martes, 23 de agosto de 2011

DE VUELTA AL LABERINTO: ESPAÑA Y LA CULTURA DEL BARROCO, UNA PROPUESTA DE MODERNIDAD AMPLIADA - Carlos Soldevilla Pérez (2)

4. Barroco y Neobarroco, las reflexiones teóricas

Este recorrido intelectual pretende hacer compatible la multiplicidad de sentidos, conceptos y valores que caracterizan a las teorías sobre el fenómeno neobarroco, con su articulación coherente, sistematizando la multiplicidad de perspectivas y facetas que presenta, dado que, en las últimas décadas hemos sido testigos de la formulación de diferentes puntos de vista haciendo énfasis en la crisis de la Modernidad, desde posiciones alineadas con el Postmodernismo, por muchos autores caracterizado también como «Neobarroco» (Calabresse, 1987; Bodei, 1993; Chiampi, 1994; Maffesoli, 2007); pues hay que tener en cuenta que la intensificación del interés por el Barroco coincide con el gran debate sobre la Postmodernidad.

El surgimiento del pensamiento neobarroco está relacionado con la sintomatología de un malestar en la cultura de una modernidad ciertamente incompleta e insatisfecha. De esta forma y, trazando un paralelismo epocal entre Barroco y Neobarroco, el Barroco se puede interpretar como una crítica al reducido modelo de racionalidad renacentista; mientras que el Neobarroco expresaría una indudable crítica a los efectos indeseados de la tardomodernidad. Si el proyecto moderno se mostró incapaz para integrar lo emotivo, lo diferente, en su modelo de racionalidad, entonces, retomar el Barroco, premoderno, preiluminista y preburgués, parece justamente una lógica operación para revertir esa Modernidad que en España y en América Latina jamás cuajó del todo (Chiampi, 1994 y 2000).

Por otro lado, y utilizando la hermenéutica freudiana, cabría caracterizar al Neobarroco como un retorno de lo reprimido (Barroco) por la Modernidad, al conectar con matrices fundacionales de nuestra conciencia histórica en las que jugaron un papel importante cuestiones sustantivas como: la necesidad del autoconocimiento para la propia salud mental y espiritual; el papel de los sueños como propedéutica para la comprensión profunda de la subjetividad; el uso de la alegoría como medio de acceso a la constitución fantasmática la personalidad; las técnicas y habilidades dramatúrgicas o representativas para la interacción social; la concesión a la emotividad como fuste decisivo de la personalidad y el entendimiento de la vida como estilo (Soldevilla, 2007), por citar las más significativas.

Espigando un poco la historia, advertimos que el Barroco, entendido como categoría estética y sociocultural, tras su momento de esplendor en el siglo XVII, fue denostado en los siglos posteriores. Su recuperación comienza en 1888, fecha de la publicación del conocido texto de H. Wölfflin Renacimiento y Barroco (1888), donde se interpretan ambos conceptos como modos de representación permanentes y alternativos en la historia del arte. Éste será el punto de partida de la teorización dorsiana sobre «lo barroco», aunque en ella no sólo estarán presentes las cuestiones estéticas, sino que, a la par, concurrirán criterios de oportunidad políticos y arquitectónicos empleados en ampliar y embellecer la ciudad de Barcelona. Pues, la ciudad condal a mediados del XIX no tenía nada de fastuosa.

Necesitaba, por tanto, una solución barroca que proporcionase una monumentabilidad espléndida, y que atisbó Fontseré para la Exposición Internacional de 1888, consolidándose en la de 1929, siendo Puig i Cadafalch el artífice del edificio de Montjuïc, en la definitiva concepción de la ciudad misma como monumento barroco. Había que componer mediante recursos barrocos (ornamentación plateresca y manuelina) buscando realce, fastuosidad y preciosismo. La ciudad neobarroca debía convertirse en una monumental máquina bien engrasada con espectáculos y propaganda constantes. Esto era lo más conveniente para el nacionalismo burgués y el desarrollo turístico y comercial de la capital.

Pero todo esto requería de una teoría que diese fundamento al giro barroquizante, y a ello se brindó Eugenio D´Ors en su obra Lo barroco (1922; publicada en 1935). Para D’Ors, «lo barroco» no fue un momento espiritual o artístico del pasado, sino una particular sensibilidad que atraviesa la historia, alternando momentos de intensa presencia con otros de reflujo. Así, para Xenius el Barroco es un eón, un estado de espíritu con desarrollo en el tiempo, que extiende su presencia en todas las épocas y en todos los lugares, contrastando su visión dinámica y naturalista con la racionalista propia del clasicismo, bien sea éste greco-romano o moderno-ilustrado. Por último destacar que, según D´Ors, por esencia, todo clasicismo es intelectualista, normativo y autoritario; mientras que todo barroquismo es dinámico y vitalista, incluso libertino, siendo el agente generador más natural de la cultura, aquél por cuyo medio ésta imita los procedimientos de lo natural, pues: «El Barroco contiene siempre en su esencia algo de rural, de pagano, de campesino». (D´Ors, 1935:82).

Por otro lado, Severo Sarduy, en sus textos sobre el Barroco (1974 y 1987), se abre hacia la figura que resume la nueva concepción del movimiento planetario: la elipse, de Kepler, que descompone la perfección circular de Copérnico. Desplazamiento excéntrico que se traduce en una ampliación de la realidad, y que el escritor cubano extiende a recursos lingüísticos (como la traslación de la metáfora a la metonimia), o a los perceptivos (con el paso de la perspectiva racionalista a la anamorfosis). Pues, para Sarduy, en la elipse (convertida en un auténtico emblema barroco) no hay identidad absoluta, sino contigüidad, dándose la parte por el todo e inscribiéndose en ella el lugar del vacío. Aunque, eso sí, un vacío fértil. Sobre estas bases Sarduy caracteriza el Barroco como un giro hacia el descentramiento, que opera históricamente en los momentos de cambio social. Por eso, hubo descentramiento geográfico de Europa al descubrirse América, que produjo, a su vez, un descentramiento antropológico, al descubrirse una nueva humanidad no prevista; como también hubo descentramiento religioso al surgir la Reforma protestante; así como descentramiento y vacío de la comunidad agraria, con el crecimiento de las ciudades, el comercio y la industrialización. Pero el Barroco, según Sarduy, es precisamente una respuesta fértil de la vida individual y colectiva a los costes de esos descentramientos y vacíos. De esta forma y, lejos de la interpretación melancólica del Barroco (De la Flor, 2007; Gambin, 2005; Bartra, 1998), Sarduy, siguiendo a D´Ors, lo interpreta como ontología de la fuerza, de la fecundidad y de la diferencia. Así, frente al racionalismo funcional y adaptativo de la Modernidad, el Neobarroco politeísta de Sarduy pone en valor la fuerza activa del imaginario neobarroco para parodiar y evaluar los constreñimientos de la racionalidad, y el crepúsculo de la temporalidad orientada y finalizada.

Por su parte, José Antonio Maravall (1979), pivotando sobre la teoría crítica de Adorno y Horkheimer, entiende el Barroco como una cultura de clase, como una industria cultural destinada a la manipulación social de las masas por parte del dogmatismo de la Contrarreforma y del absolutismo del Antiguo Régimen. La visión de Maravall interpreta la España del siglo XVII como una cultura dirigida, masiva, urbana y conservadora. En una sociedad de este tipo, la representación, el artificio y la novedad son valores dominantes que se trasladan al teatro, a las coreografías (los teatros, los escenarios públicos y los hilos de esplendor de sus tapices) y a las fiestas (cortesanas y/o populares) como eficaces recursos de propaganda y mistificación ideológica.

Sin embargo, esta visión tan determinista no agota la interpretación del Barroco. Pues, de acuerdo con Américo Castro (1986), lo específico del genio o alma española consiste en haber reinvertido el caos axiológico, la pobreza y el enfrentamiento estamental de la conflictiva edad barroca, en una reflexión, en una escritura y en un arte, que ve y enfrenta el mundo asimismo como caos, como fatalidad y desorden irreparable. Todo ello nos conduce, en línea también con las tesis de Fernando R. de la Flor (2002), a una cierta superación del modelo maravalliano, para entrever en el Barroco una suerte del más allá del principio del poder, dado que el Barroco hispano pone en acto una interpretación crítica, desengañada y desencantada del sentido de la vida, con el objetivo de capacitar al sujeto para que afronte las complejidades y desafíos de toda época convulsa; y que no puede subsumirse en la hermenéutica maravalliana de la dominación ideológica. Hermenéutica y propedéutica barroca que constituirá ulteriormente la médula de las críticas románticas y postmodernas a la Modernidad.

Otra significativa interpretación del Barroco es la efectuada por Gilles Deleuze, que con su obra El pliegue (1988) muestra un rasgo específico del Barroco que le conduce a percibir la materia como universo textil, curvilíneo compuesto de pliegues, repliegues y despliegues, en laberíntico movimiento, donde lo único que hay en común es la diferencia. No en balde, según Deleuze, como producto de este complejo espíritu emergerá la filosofía de Leibniz, la «Monadología» que inaugura, a su vez, el múltiple y diverso perspectivismo de las cosas. El mismo Deleuze nos aparece como pensador barroco, entre otras cosas porque desarrolla dos concepciones de la estética muy propias del Barroco: la «estética como teoría de la sensibilidad» (siempre en relación con la intensidad emotiva) y la «estética como clínica», esto es, como empresa de salud que libera el deseo creativo mientras traza líneas de resolución de los síntomas padecidos.

Christine Buci-Glucksman (1984 y 1986) se aproxima al Barroco acentuando una percepción basada en lo que define como «la locura de ver» (folie du voir), subrayando con ello la intensificación de la ilusión visual encaminada, no tanto a hacer hincapié en el «efecto de realidad », sino en captar los desafíos que plantea lo infinito y trascendente por medio de la fuga, el laberinto o la anamorfosis. Pues hay que tener en cuenta que el arte de la mirada barroca, según Jacques Lacan, tiene por objeto descubrir el alma a través de la manifestación que el cuerpo hace de su ausencia (Lacan, 1989: 140). «Locura de ver» que, según Buci-Gluksmann, consiste en buscar formas en las que se pueda comprobar la pérdida de integridad, globalidad y sistematización ordenada, a cambio de acentuar lo inestable, lo proteico y lo mudable; todo ello desafiante para la entidad logocéntrica que nos proporciona estabilidad y orden; algo singularmente provocador en la medida que confiere razón a lo que se ha estigmatizado como delirante o extraño. Perspectiva barroca que, en su «locura por ver», se convierte en reconocimiento y recepción privilegiada de la alteridad hasta ese momento considerada como anómala: lo corporal, lo femenino, la noche, el sueño, en fin de todos aquellos ámbitos excluidos por la razón.

Por su parte, en su sugerente obra La edad neobarroca (1987), Omar Calabrese plantea el concepto de neobarroco como dominante cultural de nuestra contemporaneidad, caracterizada a partir de una serie de rasgos entre los que destacan: lo azaroso, lo irregular, lo fragmentario, lo inestable y en permanente metamorfosis. Para Calabrese, como en D´Ors, el Neobarroco no consiste en una vuelta al Barroco, sino en una recurrencia transcultural y transmediática, un espíritu de época que se corresponde con un mundo en crisis, en el que el individuo ve destruirse el equilibrio entre razón y emociones, entre espíritu y materia, como también ve naufragar la posibilidad de pronunciarse con criterios ciertos sobre la verdad científica, el valor artístico o el ético-religioso.

Indeterminaciones que no son exclusivas de nuestro tiempo, sino que tuvieron como señero precedente la época barroca en la que se desarrolló una sustantiva crisis del humanismo renacentista, inaugurándose un pensamiento posthumanista, presente, entre otros, en Gracián, en Quevedo, en Mateo Alemán y en Robert Burton (autor de la Anatomía de la melancolía en 1621). Pero indudablemente hoy, con la eclosión de los problemas y desajustes en las sociedades de la crisis de la Modernidad, también estamos conociendo un nuevo poshumanismo, concepto este último que, con su postulado cyborg (híbrido entre lo humano y lo cibernético), señala una quiebra fundamental en la comprensión que el individuo occidental hasta ahora había tenido de sí mismo. Así cabe interpretar la obra de Donna Haraway El manifiesto para cyborgs (1985 y 1991), en la que se observan nítidamente las relaciones existentes entre el Neobarroco y ciberciencia, en un momento cultural en el que despunta el concepto de hibridación puesto en circulación por la investigadora norteamericana. Haraway se propone superar los conflictos entre géneros a través del andrógino humano-mecánico denominado cyborg (poshumano), sujeto-ficción del futuro que recuerda lo que en él queda de naturaleza sólo como una marca evanescente de su pasado remoto.

La aproximación de Jean Baudrillard confluye con la idea de la representación barroca y sus implícitos: el simulacro y el disimulo. El sociólogo francés, apropiándose de estas nociones propias del Barroco, interpreta la sociedad de consumo dividida entre mundo simulado y un mundo real. En sintonía con la teoría de Maravall, su perspectiva es pesimista, pues considera a la cultura del consumo contemporánea dominada por una oferta que, por medio del marketing y la publicidad, consigue no sólo determinar los comportamientos de consumo, sino además constituir los estilos de vida de los consumidores (Baudrillard, 1970 y 1978). Sin embargo, y a pesar de esta caracterización en extremo determinista, Baudrillard provee de referencias importantes para la perspectiva neobarroca, en concreto porque aporta una teoría del valor mucho más matizada que las existentes, ccomprensiva de distintas fases que culminan en la teoría del valor fractal tan querida por los teóricos del Neobarroco. Así, las etapas del valor se corresponderían con una natural del «valor de uso», otra mercantil del «valor de cambio», una tercera estructural del «valor signo» y, por último, una «fase fractal» en la que el valor no se corresponde con ningún referente, pues el valor es dispersión, repetición y vuelta a lo mismo. Fase «trans» propiamente neobarroca, pues no significa superación, ni desaparición del valor, sino diseminación del mismo, presente en fenómenos como: los transgénicos, la transexualidad, la transeconomía y la transpolítica (Baudrillard, 1991).

En sintonía con Baudrillard, Michel Maffesoli, con el objetivo de dar a conocer las condiciones socioculturales que definen el periodo que vivimos actualmente, desarrolla su esclarecedora teoría sobre la «barroquización del mundo» (Maffesoli, 2007), en donde afirma que nuestras sociedades se caracterizan por el hegemonismo de la «lógica fractal» de las cosas, que conforma un rico palimpsesto en donde se objetivan los lenguajes en los que se expresa y negocia la vida cotidiana. La mezcla, el mestizaje, lo híbrido, caracterizan crecientemente al mundo contemporáneo, experimentándose una fragmentación de la lógica de la identidad. Por ello, la barroquización acentúa el tema de la sinestesia. Concepto íntimamente ligado a las características barrocas, pues consiste en la correlación de elementos disímiles. Sin embargo, a diferencia del determinismo de Maravall y de Baudrillard, Maffesoli es un pensador optimista respecto al presente y al futuro, pues ve que, gracias a la incorporación de esa «lógica fractal», los actores y grupos sociales pueden ir consiguiendo una emancipación del totalitarismo de la razón instrumental, incoándose así una mejor articulación entre la dimensión cognitiva y la razón sensible (herencia del Barroco), una razón no separada de la vivencia ni de la emoción, que indudablemente puede reforzar la deteriorada cohesión social incentivando los sentimientos colectivos hacia la pertenencia. Esta efervescencia colectiva neobarroca está representada, según Maffesoli, por el auge de la cultura popular y en el reverdecer del orden mitológico-comunitario en diferentes fenómenos: incremento de diversos estilos de vida y del tribalismo juvenil, el retorno al comunitarismo rural y una mayor sensibilidad hacia las tradiciones vernáculas.

La sociología de Zygmunt Bauman parte de criticar la antropología moderno-cartesiana, basada en la idea de control y dominación, para dar el visto bueno a la imagen del ser humano propia de las mitologías post-cartesianas, que comienzan con la barroca. Aunque la cultura barroca proyecta en su antropología la idea del ser humano como criatura angustiada, éste, sin embargo, no renuncia a la búsqueda de relaciones sociales, así como su satisfacción personal a través de nuevas formas de intimidad y de experiencia personal directa. De este modo, según Bauman (1992), las éticas barrocas anteceden a las postmodernas, con su énfasis en la fragilidad y en la vulnerabilidad de los seres humanos, pero también mostrando su sincera avidez por ser libres, comunitarios y sin renunciar a la felicidad. Y es que el Barroco constituye un movimiento intelectual que tiene su origen en una visión del mundo donde las formas del ser, a costa de metamorfosearse continuamente, se han hecho fluidas. No es casual que, en la actualización neobarroca de esta fluidez, la voz de Lezama Lima nos recuerde que: «la tierra es clásica y el mar es barroco» (1992:71). Constelaciones barrocas plenas de formas mudables, poseedoras de un sustrato social y cultural en perpetua y fluida modificación. Visión del mundo y concepción de un sustrato móvil y acuático regido por la idea de ausencia de centralidad, de estabilidad, de certeza, propia del Barroco, que enlaza con la teoría de la modernidad líquida de Bauman (2000), en la que se describen nuestras sociedades tardomodernas a través de los flujos activos y vertiginosamente cambiantes.

Mundo neobarroco de la Modernidad líquida, que ha sucedido al mundo clásico y sólido del progreso industrial, cuya mega máquina económica al deslocalizarse y hacerse móvil se ha convertido en un conjunto de corrientes socioculturales de vida acuosas, rápidas y también peligrosas. Así, según Bauman, mientras la Modernidad sólida se apoyaba en una «ética del trabajo» diseñada ideológicamente para estabilizar a las gentes en las fábricas, se ha pasado a una sociedad de Modernidad líquida que se caracteriza por el énfasis en la «estética del consumo», regulada no tanto por el principio del esfuerzo, sino por el principio de placer de los consumidores, por un deseo insaturable e inmediato que no admite demora. Modernidad líquida, en la que el modelo de supervivencia actualiza el no menos barroco párrafo de la novela Lord Jim de Joseph Conrad:

«El hombre que nace cae en un sueño similar al del hombre que cae al mar. Si intenta subir a la superficie en busca de aire se ahoga. Lo que hay que hacer es rendirse al elemento destructor y, ayudándose en el agua de las manos y de los pies, dejar que sea el océano, el profundo océano, lo que te eleve a la superficie» (Conrad, 1900).

Para terminar esta revisión teórica y, como muestra de la irradiación que la reflexión neobarroca ha tenido en nuestro país, nos detendremos brevemente en las aportaciones de José María González García y Antonio Escohotado; y que, en nuestra opinión, reflejan paradigmáticamente el enriquecimiento interdisciplinar del aliento barroco y su significación para nuestro conocimiento y reflexión.

José María González García viene acometiendo en diferentes obras la cuestión del Barroco. Baste destacar aquí sólo dos. En la primera, Metáforas de la subjetividad (2001), aborda la fundamental distinción epistemológica entre una sabiduría propia del Barroco que opera a través de metáforas (estructuras de comprensión que ayudan a captar figurada e imaginativamente aspectos del mundo) y otra vía cognoscitiva, esta vez moderna, cuyo instrumento privilegiado es el concepto (representación general y abstracta de las cosas); a continuación, presenta el tema central de su investigación: la cuestión de la identidad barroca, mostrando que, frente al ego sólido, estable y autónomo de la Modernidad, la metáfora central de la identidad barroca es la complejidad del yo.

De este modo y, partiendo de la tesis orteguiana de que la identidad es siempre una narración de las relaciones del yo con su circunstancia social, González García recorre la pregunta por la identidad en Calderón, en Gracián, en Saavedra Fajardo, mostrándonos las diferentes estrategias que ensamblan la compleja identidad barroca, a saber: la vida como «camino»; el «laberinto» que representa la enigmática y compleja sociabilidad con la que el yo tiene que contar para labrarse su identidad; el «baluarte», o el refugio que tiene que fraguar el yo para defenderse y galvanizar posiciones en épocas de crisis; el «espejo» como objeto propicio y revelador para el autoconocimiento; la «calavera» como emblema destinado a combatir el personalismo; el «teatro» o la capacitación dramatúrgica (habilidades y tecnologías del yo de las que Erving Goffman y Michel Foucault serán sus más devotos herederos) que requiere el yo para salir airoso de los requerimientos de la interacción social; y, por ultimo, el «libro» como iniciación en el conocimiento e ilustración para resolver el difícil desafío de la vida cortesana.

Posteriormente, en su obra La diosa Fortuna (2006), González García analiza la historia de la diosa Fortuna y su representación en el Renacimiento y el Barroco, para pasar finalmente a la época contemporánea, donde estudia la significación de todo lo relacionado con los conceptos de suerte, destino, riesgo y azar. Según nuestro autor, la diosa Fortuna ha sido concebida tradicionalmente como una personificación de aquellos elementos de la vida humana que no podemos manejar, que están en manos del azar, pues ciertas dimensiones de la vida tienen un componente azaroso, difícilmente controlable de manera racional, desde la propia constitución genética de nuestro cuerpo hasta el éxito, la riqueza y el amor.

En la reconstrucción histórica, González García nos muestra el sentido y las condiciones de la adaptación al marco cristiano del tema pagano de la Rueda de la Fortuna, generador de nuevas metáforas, como la del baile de la vida o la del barco que sortea los escollos de una mar embravecida. Sin embargo esta veneración por la diosa Fortuna dura hasta finales del Barroco, pues la Ilustración se inaugura con un desafío frente a ella, en un intento de domar el azar a través de la razón. Pero, como acredita el autor, este retorno de lo «azaroso» reprimido por la Modernidad ilustrada, emerge con vehemencia en los actuales tiempos neobarrocos por medio del incremento cada vez más frecuente de la experiencia del riesgo. De ahí, que la caracterización «sociedades de riesgo» sea un perfecto indicador de que estamos en un momento sociocultural neobarroco, esto es, muy sensible a las influencias de la diosa Fortuna.

Por su parte, en su obra Caos y orden (1999), Antonio Escohotado desarrolla una de las operaciones más interesantes del Neobarroco, y que consiste en intentar explicar la cultura neobarroca a partir de «la dimensión fractal» (abordada inicialmente por Baudrillard, Calabrese y Maffesoli). Los objetos fractales son aquéllos que poseen una forma irregular que impide que pueda describírseles o medírseles con exactitud mediante la geometría tradicional, pues ésta opera con entidades puras (círculo, cuadrado, triángulo, etcétera). Eschotado nos muestra que para configurar cartografías que pudiesen captar y datar las morfologías irregulares, móviles y polimorfas fue necesario elaborar una geometría especial, la fractal que, a su vez, da origen a una dimensión particular, la cual informa, hoy en día, estudios en ramas del conocimiento tan distintas como la botánica, la anatomía o las matemáticas.

Desde un análisis que rompe con la estricta demarcación entre ciencias sociales y naturales, Escohotado describe con claridad como la cultura de nuestro tiempo obedece a modelos fractales, que expresan lo azaroso, lo irregular, lo fragmentario y lo proteico, características todas ellas barrocas. En definitiva, Caos y orden nos habla del giro científico hacia la fractalidad y, con ella, la percepción de una geometría reticular, es decir, con estructura de red, como el sistema nervioso. Esa unidad en red no es contrapuesta al individuo, sino que, precisamente porque reconoce la autonomía de las partes, cultiva la diferencia. En consecuencia, lo fractal articula las diferencias en un orden complejo en donde se maximiza la libertad. De esta forma, abordada la fractalidad y comprendido el caos, la nueva ciencia neobarroca se convierte en el aliado más revelador de la libertad y de la autonomía individual.

Pasemos ahora a detenernos brevemente en dos fenómenos: cuerpo y arquitectura, que reflejan la difusión del movimiento barroco en la memoria y creatividad de distintos productores simbólicos con participación y responsabilidad en la constitución del imaginario colectivo neobarroco.

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