(En “Neomanierismo, minimalismo y
neobarroco en la poesía chilena contemporánea”)
Poco lezamianos somos como para
aplicar la categoría de neobarroco a la poesía chilena, entendida como lo
entendieran Carpentier, Zarduy y el mismo Lezama Lima, esto es, la cualidad
oscura e ininteligible de los textos, la sobredecoración, la autocomplacencia
en el lenguaje mismo. Para Carpentier y Lezama, el barroco es el arte
auténticamente hispanoamericano. Carpentier llega a reclamar que el barroco es
una constante universal, es decir un espíritu y no un estilo, que va desde la
escultura precolombina hasta el presente de la novela. Para Severo Sarduy, el
barroco hispanoamericano es la irrisión de la naturaleza en su alarde de
artificialización. Para Lezama lo barroco no se limita a la expresión formal,
sino a todas las formas imaginables de la vida: desde el lenguaje y las comidas
hasta el vestuario, que surge de una heroica pobreza. No se trataría de un arte
de la contrarreforma como en Europa, sino, por el contrario, de un arte de la
contraconquista.
El barroco lezamiano es en todo
caso gongorino. Si algo caracteriza la poesía chilena es su vertiente
quevediana. Menos exuberante, el concepto no se ha utilizado prácticamente para
referirse a la poesía chilena. Si existe un barroco en nuestras tierras este
tiene otros rasgos y componentes.
La publicación de La Tirana
(1983), de Diego Maquieira (1951), y una década más tarde de Los sea harrier,
supone la irrupción de una escritura desestabilizadora de los cánones
convencionales y, al mismo tiempo, una radical trasgresión lúdica y humorística
de las posibilidades del lenguaje poético. En una breve nota, Enrique Lihn
(1984) ha destacado la filiación de La Tirana con la escritura barroca y
tenebrista, con el humor negro de Quevedo y Góngora, con la poesía popular y
con el a veces no menos poeta negro, Nicanor Parra. El barroquismo, en su
estética de la contradicción, en su engaño de los sentidos, en sus sueños que
se disuelven en los intersticios de la realidad, no es ajeno a esas contradictorias
imágenes que nos ofrece la poesía de Maquieira o Harris, o aún otros poetas del
momento, como Alexis Figueroa (Vírgenes del sol in cabaret. Vienbenidos a la
máquina, por ejemplo) o Gonzalo Muñoz (Exit, Este), en esa saturación verbal y
citacional que define cierta zona de la escritura latinoamericana
contemporánea.
La figura de Diego Rodríguez de
Silva y Velázquez, uno de los elementos centrales del poema, remarca la idea de
una escritura vuelta sobre sí misma. Diego Velázquez, el pintor que se pinta a
sí mismo, tiene en el poemario otro Diego, el propio autor. El poema final
concentra precisamente estas relaciones por medio de la reiteración del nombre:
"Diego para / Para Diego / Para Diego / Puedes parar Diego?"
("La Tirana XXIV"). El disfraz barroco, el trasvestimiento, la
máscara, se convierten en un lugar de distanciamiento entre el texto y el
lector. La Tirana es, en esta dinámica, la lengua misma, la escritura, la
historia de una escisión que define lo latinoamericano y chileno. Escritura de
una lengua encerrada en espacios claustrofóbicos, en el hotel-salón-convento,
en el que transcurre la misa negra.
Más allá del tono desacralizador
y violento del poema, se leen los síntomas de una profunda autocensura, que
nombra la oscura disolución del lenguaje. Escritura culposa en tanto el origen
es siempre un lugar vacío, un ominoso lugar hacia el que la mirada no puede
volverse con tranquilidad. La escritura de Maquieira es el síntoma más radical
en la poesía chilena de los ochenta de la represión y la censura; su
carnavalesco y herético lenguaje es el lugar de una dolorosa escisión.
Escritura que busca liberar los traumas de un sujeto y de un cuerpo social
marcado por la falsificación.
La obra poética de Tomás Harris6
(1956) se configura a partir de la noción del viaje como elemento estructurador
múltiple: viaje al interior de una ciudad al sur del mundo (Concepción y, más
en rigor, el barrio de Orompello); viaje también temporal en el que pasado y
presente interactúan en una entidad indisoluble; viaje, en fin, por la
escritura y los residuos de la literatura y de la cultura de la imagen.
Desplazamientos paradojales al interior de una ciudad enclaustrada, marcada por
los signos de la violencia y la degradación, en la que los personajes (el
sujeto y sus amigos locos o ebrios) asisten al desconcertante espectáculo de
sus espejismos. Espacios fronterizos entre lo literario y lo real.
Los cinco segmentos que componen
el poema "Orompello" (pp. 16-21) insisten en la imagen obsesiva y
contradictoria de Orompello como lugar del "engaño de los sentidos".
Menciono el tópico porque no es el único elemento que remite a la estética
barroca. Por esta cualidad, Orompello simultáneamente aparece como símbolo de
otra cosa (como metáfora de la realidad) y como negación de esa metáfora (como
expresión de su pura inmanencia que no remite a nada más que a sí misma):
"Orompello es un puro símbolo echado sobre la ciudad". Esta
afirmación constituye uno de los modos más singulares para desestabilizar la
representación de la realidad, deseo imposible en Orompello, el lugar donde
"se ha perdido la medida / de las cosas" ("Zonas de peligro (final)",
p. 30).
En "La vida a veces toma la
forma de los muros" recurre a uno de los procedimientos característicos de
su poesía para problematizar las relaciones entre escritura y realidad: la vida
como teatro (otro tópico barroco). Pero lo hace desde la conciencia del
distanciamiento porque a cada momento el sujeto nos recuerda que no estamos en
el teatro. Aun así la realidad se le aparece como un complejo inasible, pues no
basta con saber que no estamos en el teatro para comprender los mecanismos del teatro:
Era
Tebas el lugar de la tragedia y no estábamos
en Tebas. Era Treblinka el lugar
de la comedia y no
estábamos en Treblinka. Bajo la
sombra de un muro
encalado y su tapiz de orín, de
barro, de consignas
eróticas. (Yo entonces recordé
que Genet quería que
la representación teatral de Las
Sirvientas fuera
personificada por adolescentes
pero en un cartel que
permanecería clavado en algún
vértice del escenario
se le advertiría al público la
investidura y la ficción).
No estábamos en el teatro: había
neones charcos de aguas
muertas una esquina
intransitable. Los cuerpos estaban
muertos los cuerpos no estaban
muertos. El aviso luminoso
verde del Hotel King era el sol.
Estábamos en nuestro
propio pueblo no estábamos en
nuestro propio pueblo.
Los pueblos eran pueblos
fantasmas. Los muros encalados
signos del silencio. Por las
noches comenzábamos a imaginarnos
cosas: los miserables mecanismos
del sueño
se oponen al horror, un cartel
que permanecería clavado
en algún vértice del escenario se
lo advertiría
al público ("Todos los muros
eran encalados en nuestros pueblos fantasmas")
Toda escritura es teatro, una
escena de la representación de la vida, sólo que nadie le recuerda a nadie que
estamos en el teatro. Harris invierte el proyecto de Genet, la advertencia de
que estamos en el mundo de la ficción. La realidad, se supone, no necesita de
advertencias, salvo cuando el sujeto no sabe a ciencia cierta donde comienza
una y termina otra. De ahí la insistencia en enunciados que se niegan
simultáneamente. La teatralización de la realidad, los miserables mecanismos
del sueño (de nuevo otro tópico barroco: la vida como sueño) se oponen al
horror, al no saber. De ahí que sea necesario advertir al público el lugar
donde estamos. La vida teatralizada convierte la representación en el fantasma
de la realidad, o como advierte en otro momento: "Yo sabía que estábamos
en Concepción, / es decir en ninguna parte" ("La corriente nunca nos
dejó entrar a ella"). El barroquismo de Harris es una consecuencia de esta
versión engañosa que articula de la realidad, de ese horror vacuo, de esa
necesidad de llenar el mundo con palabras.
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