viernes, 6 de septiembre de 2013

Un fervor neobarroco - Roberto Echavarren



Lo que está en el aire

Una obra no tiene valor, sino poder. No necesita llamar con mucho ruido. La escuchan los que tienen oído para ella.
Trotsko, anarquista, militante del movimiento de liberación homosexual argentino, de otros grupos paulistas, de cultos asociados a una droga, estos compromisos, sucesivos y a veces simultáneos, pudieron resultar contradictorios, pero fueron consecuentes en tanto experiencia (experimento y crítica) de las alternativas radicales de una generación.
En los poemas culmina la serie quizá contradictoria de las plataformas de cada "movimiento", se reconcilia, o coexiste, un conjunto de prácticas. En los poemas se ejercita una torsión y mezcla de lo separado.
"Yo soy el cisne errante de los sangrientos rastros, voy manchando los lagos y remontando el vuelo", escribió la uruguaya Delmira Agustini. Esa poética del enchastre, ese mezclar, no es sólo función de una metáfora: se trata de devenir cisne, una implicación pragmática que pone en claro estratégicamente la intensidad carnal del cisne modernista, no sólo decorativo, no meramente "bello".
En Néstor Perlongher, se trata de un cisne deformado, plomizo, que se hunde: el sesgo neobarroco da una vuelta de tuerca a las purificaciones del gusto de cierta vanguardia y recupera el gusto de principios de siglo para experimentar una intensidad ahora nueva.
Hay devenires mujer de los hombres, de los niños, pero también devenires mujer de las mujeres: devenires minoritarios, ejercicio del cuerpo que no se da por sentado a partir de una identidad. Sólo por esas líneas de fuga capta el cuerpo su impacto, la gloria y el desfallecimiento, una realización. No se trata de encontrar la identidad sexual del que escribe, porque la escritura, nómade, singulariza devenires transversales a cualquier identidad.
El atractivo, el poder de una escritura no concierne ni a un grupo ni a un individuo. Siempre hay algo más que un individuo, y menos que un grupo: contamina una zona de pasaje, un corredor, desterritorializa el afecto en transformaciones precarias.
Cuando un poema deja de atenerse a la descripción, cuando raudo causa el vértigo, alcanza un ascendiente. Pero esa posibilidad depende de las velocidades. Los gestos, los pedacitos, las caídas, algo de ejercicio corporal es trasuntado. El animal vestido se sacude, se empantana, respinga, babea, el sonido se aleja, tobogán o balcón largo, pecera estirada, palabreo que no vive salvo por salitre y sudor, choque de olor. Queda en la página un fundido de ventisca, confundido y desviante, despegado de la impronta; se rehace o se deshace una vida, una edad, una tierra de nadie, unos años resumen el habla con el bric -à -brac.
Cada gesto repercute en un comentario descifrador que lo prolonga sin llegar a disciplinar el sentido, sin olvidar el impacto.
El criterio de selección de términos o giros está justificado por demandas de peso, por trozos en movimiento. Ser preciso es ser extravagante. La extravagancia convence si abre una expectativa. La imagen y la semejanza son los términos lezamescos puestos en juego por la torsión palatal cuando lo imprecisable encuentra su "definición mejor".
Destilan las palabras retazos de referente, aislaciones y roturas de material. Respiran, se esponjan, se responden unas a otras en eco deforme y ritmado con asombrosa soltura y libertad. Viajan, nadan, derivan, o se asustan por la banda de sonido. ¿Por qué cesan? No escenifican su propia salida: el resto es silencio. Pero su reto enarca la salida. El letrero, cualquier prohibición o asignación de identidades, retiene valor normativo aunque no controla la transgresión: ¿quiénes son esos pingüinos sino el devenir marsopas de una banda de delfines? En un país ajeno rebota un secreto nombre propio: El Uruguayo, título de una novela del argentino Copi, o Austria- Hungría, de Néstor Perlongher.
No hay identidad, sí un precario cerco de alambres que son escrituras que son países que son campos cercados: un guiñapo desgarrado, el que huye. En la desterritorialización de escribir se juega un terreno perdido de antemano, aunque mantenido como un saquito lleno, trapo agujereado, o marco visto a contraluz del cielo. Una guillotina, una máquina de coser, la máquina de En la colonia penal de Kafka corta y distancia, mantiene y entrechoca, cuela, eleva un ascensor al altiplano cuyo smog exige polvos de Abisinia o guaraná, una transa acuosa del sol de verde luminar.

Transplatino

Transplatino: no en el sentido de que queda del lado de allá, sino transiberiano, transatlántico, que atraviesa: el primer título de Perlongher, Austria- Hungría, certifica un recorrido transnacional. El segundo poema de ese volumen se llama Los Orientales. El primer poema del libro siguiente, Alambres, se ocupa del héroe oriental Rivera cuando Montevideo es sitiada por Juan Manuel de Rosas.
Por un acto de justicia poética, Perlongher reconsidera la geopolítica. Alude a episodios históricos que desbordan el mapa de la Argentina, entrega una plusvalía que rebasa las fronteras. Aunque los funerales de Eva Perón son referidos en dos poemas largos de libros diferentes, y Cadáveres se llama un poema cuyo punto de partida son los desaparecidos a través de la "Guerra Sucia" argentina de los setentas.
Entre los muertos hay, por lo menos, una mujer: ¿pero cuál? No la madre, sino Eva Perón, la diosa-prostituta. Un verso de José Lezama Lima, deseoso es el que huye de su madre, sirve de epígrafe a un poema de Perlongher: ¿Huyo de la madre de Lezama Lima?, se pregunta el yo lírico, con la ironía que no entendió Hegel en los románticos. Ironía equivale aquí a política de estilo, que ficcionaliza cualquier asunción en apariencia inconmovible.
La ironía enmarca como ficción lo que se consideraba verdad, o necesidad, o naturaleza. Si el arte, más que retratar la realidad, la pone en movimiento, al cambiar el criterio con que se la juzga, la política, a través del arte, se manifiesta como estilo. Ya no consiste sólo en el combate por tomar el poder de un gobierno central según la estrategia marxista que definía y guiaba la lucha de clases. La noción califica cualquier conflicto, reconocido como singular. El poema no se ocupa de política. La política, reinventada, emigra al poema.
El yo lírico huye de la madre viva y evoca a la prostituta muerta. O la resucita, o agrega al féretro el rodete, para que ni siquiera cadáver desmerezca la seductora. El último poema de Hule, El cadáver de la nación, insiste en Evita, en el manoseo, en maquillar y enjoyar a la muerta. Eva Perón, en Perlongher, es una bandera efectiva y grotesca que enarbolan las minorías que devienen mujer. Devenir, según lo entienden Deleuze y Guattari en Mil planicies, no una hembra real, o biológica, sino intensidades-mujer, contaminaciones, pastiches-mujer, no menos reales.
Macabro, el estilo aquí decora a la muerta, o a la muerte, como si el silencio fuera cómicamente rebasado no por el mero aullido sino por una celebración de la vida sobreabundante y frívola, crucial por tratarse de la vida.

El estilo contraría las definiciones de la moda. La moda es el régimen precario que establece identidades, señala costumbres, relaciones entre grupos, clases. Pero el estilo (espontáneo, libre, dentro de los límites a ser explorados de su circunstancia) reúne (según la Oda a la alegría de Schiller) lo que la moda había -con violencia- separado.
Confunde las ideas claras y distintas. Ante las travesuras, no por irónicas menos arrojadas, del estilo, ante la cuestión: ¿es hombre o mujer? ¿es prosa o poesía?, se puede responder de varias maneras: con irritación (si se pretende eliminar la pregunta), con consternación (si se claudica ante ella), con risa incontrolable (si se aprecia la ironía rebelde, no culposa, si se la emula).
Los personajes de la historia que aparecen en la obra de Perlongher no son ni héroes ni villanos. Son apenas la oportunidad de jugar una broma, un reconocimiento extrañado, de traducir al idiolecto de un mutante. Ahí radica la eficacia política, la cómica originalidad de sus poemas.
Las palabras, en Perlongher, pierden empaque y definición. Pocos fuera del Río de la Plata sabrán que jopo es el prestigioso pompadour inaugurado por Elvis Presley. Los versos evocan, parodian, una textura de gomalaca, fijador a la brillantina, hule, mermelada o dulce de leche. El té de su tocayo Osvaldo Lamborghini (una, dos y hasta tres tazas, bebidas en el revés de la pestaña...; culto antiguo de la sed) se vuelve neobarroso, término que Perlongher prefiere a neobarroco para calificar cierta poesía rioplatense.
Desde Alambres (el segundo libro), incorpora elementos del portugués como consecuencia de su estada en San Pablo. Prologa el libro titulado Mar Paraguayo, de un poeta de Curitiba, Wilson Bueno (San Pablo; editorial Iluminuras, 1992) que combina el guaraní, el portugués y el español. El portuñol es una respuesta estilística al aislamiento que caracterizó y caracteriza las tradiciones literarias hispana y portuguesa de nuestro continente. Quién alude al Cadáver de la nación es un abrasilerado, un subversivo transnacional.

Las aguas del éxtasis

Las escenas de Perlongher, hasta Hule incluído, solían presentar una dama que pichuleaba en los enseres de debajo, en los órganos de un éxtasis sexual (la dama al inclinarse bajo el cinabrio para lamerle el chupagrueso al cirio). Pero ahora, en Aguas aéreas (el quinto libro de poemas, 1991), la dama, que reaparece, se ha quedado perpleja. Ya no mantiene las claveteadas ancas de mujer con la furia de un fantoche, fiel e infiel a una imagen de lo masculino o de lo femenino. La dama de Aguas aéreas se entretiene al borde del sendero, ante un abismo, se pregunta en voz baja, entresueña, no resiste y se deja llevar en una levitación. Más aún que en su obra anterior, si cabe, deja de haber un sujeto con identidad, sea literal o paródica.
La metonimia transporta por huellas separadas, por la dinámica luminosa de un rielar. Deja de lado cualquier pastiche de la prostituta o ninfómana. Ya no encontramos siquiera a Eva rígida y emperifollada sobre un catafalco, el cadáver de un sujeto. Aquí ya no se invoca siquiera el consuelo patriótico de los Funerales de la Nación, ni se apela a un pacto histórico en un contexto que conceda identidad a los lectores.
En Aguas aéreas confrontamos a una transparente y onírica dama del Aduanero Rousseau a punto de levantar la pollera o la barrera fronteriza frente a un nuevo reino de bailes voladores. Ya no puede hablarse de un punto de vista subversivo o transgresivo, sino apenas de la aventura de ver y derivar. La deriva aquí es visiva, tiene un carácter de superficie lumínica, hay menos tajos. Aunque hay peligros: Atraía el pez de hombre a la dama amazónica que arrojábase rauda a lo más hondo de sí.
Ya no se trata de las delicias de un Brasil confitado, según Lezama Lima recoge en Voltaire. Es un Brasil amazónico que llega por la bebida de hojas selváticas y de lianas hervidas: el yagué o la ayahuasca que William Burroughs buscó en la selva peruana. Una sobredosis lo intoxicó y puso en peligro su vida.
El culto, en este caso el consumo ritual de la ayahuasca, va dejando caer el ropaje mitológico y dogmático, deviene constelaciones de fosfenos que no garantizan ninguna metafísica. Es un éxtasis desde abajo, desde el ínfimo chakra, un éxtasis que Nietzsche describe como un desorden o doblamiento de la persona, la irrupción de una fuerza que rompe con cualquier noción de identidad, que sólo puede ser considerada ajena. Desde un cauce se eleva como aguas aéreas de la respiración profunda. Aguas y aire, río cuyas exclusas son los esfínteres, desde el perineo sube, en el que navega un pino alado (el concepto es del Conde de Villanueva, evocado en un epígrafe de libro).
La escritura de Aguas aéreas, en un sentido quizá más cabal que mucha otra poesía, es una meditación del cuerpo, no de la mente. Llega desde abajo la información programadora de un continente vacío, de un instrumento no resistente, el agua no cruda o gorda, que no lleva en disolución muchas sales. Entre bocanada y bocanada, un ahora, el pequeño presente, una fe corta, una creencia del tamaño de las circunstancias.
El éxtasis equivale a una pérdida de identidad, un carece de causa desde el fondo de nosotros. El chorro lava por dentro y salpica cada burbuja pinchada por las abejas de la respiración, revienta en cadena desde el bajo vientre.
El imperativo libidinal deforma, recrea el sustrato fónico y el encadenamiento. No remite a nada, a ninguna realidad suficiente. Se autonomiza para hacer comprender lo que de otro modo no tendría palabra. Lo que se dice son impresiones de sensaciones y reacomodos con el mundo, una puesta en escena, prácticas nombradas a modo de ejemplo, fragmento alegórico y rítmico de una respiración y un baile de las entrañas.
No es una consigna del yoga, ni un culto a la ayahuasca, aunque puede participar de ambos. Como el ritual de las budineras de La casa inundada, un cuento de Felisberto Hernández celebra el culto del agua. No importa cuáles sean los pensamientos, lo decisivo es asegurarles un agua por donde se estiren y fluyan. Como un perpetuum mobile que no cesa de brindar lo que no se sabía que estaba allí, ni de confundir lo distinto y separado, una subfeminedidad cincela con delicadeza los cuerpos trabajados (a tachas) de los que reman. El fantoche del hombre y el fantoche de la mujer se borran para perfilar el avance, a remo, del andrógino, o mejor de los andróginos, en fila, desde el cauce más remoto hasta el pasaje más liviano, bajo las sombras o reverberación intoxicante que los transfigura en ocelotes, en circuito de ocelos, en tatuajes, ojales, anillos de luz, compromisos desencajados por la levedad de los rayos al rozar la espalda de los remeros.
Entretanto, estos remeros tienen un aire de familia con los de Góngora en la Soledad Segunda. Se feminizan para venerar el cuerpo de sus amantes, las viriles arponeadoras de orcas.
El agua en sus indefinidos repliegues, en los círculos entrecruzados de sus direcciones motrices y lumínicas, realiza el dinamismo visual de una energía que no se deja paralizar por el miedo. El estado poético, el éxtasis, es un temple de ánimo que recoge en sí todos los miedos pero los devuelve a su origen: el miedo de dios. A partir de allí se convoca a dios, se lo escucha, se lo ve bailar. El miedo paralizante deviene fiesta de movimientos sueltos.
El cuerpo sin órganos es una membrana, el confiado instrumento de una fuerza extraña. El dios, en la maraña amazónica de Aguas aéreas, resulta una serpiente indígena, un dios caboclo para los africanos, un Dionisos indio visto por los negros y los campesinos criollos del Acre, irreductible en su expresión americana.

La luz líquida

Néstor Perlongher ha aportado temas: los cadáveres, el éxtasis, la enfermedad, y un erotismo de personajes en devenir, hilachas y dicciones más que definiciones. Lo decisivo es una virtud pragmática que pliega, un temple ético que asume. Deja de haber palabras-concepto, como hombre (que todavía aparecía en César Vallejo, por ejemplo) y pasa a haber partes extra partes: no sólo discretas (marlo) sino flexiones, frases, olas u ondas (Ondas en El Fiord, es el título de un ensayo de Perlongher dedicado a Osvaldo Lamborghini) que desfiguran momentáneamente, como una emoción al encontrar a alguien o algo, la estolidez de los significados.
El chorro, chorreo, sentido y sin sentido, levanta un aserrín y va atrás hacia el origen de lo sensual, para intoxicar con el tufo de las trouvailles, como si fuera una dosis de polvos de asma que abre los pulmones y se prolonga un tempo.
La función alegorizada en Góngora (leído por Lezama) bajo la especie del animal carbunclo, mitad cabra, mitad linterna (ese animal ve con una luz oximorónica, oscura, una luz cuando no hay luz, produce la luz con que ve) resurge en Perlongher como la lluvia oreada de la ardilla entre carbunclos de una ofuscante luminosidad.
Es una luz líquida: la imagen nace en el encuentro del agua y del aire, un pliegue, no entre objeto y sujeto, ni entre personas, sino entre elementos.


Publicado originalmente en La República de Platón Nº16

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