FRAGMENTO DE UNA ENTREVISTA DE
JOSELY VIANNA BAPTISTA A JOSÉ KOZER
José Kozer es uno de los poetas
latinoamericanos más notorios de las últimas décadas, debido a la complejidad y
las estructuras sonoras de su poesía. Junto con otros autores cubanos como José
Lezama Lima y Severo Sarduy conforma una admirable constelación neobarroca.
J. V. B.: ¿Cómo concibe el
neobarroco en una época en que, recordando a Lyotard, han naufragado los
Grandes Relatos (Progreso, Humanismo, Ciencia, Arte, Sujeto)?
J. K.: No soy teórico. Entre los
poetas hispanoamericanos asociados con la corriente neobarroca que conozco los
hay muy competentes: Echavarren, Kamenszain, Espina, el tristemente fallecido
Perlongher, Eduardo Milán. Pienso que han dicho y tienen mucho por decir sobre
el barroco clásico y el neobarroco, incluso si tal cosa existe, y qué poetas pueden
auténticamente quedar adscritos a la nómina, al Who’s Who de la poesía
neobarroca. Como cualquier poeta que se precie, quiero y no quiero pertenecer
al neobarroco, quiero ser uno inter pares y a la vez no quedar reducido a una
nómina, a una escuela, a un modo unívoco de percibir la poesía.
Concibo lo barroco no sólo como
una superficie sino sobre todo como una profundidad. Tiende a la
desesquematización, aunque como toda manera de ser y de hacer, acaba forjándose
una retórica, una serie de principios que incluso lo pone a la defensiva, lo
cual ya es una trampa: todo inevitablemente tiende a anquilosarse, a
masificarse, con lo que la chispa original se institucionaliza, se academiza
(muere) y pasa a ser gesto, acto mecánico, uniformidad. Sin embargo, y dentro
de lo que cabe, el barroco clásico fue una reacción a una visión española
cerrada del mundo, reacción alimentada doblemente por el redescubrimiento “full
force” de la Antigüedad y por el descubrimiento del Nuevo Mundo, que obligó al
escritor (mayormente, poeta), así como a la gente y por ende, al lenguaje, a
abrirse, a rehuir las formas mayestáticas, prepotentes, del lenguaje oficial,
un lenguaje al servicio de la muerte: el de la Iglesia que perseguía y vigilaba
como Argo de cien ojos todo brote de heterodoxia; y el del Estado que perseguía
la riqueza material, el poder de hacer y deshacer a voluntad y arbitrariamente,
según sus cánones y necesidad de acaparar toda la realidad de manera
monolítica. Y todo ello, claro está, con base a un lenguaje fofo, facilón,
asequible a la boba masa, reducible a fórmulas de rápido empleo, mecánicas. Un
lenguaje que le permitía al arzobispo, al inquisidor y al cura de pueblo decir
sin tener que hurgarse la mollera: lenguaje dado, idea recibida. Un lenguaje
que le permitía al imperio y a sus acólitos blandir la endiablada espada con
fácil justificación retórica: Patria, Gloria, Imperio, Rey, Nación, Dios,
Ecclesia, Virtud, y demás perversión de valores.
El barroco es un asombro. Y es la
asombrosa reacción del lenguaje ante el asombro de lo que fue la Antigüedad,
tanto tiempo prohibida por la Iglesia, y por lo que representó el
descubrimiento de las nuevas tierras allende el mar. Imagino el asombro del
hombre medio, del ciudadano de a pie (como se suele decir) ante la noticia del
Nuevo Mundo: aquellas pieles, aquellos adornos, aquellas culturas, aquellos
dioses; los animales, los productos de la tierra, los nuevos árboles, las
nuevas lenguas. Y no sólo eso: asimismo el asombro ante el hecho de que los
propios valores no eran únicos, de que la tierra conocida no era la única:
había otras culturas, también antiquísimas, y otras formas de comer, de pasar
el tiempo (por ejemplo, se podía fumar y echar humo por las narices). Había
otras mujeres que tenían un sabor distinto, traían al mundo hijos de piel
mezclada, olían de otra manera, se bañaban con más frecuencia que sus propias
mujeres, imaginaban la sexualidad de un modo distinto, no padecían del mal de
la ropa y del ocultamiento detrás del velo y de la tela gruesa, eran capaces,
sin exhibicionismo ninguno, y de manera “natural” de mostrar su desnudez. La
del cuerpo(deseo) y la del alma (“inocencia”). ¿Cómo, ahora, ante esta
diversificación de la verdad, este aumento de la percepción, decir las cosas?
¿A qué lenguaje recurrir para enfrentar este espacio nuevo, gigantesco,
enmarañado, complejísimo, que surgía? Ese hombre de la calle, aquel
conquistador, o simplemente el “emigrante” que se va de la Península en busca
de una “nueva vida” tiene que forjarse un nuevo lenguaje para las nuevas cosas
que ve. Un nuevo lenguaje que lo obliga a extremar la letra, la palabra,
desusualizándolo, descanonizándolo, abriendo en la jungla un trillo, un sendero
de tinta y verba que le permita captar lo diferente, reproducir lo mejor
posible lo mixto, plural, contradictorio, en el sentido de sus propios valores,
sus costumbres “rancias”. De nada le sirve el abolengo ante la desnudez, de
nada le sirve el lugar común del lenguaje en un sitio donde la base de ese
lenguaje, las imágenes trilladas que maneja ese lenguaje, ni siquiera existen.
Si un español medio del siglo XVII (pongo por ejemplo) tiene por costumbre
decir que “no se le pueden poner puertas al campo”, ¿qué podrá decir cuando sus
ojos contemplan la vasta extensión de un nuevo continente donde el concepto de
puerta y el concepto de campo difiere por completo de su propio concepto? Un
concepto, el suyo, cerrado, exiguo, infinitamente pequeño, si lo compara con la
desmesura que es América.
El lenguaje de los siglos XVI y
XVII se tiene que haber sentido amenazado, existencialmente desesperado. Las
referencias, la información, los datos que llegaban eran inconmensurables,
sobrepasaban la deletérea y desbordada imaginación medieval, imaginación, por
cierto, que se había canonizado y anquilosado. Aquel lenguaje, confrontado con
sus propias limitaciones, se rebela, busca revelar nuevas cosas mediante el
acto rebelde de la múltiple participación: es un lenguaje sierpe, un lenguaje
que se retuerce dentro de sí mismo, se ovilla y se distiende, se lanza en mil
direcciones simultáneas para tratar de captar la multidimensionalidad que de
pronto le presenta la nueva realidad. Ese retorcimiento, que es búsqueda, no es
superficial ornato, como suelen decir los académicos, sino que es auténtica
manera: intento de captar la voluta, lo espiral, el estallido, las diversas
esquirlas que salen disparadas en todas las direcciones, aparente azar,
asombro, desconocimiento. ¿Cómo conocer? Es decir, ¿cómo decir? ¿Cómo
reentender la verdad? Es decir, ¿cómo redecir? Y, muy importante, ¿cómo
abarcar?
Estamos ante lo inconmensurable,
hoy diríamos lo extraterrestre, lo lunar y silénico, lo cósmico y espacial.
Hace falta un lenguaje especial, abierto, intrépido, desterritorializador, para
decir lo inconmensurable. Nótese cómo el lenguaje recurre ahora a todos los
recursos estilísticos de que puede echar mano: y lo hace sin miedo, con la boca
abierta, el estómago echando pedos, soltando borborigmos, expeliendo regüeldos.
Es un lenguaje excrementicio y altamente ético; un lenguaje que no separa
simétricamente: lenguaje que no valora más la sangre que el semen, la glándula
pineal que la suprarrenal. No es el lenguaje del Dios único sino el lenguaje de
todos los dioses: por ende, un lenguaje perseguido (jamás perseguidor), y que por
ser perseguido tiene que volverse oscuro, oculto, críptico. Lo es por doble
necesidad: porque tiene que extremarse para conocer lo nuevo, y dentro de lo
que cabe representarlo; y porque tiene que disfrazarse, disimular, para no caer
en las ergástulas del Poder.
¿Soy neobarroco? No lo sé. No es
asunto que me quite el sueño. ¿Qué voy a saber si soy poeta neobarroco si ni
siquiera sé si soy poeta o lo que quiere decir serlo? Es bonita la anécdota que
cuenta cómo una vez le presentaron a Lorca un señor. El señor, al darle la mano
le dijo: “Ah, Ud. es el poeta” A lo que Lorca, chispazón andaluz, respondió:“Si
Ud. lo dice.” Son importantes las palabras de Lawrence Sterne, cuando el
comisario (Vol. VII, capítulo
XXXIII) le dice a Tristram Shandy: -And who are you? said he. -Don’t puzzle me;
said I” Es maravilloso. “Who is he who can tell me who I am? (Shakespeare).
En efecto: ¿quién soy? No sé, no lo sé; todos los días me muero delante del
espejo.
La pregunta hay que plantearla
desde el punto de vista de la relación que se tiene con el lenguaje. El
nuestro, digamos que neobarroco, lo es porque está dando tumbos en la maraña,
golpeándose, hiriéndose, cicatrizando: lenguaje hendidura, cicatriz; lenguaje
orificio, por el que salen expelidas las palabras, renovadas, fétidas,
insolentes, desesperadas. Yo siento un odio profundo hacia el lenguaje, es mi
enemigo: porque siento un amor profundo por el silencio, del que no soy, nunca,
capaz. Soy un monje hablador, un asceta gárrulo, un impotente ante la
indisoluble fuerza del silencio espiritual. Amo la Nada que detesto. Porque la
amo, hablo; porque la detesto, hablo. Y no sé abrazarla; es decir, callar.
El lenguaje, que es mi
instrumento, me da vida y me mata: arma de dos filos, bestia de doble antifaz.
Sin él, estoy perdido, ciego y mudo, muerto: por eso también lo amo, porque me
acompaña día y noche en el tránsito, que es este valle de lágrimas y de tedios.
A él debo los miles de poemas que he escrito, contra la Nada, contra el
silencio, contra lo que Canetti (entre otros) llama “el escándalo de la
muerte”. El silencio me ha hecho escribir más de cuatro mil poemas; el
lenguaje, indomable, inútil, y a la vez feraz (feroz), al no servirme como
instrumento certero para alcanzar de una vez por todas, de golpe y porrazo, la
revelación, el conocimiento absoluto (is there such a thing?) me ha forzado,
cautivo suyo, chingón él, chingado yo, a escribir y a escribir,
inveteradamente: me subvierte, me invierte, me desterritorializa, me obliga una
y otra vez a abrir la boca, maldita.
El lenguaje me obliga a ser una
cifra, me convierte en un número: me oculta su letra, cabalística, y me entrega
(juguetón) un espejismo, su número: kozer escribe como respira, kozer ha hecho
más de cuatro mil poemas: un loco, está loco. No, no estoy loco; sencillamente
se trata de que no he escrito ningún poema, de que sólo he escrito números; no
la letra, mucho menos el intersticio de la letra, ahí donde habita la chispa
primera de la creación, sino letras, sílabas, palabras, conjuntos, poemas. Mi
reino por un poema, diría. Y no tengo, no recibo ni el reino ni el poema. A
seguir, pues, escribiendo. Hoy mismo, día en que contesto a esta pregunta,
escribí un poema que es parte de una pequeña serie, probablemente de seis
poemas, todos de “modo” diverso, en la que trabajo ( o más bien soy trabajado)
el “tema” de la muerte. Este poema lo titulé “Come candela la muerte”. Y lleva
una dedicatoria: In memoriam Jacob Apfelböck. Lo escribí en el cuarto de baño,
defecando. El poema reúne en su espacio un sinfín de materiales; materiales
valorados por el lenguaje tradicional y materiales de acarreo, degradados y
“chistosos.” Emplea cubanismos (come candela, ñángara, castigajebas -cubanismo
que acabo de inventar escribiendo el poema-, comegofio); inventa palabras
(Caronta, femeninoinexistente del Barquero Caronte, manumitidora,
castigajebas); usa un argentinismo (piolines); una cita en idioma alemán
(tomada de un poema de Bertolt Brecht); elementos de la realidad judía y del
yiddish (taled, el yarmkl o casquete osolideo); referencias cubanas (el barrio
chino, Cuatro Caminos, la Habana Vieja de mi época); elementos “poéticos”nobles
(“llama azul indolora”) o degradados (como llamar a la Muerte, “fulminante
bisoja” y “puta cronométrica). Dedica el texto a un personaje de Brecht, un
criminal, un parricida y matricida, un idiota inocente y malvado; un asesino
con las manos limpias y el olfato indemne (sus padres, a quienes ha asesinado,
se pudren durante días dentro de la casa, mientras él bebe a diario un poco de
leche y no lee el periódico que a diario el repartidor le trae). Esta
multirreferencialidad, el mismo hecho de dedicar el poema no a un amigo o
familiar fallecido sino a un ente de ficción, ¿pueden considerarse barrocos o
neobarrocos? Este poema, en concreto, con su estructura aparentemente
convencional y nada desusada, ¿es barroco? Si neobarroco es lucha del lenguaje
en toda su extensión e intención por encontrar modos de expresar lo complejo,
lo difícil que estimula (como pensara Lezama), entonces el poema que he escrito
es, al menos parcialmente, de índole neobarroca. Si el lenguaje que manejo
rizomatiza porque la realidad es en verdad rizomática, o si ese lenguaje
disgrega porque la realidad es por su forma y por su contenido una
disgregación, entonces ese lenguaje y el poema son neobarrocos.
En Cuba, de muchacho, me codeaba
con cubanos, con hijos de españoles, con cubanos que éramos hijos de emigrantes
judíos, me codeaba con mulatos y negros, con chinos y (en mi imaginación) hasta
con bantúes y watusi. En casa, cuando venía de visita, oía a mi abuela (que
apenas hablaba español) rumiar yiddish, a mis abuelos hablarse en yiddish todo
el tiempo, o a mis padres cuando querían ocultarnos algo: oía voces múltiples,
ajenas y oriundas, extrañas y normales, las oía en un castellano normativo
(mamá) y en un castellano desgarrado y a veces, por frustración, insolente y
desfachatado (papá: que era bastante mal hablado y soltabas coños por los
cuatro costados, aunque luego nos prohibiera a nosotros, y sobre todo a mi
hermana, que era la “mujercita” de la casa, decir malas palabras). En aquella
casa había un lenguaje para dirigirse a Dios (el hebreo), otro para hablar de
las cosas de la vida diaria (el yiddish), otro por si algún día nos tocaba de
nuevo la diáspora (el inglés) y otro para reír, vivir, luchar, desangrarse,
recuperarse, hacer el amor, ser “nativo” (el español cubaneado). Súmese a ese
lenguaje de la casa el de la calle: otro arroz con mango, otra mescolanza. Se
entrecruzaban el inglés macarrónico con invenciones en yiddish que usábamos
entre nosotros, con el alto lenguaje peninsular, barroco, culto o “kurto” y con
el lenguaje chabacano de la esquina, barroco también, preñado de paronomasias,
equívocos, blagues, calambures, hipérboles, anacolutos, zeugmas,
sobreentendidos, guiños de ojo, coñas y jodederas sinfín que todo lo
tropicalizaba a base de tropezón, impulso y empujones. Era una maravilla. “Ese
tipo es un schleper; dile a ese salamambí (de son of a bitch) que se vaya al
recoño de su madre; pío taim, en el juego de pelota o béibol, expresión que
mezclaba pido con time; el feller o pendejo del grupo, expresión que venía de
fellow en inglés; óyeme, eso que pasó, chico, fue “a guefielreje zaj”,
expresión yiddish que quiere decir una cosa tremenda. Cuando jugábamos a la pelota
en la calle, durante horas y horas, decíamos: quechear, pichear, los files, un
tubey, un tribey, elsior, el referí, leffil, raifil, el dogau: inglés rancio y
de pura cepa, cubaneado.
Esa complejidad verbal,
superficie, fondo, vida viva, opino, me hace ver la vida como un chiste de buen
gusto, algo maravillosamente escandaloso y arduo, intenso y único: algo que amo
y respeto y deseo conservar; algo que merece el máximo esfuerzo creador, por
mor de transmisión y por mor de recreación y revitalización continua de esa
misma vida. Escribo para conservar cosas, escribo para desbaratar cosas y ver
cómo las rehago o se rehacen. Y para hacer todo eso tengo que tener el ojo
avizor, la boca abierta, la respiración quieta y limpia, los pulmones
aclarados, el corazón dispuesto, las partes pudendas cantarinas, divirtiéndose.
Un poeta actual o se hunde entre
toda la basura de la pseudomodernidad o crea con su lenguaje rico y aventurado
la ventura de un mundo mejor, es decir, más poético. Poético quiere decir
complejidad, dificultad; y quiere decir ternura, disponibilidad, capacidad de
riesgo, multiplicidad de registros lingüísticos. Si quiero despreciar o
insultar un texto, el peor insulto o desprecio al que puedo recurrir es
llamarle a ese texto (o a su creador) “retórico”. Toda mi lucha con el lenguaje
es tratar de no caer en la retórica. La retórica es el enemigo, el peor de
todos los enemigos, cuando no se sabe utilizarla para regenerar día a día el
lenguaje. Retórica implica ortodoxia, fascismo, cerrazón, muerte en vida. El
retórico, frío, prepotente, persigue con saña, sin risa, sin la capacidad
rabelesiana de reír, todo aquello que “se sale del plato” y que actúa como
revulsivo del lenguaje; el antirretórico, el renovador, se revuelca entre las
palabras para besarlas, amarlas hasta la hez, detonarlas. A veces creo que
consigo escapar de las garras de la retórica; entonces sonrío, respiro hondo,
creo haber purgado mi existencia, lavado y raspado a fondo al menos por unos
momentos esa existencia: termina el día, he trabajado, he tratado de convivir
conmigo en honradez y sinceridad de expresión, he reconocido en parte mis
miedos, mis astucias, mis pestilencias, la torpe necesidad seductora que me
acucia: me miro en el espejo de la Nada, entrecierro los ojos, sonrío, en
verdad sonrío, y me acuesto a dormir.
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