, quien incluso trató de presentar a Lezama como un neobarroco, y a sí mismo como su heredero. Acaso Fina sea muy categórica, en tanto ningún argumento ideológico puede negar ninguna práctica escritural. Ni siquiera, en literatura, un argumento, una opción cosmovisiva, pueda negar la validez o al menos la legitimidad de otra diferente. Pero lo que sí es evidente es la distinta percepción, ya no sólo de lo barroco, sino del mundo, que detentan Lezama y Sarduy. No es un secreto que este último se ha considerado siempre un discípulo de Lezama, pero habrá que convenir también en que es un discípulo que se desvía creadoramente de su maestro a través de eso que denominó Bloom como una mala lectura. Fina, que acaso no ha leído toda la obra reflexiva y narrativa de Sarduy, se basa en una “Entrevista de el inventor del neo-barroco Severo Sarduy con Jorge Fontefrider”, publicada por el Diario de Poesía, en Buenos Aires, en 1981. Allí expresa Sarduy que “Cuando yo utilizo la pacotilla del drug-store de Saint German des Pres, textos canónigos del budismo tibetano, imágenes que hallé en Bombay, recetas de cocina china y cubana, todo está en el mismo nivel, no hay perspectiva ideológica y religiosa”. Luego habla de su tendencia al “aplanamiento”. Ciertamente, y no sólo por los argumentos de Fina, es obvio que hay una diferencia de raíz entre Lezama y Sarduy. Ya Lezama, en un texto muy anterior, “Mann y el fin de la grandeza”, fechado en 1955, había dejado muy clara su posición frente al pesimismo histórico, igual que lo hace en La expresión americana. En aquel ensayo expresa:

“Desconfiamos de la posiciones crepusculares, de su pesimismo en las artes, pero es innegable que nuestros días conllevan una crisis de lo germinativo. Parece una sustancia, que cansada de soportar su antítesis, comienza a extinguirse. Muchos signos de nuestra época están llenos de que es su propio soporte el que se doblega, y que los movimientos en las artes y en el pensamiento actuales estaban ya revertidos en sus precursores. ¿Podría alcanzar el existencialismo una elevación más poderosa que en Pascal o en Kierkegaar? ¿Podrá el arte abstracto realizar más que en Klee o en Kandisky? No lo creemos, y un arte que nace ya abarcado o contenido por sus precursores, se convierte en mera ilustración de sus fichas eidéticas. Así también la novela, al abrir su compás en una forma tan desmesurada que comprende en un solo signo las situaciones espaciales y el dominio de lo temporal, entra también en la crisis de la región que tiene que atravesar o descubrir. Gérmenes, orígenes, plasmas nuevos tienen que ser descubiertos por la nueva novela después de Proust, de Joyce o Mann. Y los atisbos que se muestran parecen muy alejados de toda esa grandeza.”

Pero, además, para Lezama, como expresa en el último ensayo de La expresión americana, “Sumas críticas del americano”, parece haber una salida –y repárese en que el término “americano” incluye para Lezama a Norteamérica, como demuestra cuando elogia a Melville y a Whitman, y expresa: “instauran en pleno siglo XIX, la era de los hombres de los comienzos”. Esa salida, esa esperanza se avienen con una imagen completamente suya: la del espacio gnóstico americano. Espacio “abierto”, precisa. “Las formas congeladas del barroco europeo-continúa-, y toda proliferación expresa un cuerpo dañado, desaparecen en América por ese espacio gnóstico, que conoce por su misma amplitud de paisaje, por sus dones sobrantes. El sympathos de ese espacio gnóstico se debe a su legítimo mundo ancestral, es un primitivo que conoce, que hereda pecados y maldiciones, que se inserta en las formas de un conocimiento que agoniza, teniendo que justificarse, paradojalmente, con un espíritu que comienza”. Es conveniente, para comprender estas ideas recordar la importancia que tiene dentro de la cosmovisión poética lezamiana la noción del nacimiento, de la inocencia –Cortázar habla, por ejemplo, de un barroco inocente en Lezama: “Su expresión es de un “barroquismo original (de origen) por oposición a un barroquismo lúcidamente mis in page como el de un Alejo Carpentier”, precisión que, por cierto, agradó a Lezama- y, por último, de la resurrección, para Lezama, la mayor imagen creada por el hombre. De ahí que se detenga justamente en el momento de crisis europea que coincide con el llamado descubrimiento de un mundo nuevo, y exprese: “Sólo en ese momento América instaura una afirmación y una salida al caos europeo. Pero un nuevo espacio que instaure un renacimiento sólo lo americano lo pudo ofrecer en su pasado y lo brinda de nuevo a los contemporáneos”. Luego añade: “hemos ofrecido inconciente solución al superconciente problematismo europeo”. En definitiva, lo que hay de barroco en Lezama, más allá de las precisiones sobre su estilo, su “sintaxis barroca”, su “poética del exceso”, su manierismo, etc., es su lección genésica, creadora, su poderoso poder incorporativo, abierto, inteligente, conocedor, todas cualidades de ese espacio gnóstico, capaz de incorporar una cultura anterior y recrearla, vivificarla, acaso porque, como arguye Fina: “Lo realmente nuevo no es nunca ni una continuación sin nacimiento ni una brusca ruptura, sino un encuentro, algo que realiza las potencialidades de lo anterior”. Por eso Lezama siempre desconfió del espíritu de ruptura del vanguardismo, de la lucha generacional, y opuso una resistencia frente a cualquier fuerza de desintegración, a la vez que apostaba por la concurrencia, por la integración, por la resurrección, por un nuevo nacimiento. Por eso pudo escribir: “y otra vez la eternidad”. Acaso sea hasta superfluo intentar calificar a Lezama como un escritor barroco. Es cierto que siempre apelamos a lo conocido para nombrar lo desconocido. Y la obsesión de Lezama fue justamente lo desconocido, lo imposible, lo invisible. Al final de su vida, añoró en su último poema, “El pabellón del vacío”, perderse en el tokonoma, un pequeño vacío en la pared, según una antigua tradición japonesa, para acceder a un tiempo otro, ubicuo, un tiempo sin tiempo, imagen de la eternidad. Pero el pensamiento que quizás más nos incita es cuando expresa que él pertenece a “la gran tradición, la verdaderamente americana, la de impulsión alegre hacia lo que desconocemos”.

jueves, 20 de septiembre de 2012

El neobarroco y el trópico - Alejandro Carpio



El barroco es un movimiento artístico del siglo XVII que se distingue por un estilo complicado y recargado de adornos. Varios artistas cubanos del siglo XX, admiradores del barroco europeo, se propusieron recuperar dicha estética, aunque actualizándola a la realidad del Caribe.

Aunque el neobarroco cubano se puede retrotraer a la obra de Alejo Carpentier (principalmente con Los pasos perdidos), sus representantes más evidentes son los cubanos Severo Sarduy y José Lezama Lima. Carpentier le aportó a la noción de barroco la siguiente observación: en Latinoamérica (y muy especialmente en el Caribe) hay un sincretismo de tradiciones y culturas profundo y enmarañado. Este sincretismo sienta las bases para entender el entorno como barroco. Con todo, como la estética literaria de Carpentier (aunque compleja) no es hermética, algunos críticos prefieren no enmarcar a este escritor en el movimiento neobarroco.

Lezama también reconoce la importancia de la hibridez cultural de América Latina en el desarrollo de un arte barroco en su libro La expresión americana. Si bien Lezama denominó “barroco” a un estilismo americano que viene desde hace siglos, dotó a su propia prosa de unas características particulares. Hipérboles, largas listas de elementos, juegos de palabras, innumerables referencias literarias y parodias son algunas de las complejidades retóricas que nutren la poética del autor. Su libro de poesía más importante es Muerte de Narciso (1937). Fue, no obstante, con la novela Paradiso (1966) que Lezama se convirtió en un referente imprescindible de las letras latinoamericanas del siglo XX. La novela causó controversia al momento de su publicación por el alto contenido sexual de algunos pasajes. Paradiso narra la historia de José Cemí, un joven que vive en la Cuba posrevolucionaria y va descubriendo que es homosexual. Lezama dejó sin terminar una segunda novela, Oppiano Licario, en la que continuaba igualmente su estética barroca.

Sarduy, por su parte, al estar muy vinculado a los círculos intelectuales de París, contribuyó a la estética barroca con varios principios de la semiología francesa en boga por un tiempo. Sarduy, partiendo desde las teorías del sicoanalista Jacques Lacan, reflexionó sobre la “erótica” de la literatura; esto es, que la sexualidad excesiva forma parte integral de la escritura neobarroca. Con esto, además, Sarduy quería expresar que el proceso de la lectura implicaba un placer relacionado con el erotismo. Esta idea es análoga a la de le plaisir du texte (el placer del texto), con la que el crítico Roland Barthes explicaba el proceso de la lectura. De hecho, Barthes utilizó la más famosa novela de Sarduy, De dónde son los cantantes (1967), para ilustrar su punto, así como Sarduy había hecho con la novela de su compatriota Lezama. En esta novela, precisamente, Sarduy exploraba distintos recursos para producir un texto exuberante y dificultoso que juega con el lenguaje. Con su segunda novela, Cobra (1972), el autor se sirve de la historia de dos travestis para jugar con las nociones de realidad y ficción.

Los tres autores cubanos señalados tuvieron una influencia muy grande en varias generaciones de escritores. Aunque sus admiradores hayan seguido rumbos diversos, está claro que la estética del neobarroco tuvo un peso considerable.

martes, 18 de septiembre de 2012

Neobarroquísimo: Sarduy, cuerpo y erotismo - Rafael Nieto Araos



Que el neobarroco explora los marcos conceptuales del erotismo y la perversión objetual del cuerpo no es novedad. La proliferación y el exceso son mecanismos propios de una retórica (erótica) del cuerpo y la escritura, entendidos incluso desde una perspectiva científica (teoría del Big Bang: explosión e implosión); más aún, muchas veces esta expansión del lenguaje (exceso de la forma) se transforma en repetición obsesiva del acto erótico: juego de seducción y ritual especular de la mirada.

Severo Sarduy, en sus Ensayos generales sobre el barroco, relee y re-elabora los postulados de Bataille y conceptualiza el erotismo desde una perspectiva escritural propiamente neobarroca. En un primer momento destaca las tres grandes transgresiones a las que el sujeto erótico puede optar: la del pensamiento, la del erotismo y la de la muerte. Más allá de todas las prácticas eróticas “torcidas”, entendidas como transgresiones relativamente aceptadas por la sociedad occidental (la homosexualidad, el incesto, el sadismo, el masoquismo entre otros), Sarduy plantea que la transgresión del pensamiento es la que más molesta a la sociedad burguesa. En palabras del autor: “Lo único que la burguesía no soporta, lo que la ‘saca de quicio’ es la idea del que el pensamiento pueda pensar sobre el pensamiento, de que el lenguaje pueda hablar del lenguaje…” (1987:238).

La gran transgresión estaría dada, según Sarduy, por la ley del derroche; el derroche de lenguaje, el exceso material de la escritura y el vicio ocioso de pensar el pensamiento. Ahí radicaría toda su fuerza emancipadora, en transgredir la norma del “tiempo productivo” impuesto por la ideología burguesa, contradiciendo fuertemente el imperativo fundante del así llamado “tiempo del trabajo”. Así, la forma de transgredir la transgresión o faltar a la falta es mediante la práctica contra-hegemónica del ocio y la expansión del lenguaje en el lenguaje (o en la escritura): proliferación de metáforas e imágenes simuladas.

Pero este exceso no es patrimonio exclusivo del lenguaje, es susceptible de analizar o asimilar también a otros (f)actores del erotismo, como por ejemplo, al cuerpo. Para Sarduy, el sujeto travesti exagera en el uso de maquillaje a través de su impostura, convirtiendo su rostro en una máscara-tótem, un espectáculo de muerte y vacío. El cuerpo se transforma en imagen simulada que difumina los contornos de la identidad, suprimiendo la fijeza del “yo sexuado”, dado por la biología. Los límites materiales del cuerpo son puestos en duda y se exponen como una ilusión, una mentira impuesta por los ideales de la sociedad burguesa; así, el signo material oculta o encubre un cuerpo que se quiere anular a sí mismo. El cuerpo se convierte en artefacto y el neobarroco exhibe dicha artificialidad.

El artificio es (re)presentado como una multiplicidad de formas posibles que estallan en un movimiento de expansión e implosión, ligados a una inestabilidad epocal asumida como principio fundante del arte (neo)barroco. El sujeto-cuerpo del primer barroco se descentra en un movimiento elíptico de supresión del centro único, vislumbrado en todas las producciones simbólicas de la época: “algo se descentra, o más bien, duplica su centro, lo desdobla…” (Sarduy, 1987:177). El neobarroco, en tanto, explora una nueva cosmogonía la cual trae claras consecuencias en la autocomprensión del cuerpo y la lucha por desbordar sus límites, junto con un vaciamiento del origen y de la identidad sexuada. El cuerpo se convierte en un “papel en blanco”, un lienzo que los sujetos pueden pintar a su antojo, trasformar y simular en una cadena de metáforas excedidas que desbordan los límites de lo material.

Así como en el primer barroco la cosmología juega un papel fundamental dentro de los cambios experimentados en ese entonces (desde la lectura de Sarduy), con el segundo barroco ocurre algo similar; la física se impone como ciencia dominante y es ella la que estructura las manifestaciones simbólicas del siglo veinte. Todos sabemos que la teoría científica sobre la explicación del origen del universo que prima en la actualidad es la del “Big Bang”; esta es nuestra maqueta del universo, cuya lógica estructura todo el quehacer humano. Para los objetivos del presente ensayo me interesa dejar en claro ciertas características asociadas a esta teoría, los cuales determinan o condicionan la nueva concepción del cuerpo que esboza el neobarroco.

En primer lugar, el movimiento de expansión constante al cual se ve sometido el universo y todos los cuerpos en él, luego de un primer momento de explosión donde una gran fuerza de partículas concentradas estallan, dejando una marca indeleble que atraviesa todo el cosmos: el rayo fósil. Esta expansión no sólo está ligada a los significados, también se refleja en su dimensión significante, en la grafía y en la fonética, en el cuerpo como materia. En segundo lugar, quizás lo más revolucionario de la reflexión sarduyana, está la posibilidad del universo de crear nuevos cuerpos (celestes) a partir de la nada. La materia se crea y se destruye, sin comienzo ni fin, sin origen definible con facilidad; y si lo hay, es un origen fallido, fundado en la constante fuga de sentidos y cuerpos que se expanden hacia su implosión.

En este sentido, la obra literaria crea cadenas significantes a partir de la nada, tal como el hidrógeno (el cual constituye la base del universo) que surge de la nada, creándose una marca de origen, inalcanzable e irrepetible, perdida en la (a)historicidad. Así, Sarduy nos convoca a dejar de lado la pregunta por el origen, por todo lo que está fuera del pensamiento; olvidar que nuestro cuerpo está determinado por la biología y construir desde el vacío una nueva identidad. En palabras del propio Sarduy: “el neobarroco, refleja estructuralmente la inarmonía, la ruptura de la homogeneidad, del logos en tanto que absoluto, la carencia que constituye nuestro fundamento epistémico” (1987:211)

Recopilando: el neobarroco explota el espacio de la superabundancia, del derroche, del exceso y de los movimientos de expansión (ruptura de los límites y desborde: erotismo). Lejos del uso utilitario del lenguaje y del cuerpo que imponen la moral burguesa, el barroco juega con la pérdida de su objeto, con el suplemento (entendido como lo que sobra y falta a la vez). Este objeto “parcial” del barroco se constituye en tanto residuo, espacio abyecto y saturado, sin límites visibles, obstinado e inútil. Este juego estético de derroche y gestos disfuncionales, sin trascendencia, producen el placer erótico de los cuerpos; lenguaje y cuerpo se igualan: escritura sentida (retórica erótica). Lo pervertido se transforma en la fuente del placer erótico, los cuerpos son el lugar del juego, del placer y con ello transgreden su diálogo natural.

Ahora bien, dentro de las múltiples transgresiones existentes, de los placeres del cuerpo y del lenguaje, hay una que me interesa por sobre las demás en función de los objetivos de mi investigación y, por sobre todo, de las líneas interpretativas que me entrega la novela Amasijo de Marta Brunet, a saber: la relación erótica entre la madre y el hijo. Para ello, analizaré las implicancias teóricas que genera la novela Mi madre de Bataille, teniendo en cuenta esta conceptualización previa del erotismo en el marco del neobarroco.

Bibliografía: SARDUY, Severo (1987). Ensayos generales sobre el Barroco. Buenos Aires, Fondo de Cultura Económica.


Tomado de:
Mecanismos neobarrocos
Relación erótica entre la madre y el hijo en Amasijo de Marta Brunet
Dos maneras de desplazar el acto erótico
Rafael Nieto Araos
Santiago, enero de 2011
http://www.cybertesis.uchile.cl/tesis/uchile/2011/fi-nieto_r/pdfAmont/fi-nieto_r.pdf

sábado, 14 de julio de 2012

Barroco y Modernidad: hacia una ética materialista de la representación (de uno mismo) - Óscar Cornago


Pontificia Universidad Católica de Chile, Facultad de Filosofía, Instituto de Estética.
Recepción: 4 de agosto de 2011 Aceptación: 3 de octubre de 2011

Resumen · Cualquier forma de representación implica una actitud, y por tanto una ética, hacia ese ejercicio de representación. Desde tal perspectiva, el presente artículo explora las relaciones entre la construcción de la Modernidad cultural y un imaginario del barroco que, curiosamente, no ha dejado de acompañarla. A partir del pensamiento de algunos exponentes de la «filosofía materialista», como Nietzsche, Benjamin, Adorno, Deleuze, Lyotard o Sloterdijk, y en referencia a distintos nombres del campo de la literatura (Mallarmé, Elias Canetti, Juan Goyti-solo, Miguel Romero Esteo) y el cine (Jean-Luc Godard, Greenaway), se discuten distintas maneras de entender y actuar frente al hecho de la representación.

En la parte primera, «Reino 1: Infierno», de Nuestra música, Godard hace un montaje con escenas de guerra que dura unos siete u ocho minutos: masacres, ejecuciones, poblaciones huyendo, ciudades destruidas y cuerpos sometidos, puestas en escena del poder y la muerte en épocas distintas, imágenes que se suceden con rapidez. Unas parecen reales —diríamos que son de archivo o documentales—, otras son citas de la desbordante enciclopedia cinematográfica del siglo XX; en todo caso, todas han sido filmadas, todas son imágenes. Su condición última de imágenes se acentúa por la calidad granulosa, táctil, y los contornos difusos de muchas de ellas. Los escenarios de la Modernidad nos hablan de destrucción y de imágenes, por ello quizá inevitablemente también de construcciones (mediáticas); ahí radica su falta de pudor, pero también su posible ética, en mostrarse como construcción, como representación. Se destruye algo y luego se trata de (re)cons-truir: un lenguaje, una obra, un país, una persona o un paisaje. En ello consiste el negocio económico, editorial, crítico, personal, semiótico o ecológico, en un continuo acto de construcción y destrucción, sobre el que luego se articulan las historias, historias de guerras y violaciones, imágenes convertidas en íconos, relatos míticos de la Modernidad, siempre parecidos y siempre distintos, relatos legitimadores con los que demostrar quién tenía razón, la legitimación de la violencia, del asesinato.

«Si se mata a un hombre por defender una idea, no se defiende una idea, se mata a un hombre», se oye decir en la película de Godard. La melodía de Nuestra música, también de El sitio de los sitios, cuyo autor, Juan Goytisolo, aparece como personaje prestando voz (palabra) en la segunda parte «Reino 2: Purgatorio», que tiene lugar en Sarajevo, en torno a los Encuentros Europeos del Libro, nos habla de destrucción, pero también de resistencia, de la liberación a través de un acto de afirmación, afirmación de la palabra, de las imágenes o los cuerpos, incluso a través del suicidio, de la autoinmolación, como el de la joven protagonista (Sarah Adler), que se hace asesinar por soldados israelíes aparentando llevar una caja bomba atada a la cintura, que en realidad sólo contenía libros. Pulsión de muerte, dirá Lyotard (Dispositivos pulsionales, 299), «no porque busque la muerte, sino porque es afirmación parcial, singular, y subversión de totalidades aparentes (el Ego, la Sociedad) en el instante de la afirmación», para añadir inmediatamente: «Toda elevada emoción es efecto de la muerte, disolución de lo acabado, de lo histórico». De eso también tratan las representaciones barrocas de la Modernidad, de destrucción, muerte y apariencias —sobre todo mediáticas—, del silencio y la creación (poética), de la más elevada emoción como acto de liberación, de afirmación (crítica) del presente.

BARROCO Y MODERNIDAD: DISQUISICIONES METODOLÓGICAS

El objetivo del presente ensayo es delimitar la figura formada por el discurso de lo barroco sobre el mapa de la Modernidad, indagar en la función que el pensamiento del barroco ha tenido, no ya para el esclarecimiento o exégesis de un período histórico pretérito, sino dentro del propio presente desde el que se enuncia, es decir, de un amplio marco temporal que arranca en la segunda mitad del siglo XIX, cuando el debate adquiere una formulación más compleja —a pesar de que sus antecedentes se pueden seguir desde los umbrales de la Modernidad, con la oposición del llamado «espíritu ilustrado»—, hasta llegar a nuestros días, en los que no se ha dejado de discutir esa difusa idea de lo barroco, tan pronto empleada para caracterizar un período de la cultura occidental como para teñir toda la contemporaneidad mediática y espectacular o incluso la propia condición humana en un sentido ontológico.

En el Libro de los pasajes, Walter Benjamin, guía por excelencia para adentrarse en ese barroco mapa de la Modernidad, afirma que para el historiador materialista todo pasado es siempre la antehistoria de su presente; por remoto que resulte el objeto de estudio, éste se mira inevitablemente con los ojos del presente. Por ello, todo tiempo pretérito, en la medida en que se transmite a través de un discurso constantemente reformulado desde un aquí y un ahora, está cargado de presente. Si atendemos al barroco histórico y la con-ceptualización desde la que se ha acuñado el término, ello se hace especialmente evidente. Desde sus orígenes el término barroco ha dado lugar a un espacio de controversias que no ha dejado de transformarse hasta la actualidad. De modo particularmente claro, la idea de barroco ha permitido pensar al mismo tiempo un pasado histórico y el presente desde el que se mira. Así, ese tiempo pretérito, pensemos en el siglo XVII, se ha erigido de forma casi natural en antesala de nuestro presente, haciendo borrosos los límites que marcan el comienzo y el fin de esa época (barroca) que la Modernidad parece irradiar desde su centro más controvertido hasta sus márgenes más difusos. De ahí que Benjamin continúe diciendo que para el historiador materialista no hay apariencia de repetición, es decir, no hay sensación de que lo mismo está volviendo a suceder, como haría suponer aquel eon recurrente al que se refería Eugenio d'Ors, pues «los momentos del curso de la historia que más le conciernen pasan a ser, en virtud de su índice , momentos del presente mismo» (N 9 a, 8).

Una reflexión sobre el barroco, ya lo pensemos como idea cultural, discurso estético o período histórico, hace visible la condición histórica del propio concepto; deja ver las huellas de las contingencias pragmáticas desde las que se ha reformulado y se sigue reformulando hasta hoy mismo. Trasladando ese comportamiento a otros ámbitos, la reflexión sobre el barroco denuncia a su vez la condición igualmente histórica de cualquier otro discurso crítico o historiográfico. Los conceptos se acuñan en un momento en respuesta a unas necesidades de presente; a partir de ahí no dejan de vivir en la historia, modificándose al ritmo que se transforman los tiempos y las preguntas que éstos plantean, las inquietudes que mueven la historia y marcan los cauces del pensamiento. Bajo un mismo término se ocultan contenidos siempre distintos; no es igual el modo de considerar hoy el barroco que lo que se entendía hace cien años, cuando Heinrich Wollflin y los teóricos de la Pura Visibilidad lo distinguieron como una idea clave para articular un relato universalista de la evolución de las formas artísticas, o como se pensó cuando surgió en el horizonte cultural de las vanguardias en los años veinte. Necesariamente, el espacio cultural afectado por ese término se ha ido modificando al tiempo que su propio contenido no ha dejado de ser otro.

Entre los muchos empleos que ha conocido se encuentra el de delimitar un período de la cultura de Occidente en torno al seiscientos. Pero ningún concepto responde únicamente a la necesidad de acuñar un discurso historiográfico o una idea estética; siguiendo al historiador materialista, diríamos que antes que nada responde a una contingencia política, a la pragmática académica y cultural desde la que se formula, una pragmática que —aunque académica, o sobre todo por académica— nos habla en primer lugar de su presente. Un concepto delimita también un campo de poder y representación cultural, social y política, un espacio gobernado desde determinados intereses; puede ser un negocio, académico o editorial, e incluso un engaño, un trampantojo, reflejo quizá de su propia condición barroca cuando se hace visible como puesta en escena de su propio discurso.

En la historia de España ese período ha llegado a delimitar una de las épocas de mayor esplendor artístico, convertida por algunos en paradigma y esencia del ser español, reformulado luego en un paradójico giro identitario para Latinoamérica. Pero de todo ello no hace mucho tiempo, antes fue muy distinta la consideración de esa tendencia artística. Es con las vanguardias históricas y la intensa recuperación académica a partir de los años sesenta que el concepto de barroco se encuentra fuertemente capitalizado en la historia cultural hispánica, lo que explica que más de uno, autoerigido en ilustre heredero de tan rancia tradición, prefiera guardarlo celosamente para que el término signifique eso y no ninguna otra cosa, aquello para lo cual se encuentra justificación en un fundamentado relato historiográfico. Quizá por ello no resulta fácil hablar dentro del hispanismo, menos si es literario, de la idea del barroco que cubre el siglo de Cervantes, Quevedo y Calderón, para trasladarla como instrumento hermenéutico a épocas más recientes.

Empecemos, pues, por el comienzo: ¿qué nos legitima, entonces, desde un punto de vista metodológico, a hablar del barroco en los siglos XIX y XX? La respuesta más inmediata, de orden epistemológico, sería el hecho de que dicho concepto historiográ-fico se acuña en ese período; es en la década de los sesenta del siglo XIX cuando Jacob Burckhardt constata significativos cambios, aunque todavía incipientes, en los gustos estéticos, y unos años más tarde un alumno aventajado, Friedrich Nietzsche, le dedica un parágrafo de su Humano, demasiado humano, proyectando la idea de lo barroco hacia esferas estéticas y filosóficas más amplias. Ello no sería sino la antesala de una polémica que no ha dejado de producir ensayos, estudios y disputas sobre cómo entender lo barroco desde las perspectivas más diversas. Haciendo referencia tanto a un pasado como al presente desde el que se enuncia, el término queda cargado de una controvertida carga (de presente) con la que irrumpe en medio de la Modernidad culta, ilustrada y racionalista, con la que paradójicamente se le alcanza a identificar (Buci-Glucksmann; Calabrese; Buck-Morss; Lucas; Van Reijen; Rincón; Echeverría; Cornago). La potencia de actualización y crítica del concepto, fácilmente traducible en términos ideológicos, es la que explica su creciente vitalidad desde hace más de un siglo.

Metodológicamente sería necesario, por tanto, comenzar dando la vuelta a la pregunta sobre qué es el barroco para plantearse por qué en un momento dado se tiene la necesidad de recurrir a dicho concepto, y dando un paso más, por qué a partir de ese punto el debate sobre lo barroco no ha dejado de atravesar discursos tan diversos de la Modernidad, o en otras palabras, por qué tantas voces originarias de la Modernidad, ya sea desde el pensamiento crítico o la creación artística, han recurrido a este concepto.

Un imaginario barroco, que no ha dejado de transformarse desde el romanticismo gótico y el simbolismo tardío hasta la era de los medios y la realidad virtual, sobrevuela el horizonte cultural y artístico de la Modernidad. Ésa es la tesis que señala la necesidad de preguntarnos por la extraña relación de amor y odio entre nuestra contemporaneidad racionalista y las connotaciones de exceso y espiritualidad barrocas; no ya el determinar si el siglo XX es un siglo barroco por antonomasia, o si se trata de una apropiación indebida o un movimiento cíclico que retorna una vez más en el novecientos, sino de algo previo a todo esencialismo identitario; se trata, como corresponde además a la idea del barroco, de arrojar un enfoque teatral que haga visible la puesta en escena del mismo discurso sobre lo barroco: ¿desde qué escenarios de la Modernidad se ha reformulado una y otra vez la idea del barroco?

Dicha mirada escénica va a terminar iluminando otros montajes de la Modernidad de apariencia más clásica, denunciando su pretendida transparencia, necesidad y buen gusto. Todo ello transforma la pregunta inicial sobre el barroco en otra de orden más amplio: ¿qué modernidades para qué barroco y qué barroco para qué modernidades?, ¿cómo pensar el barroco en el siglo XX?, y viceversa: ¿cómo pensar el siglo XX desde el barroco?, ¿qué nos dice la idea del barroco sobre una época que no ha querido abandonar ya esa perspectiva de análisis, ese modo (barroco) de entender la realidad y la historia, en última instancia, de situar al sujeto frente al mundo?

LA MODERNIDAD COMO REPRESENTACIÓN DE SI MISMA

Iniciemos la andadura con una mirada desde afuera, desde la butaca de platea, como meros espectadores de estos escenarios barrocos que proliferan en la era de los medios. En tanto que mirada característica de la Modernidad, el barroco se traduce no en una, sino en una multitud de representaciones que se han ido construyendo a medida que avanza la contemporaneidad; son historias que, desde el propio Hegel hasta voces más inmediatas, sólo aparentemente más (pos)modernas, como George Steiner, nos hablan de un final, de una historia de decadencia con la que se cerraría la aventura ilustrada de la humanidad, la emancipación del hombre en función del saber, de la ilustración y las letras, del Humanismo. La historia (barroca) de la Modernidad es siempre la última historia, un final tantas veces reformulado, con el que se trata en vano de cerrar la Historia sobre sí misma. Un Ulises confuso embarcado en un viaje de regreso que no tiene fin, pero que siempre está acabando, desde que empezó, repitiéndose a sí mismo, el mismo pero diferente. La Modernidad es una historia (mítica) de la que ya se conoce el final (catastrófico), porque no deja de suceder. Como advirtieron Horkheimer y Adorno ya en 1944, la Ilustración se recubre con las vestiduras del mito, de lo natural que termina denunciando lo que de sobrenatural no ha dejado de haber en todo ello, aquello que se creyó haber expulsado en beneficio del racionalismo secularizador, lo inhumano, quizá por ello también monstruoso, hacia lo que la Modernidad muestra tanta repulsión como atracción.

La frase «El dominio del hombre sobre la naturaleza lleva consigo, paradójicamente, el dominio de la naturaleza sobre los hombres» (Dialéctica de la ilustración, 30) podría erigirse en lema funesto grabado al pie de una de esas escenas apocalípticas de cuerpos masacrados, deformes, que abren la película de Godard o en la cabecera de esos paisajes —después de la batalla— de Juan Goytisolo, historias antiguas que sólo los medios de comunicación modernos han hecho posibles en su actual formulación, trayendo lo más lejano hasta el corazón de los hogares, lo más extraño confundido con lo más cotidiano, lo real transformado en un juego de luces sobre una pantalla, la muerte como lo otro (mediático) del sujeto, que lo mira todo desde su lado, del lado de una realidad débil, contaminada, inestable, a pesar de sus apariencias (escénicas) de seguridad.

Como todo mito, la Modernidad se repite una y otra vez, poniéndose en escena, y lo que se repite es el mito de la Modernidad, el mito de lo nuevo una vez más, sucediendo cada vez con mayor eficacia (escénica). Cada historia es siempre la última, una nueva última historia que comienza con la propia Modernidad, desglosada en romanticismos y crisis finiseculares, en vanguardias y posmodernidades, capítulos siempre finales de un relato cuyos orígenes se han querido encontrar en un tiempo tan remoto como la Grecia clásica, tan alejado como esos campos de exterminio que aparecen por televisión. Lyo-tard afirma que el relato de la decadencia no le sobreviene a la Modernidad en su etapa final, tantas veces repetida, sino que nace con sus orígenes, poniendo en escena una vez más el mito (de lo nuevo): «Estamos tentados a creer, pues, que hay un gran relato de la declinación de los grandes relatos. Pero, como sabemos, el gran relato de la decadencia ya tuvo lugar en los inicios del pensamiento occidental, en Hesíodo y en Platón. En realidad, el relato de la decadencia acompaña al relato de la emancipación como su sombra» (La Posmodernidad, 40).

El relato barroco de la Modernidad queda contenido en un escenario, en una imagen (virtual) donde se representan más catástrofes, escenarios ruinosos que cuentan historias de exterminio, escenas apocalípticas que atraviesan la escritura de Goytisolo, historias también de traiciones, como la que da pie a la Reivindicación del conde don Julián. La Historia traicionándose a sí misma, la filosofía —como nos recuerda Adorno al comienzo de la Estética negativa— faltando a su promesa de ser igual o estar en vísperas de producir la realidad, obliga al pensador tanto como al poeta a abrazar él también el estandarte de la disidencia, de la traición, la violencia como forma (barroca) de pensamiento, de creación. La escritura convertida en acto, y el acto hecho poesía, la poesía transformada en acción y la acción en performance, la música puesta en pie a través de las imágenes —Nuestra música— y las imágenes sublevándose contra la Historia: «la violencia, la violencia siempre: jalonando discretamente tu camino: convincente y súbita: anulando de golpe el orden fingido, revelando la verdad bajo la máscara, catalizando tus fuerzas dispersas y los donjulianescos proyectos de invasión: traición grandiosa, ruina de siglos: ejército cruel de Tariq, destrucción de la España sagrada» (Goytisolo, Reivindicación, 52)

Bajo ese imaginario de destrucción, de impureza, pero también de juego y gozo, se construyen mundos tan distintos como la poesía cinematográfica de Godard, la escritura de Goytisolo o el cine de Peter Greenaway, escenarios cambiantes que hacen visible el texto o las imágenes como procesos de construcción y destrucción al mismo tiempo, como estrategias (barrocas) de resistencia frente a formas de poder impuestas (Cornago, Resistir): «Víctimas de la brutalidad de la Historia, nos vengábamos de ella con nuestras historias, tejidas de ocultaciones, textos interpolados, lances fingidos: tal es el poder mirífico de la literatura», dice una de las voces, alter ego del propio autor, en El sitio de los sitios (155).

Greenaway insiste en que el cine es el arte barroco por excelencia, el medio de las ilusiones y los engaños ópticos, un mecanismo que se erige en metáfora, también epistemológica, de una época que él mismo define como barroca: «La fin de notre siècle me para1t baroque de deux points de vue: d'abord l'excès de détails, la masse de informations, et ensuite l'idée de l'illusion et son corollaire, la tromperie avec son cortège de propagandes, qu'elles soient politiques ou publicitaires» (cit. en Cieutat y Flechniakoska, 8). Cada imagen denuncia su naturaleza fílmica, construida, al igual que cada representación social, política o moral se manifiesta en su mismo gesto teatral como un juego de intereses, de poder. En 1993 el director galés recrea en The baby of Mâcon el universo exuberante del dramaturgo y escenógrafo Ben Jonson. La película se deleita mostrando en exceso el detallado proceso de representación (construcción) de un misterio medieval en un tiempo apocalíptico arruinado por los intereses políticos, la mezquindad y la lujuria; todo ello inevitablemente vinculado a una minuciosa puesta en escena del poder y del placer, estrechamente ligados, como también vio Barthes en las construcciones de Sade, Fourier y Loyola, representaciones ritualizadas de una transgresión convertida en utopías del cuerpo, de la organización social y la comunicación espiritual. En el escenario (erótico) de los cuerpos la Modernidad confiesa su mórbida atracción por lo excesivo, por lo deforme.

El barroco es también la afirmación de esas representaciones, aunque sea sobre sus propias ruinas, sobre sus propias deformidades. Pero es un relato que nace, en todo caso, con una profunda vocación temporal, con una fuerte conciencia del paso del tiempo y de los estragos que —sobre la Historia (de los cuerpos)— éste va dejando, y por ello con un incondicional sentido de presente desde el que se construye —y construyéndolo se goza— dicho relato de acabamiento y excesos. De ahí su profunda conciencia escénica, de estar-representándose, por lo que antes que de un relato podemos hablar de un teatro (barroco) de la Modernidad. Ese escenario se alza sobre una arraigada conciencia de sus limitaciones temporales, espaciales, pero sobre todo epistemológicas, lo que le confiere un profundo sentido trágico, pero también una decidida voluntad de mirar más allá, de seguir siendo, aunque sea a través de esos retazos, sobre sus propios cuerpos (fragmentados); una voluntad de volver a ser, una vez más, en cada representación. Ello explica esa mirada melancólica a la que se refiere Benjamin, tan llena de tiempos, de memoria y pasados, y por ello también de destrucción, pero igualmente movida por una fuerza irracional de vida, de seguir mirando, actuando en el escenario presente (de la historia), de seguir-siendo.

El relato barroco de la Modernidad se escenifica desde el gesto de un rostro vuelto hacia atrás, como el de aquel Angelus Novus, de Paul Klee, convertido en alegoría de la historia en la IX Tesis de Benjamin; una mirada que observa con pavor las catástrofes que se van acumulando al hilo de lo que se llama progreso —textualmente For-schritt, paso adelante—, pero que no deja por ello, desde ese ir hacia delante mirando el pasado, de sentir su presente, efímero e inconcluso, físico y vivo; sino al contrario, esa mirada que Benjamin define como dialéctica se vincula más intensamente —más trágicamente— a ese aquí y ahora desde el que se proyecta, desde el que se construye, por ello es revolucionaria, aunque sea desde ese paisaje de destrucción que deja el paso del tiempo, pero concreto en su cualidad física y material, es decir, escénica.

Esta historia implica, por tanto, una vocación arqueológica, desde la que nace la Modernidad, desde Nietzsche a Foucault, como un ejercicio de búsqueda y re-visión, de volver a ver una vez más, siempre una vez más, como quería el filósofo de Basilea, existiendo únicamente en ese eterno retorno, siempre diferente y singular, de un presente (de representación) que se consume en cada momento de iluminación; una iluminación que alumbra la noche de la razón capitalista, la pesadilla más negra de la Modernidad, pero también el placer de seguir siendo (representación) físicos e inmediatos, concretos y singulares en medio de esa travesía por la helada inmensidad de la abstracción de la que hablara Benjamin.

El teatro barroco de la Modernidad está construido sobre citas y fragmentos, en modo imperfecto, pero a diferencia de otro tipo de representaciones éstas exhiben con impúdica desesperanza, desde un estado de trágica conciencia, los jirones sobre los que se construyen, sabiendo que cada una de esas voces contiene en sí misma una historia más de esa Modernidad oscura y brillante, yuxtaposición inconexa de todos los paraísos e infiernos que se han sucedido, promesas y debacles atrapadas en cada una de esas alegorías (de la Modernidad) del tiempo presente. Es una historia de resignación y sumisiones, pero también de protesta y resistencia, como las vidas de esos santos de la disciplina y el placer puestas en escena por Goytisolo en la Carajicomedia, luchando (y gozando) a lo largo de los siglos en un intento por seguir-resistiendo (siendo), en un continuo devenir, estado de variaciones y metamorfosis, porque como dice ese otro autor de abigarrados escenarios poblados por grotescas figuras en constante peligro de disolución que fue Elias Canetti, «sólo a través de la metamorfosis, entendida en el sentido extremo en que empleamos aquí el término, sería posible percibir lo que un ser humano es detrás de sus palabras; de ninguna otra manera podría captarse lo que de reserva vital hay en él» (358).

ESCENIFICACIONES DEL TIEMPO: UN JUEGO CON LOS LÍMITES

Sin embargo, ese presente incierto del yo pensándose a sí mismo inaugura un tiempo del después de, en el que se instala la Modernidad, creciendo desde un profundo sentimiento de finitud, de estar al final de algo, o ya más bien en el después de ese final inminente, que pasa a ser inmanente, como señala Kermode. Igual que en el Teatro de la Muerte de Kantor, la representación empieza cuando ya todo ha terminado; el telón se levanta en ese después de la historia y las revoluciones; todo pasó ya antes. El sujeto asiste perplejo a un juego cuyas reglas se imponen de manera fatal. Tras la crisis de los Estados-nación a la que se refieren Hardt y Negri en Imperio, las reglas ya no dependen de la economía nacional de cada Estado, sino que se construyen sobre un tablero global ampliado al resto del mundo, un capitalismo más consciente de sí mismo, como toda la Modernidad, menos pudoroso. A ese escenario vacío del después de, donde se agolpan los recuerdos desordenados de un pasado que ya no es, de una historia de progreso, igualdad y justicia que nunca ha sido, salen una vez más los personajes de Kantor, que son los personajes del siglo XX, soldados atados a sus fusiles y generales sobre sus caballos, curas y rabinos mostrando sus cruces, siniestros familiares que salen de algún oscuro pasado, ingenuamente liberados del sentimiento de culpa, convertidos en máscaras de sí mismos, para tratar de revivir su niñez, sus historias de decadencia y destrucción, de una Polonia habitada por los muertos que dejaron los uniformes; repiten una y otra vez los mismos gestos, las mismas acciones, que se hacen cada vez más estúpidas, más inútiles, como los objetos que arrastran consigo, restos del naufragio que llegan hasta las playas de una Modernidad escindida en la representación imposible de lo nuevo, que es lo mismo, la misma historia animada por un mito que trata de cerrarse sobre sí mismo, sobre su destino como cumplimiento de una razón universal. Cerrar el viaje, como Ulises, para regresar al punto de partida, y constituirse en una sola Historia con un solo sentido, completa y autosuficiente, igual a sí misma; pero Ítaca se ha convertido en una agencia funeraria donde se apilan muebles viejos, una agencia de colocación de actores de aspecto sospechoso que simulan ser quienes no son, una cantina de una estación de tren donde ya sólo llegan los extraviados.

En este tiempo (de la representación) todo pierde el sentido lógico de esa historia previa que nunca fue; todo se revela pura actuación, juego de sustituciones y apariencias, sujeto a una nueva lógica, que es la lógica escénica de esa Historia, la historia del capital emancipado sobre sí mismo, de los signos hechos visibles funcionando de manera autónoma; acciones, textos, cuerpos y sonidos chocando unos con otros. Los actores quedan convertidos en personajes de una obra que no comprenden, porque el relato único (de la Modernidad) se ha averiado y sólo resta la posibilidad de seguir actuando, para que la maquinaria (de la representación) siga en pie, desde el plano de inmanencia formado por los propios cuerpos-actores en acción, por la materialidad de los objetos inservibles, por la energía colectiva producida por todo el conjunto, que por momentos resurge del desorden para revelarse en un único canto rítmico como una fuerza colectiva (deseante), la fuerza emergente de las multitudes, a las que se refieren Hardt y Negri (Multitud) como la posibilidad para una democracia en la sociedad global. Esa democracia no pasa ya por el pueblo, el proletariado o la masa, por el teatro dramático del capitalismo industrial, sino por las multitudes, irreducibles a la unidad, informes, próximas también a lo monstruoso, el caos (vitalista) de lo que todavía no ha sido ordenado, compuesta de singularidades, diferencias emancipadas —como el capital— transformadas en motores de resistencia contra los destinos organizados por las Historias; poblaciones sublevadas contra las reglas del juego, movimientos desesperados de individuos, como los que se agolpan en el imaginario barroco de Goytisolo, confundiendo siglos de historias. Ésa es la posibilidad de seguir pensando la Historia como resultado de un deseo creador. «El impulso de destrucción de las masas era al fin de cuentas su instinto creador más profundo?» (La saga de los Marx, 52) se pregunta un confundido Doctor Marx en medio de una exultante sociedad de consumo que hace tiempo que dejó de pensar en revoluciones para centrarse en producir y consumir, lo que sea, pero con exceso.

La saga de los Marx se abre con las imágenes (televisivas) de una soleada playa privada en la costa italiana amenazada por el inesperado desembarco de un ferry atestado de fugitivos albaneses, imágenes que el «zapeo convulsivo de Tussy» (la hija menor de Moro) hacía contraponer con el «sofisticado transatlántico reconstruido en los estudios de Cinecittà» (20). La misma maquinaria de la representación que parece imponer un orden se resiste monstruosa a una economía de la identificación, de la reducción de lo otro a lo mismo; es el teatro barroco (de la Modernidad) donde todo es lo que parece, acartonado, falso, pero al mismo tiempo también otra cosa, extraña, desconocida, física y desmesurada, como ese «herrumbroso y maltrecho transbordador de jubilosa y exultante carne humana» (20) que mira al espectador retándole a descubrir, como las alegorías de Benjamin, el sentido oculto de lo que está viendo desde el otro lado (de la pantalla), desde ese aparente después de que inaugura la escenificación de la Modernidad.

ESCENIFICACIONES DEL ESPACIO: EL EXCES0 OPACO DE LAS PRESENCIAS

Desde ese aparente no-tiempo, por el que transitan los héroes de Joyce perdidos en el aquí y ahora de las palabras o los personajes de Beckett en el presente suspendido del escenario —agujero negro que absorbe todos los sentidos y todas las historias—, se manifiesta con enigmática claridad el propio espacio (de representación) de una desaparición. Frente a la disolución de la conciencia temporal, difuminada en mil tiempos paralelos, se ilumina un acto de disolución, un espacio para el acontecimiento, invitación al juego de las sustituciones sin fin, de las ausencias y las presencias, del soy yo pero represento a otro, del descubrimiento de lo otro dentro de lo mismo. En los albores del siglo XX, dando fe de otra historia de decadencia, la del Imperio Austrohúngaro, la de una Europa que acabaría con la Guerra Mundial, Hugo von Hofmannsthal nos hace ver el espacio de esa disolución provocada por la proliferación excesiva de conceptos y abstracciones: «Todo se descomponía en partes, y cada parte en otras partes, y nada se dejaba ya abarcar con un concepto. Las palabras, una a una, flotaban hacia mí; corrían como ojos, fijos en mí, que yo, a mi vez, debía mirar con atención: eran remolinos, que dan vértigo al mirar, giran irresistiblemente, van a parar al vacío» (31).

Un tiempo vivido como crisis de todo lo estable obliga a continuos «actos de invención» —como dice Eco (78), calificando la espiritualidad barroca como la «primera clara manifestación de la cultura y de la sensibilidad modernas»—. Esa capacidad creativa, metamórfica, permite seguir pensando una realidad en constante movimiento, cuyos signos vuelven a revestirse de la condición enigmática que ya ostentaron en épocas sólo aparentemente menos claras. Ese espacio (de invención) es también, una vez más, una invitación a la resistencia a partir de la revelación de una materialidad concreta, del mundo como (voluntad de) representación y por ello de juego y gozo, de placer (físico) y pensamiento, una resistencia que adquiere los rasgos de una acción en proceso, aquí y ahora, performativa. Esa tarea infinita de interpretación, y a la vez de invención, constituye al hombre moderno, enfrentado a una «gigantesca maquinación para dotar de sentido expreso el mundo» que es el Barroco —según lo define Fernando de la Flor (11)—, pero también la Modernidad (barroca). Es el «hombre estructuralista» de Barthes, revestido de esa condición operacional con la que Deleuze califica el barroco de Leibniz, que busca los sentidos en los procesos (de construcción) antes que en los resultados, en los modus operandi antes que en los productos, en los escenarios antes que en las historias, en los ritmos de esas maquinarias; así, el hombre estructuralista «prête l'oreille au naturel de la culture, et perçoit sans cesse en elle, moins des sens stables, finis, , que le frisson d'une machine immense qui est l'humanité en train de procéder inlassablement à une création du sens, sans laquelle elle ne serait plus humaine. Et c'est parce que cette fabrication du sens est à ses yeux plus essentielle que les sens eux-mêmes» (Barthes, Essais, 227).

En ese espacio iluminado ya no hay lugar para la transparencia, para la adecuada identificación de significantes y significados, de lo otro con lo mismo; todo se alza bajo el signo de la no coincidencia, y por tanto del exceso, que hace visible los límites en el momento de su transgresión. La mirada barroca descubre un mapa de confrontaciones alzado sobre un espacio convertido en el escenario de una actuación; los discursos y relatos que abarrotan los escenarios de la Modernidad se descubren como otros tantos actos (de representación). La mirada barroca saca a la luz todas las representaciones, convierte en juego y simulacro lo que observa, sub species theatralis, como el ojo de la cámara de Greenaway, desvelando cada imagen como una medida puesta en escena, cada trama como una ceremonia de perversión, cada ficción como un contrato fatal que vincula, en primer lugar, al propio espectador que acepta entrar en el juego. El que mira, transformado en actor protagonista de la representación, en voyeur del escenario íntimo de una violación (monstruosa), se hace también visible dentro de este teatro que, movido por una vocación de exceso (de deformidad), tiende a mostrar siempre demasiado, hasta llegar —como explica Baudrillard— a la obscenidad de la representación capitalista, donde todo se finge transparente, se actúa como si fuera realidad, como en el escaparate televisivo, sin escena, sin teatro y sin ilusión, «sometido a la cruda e inexorable luz de la información y la comunicación» (18).

Pero como víctima propiciatoria de ese escenario sacrificial aparece el signo (de ese exceso), el cuerpo en primer lugar de la propia escritura, de la palabra inscrita en el vacío de la página en blanco; puesta en escena que, como soñó Mallarmé, sólo producirá el espacio como acontecimiento de un azar, pues «nada [...] habrá tenido lugar [...] sino el lugar» (132-133). Y a la revelación de la materialidad física de la escritura, del cuerpo del lenguaje, vendrá unido el gozo de una transgresión, una acción cuyo sentido es el placer de lo que acaba en el mismo instante en que nace, irreductible, como la propia representación. El barroco surge en el horizonte de la Modernidad como una reivindicación de la cualidad erótica del lenguaje. En palabras de Barthes: «seul le baroque, expérience littéraire qui n'a jamais été que tolérée par nos sociétés, du moins la française, a osé quel-que exploration de ce que l'on pourrait appeler l'Éros du langage» (Le bruissement de la langue, 18); un gesto que se resiste a ponerse en función de todo lo que no sea él mismo, ocurriendo de nuevo con cada representación, sucediendo excesivo una y otra vez en ese espacio hecho visible, paralizando, como en una foto fija, la pretendida naturalidad de cualquier discurso que busque su rentabilización al servicio de alguna «buena causa»; es el placer de la escritura como política de la representación de los propios cuerpos, empezando por el cuerpo-acción de la escritura levantada sobre la escena (física) de la página en blanco. El exceso opaco de esa presencia-acción puesta en escena sabe ya que la dimensión social de un texto, como de una imagen:

ne se mesure ni à la popularité de son audience ni à la fidélité du reflet économico-sociale qui s'y inscrit ou qu'il projette vers quelques sociologues avides de l'y recueillir, mais plutôt à la violence qui lui permette d'excéder les lois qu'une société, une idéologie, une philo-sophie se donnent pour s'accorder à elles-mêmes dans un beau mouvement d'intelligible historique. Cet excès a nom: écriture (Barthes, Sade, Fourier, Loyola, 14).

La búsqueda de esa cualidad concreta y material se revela también como una pieza clave en el pensamiento de Benjamin para llegar a la imagen dialéctica, así como de la posterior teoría crítica de la Escuela de Frankfurt; de ahí la evolución de Adorno hacia la estética, hacia lo concreto de la percepción como un modo de corregir el mecanismo de poder que acompaña a la dialéctica racionalista de la Ilustración, al mecanismo perverso que encadena un concepto a otro, denunciado incansablemente por otro de los espíritus barrocos por excelencia de la Modernidad, Miguel Romero Esteo.

La escena (teatral) del siglo XX se hace visible sobre su propia materialidad, sobre la presencia de los cuerpos, de las palabras y del mismo pensamiento convertido en acción. En ese contexto, Romero Esteo insiste en diferenciar racionalismo y racionalidad: «la racionalidad funciona en la concreción y la materialidad de las cosas, y por eso diferencia y diversifica. El racionalismo funciona en la abstracción, y por eso uniformiza cretinamente a las cosas multiformes» («A modo», 32); la primera conduce a una libertad de expresión, mientras que la segunda funciona como represión de la realidad en función de las abstracciones.

Esa mirada material y barroca, erótica, desnuda las representaciones de su aparente inocencia, desvelando todo acto de puesta en escena como un ejercicio de seducción del otro, y por tanto de poder; pero por ello también de placer cuando ese sometimiento se realiza de manera voluntaria. Perdida la supuesta inocencia de las representaciones, de los discursos y los conceptos, el tiempo presente, cercano y familiar, se hace extraño y enigmático, como en una alegoría, que Benjamin transforma para la Modernidad en imagen dialéctica. Unas y otras se construyen desde esa explícita voluntad escénica; nacidas para mostrarse, como la propia Modernidad, ordenan mediante un ejercicio de ostentación los retazos enigmáticos que la componen, dando lugar a un campo de fuerzas, de tensiones y enfrentamientos, como los escenarios de Kantor, donde cuerpos, palabras, lógicas y ritmos se alzan contra cualquier idea de totalidad, de unidad de sentido.

Un exceso de ordenación regula la disposición (escénica) de lo que está pensado para ser mirado, para ser consumido. Tras esa proliferación de objetos que abarrotan los escaparates de la Modernidad se esconde un límite y un deseo, detrás de los cuales se abre un espacio informe que niega el sentido aparente de lo que se deja ver; lo familiar y cercano se convierte en signo de una verdad oculta que no se alcanza a descifrar. La curiosa clase media se agolpa ante los escaparates de un nuevo negocio que acaba de abrir sus puertas en la ciudad. Es una fotografía en blanco y negro con los bordes amarillentos; puede ser un documento sociológico del siglo XIX o una alegoría que transforma los cuerpos deseantes en calaveras ante un escaparate vacío que sólo contiene los rostros huecos reflejados en un pequeño espejo, único objeto que queda en las vitrinas del comercio. El lema de esta alegoría lo tomamos de una cita de Paul Morand («L'avarice», 26-27) recogida por Benjamin (H2 a, 3): «La necesidad de acumular es uno de los signos precursores de la muerte tanto en los individuos como en la sociedad». La mirada dialéctica descubre la realidad como un espacio de contrastes llevados al extremo, paraísos e infiernos dispuestos, como en los barrios marginales de las grandes urbes, en vergonzante promiscuidad, más allá, como la lógica del capital, de su sentido aparente.

L0S TEATR0S DE LA VERDAD: REPRESENTACIONES EPISTEMOLOGICAS

A comienzos de los ochenta Foucault responde al planteamiento sobre ¿qué es la Ilustración? comentando el texto de Kant que dos siglos antes llevaba ya por título dicha pregunta. A juicio de Foucault, Kant destaca antes el contenido de la Revolución Francesa, a la que nace ligada la Ilustración, que los signos marginales, como la mirada desde la que se construye ese evento, «el modo mediante el cual la Revolución se hace espectáculo» o «la manera en que es acogida en la periferia por los espectadores que no participan en ella pero que la contemplan y asisten a ella» (203). La Ilustración nace como un giro auto-consciente, como una mirada explícita sobre sí misma; los espectadores que asisten a los actos revolucionarios inauguran una manera originaria de mirar el teatro de la historia.

Esa actitud, que define la episteme moderna, es decir, el modo en el que el saber moderno se constituye, es definida por Foucault como una ontología crítica del presente. Coincidiendo con la definición del estructuralismo que el propio autor ofrece, se trataría de «la conciencia despierta e inquieta del saber moderno» (Las palabras y las cosas, 206). El escenario del saber ya no apunta a una metafísica trascendental, tampoco a una escuela o un método, sino a un campo de inmanencia desde el cual el mismo sujeto que mira, que se cuestiona, se constituye como tal, resultado de las condiciones económicas, sociales y sicológicas que definen su presente. La Modernidad, como la Ilustración de la que participa, adquiere su actualidad en ese giro autorreflexivo —operación estructuralista— que la hace ser consciente de sí misma, construir de manera consciente su propia puesta en escena, «tanto en relación a la historia general del pensamiento, como en relación a su presente y a las formas de conocimiento, de saber, de ignorancia y de ilusión en las que sabe reconocer su situación histórica» (Foucault, ¿Qué es la Ilustración?, 200).

Una ontología crítica del presente es una ontología del propio sujeto construido de manera consciente sobre los límites de la razón, pero no para aceptar ya sus fronteras, como tácitamente se desprende de la crítica kantiana, sino para preguntarse por la posibilidad de su franqueamiento, lo que implica a su vez la pregunta por lo que uno es, ahondar en «la contingencia que nos hizo ser lo que somos la posibilidad de ya no ser, hacer o pensar lo que somos, hacemos o pensamos» (105).

La teatralidad originaria de la Modernidad consiste en una puesta en acto de la historia, del saber y las identidades, de modo que sobre ese escenario se levante un signo de interrogación. Dicha función crítica caracteriza el modo de representación dialéctico, barroco y materialista en la época contemporánea, construyéndose, como explica Bernard Dort en La representación emancipada, sobre unos elementos, cuerpos e imágenes, textos y acciones, que ya no se dejan ordenar en función de un sentido impuesto desde afuera: «Aujourd'hui, par l'émancipation progressive de ses différentes composantes, elle [la théatralité] s'ouvre sur une activation du spectateur et renoue ainsi avec ce qui est peut-être la vocation même du théâtre: non de figurer un texte ou d'organiser un spectacle, mais d'étre une critique en acte de la signification» (184).

Antecedente de esa ontología crítica, y escénica, del presente, la figura de Nietzsche ha pasado a la historia posterior de una cultura que se resiste a verse reducida a un cúmulo de representaciones como el gran fustigador de los teatros y las ilusiones. Sin embargo, desde el comienzo de su trayectoria intelectual, puesta en escena con un estudio precisamente sobre los orígenes de la tragedia, el joven catedrático de Basilea insiste en la necesidad de las representaciones, de las ilusiones y de los engaños, porque «toda vida se basa en la apariencia, en el arte, en el engaño, en la óptica, en la necesidad de lo perspectivístico y del error» (La gaya ciencia, 32), y por ello también del arte, el campo por excelencia de las representaciones, de la mentira y lo ilusorio, y entre todas las artes destaca el teatro, un teatro físico y musical, espacio de transformaciones, de placer, dolor y conocimiento, que haga soportable lo que de otro modo sería insoportable, el magma oscuro, dionisiaco, el Uno primordial del que nacen todas las representaciones, no para representar lo irrepresentable, sino para dar fe de que hay algo que escapa a todos los escenarios, sobre lo que se debe levantar también el impulso ético, como décadas después defenderá Lévinas con su formulación del ser-para-el-Otro. Sobre esta verdad (escénica) el hombre levanta un mundo a su medida, que no es la medida de la realidad, sino un mundo traducido a lo consciente, los teatros de la verdad, de la justicia, la moral y el derecho, metáforas antropomórficas que con pretensión universalista niegan todo lo que no pueden aceptar, su condición de representaciones de un mundo que escapa a sus limitaciones.

En un gesto que tiene tanto de ético como de estético, polos fundadores y ya inextricables de la Modernidad, el autor de Así habló Zaratustra salta a la escena del pensamiento occidental poniéndose él mismo en escena, haciéndose visible como cuerpo (escritura)-pensante, pero por ello, en tanto que se trata de un teatro de las ideas, también como máscara (parlante), de filólogo, héroe trágico o sátiro, en una palabra, como escritura y retórica, cuerpo físico, intensidades orales que definen un estilo híbrido de filosofar, un teatro enérgico del pensamiento que terminará muriendo dentro de la misma escena, recuperado por el relato de la Modernidad como acto sacrificial del pensamiento a su propia condición escénica. Nietzsche se presenta a sí mismo frente a los tribunales de la Modernidad con una profunda conciencia (trágica) de su ser como actuación, una performance marcada por el exceso vital de lo físico, por el «materialismo dionisiano» que Sloterdijk formula en El pensador en escena. En el horizonte de la Modernidad surge la necesidad de una nueva ética (física) del pensamiento, más consciente de que detrás de cada palabra hay un cuerpo, de que antes del logos está el habla, el decir como acción; una ética que «sabe que no existe nada más indecente que la falta de energía que se presenta como ciencia; siente que no existe nada más sospechoso que el miedo a la verdad que se hace pasar por conciencia crítica; y nada más falso que esa incapacidad de reconocimiento que se hace pasar por una facultad superior» (Sloterdijk, 135).

La realidad del pensamiento se revela como un acto escénico, juego de ilusiones, sustituciones y engaños, pero también, como toda representación, afirmación de sí misma, física, inmediata y vital, impulsada, como los personajes de Greenaway, por una pasión por las representaciones y los juegos, pasión por el poder, pero también, en un sentido positivo, por el poder como fuente vital que anima al hombre en su ser-actor, es decir, en su ser-para-el-Otro, en su volver una y otra vez a representarse, en cada instante una vez más; ésos son los teatros de la verdad, la verdad ética y estética, física y política del teatro (de la Modernidad).

Es en ese sentido que el mundo de Kantor, donde los actores se convierten en personajes de sí mismos haciendo ostentación de su perversa misión sustitutiva, hace visible a su propio creador, el director polaco puesto en escena, camisa blanca, bufanda negra, el cigarrillo encendido y el rostro hundido, mientras observa sus figuras, personajes de un pasado que como viajeros del tiempo llegan a este presente de la escena, construido para la mirada de un tercero, del espectador, en el que se transforma inevitablemente el hombre moderno. En ese escenario de las ideas y la vida, de la memoria, todo adquiere su única verdad en la medida en que es visto por el otro, quien con su mirada termina de poner en pie esa representación (de la verdad). Como una alegoría del pensamiento, Kantor observa entre indiferente y perplejo o emocionado, los fantasmas que han venido a visitarle, interrogándolos como quien trata de desvelar el secreto del enigma (de la Historia). La diferencia —escénica— con otras épocas es que dicho personaje, como Nietzsche, se sabe a su vez mirado por otros, de ahí el imperativo escénico —ético— de la Modernidad, fingo ergo sum, o parafraseando a Sloterdijk: «Pensar sobre el escenario genera más verdad» (49). La irrupción física del pensador en la escena, del pensamiento como acción, apunta a una ética somática, hecha posible por el descubrimiento de las psicologías profundas, que están en la base de la Modernidad.

Frente a la mirada de Kantor se abre un paisaje detenido habitado por actores muertos, muñecos que se aferran a sus cuerpos, una escena que gira en torno al presente de la representación, realizado una y otra vez con cada nueva entrada, siempre de los mismos personajes. Como en una alegoría benjaminiana, la Historia se manifiesta como construcción, como acto explícito de representación puesto en escena. Es un mundo cerrado donde todo denuncia su carácter sustitutorio de otra realidad; todo es falso. La historia moderna como mito de progreso queda transformada en un paisaje detenido que expresa la fugacidad del tiempo. La alegoría llega a captar, en palabras de Adorno, «el Ser histórico como Ser natural en su determinación histórica extrema, en donde es máximamente histórico» (Actualidad de la filosofía, 117). La Historia, como escenificación fundamental del discurso de la Modernidad, manifiesta su naturaleza esencialmente temporal, dejando al descubierto el mito de lo nuevo, que se alza como una interrogación (de un sentido) frente a quien lo mira.

Tratar de escapar a ese escenario buscando un espacio de verdad, un espacio de no representación, supone renunciar a las apariencias para afirmar lo que no se ve, ideales racionalistas en nombre de las cuales se termina llegando a cualquier irracionalismo, como afirma Romero Esteo, o en la formulación de Lyotard: «Los siglos XIX y XX nos han proporcionado terror hasta el hartazgo. Ya hemos pagado suficientemente la nostalgia del todo y de lo uno, de la reconciliación del concepto y de lo sensible, de la experiencia transparente y comunicable» (La Posmodernidad, 26).

La última escenificación de la Modernidad es la de sí misma pensándose una y otra vez material, inmediata y fugaz, al tiempo que se construye como discurso epistemológico, es decir, como condición (puesta en escena) del saber (de la Historia), construcción de los discursos que delimitan las áreas de conocimiento; y con ello del propio pensador, hecho visible, en el acto físico de pensar, instante de la revelación, como quería Benjamin, momento de vida, de verdad en su íntima condición escénica, y por ello excesiva.

La mirada barroca de la Modernidad reivindica y traiciona al mismo tiempo la representación que ella construye, afirmación de un desvío —singular—, de un desplazamiento, de un exceso y una desaparición, visión de paralaje diría Zizek; defiende una realidad física que se afirma antes de cualquier lectura, historia o sentido, inevitablemente escénica, pero no por ello falsa; la única verdad es la verdad de las representaciones tratando de sostenerse por encima del dolor esencial que amenaza al individuo en su sentir trágico, parafraseando la cita de Nietzsche con la que se abre el presente ensayo. Es por tanto una Modernidad proyectada hacia un más allá, es decir, también espiritual, más física cuanto más trascendental en una época paradójicamente posmetafísica, más vital y gozosa cuanto más consciente de su cuerpo (excesivo), para descubrir en el centro de éste, en el centro de las representaciones y los teatros (de la verdad), un punto ciego desde el que volver a proyectarse hacia lo desconocido, desde el que volver a ligarse —religare— con lo trascendental, por ello afirma Lyotard en Dispositivos pulsionales que la escenificación, técnica fundamentalmente política de inclusiones y exclusiones, es también «la religión de la irreligión moderna, lo eclesiástico de la laicidad» (61). Una Modernidad, por tanto, en positivo que en medio del espectáculo mediático (virtual) del capitalismo es capaz de resistir con sus cuerpos, de seguir viendo lo otro, el horizonte infinito —religioso—, que llevó a Nietzsche a decir ya al final de su recorrido intelectual, en La gaya ciencia, que «por fin el horizonte se nos aparece otra vez libre, aunque no esté aclarado, por fin nuestras naves pueden otra vez zarpar, desafiando cualquier peligro, toda aventura del cognoscente está otra vez permitida, el mar, nuestro mar, está otra vez abierto, tal vez no haya habido jamás mar tan abierta» (254), o en palabras de Romero Esteo, escritas en el ambiente cultural de los años setenta en referencia al libro de Peter Brook, The empty space: «Hay hoy en día una eclosión de ideas nuevas, de novísimas formas de sensibilidad, de insólitas situaciones conflictivas. Vivimos en una sociedad cada vez más multiforme y cambiante. Teatral, en el sentido casi ontológico del término» (27).

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