jueves, 26 de diciembre de 2013

Neobarroco, el horror al vacío: Maquieira y Harris. - Oscar Galindo V.

(En “Neomanierismo, minimalismo y neobarroco en la poesía chilena contemporánea”)

Poco lezamianos somos como para aplicar la categoría de neobarroco a la poesía chilena, entendida como lo entendieran Carpentier, Zarduy y el mismo Lezama Lima, esto es, la cualidad oscura e ininteligible de los textos, la sobredecoración, la autocomplacencia en el lenguaje mismo. Para Carpentier y Lezama, el barroco es el arte auténticamente hispanoamericano. Carpentier llega a reclamar que el barroco es una constante universal, es decir un espíritu y no un estilo, que va desde la escultura precolombina hasta el presente de la novela. Para Severo Sarduy, el barroco hispanoamericano es la irrisión de la naturaleza en su alarde de artificialización. Para Lezama lo barroco no se limita a la expresión formal, sino a todas las formas imaginables de la vida: desde el lenguaje y las comidas hasta el vestuario, que surge de una heroica pobreza. No se trataría de un arte de la contrarreforma como en Europa, sino, por el contrario, de un arte de la contraconquista.

El barroco lezamiano es en todo caso gongorino. Si algo caracteriza la poesía chilena es su vertiente quevediana. Menos exuberante, el concepto no se ha utilizado prácticamente para referirse a la poesía chilena. Si existe un barroco en nuestras tierras este tiene otros rasgos y componentes.

La publicación de La Tirana (1983), de Diego Maquieira (1951), y una década más tarde de Los sea harrier, supone la irrupción de una escritura desestabilizadora de los cánones convencionales y, al mismo tiempo, una radical trasgresión lúdica y humorística de las posibilidades del lenguaje poético. En una breve nota, Enrique Lihn (1984) ha destacado la filiación de La Tirana con la escritura barroca y tenebrista, con el humor negro de Quevedo y Góngora, con la poesía popular y con el a veces no menos poeta negro, Nicanor Parra. El barroquismo, en su estética de la contradicción, en su engaño de los sentidos, en sus sueños que se disuelven en los intersticios de la realidad, no es ajeno a esas contradictorias imágenes que nos ofrece la poesía de Maquieira o Harris, o aún otros poetas del momento, como Alexis Figueroa (Vírgenes del sol in cabaret. Vienbenidos a la máquina, por ejemplo) o Gonzalo Muñoz (Exit, Este), en esa saturación verbal y citacional que define cierta zona de la escritura latinoamericana contemporánea.

La figura de Diego Rodríguez de Silva y Velázquez, uno de los elementos centrales del poema, remarca la idea de una escritura vuelta sobre sí misma. Diego Velázquez, el pintor que se pinta a sí mismo, tiene en el poemario otro Diego, el propio autor. El poema final concentra precisamente estas relaciones por medio de la reiteración del nombre: "Diego para / Para Diego / Para Diego / Puedes parar Diego?" ("La Tirana XXIV"). El disfraz barroco, el trasvestimiento, la máscara, se convierten en un lugar de distanciamiento entre el texto y el lector. La Tirana es, en esta dinámica, la lengua misma, la escritura, la historia de una escisión que define lo latinoamericano y chileno. Escritura de una lengua encerrada en espacios claustrofóbicos, en el hotel-salón-convento, en el que transcurre la misa negra.

Más allá del tono desacralizador y violento del poema, se leen los síntomas de una profunda autocensura, que nombra la oscura disolución del lenguaje. Escritura culposa en tanto el origen es siempre un lugar vacío, un ominoso lugar hacia el que la mirada no puede volverse con tranquilidad. La escritura de Maquieira es el síntoma más radical en la poesía chilena de los ochenta de la represión y la censura; su carnavalesco y herético lenguaje es el lugar de una dolorosa escisión. Escritura que busca liberar los traumas de un sujeto y de un cuerpo social marcado por la falsificación.

La obra poética de Tomás Harris6 (1956) se configura a partir de la noción del viaje como elemento estructurador múltiple: viaje al interior de una ciudad al sur del mundo (Concepción y, más en rigor, el barrio de Orompello); viaje también temporal en el que pasado y presente interactúan en una entidad indisoluble; viaje, en fin, por la escritura y los residuos de la literatura y de la cultura de la imagen. Desplazamientos paradojales al interior de una ciudad enclaustrada, marcada por los signos de la violencia y la degradación, en la que los personajes (el sujeto y sus amigos locos o ebrios) asisten al desconcertante espectáculo de sus espejismos. Espacios fronterizos entre lo literario y lo real.

Los cinco segmentos que componen el poema "Orompello" (pp. 16-21) insisten en la imagen obsesiva y contradictoria de Orompello como lugar del "engaño de los sentidos". Menciono el tópico porque no es el único elemento que remite a la estética barroca. Por esta cualidad, Orompello simultáneamente aparece como símbolo de otra cosa (como metáfora de la realidad) y como negación de esa metáfora (como expresión de su pura inmanencia que no remite a nada más que a sí misma): "Orompello es un puro símbolo echado sobre la ciudad". Esta afirmación constituye uno de los modos más singulares para desestabilizar la representación de la realidad, deseo imposible en Orompello, el lugar donde "se ha perdido la medida / de las cosas" ("Zonas de peligro (final)", p. 30).

En "La vida a veces toma la forma de los muros" recurre a uno de los procedimientos característicos de su poesía para problematizar las relaciones entre escritura y realidad: la vida como teatro (otro tópico barroco). Pero lo hace desde la conciencia del distanciamiento porque a cada momento el sujeto nos recuerda que no estamos en el teatro. Aun así la realidad se le aparece como un complejo inasible, pues no basta con saber que no estamos en el teatro para comprender los mecanismos del teatro:

            Era Tebas el lugar de la tragedia y no estábamos
en Tebas. Era Treblinka el lugar de la comedia y no
estábamos en Treblinka. Bajo la sombra de un muro
encalado y su tapiz de orín, de barro, de consignas
eróticas. (Yo entonces recordé que Genet quería que
la representación teatral de Las Sirvientas fuera
personificada por adolescentes pero en un cartel que
permanecería clavado en algún vértice del escenario
se le advertiría al público la investidura y la ficción).
No estábamos en el teatro: había neones charcos de aguas
muertas una esquina intransitable. Los cuerpos estaban
muertos los cuerpos no estaban muertos. El aviso luminoso
verde del Hotel King era el sol. Estábamos en nuestro
propio pueblo no estábamos en nuestro propio pueblo.
Los pueblos eran pueblos fantasmas. Los muros encalados
signos del silencio. Por las noches comenzábamos a imaginarnos
cosas: los miserables mecanismos del sueño
se oponen al horror, un cartel que permanecería clavado
en algún vértice del escenario se lo advertiría
al público ("Todos los muros eran encalados en nuestros pueblos fantasmas")

Toda escritura es teatro, una escena de la representación de la vida, sólo que nadie le recuerda a nadie que estamos en el teatro. Harris invierte el proyecto de Genet, la advertencia de que estamos en el mundo de la ficción. La realidad, se supone, no necesita de advertencias, salvo cuando el sujeto no sabe a ciencia cierta donde comienza una y termina otra. De ahí la insistencia en enunciados que se niegan simultáneamente. La teatralización de la realidad, los miserables mecanismos del sueño (de nuevo otro tópico barroco: la vida como sueño) se oponen al horror, al no saber. De ahí que sea necesario advertir al público el lugar donde estamos. La vida teatralizada convierte la representación en el fantasma de la realidad, o como advierte en otro momento: "Yo sabía que estábamos en Concepción, / es decir en ninguna parte" ("La corriente nunca nos dejó entrar a ella"). El barroquismo de Harris es una consecuencia de esta versión engañosa que articula de la realidad, de ese horror vacuo, de esa necesidad de llenar el mundo con palabras.

Ángeles maraqueros o sones neobarrocos de acá - Efraín Barradas

El tema del barroco y el neobarroco está vivo, muy vivo, en el mundo académico, en las artes y hasta en la cultura popular de nuestros países, aunque en este último ámbito no se exprese de manera clara y directa.  Exposiciones, películas, poesía, narrativa, congresos y estudios, eruditos o de tono más popular, así lo comprueban.  Y es que el barroco y el neobarroco no son ideas esotéricas como a primera instancia podría parecer y parece.  Para Mariano Picón Salas, quien bautizó nuestro barroco virreinal como Barroco de Indias, “…los hispanoamericanos no nos evadimos enteramente del laberinto barroco. Pesa en nuestra sensibilidad estética y en nuestras formas complicadas de psicología colectiva.” (De la Conquista a la Independencia, 1944)  Las palabras de Picón Salas están aún muy vigentes. Pero a veces la discusión sobre nuestro barroco y nuestro neobarroco se da en contextos que podrían parecer tener nada en común con lo que parece ser un tema completamente elitista, aunque, por supuesto, su centro principal sigue siendo el mundo académico. Por ello no debe sorprender la aparición de un libro como el que recientemente ha publicado la profesora canaria Ángeles Mateo del Pino, Ángeles maraqueros: Trazos neobarroc/cho/s/os en las poéticas latinoamericanas (Buenos Aires, Ediciones Katatay, 2013).
De inmediato se hace necesaria una explicación del título de este libro (*), al menos la de dos palabras del mismo.  Los términos neobarrocos, neobarrochos, neobarrosos quedan combinados en la portada del libro con gráfica y grafía un tanto posmodernas en neobarroc/ch/s/os. Los tres son neologismos.  Neobarroco, de más fácil comprensión, es palabra que puso en circulación el cubano Severo Sarduy, uno de los teóricos y cultivadores principales de esta corriente estética.  Sarduy usa el término para discutir las teorías y, sobre todo, la obra de su mentor, José Lezama Lima.  Neobarroso fue invención del poeta, antropólogo y ensayista argentino Néstor Perlongher quien también estuvo profundamente marcado por las ideas y la obra del gran poeta cubano. Perlongher, al postular la existencia de un neobarroco argentino, piensa en la necesidad de crear un nombre propio que refleje su realidad nacional y la producción estética de su país a partir de esa estética.  Por ello mira al río que le da nombre a su región, el Río de la Plata, río cuyas corrientes hoy cargan barro: la plata virreinal es ahora barro posmoderno.
De ahí surge el neobarroso, fenómeno artístico cuya existencia postula o propone Perlongher en varios importantes textos. Por otro lado, la crítica chilena Soledad Bianchi, estudiosa de las letras caribeñas y quien ha prestado atención especial a ciertos escritores nuestros – especialmente a Edgardo Rodríguez Juliá –, se deja guiar por Perlongher y mira a su propio río, el Mapocho, y crea el término neobarrocho para referirse a ciertos rasgos neobarrocos, rasgos particularmente chilenos, que la estudiosa halla en la obra de Pedro Lemebel. Postula Bianchi la existencia del neobarrocho pues considera que se hace necesaria esa estética para crear una categoría nacional que ayude a explicar la obra de este importante cronista y narrador y de otros escritores chilenos. Neobarroco, neobarroso, neobarrocho: en el fondo son manifestaciones de una misma estética que, a pesar de sus posibles variaciones regionales o nacionales, se halla por toda América Latina ya que en Brasil, en México, en Uruguay, en Colombia, en casi toda nuestra América podemos hallar clara evidencia del cultivo de esta nueva cara del viejo barroco.
Vamos al otro término del título que requiere una breve explicación o comentario: ángeles maraqueros.  Hay que aclarar que este título no es manifestación de narcisismo de parte de la profesora Mateo del Pino. Estos tocayos suyos que ahí aparecen vienen de Los pasos perdidos (1953) de Alejo Carpentier, uno de los grandes pontífices del barroco y del neobarroco latinoamericanos, en teoría estética y en práctica narrativa. En esta gran novela el narrador, un musicólogo que se adentra en los campos de Venezuela y, según se aleja de la ciudad, va entrando en un viaje en el tiempo, no sólo en el espacio, ya que encuentra regiones que están aun en etapa pasadas de nuestra historia.  En ese viaje ve una iglesia con relieves de ángeles músicos. Las imágenes de los ángeles con instrumentos musicales se pueden hallar en las artes europeas desde la Edad Media, pero en América Latina la misma tomó un carácter especial en el barroco, especialmente en obras que están fuera del ámbito de las grandes ciudades donde el gusto y las normas europeas eran predominantes o eran impuestas por las autoridades, sobre todo por las eclesiásticas.
Recuerdo mi sorpresa al encontrarme en la fachada de la catedral de Puno, en las orillas del Lago Titicaca en Perú, relieves de sirenitas aindiadas que tocaban charangos, instrumento de cuerdas típico de esa región.  ¿Qué hacían esos seres mitológicos que no asociamos con la fe católica sino con la cultura clásica griega en una catedral de la provincia peruana? Eran claras muestras del sincretismo barroco, evidencia fehaciente de la sobrevivencia de la cultura subordinada que la cultura dominante – española, católica – intentaba en vano eliminar por completo y que surgía o afloraban donde menos se esperaba, como en la fachada de esa iglesia peruana de provincia. Las sirenitas con charango que vi en Puno son paralelas a los ángeles con maracas que el personaje de la novela de Carpentier ve en una iglesia de un poblado que en la obra representa el paso hacia el mundo virreinal. (Recordemos que en la novela de Carpentier espacio y tiempo se confunden.) De ahí y muy apropiadamente la profesora Mateo del Pino saca esos ángeles que aparecen en el título de su libro.  Esos ángeles maraqueros son para mí como esos hoy famosos arcángeles arcabuceros que hallamos en la pintura andina del barroco: muestra de que el barroco latinoamericano es sincrético, híbrido, mestizo.
Explicado el título vamos al contenido del libro. En éste se reúnen dieciséis trabajos sobre distintos aspectos de la estética neobarroca.  Además el libro abre con un extenso e importante estudio preliminar de la profesora Mateo del Pino. En este trabajo, donde se rastrea el desarrollo de la estética neobarroca y su transformación en neobarrocha y neobarrosa, es de gran importancia el comentario que hace de diversas antologías que han aparecido en distintos países latinoamericanos y que recoge poesía que responde a esta corriente estética. Al estudiar estas recopilaciones de poesía, Mateo del Pino hace evidente la vigencia y la relevancia del neobarroco en nuestros países.  Ésta no es una imposición de los estudiosos sobre la creación estética sino una realidad artística concreta que se manifiesta en esas antologías y en obras de muchos escritores de la segunda mitad del siglo XX y de nuestros días. Recordemos que ese tipo de libro – la antología – representa la consolidación de una estética o la prueba de la existencia de una forma particular de ver el arte.  Las antologías muchas veces dicen aquí estamos y proponemos una visión particular del arte: esa es una de sus funciones y por ello son tan importante en el estudio de la historia de la literatura.
Los dieciséis trabajos incluidos en este libro se dividen en cuatro secciones que reúnen textos colindantes.  En la primera sección se agrupan estudios sobre el neobarroco cubano y el brasileño.  También aparece en esta sección un texto del poeta uruguayo Roberto Echevarren que hay que leer casi como un manifiesto del movimiento neobarroco y no como un estudio críticos del fenómeno. Hay que recordar que Echevarren ha sido uno de los participantes más prominentes de esta escuela poética y que sus antologías Transplantinos (1991) y Medusario (1996), esta última producida en colaboración con el poeta cubano José Kozer y el crítico mexicano Jacobo Sefamí, forman parte del cuerpo poético sobre el cual se funda el concepto de neobarroco. La segunda parte del libro recoge trabajos sobre el neobarroco rioplatense, el neobarroso, y la tercera sobre el mismo en Chile, el llamado neobarrocho.  En la cuarta se recogen textos sobre la estética neobarroca en el teatro, en las artes culinarias, en la música y en el cine.  Aunque el centro de atención de los trabajos recogidos en el libro parece tener un foco limitado ya que se concentran en ciertos escritores de Cuba, de la región del Río de la Plata, de Chile y de Brasil, en general éstos son muy sugerentes y sirven para estudiar otras realidades estéticas desde el lente del neobarroco.
La lectura de Ángeles maraqueros… me hizo volver a una idea que he venido rumiando desde hace tiempo: la existencia de un neobarroco boricua o de lo que propongo llamemos neobarroqueño: neobarroco puertorriqueño.  Los críticos e historiadores de las letras y de toda manifestación cultural pueden construir figuras abarcadoras que sirvan para entender una amplia gama de obras de arte. (Es lo que Henry James, el gran narrador estadounidense, llamó “The Figure in the Carpet”, como tituló uno de sus magistrales cuentos.) El barroco y el neobarroco son ese tipo de construcción. Ni Góngora ni Sor Juana, ni Velázquez ni Vallalpando, ni de la Flecha ni Salas se llamaron a sí mismos barrocos. Siglos después los historiadores de la cultura propusieron esa categoría para entender su producción y la de su momento.  Y eso mismo es lo que propongo que hagamos, que empleemos la categoría de neobarroqueño para entender nuestra producción artística. El concepto no lo explicará todas nuestras manifestaciones artísticas y no pretende así hacerlo porque todo no cabe en el mismo, pero al menos nos ayudará a entender mejor parte del proceso de nuestra cultura.
Creo que viene muy al caso una pequeña aclaración de términos para no confundirnos. Barroco es originalmente un periodo histórico (siglo XVII y parte del XVIII, aunque en Hispanoamérica sobrevive hasta el XIX).  En ese sentido nosotros en Puerto Rico no tuvimos un barroco. Lo más cercano que tenemos a ese sentido de barroco (más allá de algunas piezas de platería eclesiástica) es la obra rococó (secuela del barroco) de Campeche: tímido ejemplo de barroco histórico.  Fuimos una colonia española muy pobre para darnos el lujo de tener un gran barroco, como el de Perú, México o Brasil. Pero barroco, para algunos, puede ser también un estilo que se evidencia en cualquier periodo. Esta acepción es problemática, muy problemática, y ha llevado a algunos, como a Alejo Carpentier, por ejemplo, a postular que la cultura latinoamericana, desde siempre, aún antes de la llegada de los europeos, ha sido barroca. Esa tesis, aunque muy poética, es difícil de aceptar y por ello prefiero hablar de un neobarroco: una propuesta consciente y premeditada de crear un nuevo estilo barroco para nuestros días, llámese neobarroco o neobarroso o neobarrocho.  Mi propuesta hoy es postular la existencia de un barroqueño o un neobarroco nuestro, boricua.
Un manifiesto neobarroqueño no tenemos, aunque hay textos de Luis Rafael Sánchez, especialmente su conferencia “Hacia una poética de lo soez”, por desgracia aun sin publicar, que podríamos entender o aceptar como tal.  Ese importante texto y algunos otros de sus ensayos sobre el humor y la lengua podrían servir la función de manifiesto del neobarroqueño.  Pero lo más importante es que si vemos el desarrollo de nuestras letras podemos ver claramente cómo se ha ido construyendo una línea de herencia o una genealogía artística que agrupa a artistas que, sin así decirlo, cultivan esa expresión neobarroca.  Palés, de Diego Padró, Belaval, Matos Paoli, Luis Rafael Sánchez, Ángela María Dávila, Ana Lydia Vega, Manuel Ramos Otero, Mayra Montero: ése es, recalco, un posible dibujo preliminar y muy incompleto de esa sucesión de nuestros escritores neobarroqueños.  Por supuesto, el tema habría que discutirlo y analizarlo detenidamente para ver cómo se ha ido construyendo esa secuencia que hoy propongo como herramienta de estudio.
Habría que ver si otros escritores que a primera vista no caben en esa corriente – pienso en Tomás Blanco, en Rosario Ferré, en José Luis Vega, en Rafael Acevedo, en Juan López Bauzá – también tienen su puesto en esa cadena estética.  Habría que pensar si esta corriente se manifiesta también en otras expresiones artísticas, como en la música o en la danza o en las artes visuales. Por ejemplo, ver la obra de Arnaldo Roche desde esta perspectiva sería una forma muy válida y fructífera de entender una pintura que clama a gritos que es neobarroca y, yo diría, neobarroqueña. La obra de Oscar Mestey se destaca por su meticuloso rigor geométrico de referencias neoclásicas, pero, ¿no será rasgo neobarroqueño esa alegoría que parece extenderse a todo lo largo de su obra: el artista como arlequín? ¿No podríamos colocar en este contexto la obra de Marta Pérez y la de Dafne Elvira? ¿Son Viveca Vázquez o Awilda Sterling danzantes y coreógrafas neobarroqueñas?  Todo está por verse; aquí sólo sugiero vías para revisar o ver de otra manera (re-visar) nuestras artes.
Habría que ver también qué rasgos definen esa estética que proponemos como otro hilo unificador de nuestras artes.  Además de lo soez, rasgo que a veces se manifiesta meramente como una agresividad política – pienso en “La plena del menéalo” de Palés –, habría que apuntar el humor –un humor irreverente y agresivo, como propone Sánchez en uno de sus tempranos ensayos– como otro rasgos central de esa corriente neobarroqueña. También el manejo esmerado pero arriesgado del lenguaje. Quizás porque a los puertorriqueños siempre se nos ha impuesto, nos hemos dejado imponer y nos hemos impuesto nosotros mismos el sambenito de que manejamos un español manco, tuerto, cojo y gago, nuestros escritores han reaccionado a esa acusación con una súper corrección – pienso en René Marqués, aunque no lo colocaría en esta cadena estética – o con un juego muy neobarroco de combinación de la lengua popular, el lenguaje vulgar, con un máxima corrección sintáctica. Ana Lydia Vega es un caso ejemplar de esta tendencia neobarroqueña.
Pero, para mí, el rasgo que distingue nuestro neobarroqueño de las otras nuevas versiones del neobarroco latinoamericano es que, a pesar de que es una estética del exceso y que se regodea en lo formal, especialmente en los malabarismos lingüísticos, nunca pierde de vista su función política. Probablemente este rasgo nos venga de nuestra situación colonial y del compromiso político que la mayoría de nuestros artistas adoptan. Pero nuestro neobarroqueño busca una forma indirecta pero profunda de intentar remediar este mal social.
Hay que apuntar que la propuesta de estudiar nuestras letras y nuestra cultura desde la perspectiva de un neobarroco que responda a nuestras propias circunstancias no es algo nuevo.  Ya en 1994, en un breve texto que destila el saber y el pensamiento acumulados por décadas, Alfredo Roggiano, uno de los más destacados estudiosos del barroco virreinal hispanoamericano, apuntaba que “cada nación puede tener su propio Barroco” y que “cada investigador o grupo de investigadores trata de rescatar al Barroco pro domo sua la posibilidad más efectiva de los nacionalismos y razones de ser de la identidad intrasferible de cada país, nación y continente, con todas las variedades que se advierten y asignan”.  (“Para una teoría del Barroco hispanoamericano”.  En: Mabel Moraña (comp.), Relecturas del Barroco de Indias, 1994)
Nosotros también tenemos el derecho a nuestro propio neobarroco, a nuestro neobarroqueño.  Pero ese derecho no nos autoriza a la tergiversación de nuestra realidad. No podemos de buenas a primeras ver toda obra como manifestación de esta estética.  Por ello y como advertencia a no caer en el desenfreno neobarroco o neobarroqueño debemos recordar las palabras de otra estudiosa del Barroco latinoamericano, Carmen Bustillo, quien nos advierte que [n]inguna obra, por más “barroca” que sea, presenta por supuesto todos los elementos anunciados, ni tampoco los contiene con uniforme intensidad” (Barroco y América Latina, un itinerario inconcluso, 1990).  Tenemos derecho a inventarnos nuestro neobarroco, nuestro neobarroqueño, pero tenemos que tener mucho cuidado al tratar de implementar esa óptica estética al examen de toda nuestra realidad artística.  En otras palabras, podemos ser neobarroqueños, pero sin forzar esta categoría en toda manifestación artística, sin convertirla en un nuevo lecho de Procusto.
Como estas breves páginas tratan de confirmar, la excelente colección de ensayos recopilados por Ángeles Mateo del Pino no sólo sirve para estudiar manifestaciones estéticas que ya reclaman el nombre de neobarroco o neobarroso o de neobarrocho sino que incita a crear nuevos campos de estudio. Por ello, propongo que exploremos la posibilidad de crear una categoría para nuestro neobarroco que definitivamente existe, pero que todavía está sin explorar ni bautizar. Propongo que lo llamemos neobarroqueño. Pero, en verdad, lo que importa no es el nombre sino su evidente presencia y vitalidad en nuestra cultura.  Sería otra manera de asociarnos a Latinoamérica y ver que somos sin duda parte de ella. Es que evidentemente nuestros ángeles también son maraqueros, aunque tocan a su propio son y aunque haya quien crea que tocan sin ton ni son.


(*) Ángeles maraqueros. Trazos neobarroc-s-ch-os en las poéticas latinoamericanas. Editorial Katatay, Buenos Aires, 2013. Edición, estudio preliminar y bibliografía a cargo de Ángeles Mateo del Pino.

miércoles, 18 de septiembre de 2013

El barroco en Latinoamérica: ¿Metáfora de la descomposición moderna? - Fausto Rivera Yánez

La escisión irreparable entre pensamiento y expresión, entre fondo y forma, que configura la agrietada base del pensamiento occidental, se desvanece en el barroco, al pasar la primera a la superficie, a la textura, y perder por tanto su carácter primario, profundo y arcano. Al regresar al barroco, los escritores neobarrocos persiguen, precisamente, cerrar la escisión, reducir la ideología humanista y burguesa a exterioridad. En las obras de Lezama y Sarduy, sobre todo, esa ideología será fijada textualmente, será inscripta como trabajo textual o como adorno – quedará reducida a algo visual y pictórico.
Roberto González Echevarría

El interés de este ensayo consiste en evidenciar los diferentes discursos, conceptos y categorías que se han construido alrededor de lo que se denomina como literatura barroca y neobarroca, producida en América Latina durante el siglo XX.
Sin embargo, una inquietud que surge acerca de la temática, y que personalmente comparto, reside en reflejar cómo el barroco replantea los términos en que América Latina ingresó en el campo de la modernidad, y para ello, la narrativa escrita en el anterior siglo es un canal que posibilita dicha comprensión.

Tras las huellas de un origen escindido.

Tal como lo señaló Severo Sarduy en su ensayo sobre El barroco y el neobarroco: “El barroco estaba destinado, desde su nacimiento, a la ambigüedad, a la difusión semántica. Fue la gruesa perla irregular —en español barrueco o berrueco, en portugués barroco—, la roca, lo nudoso la densidad aglutinada de la piedra”.
Si nos situamos desde una lectura de la historia del arte, se ha acordado que el barroco aparece después de lo que se conoce como el manierismo, tendencia (llamémoslo así por ahora) que nace en Italia en 1520, y que se extiende hasta 1570. Es decir, se ubica entre el Renacimiento y el surgimiento del barroco en sí.
Octavio Paz, en el capítulo IV: Una literatura trasplantada, de su libro Sor Juana Inés de la Cruz o las Trampas de la fe, señala: “Barroquismo y romanticismo son dos manierismos, las semejanzas entre ellos recubren diferencias muy profundas. Los dos proclaman, frente al clasicismo, una estética de lo irregular y lo único; los dos se presentan como una transgresión de las normas. Pero en la transgresión romántica el eje de la acción es el sujeto mientras que la transgresión barroca se ejerce sobre el objeto”.
El barroco sería entonces, según quienes sostienen esta tesis, una expresión que adopta el manierismo en Europa durante el siglo XVI para enfrentarse a los objetos inasibles de la representación. Pero también, emergería como consecuencia de específicos hechos históricos y religiosos, como fueron las disputas por la Reforma y Contrarreforma de la Iglesia, el auge de las ciencias físicas y astronómicas.
Aquello devendría, hipotéticamente, en una crisis del ser humano de orden espiritual, caracterizada por la perpetua tensión entre cuerpo y alma, fe e incertidumbre, momento e inmortalidad. El barroco reclamaría una estética de lo irregular y lo único. Transgrediría los objetos de su orden natural con el objetivo —como señala Octavio Paz— de asombrar y maravillar.
Para estudiosos como Zamir Bechara o Mabel Moraña, es necesario disociar el barroco hispanoamericano del español, en tanto este último, para Bechara, sería una prolongación del primero, pero que adquiriría nuevas significaciones según el contexto social, histórico y cultural en el que aterriza.
Moraña, por su parte, en su texto Barroco y conciencia criolla en Hispanoamérica, observa en el barroco hispanoamericano procesos de “imposición cultural y reproducción ideológica que acompañaron a la práctica imperial” de la Conquista. Por lo tanto, para la autora, el barroco se constituiría como el “arte de la contraconquista” española.
En este breve concierto de significados y significantes históricos que no se dejan fijar, el barroco, desde mi lectura, es el encuentro de códigos, signos y temporalidades. Refleja una (des)razón estética de ruptura y añoranza. Plantea y desafía nuevos horizontes en la literatura clásica. Rebate las convencionales categorías estéticas que se nutren de la limpieza y la belleza. Simboliza el triunfo de la subjetividad del artista sobre las limitaciones que plantean los modelos naturales, ampliamente retratados en la narrativa del siglo XIX.
Barroco: posibilidad de ostentación y difusión de placeres, de la conmoción erótica y la tragedia alegórica. Surgiría para certificar las dificultades, limitaciones y agotamientos de la modernidad y del capitalismo tardío en nuestro tiempo.
¿Cómo se vincula el barroco a la literatura latinoamericana en el siglo XX?
Irlemar Chiampi, en su trabajo Barroco y modernidad, destaca que han sido tres los momentos que insertaron el barroco en la modernidad latinoamericana:
1. Se refiere a la legibilidad estética, que es posible a través del modernismo y la vanguardia.
2. Tiene que ver con la legitimación histórica, que arranca con la llamada “nueva novela” de los años cincuenta, y se extiende hasta el boom literario de los sesenta.
3. Adicionalmente, desde los setenta en adelante, surge un grupo nutrido de escritores en el periodo que por conveniencia se define como posboom.
Sosteniendo la tesis de Chiampi, debemos considerar los nudos de ruptura, revalorización semántica y creación literaria que se produjeron en el territorio desde inicios del pasado siglo, para así entender la inserción del barroco en nuestras letras.
Como primer quiebre, se observa que a finales del siglo XIX, el poeta nicaragüense Rubén Darío, devino en una suerte de versión temprana del barroco, alineado al proyecto modernista de ordenar la literatura latinoamericana con “el parnasismo y el simbolismo”(1).
El barroco, “desenterrado” por Darío, se entiende más como una prolongación temática que se ajusta con las producciones literarias eurocéntricas dentro de las prácticas estéticas que pretendían destacar “una tradición marginada de los ochocientos”(2).
Ya en la primera mitad del siglo XX, se vive la llamada “estética premoderna”, en la que destaca la figura del argentino Jorge Luis Borges. Así, por ejemplo, en sus manifiestos ultraístas de 1921 aplaude la orientación “jubilosamente barroca” de Ramón Gómez de la Serna, además de mencionar reiteradamente las obras de Quevedo, Gracián y Góngora, destacando la metáfora gongorina, que estaba relacionada “al contexto crítico europeo postsimbolista, que inicia la recuperación estética de Góngora, mediante el paralelo con Mallarmé, tras el purgatorio de tres siglos”(3).
Sin embargo, años más tarde, en una entrevista con Soler Serrano, al referirse sobre su forma de escribir, Borges diría que es “del modo más sencillo posible”, en contraposición al barroco, que considera “una vanidad o una soberbia del escritor”. En todo caso, con estos autores, según Chiampi, se identificaría el momento de la legibilidad estética del barroco.
Posteriormente, la literatura latinoamericana, además se ser explícita en la experimentación de “claves barrocas”, incluye en su discusión el “contenido americano” o la búsqueda de “la conciencia americanista” como dispositivos de construcción de una identidad nacional con proyección americana.
En este momento, que se lo identifica como de legitimación histórica, son dos los autores que dialogan sobre el barroco como posibilidad de identificación cultural en el continente: José Lezama Lima en los años cincuenta, y Alejo Carpentier en los sesenta.

Los dos monstruos de la literatura cubana

Porque el barroco de verdad, el verdadero y no el escoliasta, es el español y el nuestro, el que tiene como padre el gótico flamígero, tardío o cansado, y como hijo al churriguera de proliferación incesante…
José Lezama Lima
Por una parte, encontramos la lucha de Lezama Lima por la reivindicación de lo barroco como “cosa nuestra”. Para el autor, el barroco occidental (europeo) se manifiesta como una “acumulación sin tensión y asimetría sin plutonismo”, mientras que el barroco americano, o novohispano, “tiene tensión y un fuego originario que rompe los fragmentos y los unifica”. El plutonismo, según Lezama, es como un Big Bang del que resultará el mundo de la imaginación (noción que la recupera Severo Sarduy también).
En este sentido, Lezama disocia conceptualmente las categorías de tensión y plutonismo de la siguiente manera:
1.   La “tensión” es la característica que, en vez de acopiar como en el barroco europeo, combina los elementos presentes para llegar a una “forma unitiva” en el barroco novohispano: nada se destruye, todo nos lleva a un nuevo estado.
2. El “plutonismo” corresponde para Lezama el contenido crítico del barroco americano.
Considerando que lo plutónico es la lava flagrante, creadora de la corteza terrestre, y que en la cosmovisión griega, Plutón es el señor de los infiernos, se entiende al plutonismo como “el fuego originario que rompe los fragmentos y los unifica”, pues abarca la fragmentación y combina los retazos para generar un nuevo orden cultural.
Ambas nociones, plutonismo y tensión, se acoplan para demostrar la ya mencionada definición lezamiana del “signo barroco americano” como “un arte de la contraconquista”, pues en las diferentes manifestaciones artísticas (sobre todo en la literatura, la escultura y la pintura), se pretendió sintetizar lo español sobre lo americano (igual a la tesis que sotiene Moraña). Entonces, el barroco se sitúa para el autor como nuestra metahistoria.
Siguiendo el trabajo de Chiampi, la autora destaca que para Lezama el barroco sería ibérico como consecuencia del “descubrimiento” del territorio, y americano por los efectos de la colonización europea. Por lo tanto, el barroco no se ubicaría como una “constante artística” o una “voluntad de forma”, postura asumida por Eugenio D´Ors, sino más bien, se localiza como un “fenómeno transhistórico” o, en palabras de Chiampi: “Una etapa a la que las culturas arriban por la fatalidad histórica o el cansancio del clasicismo”.
Por otra parte, para Alejo Carpentier, su estrategia consistía en ajustar lo que él llamó como lo “real maravilloso americano”, con una reflexión lingüística sobre el barroco. Para Carpentier, el barroco, que está sostenido en la desmesura y la propagación de significantes para categorizar un objeto de la realidad, ya sea natural, histórico e inclusive artificial, se justifica como un artificio necesario para inscribir los “contextos americanos” en la cultura universal. Es decir, para que puedan ser leídos ante los ojos de todos.
Mientras que Carpentier eleva “lo real maravilloso” a la categoría del “ser”, Lezama insiste en la noción de lo americano como un devenir (se puede ser y no ser), en constante transformación. Si Carpentier habla de retomar lo barroco como estilo, que se traduce en una suerte de representar “nuestras esencias americanas”, Lezama transmuta lo barroco en una permanente encrucijada en construcción.
Carpentier señaló como “error fundamental” abordar el barroco como “una creación del siglo XVII”, o como un “estilo histórico”, pues para este cubano, lo barroco se presentaba como una “constante humana” o una suerte de pulsión creadora (categorías asumidas por Eugenio D´Ors). Mientras que Lezama claramente relacionó al barroco como un estilo “transhistórico” propio.

Neobarroco o la búsqueda de una voz artificial

Ya en la segunda mitad del siglo XX, los residuos de la modernidad empiezan a visibilizarse con fuerza, pero simultáneamente, estas nuevas generaciones se reflejan sobre un espejo que de ningún modo es nítido, sino que está atravesado por las fallas del régimen: dependencia tecnológica, colonialismo, corrupción interna, saqueo territorial y deterioro de las estructuras sociales, entre otros.
De esta forma, la ambigüedad, la persuasión y la alegoría se convierten en coordenadas que guían la interpretación y representación que los sectores ubicados en los márgenes de este mundo hacen de la realidad; de ahí, que la literatura producida en este espacio se transforma en una superficie para transgredir la sujeción que provoca el sistema sobre los seres humanos.
Chiampi señala que el impacto del capitalismo tardío sobre esta nueva “sociedad postmoderna” ha sido procesado por la periferia a manera de reciclaje, reutilización y recomposición de la cultura producida desde los centros de poder, pero dejando a un lado esa visión terrorífica de rechazo y escapismo al sistema (insignia de la posición antimodernista), para en este caso, reapropiarse de todos esos elementos.
Por lo tanto, y en la línea de Chiampi, el neobarroco (o nuevo barroco) se inscribiría en ese contexto, pues sería la puesta en escena de una sensibilidad compuesta de esas miles sensibilidades y fisuras que genera la modernidad.
Así, para el escritor mexicano Carlos Monsiváis, el neobarroco sería “la profundidad hecha de oscuridades; el horror vacui o miedo a los espacios vacíos; el estallido de la forma que en su propio despliegue se complace; la recreación de lo humano como paisaje de la Naturaleza orgánica el punto de tensión extrema que es el sinónimo del acto creativo”.
Es necesario ubicar en este diálogo la reflexión propuesta por el tercer monstruo de la literatura cubana: Severo Sarduy, en tanto señala que son dos las categorías fundamentales que se privilegian en los textos llamados neobarrocos: el espacio y el sujeto.
En cuanto al espacio, se evidencia una crisis sobre el orden de establecer hechos cronológicos. Se debilita la historicidad oficial y se descentra al sujeto moderno. Se revela una lectura en fragmentos, los personajes desvanecen y mutan en apariciones. Hay constantes alusiones al movimiento perpetuo o ad infinitum, más no a la temporalidad.
Para Sarduy, el neobarroco es el “arte de descomponer un orden y componer un desorden”. La literatura neobarroca irrumpiría el sentido lineal del movimiento histórico y fracturaría la categoría antropocéntrica del sujeto moderno.
Además, según Sarduy, el neobarroco refleja estructuralmente la inarmonía, la ruptura de la homogeneidad: del logos en tanto que absoluto. La carencia constituye el fundamento epistémico del neobarroco. El desequilibrio es el reflejo estructural de un deseo que no puede alcanzar su objeto. La mirada ya no es solamente infinita, abundante, desmesurada como en el barroco, sino que “el objeto parcial se ha convertido en objeto perdido”(4).

El neobarroco, sería entonces, el reflejo pulverizado de un saber que ya no está apaciblemente cerrado sobre sí mismo, a diferencia del barroco que, a pesar de representar un universo móvil y descentrado, no deja de ser armónico y organizado.

Hazme un guiño en exceso, más no excesivo

Es pertinente acotar lo que el ensayista y crítico venezolano, Alejandro Varderi, señala en cuanto a las obras producidas en la región en la segunda mitad del siglo XX que se manifiestan como excesivas, y no del exceso. Entre ellas están las del boom latinoamericano, en el que destacan autores como Miguel Ángel de Asturias, Mario Vargas Llosa, Carlos Fuentes o Gabriel García Márquez, quienes han ejecutado una obra excesiva, más no del exceso, en tanto sus textos se perciben con presunciones totalizantes que carecerían, en la mayoría de sus obras, de elementos como la ironía, la ambigüedad, la artificialización, la alegoría, la carnavalización y, sobre todo, la “revalorización de las diferencias y de los diferentes”(5).
El autor señala, y a manera de hipótesis, cómo la posmodernidad ha logrado descarriar la atención del público y la crítica hacia los márgenes desde donde se escribe la literatura neobarroca, y ya no en el ámbito convencional de la literatura erudita y reconocida, de la literatura políticamente correcta. Ahora, se habla desde la otredad, desde la mujer feminista, la lesbiana, el travesti o el transexual.

Apuntes para ya acabar

Retomando los planteamientos de Chiampi, debemos considerar al barroco como el rescate de “una estética y una política literaria que, mostrándose como una auténtica mutación paradigmática en las formas poéticas, conlleva, entre otras consecuencias, el abandono de la presencia sorda del siglo XVIII en nuestra mentalidad”(6).
Las tesis que hoy reivindican el barroco en el terreno literario de nuestro continente en plena modernidad nos conducen a varias posturas; sin embargo, coincido en señalar que el barroco se presenta como un ejercicio de despilfarro que niega la lógica economicista del capitalismo. La razón estética de su obra se despliega en la exaltación de los espacios, las figuras y los cuerpos. Sus personajes encarnan, literalmente, el dolor de la criatura sujeta al orden de la naturaleza controlada por el sujeto moderno.

BIBLIOGRAFÍA
1. Carpentier, Alejo, La Novela Latinoamericana en Vísperas de un Nuevo Siglo, España, Siglo Veintiuno Editores, 1981
2. Omar, Calabrese, La Era Neobarroca, España, CATEDRA: Signo e Imagen, 1989.
3. Chiampi, Irlemar, Barroco y Modernidad, México, Fondo de Cultura Económica, 2000.
4. Echeverría, Bolívar, Modernidad, Mestizaje Cultural, Ethos Barroco, México, UNAM: El Equilibrista, 1994.
5. González Echeverría, Roberto, Plan Song: Sarduy’s Cobra en Celestina’s Brood, Duke University Press, Estados Unidos, 1993.
6. Lezama Lima, José, La Curiosidad Barroca, Cuba, Séptima Edición, 2001. 
7. Paz, Octavio, Sor Juana Inés de la Cruz o la Trampas de la Fé, México, Fondo de Cultura Económica, 1994.
8. Sarduy, Severo, La simulación en Obra Completa, Madrid, Barcelona, Lisboa, París, México, Buenos Aires, Sao Paulo, Lima, Guatemala, San José, ALLCA XX, 1999.
      1.  9.Schumm, Petra (ed.), Barrocos y Modernos, Madrid, Vervuert Iberoamericana, 1998.
10.Varderi, Alejandro, Del barroco al kitsch en la narrativa y el cine postmodernos, Madrid, Editorial Pliegos, 1996.

NOTAS
1. Chiampi, Irlemar, Barroco y Modernidad, México, Fondo de Cultura Económica, 2000.
2. Ibídem.
3. Ibídem.
4. Sarduy, Severo, La simulación en Obra Completa, Madrid, Barcelona, Lisboa, París, México, Buenos Aires, Sao Paulo, Lima, Guatemala, San José, ALLCA XX, 1999.
5. Varderi, Alejandro, Del barroco al kitsch en la narrativa y cine postmodernos, Editorial Pliegos, Madrid, 1996.
6. Ibídem.

sábado, 14 de septiembre de 2013

Conversaciones con José Lezama Lima

¿Cuándo comenzó a escribir? ¿Cuándo decidió dedicarse a la poesía?

En realidad, empecé muy joven, después viendo las dificultades de publicación me dediqué a hacer revistas para ir publicando mis cosas. A mí nunca me ha interesado publicar sino hacer, como aquel noble inglés que escribía sus poemas en papel de cigarrillos y después se los fumaba y exclamaba: lo interesante es crearlos. Uno nunca se dedica a la poesía. La poesía es algo más misterioso que una dedicación, pues yo le puedo decir a ud. que cuando mi padre murió yo tenía 8 años, y esa ausencia me hizo hipersensible a la presencia de una imagen. Ese hecho fue para mí una conmoción tan grande que desde muy niño ya pude percibir que era muy sensible a lo que estaba y no estaba, a lo visible y a lo invisible. Yo siempre esperaba algo, pero si no sucedía nada entonces percibía que mi espera era perfecta y que ese espacio vacío, esa pausa inexorable tenía yo que llenarla con lo que al paso del tiempo fue la imagen. Por eso la poesía ha sido en mí siempre vivencial, alrededor de una pausa, de un murmullo, se iba formando la novela imagen, yo iba reconstruyendo por la imagen los restos de planetas perdidos, de zumbidos indescifrables.

Usted es un escritor múltiple, en el sentido que se expresa a través de la poesía, la narrativa y el ensayo. ¿De qué modo siente usted la necesidad de esta diversidad expresiva?

Primero hice poesía, después la poesía me reveló la cantidad hechizada. Mis ensayos intentaban tocar esa extensión, esa resistencia. Cinco letras del alfabeto, invencionadas por un poeta, tienen significado distinto, todos mis ensayos giran en torno de ese retador desconocido. Mis ensayos relatan la hipóstasis de la poesía en lo que he llamado las eras imaginarias. En la novela percibo el contrapunto del hombre, sus infinitos entrelazamientos, que son sus infinitas posibilidades. Esa diversidad se manifiesta en un ritmo penetrante o cifrado si es poesía; en el cuerpo que forma un ritmo extensivo reconstituible o cifra (ensayos). Y el sujeto en su contracifra (novela).

¿Cómo definiría la poesía?

En una ocasión dije que la poesía era un caracol nocturno en un rectángulo de agua, pero desde luego, se le ve la raíz irónica a esa no definición, es decir, un caracol nocturno no se diferencia gran cosa de uno diurno y un rectángulo de agua es algo tan ilusorio como una aporía heléatica, pero antes que todo, no para definir la poesía que no lo necesita, sino para acercársele, como yo he hecho en varias ocasiones, hay que hablar de la poesía, del poeta y del poema. La poesía actuando en la historia ni siquiera necesita nombrar su ejecutor, un poeta. El poema es un cuerpo resistente frente al tiempo y el poeta es el guardián de la semilla, de la posibilidad, del potens. Eso lo sacraliza, es el hombre que cuida un germen, nada menos que la semilla del potens, de la infinita posibilidad. Todos mis ensayos sobre poesía le dan la vuelta a estos temas y ellos como planetas le siguen dando vueltas a la poesía.

Siendo esencialmente poeta, ¿qué lo llevó a la novela?

En un momento dado todo poeta empieza a sentir el peso de sus visiones y su poema se convierte en una sala de baile, en un escaparate mágico. Se verifican laberintos, enlaces, y el poema organizado como una resistencia frente al tiempo se convierte en un arca que fluye sobre las aguas con todos los secretos de la naturaleza. El arca llega a una isla desierta, allí se encuentra a un almirante náufrago que dialoga incesantemente con una gallina que tiene un ojo de vidrio. En fin, la novela. En realidad, en Esopo, en Homero, en las teogonías de Valmiki, en los cronistas de las Indias la novela formó parte de la poesía. La simple acción del hombre se ha vuelto demasiado soterrada, continúa arando en el sueño y ya no se pueden hacer novelas a base de caracteres, tipos, situaciones, asunto, porque, un intramundo, una entrevisión, un entreoído ha ocupado los espacios clasificados.

¿Cómo definiría su estilo?

No pensaba que se me hiciera esa pregunta y tampoco debo desconcertarme ante ella, porque es una pregunta inevitable que en cualquier momento puede surgir. ¿Tengo yo un estilo? ¿Se me puede considerar un escritor que tenga un estilo? Lo que me ha interesado siempre es penetrar en el mundo oscuro que me rodea. No sé si lo he logrado con o sin estilo, pero lo cierto es que uno de los escritores que me son más caros decía que el triunfo del estilo es no tenerlo. El estilo se forma como una de las resistencias del tiempo frente a un escritor. No sé si tengo un estilo; el mío es muy despedazado, fragmentario: pero en definitiva procuro trocarlo, ante mis recursos de expresión, en un aguijón procreador.

¿Cómo definiría su obra?

No me atrevería a definirla, sería tal vez detenerla. Toda definición es un conjuro negativo.
Definir es cenizar.

A través de toda su obra es posible observar una constante, una suerte de metafísica que le da su configuración más honda. ¿Está usted de acuerdo con esta afirmación? ¿Por qué?

Tendríamos que ponernos de acuerdo sobre qué metafísica y cómo penetra en mi obra. Al llegar a mi madurez se fue haciendo en mí el sistema poético del mundo, una concepción de la vida fundamental en la imagen y en la metáfora. Me pareció adivinar en cada poema una vida que se diversificaba, que alcanzaba infinitas proliferaciones, entrelazamientos, conversaciones y silencios. Los enlaces y las pausas se corporizaban, , las palabras al trepar sobre las palabras esbozaban figuras, me parecía que las imágenes enmascaradas querían revelar su secreto al final del baile. Nadie veía en el momento en que mostraba en el rocío un rostro incomparable, por un azar concurrente se me regalaba ese deslumbramiento. El azar se empareja en la metáfora, prosigue en la imagen, el contrapunto que hace visible esa concurrencia en la novela.
Mi metafísica, si es que eso existe, no busca la razón ni la dialéctica, sino la imagen y el ritmo de esclarecimiento. Un corsi e ricorsi entre el apetito y la repugnancia, es mi metafísica, pero en general, prefiero hablar de la imagen y de su punto de partida, usando la frase de Tertuliano: es cierto porque es imposible. El sistema poético no pretende tener ni aplicación ni inmediatez. No aclara, no oscurece, no se derivan de él obras, no hace novelas, no hace poesía. Es, está, respira. Lo mismo repasa una superficie muy pulimentada, sigue en una ballena, pone huevos de tortuga en el espacio vacío. Lo que pretendo es un hechizamiento, una dilatación de la imagen hasta la línea del horizonte.

¿Cuáles son sus autores y lecturas predilectas?

Yo leo en la poesía y después procuro descifrar. A veces, cuando menos me he preparado para esa lectura, llega y me dice ¿No es cierto que estoy invitada? De pronto, comprendo que es cierto y comienzo a leer en la poesía. Hasta donde yo me puedo abarcar, no puedo afirmar que estaba preparado para esa recepción. Descifro el aviso y me pongo en marcha. Hasta donde he podido caminar en la poesía, he comprendido. Después ha vuelto de nuevo la oscuridad, la que produce una visita, la que me deja una imagen. Sin tener tregua y oyendo: sé que me estaba esperando.
Creí que era una burla, pero me hacía creer que estaba secretamente protegido en la espera. También me hacía creer que el tiempo era un espacio en la luz. Lo que ha aumentado mi voracidad dentro de la poesía —desde los himnos de Orfeo hasta los conjuros de Proust para reactuar contra el tiempo, desde los cronistas de Indias hasta José Martí— es un laberinto elaborado por la araña en la espera de una visitación. Lo que más admiro es lo que he llamado la cantidad hechizada, con la que se logra la sobrenaturaleza, por ejemplo, la visita de Don Quijote a la casa de los duques. Lo que me gusta y sorprende son las inauditas tangencias del mundo de los sentidos, lo que he llamado la vivencia oblicua, cuando el timbre telefónico me causa la misma sensación que la contemplación de un pulpo en una jarra minoana. O cuando leo el Libro de los Muertos, donde aparece la grandeza egipcia en su mayor esplendor poético, que los moradores subterráneos saborean pasteles de azafrán, y leo después en el diario de Martí, en las páginas finales cuando pide un jarro hervido en dulce con hojas de higo.
En relación directa con la pregunta, cada día me parece más rechazable la particularización nominal en simple desfile enumerativo.

¿Lo que más admiro de un escritor? Que maneje fuerza que lo arrebaten, que parezca que van a destruirlo. Que se apodere de ese reto y disuelva la resistencia. Que destruya el lenguaje y que cree el lenguaje. Que durante el día no tenga pasado y que por la noche sea milenario. Que le guste la granada que nunca ha probado y que le guste la guayaba que prueba todos los días. Hablemos de su método de trabajo

Yo no tengo método de trabajo. Escribo cuando tengo apetito para expresarme, para configurar, para penetrar en el coto desconocido. Pero generalmente trabajo en el crepúsculo, y a veces a la medianoche cuando el asma no me deja dormir y entonces decido irme a una segunda noche y comenzar a verme las manos penetrando en el hálito de la palabra. Pudiéramos decir que el método cubano de trabajo intelectual es la suma de poquedades. Todos los días se escribe un poco, con apetito, con gusto, con voracidad verbal, y al cabo de un año nos asombramos que la caja donde antes cabía el sombrero gigante de la abuela está llena de signos aljamiados, con gran sorpresa nos acercamos y es nuestra letra. Siempre he visto que los que ponen en marcha para hacer de un solo rasponazo una obra no van bien con el estilo cubano, y a los que dicen que esperan a su madurez para escribir sus memorias, les llega primero la afasia del primer lóbulo frontal y la pérdida total de la memoria. Claro, haga todos los días una poquedad escrituraria, pero no mortifique, no esté con esa poquedad fastidiando a sus mejores amigos, no les lea en la vida, no se desate, no sea terribilia con los pobres seres que vienen a acompañarlo en la vida de todos los días.

¿Y el asma?

El médico me ha dicho que se debe a un hongus focus, un hongo que vive en el aire. Yo, en cambio vivo como los suicidas, me sumerjo en la muerte y al despertar me entrego a los placeres de la resurrección. Mi asma llega hasta mí en dos ondas: primero, desaparece por debajo del mar, y luego arriba al gran acuario donde todos los peces saborean el mundo.
Yo también soy como un pez: a falta de bronquios respiro con mis branquias. Me consuela pensar en la infinita cofradía de grandes asmáticos que me ha precedido. Séneca fue el primero. Proust, que es de los últimos, moría tres veces cada noche para entregarse en las mañanas al disfrute de la vida. Yo mismo soy el asma, porque a la disnea de la enfermedad he sumado también la disnea de la inmovilidad. Aquí estoy, en mi sillón, condenado a la quietud, ya peregrino inmóvil para siempre. Mi único carruaje es la imaginación pero no a secas: la mía tiene ojos de lince. Son ya pocos los años que me quedan para sentir el terrible encontronazo del más allá. Pero a todo sobreviví, y he de sobrevivir también a la muerte. Heidegger sostiene que el hombre es un ser para la muerte; todo poeta, sin embargo, crea la resurrección, entona ante la muerte un hurra victorioso. Y si alguno piensa que exagero, quedará preso de los desastres del demonio y de los círculos infernales.

Pero, la inmovilidad y los viajes

Es que hay viajes más espléndidos: los que un hombre puede intentar por los corredores de su casa, yéndose del dormitorio al baño, desfilando entre parques y librerías. ¿Para qué tomar en cuenta los medios de transporte? Pienso en los aviones, donde los viajeros caminan sólo de proa a popa: eso no es viajar. El viaje es apenas un movimiento de la imaginación. El viaje es reconocer, reconocerse, es la pérdida de la niñez y la admisión de la madurez. Goethe y Proust, esos hombres de inmensa inmensidad, no viajaron casi nunca. La imago era su navío. Yo también: casi nunca he salido de La Habana. Admito dos razones: a cada salida empeoraban mis bronquios; y además, en el centro de todo viaje ha flotado siempre el recuerdo de la muerte de mi padre. Gide ha dicho que toda travesía es un pregusto de la muerte, una anticipación del fin.
Yo no viajo: por eso resucito.

¿Cómo ha concebido usted la amistad?

Toda amistad, se me presentó como una forma de la devoración. Al salir hacia el mundo yo comenzaba a verme, a verificarme en los demás.

¿Cuál es su concepción del tiempo?

Nosotros, en distintas ocasiones, hemos visto el poema como un cuerpo resistente, una resistencia formada por el avance de la metáfora —la cual avanza con el análogo que pudiéramos llamar aristotélico, el análogo de los griegos— y al mismo tiempo es un cubrefuego, el de la imagen que retrocede y envuelve ese cuerpo resistente que es el del tiempo y es el de la poesía. Es decir, que nos interesa el tiempo en tanto esté respaldado por la poiesis como decían los griegos, por la creación. Todo tiempo viviente está respaldado por la palabra creación, es decir por la poesía.
El mortal conoce momentos de aridez cuando no lo anima el verbo, cuando no ,o anima la poesía, y los momentos de esplendor cuando está animado por la poesía, por la expresión, por el avance del análogo metafórico y en general por la resistencia que forma como una piel de la imagen. En ese sentido el tiempo es para mí una resistencia de la poiesis, una resistencia de la creación.

¿Qué es para usted la eternidad?

Al hacerme esa pregunta puedo afirmar que la mañana se me ha vuelto muy difícil porque realmente hablar sobre la eternidad significa hacer referencia al mundo de los griegos, al mundo del catolicismo y en general al no-tiempo, a la negación del tiempo contemporáneo o al tiempo profundo de los existencialistas; pero nosotros creemos que una de las maldiciones del hombre contemporáneo, y en general del hombre que habita un mundo de teología, es el tiempo, que es el disfraz del diablo, que es, en definitiva, lo que nos destruye. Frente a eso hay el concepto de la eternidad que es el concepto del no-tiempo. Últimamente me he ido interesado cada día más, por el libro de Nicolás de Cusa, de la docta ignorancia, donde se plantean estos problemas en una forma muy aguda y que es una de las obras que me parece que nos enriquecen más desde el punto de vista de la relación de la poesía con la circunstancia. En realidad, no hemos hablado de autores y los que en los últimos tiempos más me han informado han sido este Nicolás de Cusa, Giovanni Battista Vico y Pascal. Pascal en el sentido —y esto está en la sicología de alguno de los personajes de Paradiso— de que como la verdadera naturaleza se ha perdido, todo puede ser naturaleza, y nosotros hemos colocado la poesía en el sitio de ella.

¿Qué misión le confiere usted a la literatura?


Nunca un sentido directo e inmediato de catequesis, pues nadie ve por qué se le indique en la dirección del índice, sino cuando se nos caen las escamas de los párpados y el ojo refractante del pez deja paso al ojo penetrado por el rayo del hombre. Cuando me entero de la condicional de un rastreador, pido idéntico pulso para el escriba. Conoce el peso de la hoja y sus destrezas al caer, relacionados con la cercanía del arroyo, el mugido aconsonantado con el corpúsculo del desierto, la recurva secreta del tigre para huir del nido de serpientes. Así, descubrir en una sentencia la intención de nuestros pasos, no olvidar tampoco cuando digo “la espiral del tiburón, primer requiem” que en francés se le dice al tiburón requin. Por los ojos es lentísimo, muy despacioso, adormilado, se oye un requiem mozartiano, de pronto un coletazo, una desdeñosa sabiduría mandibular. ¿Misión de la literatura? Quitarle horas al sueño y profundizar el sueño. Llegar como Marco Polo a Kubla Kan. Como Coleridge, ensoñar a Kubla Kan. Buscar el camino del caballo como en la cultura china y encontrar el de la seda. Quedarse absorto, preguntar por qué algunos campesinos se persignan delante de un árbol sagrado como la ceiba.

SOBRE EL NEOBARROCO. - JOSÉ KOZER

FRAGMENTO DE UNA ENTREVISTA DE JOSELY VIANNA BAPTISTA A JOSÉ KOZER

José Kozer es uno de los poetas latinoamericanos más notorios de las últimas décadas, debido a la complejidad y las estructuras sonoras de su poesía. Junto con otros autores cubanos como José Lezama Lima y Severo Sarduy conforma una admirable constelación neobarroca.

J. V. B.: ¿Cómo concibe el neobarroco en una época en que, recordando a Lyotard, han naufragado los Grandes Relatos (Progreso, Humanismo, Ciencia, Arte, Sujeto)?

J. K.: No soy teórico. Entre los poetas hispanoamericanos asociados con la corriente neobarroca que conozco los hay muy competentes: Echavarren, Kamenszain, Espina, el tristemente fallecido Perlongher, Eduardo Milán. Pienso que han dicho y tienen mucho por decir sobre el barroco clásico y el neobarroco, incluso si tal cosa existe, y qué poetas pueden auténticamente quedar adscritos a la nómina, al Who’s Who de la poesía neobarroca. Como cualquier poeta que se precie, quiero y no quiero pertenecer al neobarroco, quiero ser uno inter pares y a la vez no quedar reducido a una nómina, a una escuela, a un modo unívoco de percibir la poesía.
Concibo lo barroco no sólo como una superficie sino sobre todo como una profundidad. Tiende a la desesquematización, aunque como toda manera de ser y de hacer, acaba forjándose una retórica, una serie de principios que incluso lo pone a la defensiva, lo cual ya es una trampa: todo inevitablemente tiende a anquilosarse, a masificarse, con lo que la chispa original se institucionaliza, se academiza (muere) y pasa a ser gesto, acto mecánico, uniformidad. Sin embargo, y dentro de lo que cabe, el barroco clásico fue una reacción a una visión española cerrada del mundo, reacción alimentada doblemente por el redescubrimiento “full force” de la Antigüedad y por el descubrimiento del Nuevo Mundo, que obligó al escritor (mayormente, poeta), así como a la gente y por ende, al lenguaje, a abrirse, a rehuir las formas mayestáticas, prepotentes, del lenguaje oficial, un lenguaje al servicio de la muerte: el de la Iglesia que perseguía y vigilaba como Argo de cien ojos todo brote de heterodoxia; y el del Estado que perseguía la riqueza material, el poder de hacer y deshacer a voluntad y arbitrariamente, según sus cánones y necesidad de acaparar toda la realidad de manera monolítica. Y todo ello, claro está, con base a un lenguaje fofo, facilón, asequible a la boba masa, reducible a fórmulas de rápido empleo, mecánicas. Un lenguaje que le permitía al arzobispo, al inquisidor y al cura de pueblo decir sin tener que hurgarse la mollera: lenguaje dado, idea recibida. Un lenguaje que le permitía al imperio y a sus acólitos blandir la endiablada espada con fácil justificación retórica: Patria, Gloria, Imperio, Rey, Nación, Dios, Ecclesia, Virtud, y demás perversión de valores.
El barroco es un asombro. Y es la asombrosa reacción del lenguaje ante el asombro de lo que fue la Antigüedad, tanto tiempo prohibida por la Iglesia, y por lo que representó el descubrimiento de las nuevas tierras allende el mar. Imagino el asombro del hombre medio, del ciudadano de a pie (como se suele decir) ante la noticia del Nuevo Mundo: aquellas pieles, aquellos adornos, aquellas culturas, aquellos dioses; los animales, los productos de la tierra, los nuevos árboles, las nuevas lenguas. Y no sólo eso: asimismo el asombro ante el hecho de que los propios valores no eran únicos, de que la tierra conocida no era la única: había otras culturas, también antiquísimas, y otras formas de comer, de pasar el tiempo (por ejemplo, se podía fumar y echar humo por las narices). Había otras mujeres que tenían un sabor distinto, traían al mundo hijos de piel mezclada, olían de otra manera, se bañaban con más frecuencia que sus propias mujeres, imaginaban la sexualidad de un modo distinto, no padecían del mal de la ropa y del ocultamiento detrás del velo y de la tela gruesa, eran capaces, sin exhibicionismo ninguno, y de manera “natural” de mostrar su desnudez. La del cuerpo(deseo) y la del alma (“inocencia”). ¿Cómo, ahora, ante esta diversificación de la verdad, este aumento de la percepción, decir las cosas? ¿A qué lenguaje recurrir para enfrentar este espacio nuevo, gigantesco, enmarañado, complejísimo, que surgía? Ese hombre de la calle, aquel conquistador, o simplemente el “emigrante” que se va de la Península en busca de una “nueva vida” tiene que forjarse un nuevo lenguaje para las nuevas cosas que ve. Un nuevo lenguaje que lo obliga a extremar la letra, la palabra, desusualizándolo, descanonizándolo, abriendo en la jungla un trillo, un sendero de tinta y verba que le permita captar lo diferente, reproducir lo mejor posible lo mixto, plural, contradictorio, en el sentido de sus propios valores, sus costumbres “rancias”. De nada le sirve el abolengo ante la desnudez, de nada le sirve el lugar común del lenguaje en un sitio donde la base de ese lenguaje, las imágenes trilladas que maneja ese lenguaje, ni siquiera existen. Si un español medio del siglo XVII (pongo por ejemplo) tiene por costumbre decir que “no se le pueden poner puertas al campo”, ¿qué podrá decir cuando sus ojos contemplan la vasta extensión de un nuevo continente donde el concepto de puerta y el concepto de campo difiere por completo de su propio concepto? Un concepto, el suyo, cerrado, exiguo, infinitamente pequeño, si lo compara con la desmesura que es América.
El lenguaje de los siglos XVI y XVII se tiene que haber sentido amenazado, existencialmente desesperado. Las referencias, la información, los datos que llegaban eran inconmensurables, sobrepasaban la deletérea y desbordada imaginación medieval, imaginación, por cierto, que se había canonizado y anquilosado. Aquel lenguaje, confrontado con sus propias limitaciones, se rebela, busca revelar nuevas cosas mediante el acto rebelde de la múltiple participación: es un lenguaje sierpe, un lenguaje que se retuerce dentro de sí mismo, se ovilla y se distiende, se lanza en mil direcciones simultáneas para tratar de captar la multidimensionalidad que de pronto le presenta la nueva realidad. Ese retorcimiento, que es búsqueda, no es superficial ornato, como suelen decir los académicos, sino que es auténtica manera: intento de captar la voluta, lo espiral, el estallido, las diversas esquirlas que salen disparadas en todas las direcciones, aparente azar, asombro, desconocimiento. ¿Cómo conocer? Es decir, ¿cómo decir? ¿Cómo reentender la verdad? Es decir, ¿cómo redecir? Y, muy importante, ¿cómo abarcar?
Estamos ante lo inconmensurable, hoy diríamos lo extraterrestre, lo lunar y silénico, lo cósmico y espacial. Hace falta un lenguaje especial, abierto, intrépido, desterritorializador, para decir lo inconmensurable. Nótese cómo el lenguaje recurre ahora a todos los recursos estilísticos de que puede echar mano: y lo hace sin miedo, con la boca abierta, el estómago echando pedos, soltando borborigmos, expeliendo regüeldos. Es un lenguaje excrementicio y altamente ético; un lenguaje que no separa simétricamente: lenguaje que no valora más la sangre que el semen, la glándula pineal que la suprarrenal. No es el lenguaje del Dios único sino el lenguaje de todos los dioses: por ende, un lenguaje perseguido (jamás perseguidor), y que por ser perseguido tiene que volverse oscuro, oculto, críptico. Lo es por doble necesidad: porque tiene que extremarse para conocer lo nuevo, y dentro de lo que cabe representarlo; y porque tiene que disfrazarse, disimular, para no caer en las ergástulas del Poder.

¿Soy neobarroco? No lo sé. No es asunto que me quite el sueño. ¿Qué voy a saber si soy poeta neobarroco si ni siquiera sé si soy poeta o lo que quiere decir serlo? Es bonita la anécdota que cuenta cómo una vez le presentaron a Lorca un señor. El señor, al darle la mano le dijo: “Ah, Ud. es el poeta” A lo que Lorca, chispazón andaluz, respondió:“Si Ud. lo dice.” Son importantes las palabras de Lawrence Sterne, cuando el comisario (Vol. VII, capítulo XXXIII) le dice a Tristram Shandy: -And who are you? said he. -Don’t puzzle me; said I” Es maravilloso. “Who is he who can tell me who I am? (Shakespeare). En efecto: ¿quién soy? No sé, no lo sé; todos los días me muero delante del espejo.
La pregunta hay que plantearla desde el punto de vista de la relación que se tiene con el lenguaje. El nuestro, digamos que neobarroco, lo es porque está dando tumbos en la maraña, golpeándose, hiriéndose, cicatrizando: lenguaje hendidura, cicatriz; lenguaje orificio, por el que salen expelidas las palabras, renovadas, fétidas, insolentes, desesperadas. Yo siento un odio profundo hacia el lenguaje, es mi enemigo: porque siento un amor profundo por el silencio, del que no soy, nunca, capaz. Soy un monje hablador, un asceta gárrulo, un impotente ante la indisoluble fuerza del silencio espiritual. Amo la Nada que detesto. Porque la amo, hablo; porque la detesto, hablo. Y no sé abrazarla; es decir, callar.
El lenguaje, que es mi instrumento, me da vida y me mata: arma de dos filos, bestia de doble antifaz. Sin él, estoy perdido, ciego y mudo, muerto: por eso también lo amo, porque me acompaña día y noche en el tránsito, que es este valle de lágrimas y de tedios. A él debo los miles de poemas que he escrito, contra la Nada, contra el silencio, contra lo que Canetti (entre otros) llama “el escándalo de la muerte”. El silencio me ha hecho escribir más de cuatro mil poemas; el lenguaje, indomable, inútil, y a la vez feraz (feroz), al no servirme como instrumento certero para alcanzar de una vez por todas, de golpe y porrazo, la revelación, el conocimiento absoluto (is there such a thing?) me ha forzado, cautivo suyo, chingón él, chingado yo, a escribir y a escribir, inveteradamente: me subvierte, me invierte, me desterritorializa, me obliga una y otra vez a abrir la boca, maldita.
El lenguaje me obliga a ser una cifra, me convierte en un número: me oculta su letra, cabalística, y me entrega (juguetón) un espejismo, su número: kozer escribe como respira, kozer ha hecho más de cuatro mil poemas: un loco, está loco. No, no estoy loco; sencillamente se trata de que no he escrito ningún poema, de que sólo he escrito números; no la letra, mucho menos el intersticio de la letra, ahí donde habita la chispa primera de la creación, sino letras, sílabas, palabras, conjuntos, poemas. Mi reino por un poema, diría. Y no tengo, no recibo ni el reino ni el poema. A seguir, pues, escribiendo. Hoy mismo, día en que contesto a esta pregunta, escribí un poema que es parte de una pequeña serie, probablemente de seis poemas, todos de “modo” diverso, en la que trabajo ( o más bien soy trabajado) el “tema” de la muerte. Este poema lo titulé “Come candela la muerte”. Y lleva una dedicatoria: In memoriam Jacob Apfelböck. Lo escribí en el cuarto de baño, defecando. El poema reúne en su espacio un sinfín de materiales; materiales valorados por el lenguaje tradicional y materiales de acarreo, degradados y “chistosos.” Emplea cubanismos (come candela, ñángara, castigajebas -cubanismo que acabo de inventar escribiendo el poema-, comegofio); inventa palabras (Caronta, femeninoinexistente del Barquero Caronte, manumitidora, castigajebas); usa un argentinismo (piolines); una cita en idioma alemán (tomada de un poema de Bertolt Brecht); elementos de la realidad judía y del yiddish (taled, el yarmkl o casquete osolideo); referencias cubanas (el barrio chino, Cuatro Caminos, la Habana Vieja de mi época); elementos “poéticos”nobles (“llama azul indolora”) o degradados (como llamar a la Muerte, “fulminante bisoja” y “puta cronométrica). Dedica el texto a un personaje de Brecht, un criminal, un parricida y matricida, un idiota inocente y malvado; un asesino con las manos limpias y el olfato indemne (sus padres, a quienes ha asesinado, se pudren durante días dentro de la casa, mientras él bebe a diario un poco de leche y no lee el periódico que a diario el repartidor le trae). Esta multirreferencialidad, el mismo hecho de dedicar el poema no a un amigo o familiar fallecido sino a un ente de ficción, ¿pueden considerarse barrocos o neobarrocos? Este poema, en concreto, con su estructura aparentemente convencional y nada desusada, ¿es barroco? Si neobarroco es lucha del lenguaje en toda su extensión e intención por encontrar modos de expresar lo complejo, lo difícil que estimula (como pensara Lezama), entonces el poema que he escrito es, al menos parcialmente, de índole neobarroca. Si el lenguaje que manejo rizomatiza porque la realidad es en verdad rizomática, o si ese lenguaje disgrega porque la realidad es por su forma y por su contenido una disgregación, entonces ese lenguaje y el poema son neobarrocos.
En Cuba, de muchacho, me codeaba con cubanos, con hijos de españoles, con cubanos que éramos hijos de emigrantes judíos, me codeaba con mulatos y negros, con chinos y (en mi imaginación) hasta con bantúes y watusi. En casa, cuando venía de visita, oía a mi abuela (que apenas hablaba español) rumiar yiddish, a mis abuelos hablarse en yiddish todo el tiempo, o a mis padres cuando querían ocultarnos algo: oía voces múltiples, ajenas y oriundas, extrañas y normales, las oía en un castellano normativo (mamá) y en un castellano desgarrado y a veces, por frustración, insolente y desfachatado (papá: que era bastante mal hablado y soltabas coños por los cuatro costados, aunque luego nos prohibiera a nosotros, y sobre todo a mi hermana, que era la “mujercita” de la casa, decir malas palabras). En aquella casa había un lenguaje para dirigirse a Dios (el hebreo), otro para hablar de las cosas de la vida diaria (el yiddish), otro por si algún día nos tocaba de nuevo la diáspora (el inglés) y otro para reír, vivir, luchar, desangrarse, recuperarse, hacer el amor, ser “nativo” (el español cubaneado). Súmese a ese lenguaje de la casa el de la calle: otro arroz con mango, otra mescolanza. Se entrecruzaban el inglés macarrónico con invenciones en yiddish que usábamos entre nosotros, con el alto lenguaje peninsular, barroco, culto o “kurto” y con el lenguaje chabacano de la esquina, barroco también, preñado de paronomasias, equívocos, blagues, calambures, hipérboles, anacolutos, zeugmas, sobreentendidos, guiños de ojo, coñas y jodederas sinfín que todo lo tropicalizaba a base de tropezón, impulso y empujones. Era una maravilla. “Ese tipo es un schleper; dile a ese salamambí (de son of a bitch) que se vaya al recoño de su madre; pío taim, en el juego de pelota o béibol, expresión que mezclaba pido con time; el feller o pendejo del grupo, expresión que venía de fellow en inglés; óyeme, eso que pasó, chico, fue “a guefielreje zaj”, expresión yiddish que quiere decir una cosa tremenda. Cuando jugábamos a la pelota en la calle, durante horas y horas, decíamos: quechear, pichear, los files, un tubey, un tribey, elsior, el referí, leffil, raifil, el dogau: inglés rancio y de pura cepa, cubaneado.
Esa complejidad verbal, superficie, fondo, vida viva, opino, me hace ver la vida como un chiste de buen gusto, algo maravillosamente escandaloso y arduo, intenso y único: algo que amo y respeto y deseo conservar; algo que merece el máximo esfuerzo creador, por mor de transmisión y por mor de recreación y revitalización continua de esa misma vida. Escribo para conservar cosas, escribo para desbaratar cosas y ver cómo las rehago o se rehacen. Y para hacer todo eso tengo que tener el ojo avizor, la boca abierta, la respiración quieta y limpia, los pulmones aclarados, el corazón dispuesto, las partes pudendas cantarinas, divirtiéndose.

Un poeta actual o se hunde entre toda la basura de la pseudomodernidad o crea con su lenguaje rico y aventurado la ventura de un mundo mejor, es decir, más poético. Poético quiere decir complejidad, dificultad; y quiere decir ternura, disponibilidad, capacidad de riesgo, multiplicidad de registros lingüísticos. Si quiero despreciar o insultar un texto, el peor insulto o desprecio al que puedo recurrir es llamarle a ese texto (o a su creador) “retórico”. Toda mi lucha con el lenguaje es tratar de no caer en la retórica. La retórica es el enemigo, el peor de todos los enemigos, cuando no se sabe utilizarla para regenerar día a día el lenguaje. Retórica implica ortodoxia, fascismo, cerrazón, muerte en vida. El retórico, frío, prepotente, persigue con saña, sin risa, sin la capacidad rabelesiana de reír, todo aquello que “se sale del plato” y que actúa como revulsivo del lenguaje; el antirretórico, el renovador, se revuelca entre las palabras para besarlas, amarlas hasta la hez, detonarlas. A veces creo que consigo escapar de las garras de la retórica; entonces sonrío, respiro hondo, creo haber purgado mi existencia, lavado y raspado a fondo al menos por unos momentos esa existencia: termina el día, he trabajado, he tratado de convivir conmigo en honradez y sinceridad de expresión, he reconocido en parte mis miedos, mis astucias, mis pestilencias, la torpe necesidad seductora que me acucia: me miro en el espejo de la Nada, entrecierro los ojos, sonrío, en verdad sonrío, y me acuesto a dormir.

viernes, 6 de septiembre de 2013

Un fervor neobarroco - Roberto Echavarren



Lo que está en el aire

Una obra no tiene valor, sino poder. No necesita llamar con mucho ruido. La escuchan los que tienen oído para ella.
Trotsko, anarquista, militante del movimiento de liberación homosexual argentino, de otros grupos paulistas, de cultos asociados a una droga, estos compromisos, sucesivos y a veces simultáneos, pudieron resultar contradictorios, pero fueron consecuentes en tanto experiencia (experimento y crítica) de las alternativas radicales de una generación.
En los poemas culmina la serie quizá contradictoria de las plataformas de cada "movimiento", se reconcilia, o coexiste, un conjunto de prácticas. En los poemas se ejercita una torsión y mezcla de lo separado.
"Yo soy el cisne errante de los sangrientos rastros, voy manchando los lagos y remontando el vuelo", escribió la uruguaya Delmira Agustini. Esa poética del enchastre, ese mezclar, no es sólo función de una metáfora: se trata de devenir cisne, una implicación pragmática que pone en claro estratégicamente la intensidad carnal del cisne modernista, no sólo decorativo, no meramente "bello".
En Néstor Perlongher, se trata de un cisne deformado, plomizo, que se hunde: el sesgo neobarroco da una vuelta de tuerca a las purificaciones del gusto de cierta vanguardia y recupera el gusto de principios de siglo para experimentar una intensidad ahora nueva.
Hay devenires mujer de los hombres, de los niños, pero también devenires mujer de las mujeres: devenires minoritarios, ejercicio del cuerpo que no se da por sentado a partir de una identidad. Sólo por esas líneas de fuga capta el cuerpo su impacto, la gloria y el desfallecimiento, una realización. No se trata de encontrar la identidad sexual del que escribe, porque la escritura, nómade, singulariza devenires transversales a cualquier identidad.
El atractivo, el poder de una escritura no concierne ni a un grupo ni a un individuo. Siempre hay algo más que un individuo, y menos que un grupo: contamina una zona de pasaje, un corredor, desterritorializa el afecto en transformaciones precarias.
Cuando un poema deja de atenerse a la descripción, cuando raudo causa el vértigo, alcanza un ascendiente. Pero esa posibilidad depende de las velocidades. Los gestos, los pedacitos, las caídas, algo de ejercicio corporal es trasuntado. El animal vestido se sacude, se empantana, respinga, babea, el sonido se aleja, tobogán o balcón largo, pecera estirada, palabreo que no vive salvo por salitre y sudor, choque de olor. Queda en la página un fundido de ventisca, confundido y desviante, despegado de la impronta; se rehace o se deshace una vida, una edad, una tierra de nadie, unos años resumen el habla con el bric -à -brac.
Cada gesto repercute en un comentario descifrador que lo prolonga sin llegar a disciplinar el sentido, sin olvidar el impacto.
El criterio de selección de términos o giros está justificado por demandas de peso, por trozos en movimiento. Ser preciso es ser extravagante. La extravagancia convence si abre una expectativa. La imagen y la semejanza son los términos lezamescos puestos en juego por la torsión palatal cuando lo imprecisable encuentra su "definición mejor".
Destilan las palabras retazos de referente, aislaciones y roturas de material. Respiran, se esponjan, se responden unas a otras en eco deforme y ritmado con asombrosa soltura y libertad. Viajan, nadan, derivan, o se asustan por la banda de sonido. ¿Por qué cesan? No escenifican su propia salida: el resto es silencio. Pero su reto enarca la salida. El letrero, cualquier prohibición o asignación de identidades, retiene valor normativo aunque no controla la transgresión: ¿quiénes son esos pingüinos sino el devenir marsopas de una banda de delfines? En un país ajeno rebota un secreto nombre propio: El Uruguayo, título de una novela del argentino Copi, o Austria- Hungría, de Néstor Perlongher.
No hay identidad, sí un precario cerco de alambres que son escrituras que son países que son campos cercados: un guiñapo desgarrado, el que huye. En la desterritorialización de escribir se juega un terreno perdido de antemano, aunque mantenido como un saquito lleno, trapo agujereado, o marco visto a contraluz del cielo. Una guillotina, una máquina de coser, la máquina de En la colonia penal de Kafka corta y distancia, mantiene y entrechoca, cuela, eleva un ascensor al altiplano cuyo smog exige polvos de Abisinia o guaraná, una transa acuosa del sol de verde luminar.

Transplatino

Transplatino: no en el sentido de que queda del lado de allá, sino transiberiano, transatlántico, que atraviesa: el primer título de Perlongher, Austria- Hungría, certifica un recorrido transnacional. El segundo poema de ese volumen se llama Los Orientales. El primer poema del libro siguiente, Alambres, se ocupa del héroe oriental Rivera cuando Montevideo es sitiada por Juan Manuel de Rosas.
Por un acto de justicia poética, Perlongher reconsidera la geopolítica. Alude a episodios históricos que desbordan el mapa de la Argentina, entrega una plusvalía que rebasa las fronteras. Aunque los funerales de Eva Perón son referidos en dos poemas largos de libros diferentes, y Cadáveres se llama un poema cuyo punto de partida son los desaparecidos a través de la "Guerra Sucia" argentina de los setentas.
Entre los muertos hay, por lo menos, una mujer: ¿pero cuál? No la madre, sino Eva Perón, la diosa-prostituta. Un verso de José Lezama Lima, deseoso es el que huye de su madre, sirve de epígrafe a un poema de Perlongher: ¿Huyo de la madre de Lezama Lima?, se pregunta el yo lírico, con la ironía que no entendió Hegel en los románticos. Ironía equivale aquí a política de estilo, que ficcionaliza cualquier asunción en apariencia inconmovible.
La ironía enmarca como ficción lo que se consideraba verdad, o necesidad, o naturaleza. Si el arte, más que retratar la realidad, la pone en movimiento, al cambiar el criterio con que se la juzga, la política, a través del arte, se manifiesta como estilo. Ya no consiste sólo en el combate por tomar el poder de un gobierno central según la estrategia marxista que definía y guiaba la lucha de clases. La noción califica cualquier conflicto, reconocido como singular. El poema no se ocupa de política. La política, reinventada, emigra al poema.
El yo lírico huye de la madre viva y evoca a la prostituta muerta. O la resucita, o agrega al féretro el rodete, para que ni siquiera cadáver desmerezca la seductora. El último poema de Hule, El cadáver de la nación, insiste en Evita, en el manoseo, en maquillar y enjoyar a la muerta. Eva Perón, en Perlongher, es una bandera efectiva y grotesca que enarbolan las minorías que devienen mujer. Devenir, según lo entienden Deleuze y Guattari en Mil planicies, no una hembra real, o biológica, sino intensidades-mujer, contaminaciones, pastiches-mujer, no menos reales.
Macabro, el estilo aquí decora a la muerta, o a la muerte, como si el silencio fuera cómicamente rebasado no por el mero aullido sino por una celebración de la vida sobreabundante y frívola, crucial por tratarse de la vida.

El estilo contraría las definiciones de la moda. La moda es el régimen precario que establece identidades, señala costumbres, relaciones entre grupos, clases. Pero el estilo (espontáneo, libre, dentro de los límites a ser explorados de su circunstancia) reúne (según la Oda a la alegría de Schiller) lo que la moda había -con violencia- separado.
Confunde las ideas claras y distintas. Ante las travesuras, no por irónicas menos arrojadas, del estilo, ante la cuestión: ¿es hombre o mujer? ¿es prosa o poesía?, se puede responder de varias maneras: con irritación (si se pretende eliminar la pregunta), con consternación (si se claudica ante ella), con risa incontrolable (si se aprecia la ironía rebelde, no culposa, si se la emula).
Los personajes de la historia que aparecen en la obra de Perlongher no son ni héroes ni villanos. Son apenas la oportunidad de jugar una broma, un reconocimiento extrañado, de traducir al idiolecto de un mutante. Ahí radica la eficacia política, la cómica originalidad de sus poemas.
Las palabras, en Perlongher, pierden empaque y definición. Pocos fuera del Río de la Plata sabrán que jopo es el prestigioso pompadour inaugurado por Elvis Presley. Los versos evocan, parodian, una textura de gomalaca, fijador a la brillantina, hule, mermelada o dulce de leche. El té de su tocayo Osvaldo Lamborghini (una, dos y hasta tres tazas, bebidas en el revés de la pestaña...; culto antiguo de la sed) se vuelve neobarroso, término que Perlongher prefiere a neobarroco para calificar cierta poesía rioplatense.
Desde Alambres (el segundo libro), incorpora elementos del portugués como consecuencia de su estada en San Pablo. Prologa el libro titulado Mar Paraguayo, de un poeta de Curitiba, Wilson Bueno (San Pablo; editorial Iluminuras, 1992) que combina el guaraní, el portugués y el español. El portuñol es una respuesta estilística al aislamiento que caracterizó y caracteriza las tradiciones literarias hispana y portuguesa de nuestro continente. Quién alude al Cadáver de la nación es un abrasilerado, un subversivo transnacional.

Las aguas del éxtasis

Las escenas de Perlongher, hasta Hule incluído, solían presentar una dama que pichuleaba en los enseres de debajo, en los órganos de un éxtasis sexual (la dama al inclinarse bajo el cinabrio para lamerle el chupagrueso al cirio). Pero ahora, en Aguas aéreas (el quinto libro de poemas, 1991), la dama, que reaparece, se ha quedado perpleja. Ya no mantiene las claveteadas ancas de mujer con la furia de un fantoche, fiel e infiel a una imagen de lo masculino o de lo femenino. La dama de Aguas aéreas se entretiene al borde del sendero, ante un abismo, se pregunta en voz baja, entresueña, no resiste y se deja llevar en una levitación. Más aún que en su obra anterior, si cabe, deja de haber un sujeto con identidad, sea literal o paródica.
La metonimia transporta por huellas separadas, por la dinámica luminosa de un rielar. Deja de lado cualquier pastiche de la prostituta o ninfómana. Ya no encontramos siquiera a Eva rígida y emperifollada sobre un catafalco, el cadáver de un sujeto. Aquí ya no se invoca siquiera el consuelo patriótico de los Funerales de la Nación, ni se apela a un pacto histórico en un contexto que conceda identidad a los lectores.
En Aguas aéreas confrontamos a una transparente y onírica dama del Aduanero Rousseau a punto de levantar la pollera o la barrera fronteriza frente a un nuevo reino de bailes voladores. Ya no puede hablarse de un punto de vista subversivo o transgresivo, sino apenas de la aventura de ver y derivar. La deriva aquí es visiva, tiene un carácter de superficie lumínica, hay menos tajos. Aunque hay peligros: Atraía el pez de hombre a la dama amazónica que arrojábase rauda a lo más hondo de sí.
Ya no se trata de las delicias de un Brasil confitado, según Lezama Lima recoge en Voltaire. Es un Brasil amazónico que llega por la bebida de hojas selváticas y de lianas hervidas: el yagué o la ayahuasca que William Burroughs buscó en la selva peruana. Una sobredosis lo intoxicó y puso en peligro su vida.
El culto, en este caso el consumo ritual de la ayahuasca, va dejando caer el ropaje mitológico y dogmático, deviene constelaciones de fosfenos que no garantizan ninguna metafísica. Es un éxtasis desde abajo, desde el ínfimo chakra, un éxtasis que Nietzsche describe como un desorden o doblamiento de la persona, la irrupción de una fuerza que rompe con cualquier noción de identidad, que sólo puede ser considerada ajena. Desde un cauce se eleva como aguas aéreas de la respiración profunda. Aguas y aire, río cuyas exclusas son los esfínteres, desde el perineo sube, en el que navega un pino alado (el concepto es del Conde de Villanueva, evocado en un epígrafe de libro).
La escritura de Aguas aéreas, en un sentido quizá más cabal que mucha otra poesía, es una meditación del cuerpo, no de la mente. Llega desde abajo la información programadora de un continente vacío, de un instrumento no resistente, el agua no cruda o gorda, que no lleva en disolución muchas sales. Entre bocanada y bocanada, un ahora, el pequeño presente, una fe corta, una creencia del tamaño de las circunstancias.
El éxtasis equivale a una pérdida de identidad, un carece de causa desde el fondo de nosotros. El chorro lava por dentro y salpica cada burbuja pinchada por las abejas de la respiración, revienta en cadena desde el bajo vientre.
El imperativo libidinal deforma, recrea el sustrato fónico y el encadenamiento. No remite a nada, a ninguna realidad suficiente. Se autonomiza para hacer comprender lo que de otro modo no tendría palabra. Lo que se dice son impresiones de sensaciones y reacomodos con el mundo, una puesta en escena, prácticas nombradas a modo de ejemplo, fragmento alegórico y rítmico de una respiración y un baile de las entrañas.
No es una consigna del yoga, ni un culto a la ayahuasca, aunque puede participar de ambos. Como el ritual de las budineras de La casa inundada, un cuento de Felisberto Hernández celebra el culto del agua. No importa cuáles sean los pensamientos, lo decisivo es asegurarles un agua por donde se estiren y fluyan. Como un perpetuum mobile que no cesa de brindar lo que no se sabía que estaba allí, ni de confundir lo distinto y separado, una subfeminedidad cincela con delicadeza los cuerpos trabajados (a tachas) de los que reman. El fantoche del hombre y el fantoche de la mujer se borran para perfilar el avance, a remo, del andrógino, o mejor de los andróginos, en fila, desde el cauce más remoto hasta el pasaje más liviano, bajo las sombras o reverberación intoxicante que los transfigura en ocelotes, en circuito de ocelos, en tatuajes, ojales, anillos de luz, compromisos desencajados por la levedad de los rayos al rozar la espalda de los remeros.
Entretanto, estos remeros tienen un aire de familia con los de Góngora en la Soledad Segunda. Se feminizan para venerar el cuerpo de sus amantes, las viriles arponeadoras de orcas.
El agua en sus indefinidos repliegues, en los círculos entrecruzados de sus direcciones motrices y lumínicas, realiza el dinamismo visual de una energía que no se deja paralizar por el miedo. El estado poético, el éxtasis, es un temple de ánimo que recoge en sí todos los miedos pero los devuelve a su origen: el miedo de dios. A partir de allí se convoca a dios, se lo escucha, se lo ve bailar. El miedo paralizante deviene fiesta de movimientos sueltos.
El cuerpo sin órganos es una membrana, el confiado instrumento de una fuerza extraña. El dios, en la maraña amazónica de Aguas aéreas, resulta una serpiente indígena, un dios caboclo para los africanos, un Dionisos indio visto por los negros y los campesinos criollos del Acre, irreductible en su expresión americana.

La luz líquida

Néstor Perlongher ha aportado temas: los cadáveres, el éxtasis, la enfermedad, y un erotismo de personajes en devenir, hilachas y dicciones más que definiciones. Lo decisivo es una virtud pragmática que pliega, un temple ético que asume. Deja de haber palabras-concepto, como hombre (que todavía aparecía en César Vallejo, por ejemplo) y pasa a haber partes extra partes: no sólo discretas (marlo) sino flexiones, frases, olas u ondas (Ondas en El Fiord, es el título de un ensayo de Perlongher dedicado a Osvaldo Lamborghini) que desfiguran momentáneamente, como una emoción al encontrar a alguien o algo, la estolidez de los significados.
El chorro, chorreo, sentido y sin sentido, levanta un aserrín y va atrás hacia el origen de lo sensual, para intoxicar con el tufo de las trouvailles, como si fuera una dosis de polvos de asma que abre los pulmones y se prolonga un tempo.
La función alegorizada en Góngora (leído por Lezama) bajo la especie del animal carbunclo, mitad cabra, mitad linterna (ese animal ve con una luz oximorónica, oscura, una luz cuando no hay luz, produce la luz con que ve) resurge en Perlongher como la lluvia oreada de la ardilla entre carbunclos de una ofuscante luminosidad.
Es una luz líquida: la imagen nace en el encuentro del agua y del aire, un pliegue, no entre objeto y sujeto, ni entre personas, sino entre elementos.


Publicado originalmente en La República de Platón Nº16