jueves, 26 de diciembre de 2013

Ángeles maraqueros o sones neobarrocos de acá - Efraín Barradas

El tema del barroco y el neobarroco está vivo, muy vivo, en el mundo académico, en las artes y hasta en la cultura popular de nuestros países, aunque en este último ámbito no se exprese de manera clara y directa.  Exposiciones, películas, poesía, narrativa, congresos y estudios, eruditos o de tono más popular, así lo comprueban.  Y es que el barroco y el neobarroco no son ideas esotéricas como a primera instancia podría parecer y parece.  Para Mariano Picón Salas, quien bautizó nuestro barroco virreinal como Barroco de Indias, “…los hispanoamericanos no nos evadimos enteramente del laberinto barroco. Pesa en nuestra sensibilidad estética y en nuestras formas complicadas de psicología colectiva.” (De la Conquista a la Independencia, 1944)  Las palabras de Picón Salas están aún muy vigentes. Pero a veces la discusión sobre nuestro barroco y nuestro neobarroco se da en contextos que podrían parecer tener nada en común con lo que parece ser un tema completamente elitista, aunque, por supuesto, su centro principal sigue siendo el mundo académico. Por ello no debe sorprender la aparición de un libro como el que recientemente ha publicado la profesora canaria Ángeles Mateo del Pino, Ángeles maraqueros: Trazos neobarroc/cho/s/os en las poéticas latinoamericanas (Buenos Aires, Ediciones Katatay, 2013).
De inmediato se hace necesaria una explicación del título de este libro (*), al menos la de dos palabras del mismo.  Los términos neobarrocos, neobarrochos, neobarrosos quedan combinados en la portada del libro con gráfica y grafía un tanto posmodernas en neobarroc/ch/s/os. Los tres son neologismos.  Neobarroco, de más fácil comprensión, es palabra que puso en circulación el cubano Severo Sarduy, uno de los teóricos y cultivadores principales de esta corriente estética.  Sarduy usa el término para discutir las teorías y, sobre todo, la obra de su mentor, José Lezama Lima.  Neobarroso fue invención del poeta, antropólogo y ensayista argentino Néstor Perlongher quien también estuvo profundamente marcado por las ideas y la obra del gran poeta cubano. Perlongher, al postular la existencia de un neobarroco argentino, piensa en la necesidad de crear un nombre propio que refleje su realidad nacional y la producción estética de su país a partir de esa estética.  Por ello mira al río que le da nombre a su región, el Río de la Plata, río cuyas corrientes hoy cargan barro: la plata virreinal es ahora barro posmoderno.
De ahí surge el neobarroso, fenómeno artístico cuya existencia postula o propone Perlongher en varios importantes textos. Por otro lado, la crítica chilena Soledad Bianchi, estudiosa de las letras caribeñas y quien ha prestado atención especial a ciertos escritores nuestros – especialmente a Edgardo Rodríguez Juliá –, se deja guiar por Perlongher y mira a su propio río, el Mapocho, y crea el término neobarrocho para referirse a ciertos rasgos neobarrocos, rasgos particularmente chilenos, que la estudiosa halla en la obra de Pedro Lemebel. Postula Bianchi la existencia del neobarrocho pues considera que se hace necesaria esa estética para crear una categoría nacional que ayude a explicar la obra de este importante cronista y narrador y de otros escritores chilenos. Neobarroco, neobarroso, neobarrocho: en el fondo son manifestaciones de una misma estética que, a pesar de sus posibles variaciones regionales o nacionales, se halla por toda América Latina ya que en Brasil, en México, en Uruguay, en Colombia, en casi toda nuestra América podemos hallar clara evidencia del cultivo de esta nueva cara del viejo barroco.
Vamos al otro término del título que requiere una breve explicación o comentario: ángeles maraqueros.  Hay que aclarar que este título no es manifestación de narcisismo de parte de la profesora Mateo del Pino. Estos tocayos suyos que ahí aparecen vienen de Los pasos perdidos (1953) de Alejo Carpentier, uno de los grandes pontífices del barroco y del neobarroco latinoamericanos, en teoría estética y en práctica narrativa. En esta gran novela el narrador, un musicólogo que se adentra en los campos de Venezuela y, según se aleja de la ciudad, va entrando en un viaje en el tiempo, no sólo en el espacio, ya que encuentra regiones que están aun en etapa pasadas de nuestra historia.  En ese viaje ve una iglesia con relieves de ángeles músicos. Las imágenes de los ángeles con instrumentos musicales se pueden hallar en las artes europeas desde la Edad Media, pero en América Latina la misma tomó un carácter especial en el barroco, especialmente en obras que están fuera del ámbito de las grandes ciudades donde el gusto y las normas europeas eran predominantes o eran impuestas por las autoridades, sobre todo por las eclesiásticas.
Recuerdo mi sorpresa al encontrarme en la fachada de la catedral de Puno, en las orillas del Lago Titicaca en Perú, relieves de sirenitas aindiadas que tocaban charangos, instrumento de cuerdas típico de esa región.  ¿Qué hacían esos seres mitológicos que no asociamos con la fe católica sino con la cultura clásica griega en una catedral de la provincia peruana? Eran claras muestras del sincretismo barroco, evidencia fehaciente de la sobrevivencia de la cultura subordinada que la cultura dominante – española, católica – intentaba en vano eliminar por completo y que surgía o afloraban donde menos se esperaba, como en la fachada de esa iglesia peruana de provincia. Las sirenitas con charango que vi en Puno son paralelas a los ángeles con maracas que el personaje de la novela de Carpentier ve en una iglesia de un poblado que en la obra representa el paso hacia el mundo virreinal. (Recordemos que en la novela de Carpentier espacio y tiempo se confunden.) De ahí y muy apropiadamente la profesora Mateo del Pino saca esos ángeles que aparecen en el título de su libro.  Esos ángeles maraqueros son para mí como esos hoy famosos arcángeles arcabuceros que hallamos en la pintura andina del barroco: muestra de que el barroco latinoamericano es sincrético, híbrido, mestizo.
Explicado el título vamos al contenido del libro. En éste se reúnen dieciséis trabajos sobre distintos aspectos de la estética neobarroca.  Además el libro abre con un extenso e importante estudio preliminar de la profesora Mateo del Pino. En este trabajo, donde se rastrea el desarrollo de la estética neobarroca y su transformación en neobarrocha y neobarrosa, es de gran importancia el comentario que hace de diversas antologías que han aparecido en distintos países latinoamericanos y que recoge poesía que responde a esta corriente estética. Al estudiar estas recopilaciones de poesía, Mateo del Pino hace evidente la vigencia y la relevancia del neobarroco en nuestros países.  Ésta no es una imposición de los estudiosos sobre la creación estética sino una realidad artística concreta que se manifiesta en esas antologías y en obras de muchos escritores de la segunda mitad del siglo XX y de nuestros días. Recordemos que ese tipo de libro – la antología – representa la consolidación de una estética o la prueba de la existencia de una forma particular de ver el arte.  Las antologías muchas veces dicen aquí estamos y proponemos una visión particular del arte: esa es una de sus funciones y por ello son tan importante en el estudio de la historia de la literatura.
Los dieciséis trabajos incluidos en este libro se dividen en cuatro secciones que reúnen textos colindantes.  En la primera sección se agrupan estudios sobre el neobarroco cubano y el brasileño.  También aparece en esta sección un texto del poeta uruguayo Roberto Echevarren que hay que leer casi como un manifiesto del movimiento neobarroco y no como un estudio críticos del fenómeno. Hay que recordar que Echevarren ha sido uno de los participantes más prominentes de esta escuela poética y que sus antologías Transplantinos (1991) y Medusario (1996), esta última producida en colaboración con el poeta cubano José Kozer y el crítico mexicano Jacobo Sefamí, forman parte del cuerpo poético sobre el cual se funda el concepto de neobarroco. La segunda parte del libro recoge trabajos sobre el neobarroco rioplatense, el neobarroso, y la tercera sobre el mismo en Chile, el llamado neobarrocho.  En la cuarta se recogen textos sobre la estética neobarroca en el teatro, en las artes culinarias, en la música y en el cine.  Aunque el centro de atención de los trabajos recogidos en el libro parece tener un foco limitado ya que se concentran en ciertos escritores de Cuba, de la región del Río de la Plata, de Chile y de Brasil, en general éstos son muy sugerentes y sirven para estudiar otras realidades estéticas desde el lente del neobarroco.
La lectura de Ángeles maraqueros… me hizo volver a una idea que he venido rumiando desde hace tiempo: la existencia de un neobarroco boricua o de lo que propongo llamemos neobarroqueño: neobarroco puertorriqueño.  Los críticos e historiadores de las letras y de toda manifestación cultural pueden construir figuras abarcadoras que sirvan para entender una amplia gama de obras de arte. (Es lo que Henry James, el gran narrador estadounidense, llamó “The Figure in the Carpet”, como tituló uno de sus magistrales cuentos.) El barroco y el neobarroco son ese tipo de construcción. Ni Góngora ni Sor Juana, ni Velázquez ni Vallalpando, ni de la Flecha ni Salas se llamaron a sí mismos barrocos. Siglos después los historiadores de la cultura propusieron esa categoría para entender su producción y la de su momento.  Y eso mismo es lo que propongo que hagamos, que empleemos la categoría de neobarroqueño para entender nuestra producción artística. El concepto no lo explicará todas nuestras manifestaciones artísticas y no pretende así hacerlo porque todo no cabe en el mismo, pero al menos nos ayudará a entender mejor parte del proceso de nuestra cultura.
Creo que viene muy al caso una pequeña aclaración de términos para no confundirnos. Barroco es originalmente un periodo histórico (siglo XVII y parte del XVIII, aunque en Hispanoamérica sobrevive hasta el XIX).  En ese sentido nosotros en Puerto Rico no tuvimos un barroco. Lo más cercano que tenemos a ese sentido de barroco (más allá de algunas piezas de platería eclesiástica) es la obra rococó (secuela del barroco) de Campeche: tímido ejemplo de barroco histórico.  Fuimos una colonia española muy pobre para darnos el lujo de tener un gran barroco, como el de Perú, México o Brasil. Pero barroco, para algunos, puede ser también un estilo que se evidencia en cualquier periodo. Esta acepción es problemática, muy problemática, y ha llevado a algunos, como a Alejo Carpentier, por ejemplo, a postular que la cultura latinoamericana, desde siempre, aún antes de la llegada de los europeos, ha sido barroca. Esa tesis, aunque muy poética, es difícil de aceptar y por ello prefiero hablar de un neobarroco: una propuesta consciente y premeditada de crear un nuevo estilo barroco para nuestros días, llámese neobarroco o neobarroso o neobarrocho.  Mi propuesta hoy es postular la existencia de un barroqueño o un neobarroco nuestro, boricua.
Un manifiesto neobarroqueño no tenemos, aunque hay textos de Luis Rafael Sánchez, especialmente su conferencia “Hacia una poética de lo soez”, por desgracia aun sin publicar, que podríamos entender o aceptar como tal.  Ese importante texto y algunos otros de sus ensayos sobre el humor y la lengua podrían servir la función de manifiesto del neobarroqueño.  Pero lo más importante es que si vemos el desarrollo de nuestras letras podemos ver claramente cómo se ha ido construyendo una línea de herencia o una genealogía artística que agrupa a artistas que, sin así decirlo, cultivan esa expresión neobarroca.  Palés, de Diego Padró, Belaval, Matos Paoli, Luis Rafael Sánchez, Ángela María Dávila, Ana Lydia Vega, Manuel Ramos Otero, Mayra Montero: ése es, recalco, un posible dibujo preliminar y muy incompleto de esa sucesión de nuestros escritores neobarroqueños.  Por supuesto, el tema habría que discutirlo y analizarlo detenidamente para ver cómo se ha ido construyendo esa secuencia que hoy propongo como herramienta de estudio.
Habría que ver si otros escritores que a primera vista no caben en esa corriente – pienso en Tomás Blanco, en Rosario Ferré, en José Luis Vega, en Rafael Acevedo, en Juan López Bauzá – también tienen su puesto en esa cadena estética.  Habría que pensar si esta corriente se manifiesta también en otras expresiones artísticas, como en la música o en la danza o en las artes visuales. Por ejemplo, ver la obra de Arnaldo Roche desde esta perspectiva sería una forma muy válida y fructífera de entender una pintura que clama a gritos que es neobarroca y, yo diría, neobarroqueña. La obra de Oscar Mestey se destaca por su meticuloso rigor geométrico de referencias neoclásicas, pero, ¿no será rasgo neobarroqueño esa alegoría que parece extenderse a todo lo largo de su obra: el artista como arlequín? ¿No podríamos colocar en este contexto la obra de Marta Pérez y la de Dafne Elvira? ¿Son Viveca Vázquez o Awilda Sterling danzantes y coreógrafas neobarroqueñas?  Todo está por verse; aquí sólo sugiero vías para revisar o ver de otra manera (re-visar) nuestras artes.
Habría que ver también qué rasgos definen esa estética que proponemos como otro hilo unificador de nuestras artes.  Además de lo soez, rasgo que a veces se manifiesta meramente como una agresividad política – pienso en “La plena del menéalo” de Palés –, habría que apuntar el humor –un humor irreverente y agresivo, como propone Sánchez en uno de sus tempranos ensayos– como otro rasgos central de esa corriente neobarroqueña. También el manejo esmerado pero arriesgado del lenguaje. Quizás porque a los puertorriqueños siempre se nos ha impuesto, nos hemos dejado imponer y nos hemos impuesto nosotros mismos el sambenito de que manejamos un español manco, tuerto, cojo y gago, nuestros escritores han reaccionado a esa acusación con una súper corrección – pienso en René Marqués, aunque no lo colocaría en esta cadena estética – o con un juego muy neobarroco de combinación de la lengua popular, el lenguaje vulgar, con un máxima corrección sintáctica. Ana Lydia Vega es un caso ejemplar de esta tendencia neobarroqueña.
Pero, para mí, el rasgo que distingue nuestro neobarroqueño de las otras nuevas versiones del neobarroco latinoamericano es que, a pesar de que es una estética del exceso y que se regodea en lo formal, especialmente en los malabarismos lingüísticos, nunca pierde de vista su función política. Probablemente este rasgo nos venga de nuestra situación colonial y del compromiso político que la mayoría de nuestros artistas adoptan. Pero nuestro neobarroqueño busca una forma indirecta pero profunda de intentar remediar este mal social.
Hay que apuntar que la propuesta de estudiar nuestras letras y nuestra cultura desde la perspectiva de un neobarroco que responda a nuestras propias circunstancias no es algo nuevo.  Ya en 1994, en un breve texto que destila el saber y el pensamiento acumulados por décadas, Alfredo Roggiano, uno de los más destacados estudiosos del barroco virreinal hispanoamericano, apuntaba que “cada nación puede tener su propio Barroco” y que “cada investigador o grupo de investigadores trata de rescatar al Barroco pro domo sua la posibilidad más efectiva de los nacionalismos y razones de ser de la identidad intrasferible de cada país, nación y continente, con todas las variedades que se advierten y asignan”.  (“Para una teoría del Barroco hispanoamericano”.  En: Mabel Moraña (comp.), Relecturas del Barroco de Indias, 1994)
Nosotros también tenemos el derecho a nuestro propio neobarroco, a nuestro neobarroqueño.  Pero ese derecho no nos autoriza a la tergiversación de nuestra realidad. No podemos de buenas a primeras ver toda obra como manifestación de esta estética.  Por ello y como advertencia a no caer en el desenfreno neobarroco o neobarroqueño debemos recordar las palabras de otra estudiosa del Barroco latinoamericano, Carmen Bustillo, quien nos advierte que [n]inguna obra, por más “barroca” que sea, presenta por supuesto todos los elementos anunciados, ni tampoco los contiene con uniforme intensidad” (Barroco y América Latina, un itinerario inconcluso, 1990).  Tenemos derecho a inventarnos nuestro neobarroco, nuestro neobarroqueño, pero tenemos que tener mucho cuidado al tratar de implementar esa óptica estética al examen de toda nuestra realidad artística.  En otras palabras, podemos ser neobarroqueños, pero sin forzar esta categoría en toda manifestación artística, sin convertirla en un nuevo lecho de Procusto.
Como estas breves páginas tratan de confirmar, la excelente colección de ensayos recopilados por Ángeles Mateo del Pino no sólo sirve para estudiar manifestaciones estéticas que ya reclaman el nombre de neobarroco o neobarroso o de neobarrocho sino que incita a crear nuevos campos de estudio. Por ello, propongo que exploremos la posibilidad de crear una categoría para nuestro neobarroco que definitivamente existe, pero que todavía está sin explorar ni bautizar. Propongo que lo llamemos neobarroqueño. Pero, en verdad, lo que importa no es el nombre sino su evidente presencia y vitalidad en nuestra cultura.  Sería otra manera de asociarnos a Latinoamérica y ver que somos sin duda parte de ella. Es que evidentemente nuestros ángeles también son maraqueros, aunque tocan a su propio son y aunque haya quien crea que tocan sin ton ni son.


(*) Ángeles maraqueros. Trazos neobarroc-s-ch-os en las poéticas latinoamericanas. Editorial Katatay, Buenos Aires, 2013. Edición, estudio preliminar y bibliografía a cargo de Ángeles Mateo del Pino.

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