viernes, 16 de diciembre de 2011

Cursi - Inti Meza Villarino

Apaga la luz que debo inventarte con las manos

Tribulaciones de lo cursi en la utopía perforada de Latinoamérica

El sueño público exhibe su eternidad en el museo de la memoria colectiva. Luis Rafael Sánchez

¿Existe una diferencia fundamental entre la vida pública de los sueños y los que se viven con callada sorpresa en el interior de la habitación del alma? ¿Cuál de los dos será el determinante para la vida del ciudadano? Todos los días se vive la incertidumbre de no saber que sueño es el que nos habita. Respondemos que esta vida no es la que hemos soñado. La vida de los sueños pues, se puede confundir con el sueño de otra vida. Este no es un problema metafísico, sino que entra en el orden de la política, de la experiencia mundana y nuestra capacidad de fundar nuevas realidades.

Los sueños de la razón pública latinoamericana dieron origen a la esperanza vacua y monstruosa de lo cursi. Esperanza vana ya que aspira a la inmovilidad de los tiempos idos, siempre presentes sin embargo. Monstruosa por sus efectos sociales, produce adefesios de bondad, amantes bobos, un cine tomado por los bordes capaz de crear no sólo bodrios de compasión y amores ridículos, sino basura donde un nacionalismo de cartón piedra campea sin límite alguno. Pero sobre todo poesía, mala poesía, malísima, tanto que la única eternidad que obtendrán sus autores será el tiempo que llevará el papel envejecido y reseco en desaparecer. Y sin embargo, lo cursi es el pozo donde ha bebido y se ha cultivado el orbe latinoamericano. Se aprende amar “como en el cine”, se canta nuestra deslúcida pasión a la manniera de Armando Manzanero. Es pues esperanza monstruosa porque produjo lo mismo hidras de feroz nacionalismo que hadas bobas, pero sobre todo porque fue capaz de producir en tiempos de escases – aún en nuestros días- héroes y anti héroes que funcionan como mítemas con los que son alimentados los sueños públicos.

Ser cursi en la primera mitad del siglo XX latinoamericano es aspirar a una modernidad a nuestro alcance. El canón de la cursilería se reconstruye todos los días abandonando sin remordimiento a los héroes envejecidos, a las amas de casa olvidadas, teniendo muy en claro que sólo los únicos (porque se parecen a nosotros) merecen vivir en el panteón de nuestros recuerdos. Se abandona lo mismo a la actriz que nos hizo llorar que a la cantante del momento devota de la virgen de Guadalupe. Sobre ellas avanza indiferente la cruenta aspiración a la inmovilidad de lo eterno. Es una tradición de la ruptura invertida o incierta: estamos dispuestos a abandonar a Agustín Lara por Luis Miguel con tal de que se sigan cantando los mismos boleros. Tal es la paradoja producto de nuestros tiempos.

Lo cursi fue la coartada perfecta para la enemistad y la guerra de las vanguardias artísticas hispanoaméricanas. La batalla se emplazaba contra la impureza (e impericia) de los viejos poetas decimonónicos que se niegan a desaparecer en plena modernidad de un siglo XX recién estrenado. Desconfían -no sin razón-, de este llamado a la sinceridad romántica y modernista. Lo imperdonable es su ingenua afición por la sinceridad del sentimiento dicho. Con las vanguardias locales se instaura lo cursi como el enemigo silencioso que ataca siempre a traición. El sentimiento activo de lo cursi es un mal que siempre nos sorprende en los peores momentos, cuando gritamos ebrios de nacionalismo “viva México cabrones” cuando titubeamos ante la posibilidad de decir algo como “nadie me ha querido como me quieres tú”. En el reino de lo cursi campea la obviedad que se disfraza de verdad eterna. Y eso es también lo cursi, un acto fallido, como América Latina, como “América para los americanos”, tiene mucho de promesa incumplida. Así pues, en los años sucesivos lo cursi se establecerá en el continente americano como un insulto típico de los modernos contra los conservadores impasibles.

Con la asunción de la modernidad crítica por las vanguardias artísticas latinoamericanas, lo cursi perderá su traslúcido prestigio de verdad perenne. El límpido universo de los sentimientos verdaderos y las pasiones osadas, será desplazado hacia los oscuros y olvidados confines de la cultura popular, y recibido con gran entusiasmo por ella. Se le acogerá como a su más preciada pertenencia. Lo cursi se aposentará en sus reales y verdaderos destinatarios. Ahí donde se señalan el desorden, la impudicia y la desidia del peladito (a decir de los estudiosos de lo mexicano), lo cursi vendrá a dotar al desmadre de los sentimientos y prejuicios de la cultura popular una dirección tardo-romántica, una tradición moderna recién adquirida, apoyada por los nuevos soportes tecnológicos: la radio y el fonógrafo. La tecnología se muestra como la vieja aliada de la cultura popular. El romanticismo decimonónico devenido en tristeza breve y acomedida y el modernismo atorado en séntidos juegos verbales sobreviven al siglo XX bajo la custodia de algunos medios masivos de comunicación. Dichos medios durante la decisiva década de los años treinta y cuarenta del siglo pasado impulsarán y darán carta de ciudadanía respetuosa y respetable a un sentimiento, a una cierta idea donde el cuerpo, el amor y el desamor serán reinventados para regocijo de todos. Nacen temáticas musicales donde las noches se des-viven en la incomodidad del amor, ardiente e insatisfecho siempre a la espera de su satisfacción. Con el bolero, la cultura popular se adaptará a lo cursi, y le transformará irremediablemente, dotándole de otro sentido. Descubrirán juntos al cuerpo, los goces inalienables del ciudadano de ERÓTICA, país donde la vida es recreada, alimentada, conocida y reconducida por nuestros deseos. Se trata de una nueva modalidad de lo cursi que recorrerá el continente entero. Se trata del bolero nacido en el Caribe para disfrute del mundo.

Lo cursi resiste al escarnio de la cultura dominante sobreviviendo en los resquicios tolerados de la misma. Algunos elementos de una cultura dominante disminuida se encuentran con la Madre Desmadre de la cultura popular. Ese gran hoyo negro que todo devora y regurgita, ese Calibán entusiasta y hambriento que ríe a carcajada batiente, que sueña en la intimidad con ser otro para despertar aliviado y descubrirse efectivamente como otro. El encuentro renovará las promesas vertidas.

Así pues, llegamos al momento en que lo cursi sufre la metamorfosis deseada, es una vez más aceptado: lo mismo sufre el dictador sudamericano que sufren los pueblos ensoñados de revoluciones fundantes. También se convertirá en el enemigo número uno de las élites nacionales. Lo cursi será utilizado por algunos intelectuales para denostar el apelmazado gusto de las clases medias latinoamericanas: nostálgicas, conservadoras, impotentes ante el soberano cambio de los populismos. De Igual manera se desconfía de la cursilería indomable del peladito, indomable por errática e imprevisible.

Ahora me detendré sólo por un momento en las reflexiones de Luis Rafael Sánchez que realiza en La importancia de llamarse Daniel Santos, novela publicada en 1989. Escribirla le toma varios años de la década de los ochenta, son años decisivos para la reconfiguración y legitimación de lo cursi, visto ahora como fuerza emanada de la cultura popular latinoamericana.

La década de los ochenta inicia con varios artículos y libros dedicados a lo cursi. Aún existen los que lo repudian con argumentos zafios y clasistas. Sin embargo también encontramos ensayos conclusivos en torno a esta singular figura del gusto latinoamericano. Entre estos últimos se encuentra el ensayo de Carlos Monsiváis sobre la cursilería aparecido en su libro Escenas de pudor y liviandad (1981). Monsiváis marca la pauta en la manera de abordar el problema, ¿Cómo denostar este peculiar sentido del gusto cuando es el único que existe? ¿Cómo denostarlo si es nuestra construcción del gusto estético más propia? Lo cursi se constituye como la figura estética latinoamericana por excelencia. De un modernismo caído en desuso se apropian figuraciones de lo sensible y de lo sublime para reconducirlos al cuerpo, a la tierra, territorios del cuerpo amoroso. Me es claro el hecho de que Luis Rafael Sánchez retoma bastantes elementos analíticos de Monsivais a la hora de describir identidades, sentimientos, experiencias y maneras en que lo cursi se convierte en materia de discusión pública. Esto es un poco lo que hace Luis Rafael Sánchez, reconducir el mito de Daniel Santos, el cantante puertorriqueño adorado por Latinoamérica entera. En manos del autor, Daniel Santos es reconfigurado como síntesis de los diversos tropos de la cursilería latinoamericana: el machismo que nunca se cansa de serlo, las imaginadas capacidades amatorias del sujeto inventado en el Caribe, el ser Uno con el pueblo que se manifiesta en tumultuosos encuentros con el poder y el impoder político popular, llantos que convocan a pobres y ricos por igual (porque ambos poseen eso necesario para la penas del desamor: voluntad de sufrimiento). Con Luis Rafael Sánchez el bolero se construye como parte de la utopía perforada de la modernidad latinoamericana. El bolero se entronca con las ilusiones perdidas de la unidad amorosa, se ve con el mismo desengaño al sujeto amado y a la patria adolorida. Se trata de un latinoamericanismo perforado, desfondado por los embates del imperialismo yanqui. El bolero es la narración incierta del amor perdido por la patria, por el amante abandonado. El bolero se instituye como balada de la totalidad desfondada. Es un latinoamericanismo hecho de fragmentos, de particularidades lingüísticas regionales. Si el autor decide iniciar la novela contando los pormenores de la vida de Daniel Santos es para permitir que una multiplicidad de voces prolifere en el primer capítulo. Daniel Santos es el héroe novelesco, objeto de culto de millones de latinoamericanos. Novela polifónica entonces, la vida de Daniel Santos es narrada por la pluralidad de voces de Latinoamérica: cubanos en puteríos pre-castristas, mexicanos congelados en el Tenampa, guerrilleros puertorriqueños de clara tendencia nacionalista, nuyóricas convencidos de su estatuto continental, colombianos felices de habitar “neverland”, argentinos misteriosamente condombledizados, peruanos rumbosos enamorados de las alturas ¡en fin!…que la vida de un hombre tan significativo puede ser narrada de muchas maneras, por eso se nos muestra vacio, sombreado, sin cuerpo, para dotarle mejor de una luz y una sombra, de un cuerpo y sus inagotables deseos. Daniel Santos se vuelve inmenso ante nosotros. Pero también en la novela se trata de la mujer. Con el bolero se descubre (una vez más) a la mujer sujeto de pasión, de ardorosos encuentros, de sonrisas que son promesas, de miradas que son certezas, de abrazos que vuelven realidad la utopía amorosa del latinoamericano. Utopía perforada por supuesto, pero fuerza erótica capaz de mover cuerpos. El deseo es nuestro sol negro que surge por la media noche, que sólo dá luz a los amantes despiertos. Bolero que en su sonear rumboso, despierta, calienta y boleriza a naciones enteras. Bolero que con su andar despierta naciones que se reconocen en su origen rumbero, meneador, culeador, ebriedad sexosa que no termina nunca porque así la vida se recrea todos los días, utopía perforada de nuestra liberación (sexual) nacional. Genitalidad liberada, desapercibida en el encuentro de los cuerpos nocturnos, mañaneros, de tarde tibia y agradable. El bolero se entronca con nuestro deseo de libertad, manifiesto en un lenguaje denso en sobrentendidos, malentendidos por todos, bien entendido por todos. El bolero es el lenguaje secreto de nuestra modernidad perforada, desfondada, utopía exigente de nuevas vías de acceso a la realización plena y contundente de lo cursi. Cursi como la posesión unívoca del cuerpo. Como el proletario, para el cursi el cuerpo es el único lugar que habita el desposeído.

A poco más de veinte años de que aparecieron los textos revisados aquí, ¿cuál es el estado de la cuestión? La forma de lo cursi sigue oculta detrás de figuraciones importadas entorno al Kitsch y el Camp. Dejando fuera de cuadro a los verdaderos productores de lo cursi monstruoso, me refiero no sólo a los mercachifles excretadores de manuales de superación, sino a esos pequeños autores de basura bestseller. Me refiero a los Ángeles Mastretta y los Héctor Aguilar Camín de nuestro universo literario nacional. Obscenos por las imágenes convocadas en sus historias, cursilería porno que se disfraza de pasiones encontradas, pornografía para una generación lectora que se niega a morir auspiciada fundamentalmente por el mercado editorial del post boom.

Discutir el Kitsch es una muestra más del extravió colonial de nuestros tiempos. No aplica del todo, los críticos del Kitsch se encuentran demasiado preocupados en preservar una cultura europea de origen clásico, la cual sólo conocimos en bonitas reproducciones de porcelana.

Discutir lo Kitsch en Latinoamerica es una reflexión cursi, puesto que se intenta definir lo nunca experimentado (salvo por las almas bellas y de formación clásica). Para acabar pronto, el Kitsch no es homologable a lo cursi, no es lo mismo ni son iguales. El Camp en cambio es un fenómeno vivo, fértil al potenciar diversas lecturas en torno al mundo contemporáneo invadido por una cultura pop globalizada, que se instituye no sin conflictos y negociaciones con las culturas locales. El Camp se manifiesta como creación universal del desapego, es distancia ingenuamente desconfiada, y que sin embargo acepta el doblez de los dobles, porque sabe muy bien que detrás de la máscara no hay sino personae, es decir otra máscara. Nuestro problema es contemplar la violencia cotidiana y no hacer nada. Lo cursi no desaparece ni siquiera cuando la violencia se hace presente, es una aspiración fallida de la que tanto se burla el Camp, y que está en peligro de colapsarse en un cinismo atroz. El Camp es el mejor antídoto para los excesos de lo cursi. Es la lucidez analítica del que padece los autoritarismos de los nacionalismos cursis, del machismo, de la moral ultramontana ante los que se opone la mirada distante y desdeñosa del Camp. Es curioso, el Camp, hijo bastardo de la ironía socrática se entretiene despelucando las pelucas algo deshilachadas del cursi furioso. Se entretiene haciendo esperar al sujeto amoroso, sólo para prometerle que la próxima vez la unión será ejecutada, realizada. Es el temor a la totalidad lo que le impide invocarla, completarla. Es curioso, repito, porque ambos tienen un mismo origen: el dandi decimonónico, desdeñoso de si, de todos. Curiosa paradoja, el dandi como origen del Camp y lo Cursi moderno sigue riéndose muy al fondo de nuestra cultura, risa sin dientes por otro lado, risa desdentada, horrible y sin gracia. El Camp y lo Cursi son así barridos por la violencia imperante en el capitalismo. Utopía perforada, sonrisa desfondada por el capitalismo, mas sonrisa al fin y al cabo.

Sábado 18 de Octubre del 2008

Fuente: http://666ismocritico.wordpress.com/2010/08/23/cursi/

El Autor: Inti Meza Villarino (Ensenada, B.C, 1973 – ), Gestor de nada, promotor de su propia incompetencia, pierde el tiempo de su vida en proyectos sin solución ni esperanza. Alguna vez cayó en la cárcel pero no le gusta que se lo pregunten. Adora la música toda, le va desde el pop hasta la “clásica” (en realidad, el piensa que todo es POp). Misántropo y comunista. Decidido a no dejarse convencer por las dulces sirenas del consumismo capitalista, consume su vida en sesudos libros interminables, y escribiendo notas que no llegan a ningún lado. Su optimismo es frágil (el mundo no está para menos) pero cuando tiene hambre nada lo detiene.