domingo, 18 de septiembre de 2011

La escritura como tatuaje - Claudio Daniel

La escritura como tatuaje: inscribir sentencias en la página, atrezos rituales para una ceremonia mágica. Sentir la carne de las palabras, en goce bacanal; ceder a sus juegos, permutaciones de colores y líneas como la piel de un tigre o la locura de un dios. Espacio entre son y luz, sentido y misterio, el barroco hace de la arquitectura verbal una forma de delirio visionario. No por casualidad se habla de poética del éxtasis y utopía de lo estético. De acuerdo a J. Rousset, ese arte inquieto se alimenta de “un germen de hostilidad contra la obra acabada, enemigo de cualquier forma estable; esta es impelida por su propio demonio a superarse siempre y a deshacer su forma en el momento exacto en que la crea, para alzarse en dirección a otra forma”.

La saturación de signos, en la prosodia barroca, opera la ruptura con los propios límites de lo comprensible; ese tumulto intencional, dentro de la función poética, produce verdaderos laberintos verbales, jardines de espejos deformados. Tiempo, espacio y movimiento son anulados, disueltos, y la noción del yo se pierde en el mar de palabras, en una especie de desprendimiento, aniquilación o zambullida en el infinito. El deseo de lo excesivo, de lo ilimitado, pecado luciferino, alentó a la inquisición de la crítica en contra de esa “artesanía furiosa” (Marino), condenada a la exclusión y al exilio. Solamente en el siglo XX, gracias a los esfuerzos de poetas como García Lorca, el barroco recuperó su lugar de honor, después de siglos de silencio y difamación. La cólera de la crítica contra ese arte de ruidos y rutilancias tuvo un fuerte motivo: fue el primer ensayo de un lenguaje poético absoluto, retomado después en el simbolismo. Todos los trazos del barroco presentados hasta aquí se apartan nítidamente de la tradición y su avatar, el realismo, aun presente en la novela y en el cine. Una tarea más ardua es comprender su relación con la modernidad. La poesía en el siglo XX, se aproximó a dos procesos productivos, eligiendo lo “moderno” como paradigma, en oposición a lo “bello”. Buscó la síntesis, la palabra exacta, incorporando la visión de mundo mecanicista proyectada por Smith y Marx en contra del lirismo y la metafísica. La afirmación de la poesía como arte industrial está presente en Maiakovski, Apollinaire, Oswald de Andrade, Augusto de Campos. En el Admirable Mundo Nuevo de la máquina y la técnica, aún problemas como la Guerra, el Hambre, el Sufrimiento y la Muerte continúan produciendo dolor; la reacción inevitable sería cuestionar la idea de progreso, en su esencia ideológica y sus representaciones. El neobarroco, es ciertamente, una respuesta a la modernidad.

El término surgió por primera vez en un artículo de Severo Sarduy, publicado en 1972, casi medio siglo después de la célebre conferencia de Lorca, punto de partida para la revalorización de Góngora. El neobarroco no es una escuela, no posee principios normativos como el verso libre o palabras libres. Para Eduardo Glissant es “una manera de vivir la unidad-diversidad del mundo”; Néstor Perlongher lo define como “un estado de espíritu colectivo que marca un clima, caracteriza una época”. El neobarroco no es una vanguardia; no se preocupa de ser novedad. Se apropia de fórmulas anteriores, remodelándolas, como arcilla, para componer su discurso; da un nuevo sentido a las estructuras consolidadas, como el soneto, la novela, el romance, perturbándolas. En vez de la mímesis aristotélica, del registro preciso, fotográfico del paisaje exterior, este es recreado y dividido como objeto de lenguaje, en una reinvención de la naturaleza mediante la mirada. Así, en el poema Estación de la Fábula, Eduardo Milán nos dice: “ahí se ahogan las palabras/ blancas/ rojas/ en blanco: como morada / agua / tintas moviendo / (peces) / focos: / frente y lámpara / luz de- / moviéndose peces / (tintas)”. Esta fragmentada fanopedia, que evidencia el carácter construido del paisaje-escritura, está presente también en piezas de lírica imprevista y ácida delicadeza, como Agua de bordes lúbricos, de Coral Bracho: “Agua de medusas, / agua láctea, sinuosa, / agua de bordes lúbricos; espesura vidriante – Delicuescencia / entre contornos deleitosos. Agua – agua suntuosa de involución, de languidez”. En esta rebelión de vocablos, o conjuro susurrado, la sintaxis no es abolida, sino refundada en los parámetros de una lógica particular y secreta, que ordena sonido y sentido; esta cumple una función estructural en la organización del poema, siguiendo las veleidades de una gramática onírica. José Kozer, por ejemplo, desarticula el discurso lineal con el uso de la elipse, los paréntesis, los guiones, las anáforas, lo que da como resultado bellos y singulares objetos textuales. Su investigación verbal, minuciosa, sorprende por la cantidad de términos de la literatura castellana antigua, del repertorio místico, de afluentes coloquiales y regionales ampliando el idioma español en tanto lengua mezclada, mestiza. El juego de Rayuela con las palabras, racional y lúdico, sensual y conceptual, que caracteriza esa extraña cofradía, va en sentido contrario a la escritura automática del surrealismo, y también a la estética clean de los comerciales televisivos. Entramos así en el territorio de la exageración, de lo desmedido, de la desmesura: un arte refinado, como la esgrima, la heráldica o la cetrería, en una época regida por la dictadura banalizante del mercado y los medios de comunicación masiva.

Forma Transhistórica

Un tema que aún ocupa a ciertos críticos es la pertinencia (o no) de hablar de barroco o neobarroco, más allá de los cánones del siglo XVII, con su métrica y su mitología. Para esas voces el barroco es la estética de una época específica – el siglo XVII, era de la Contrarreforma, del absolutismo y de la navegación-, irrepetible y confinada a su momento histórico. Ese tema ya fue discutido por autores como Ernst Curtius, para quien el barroco es cíclico, resurgiendo en períodos de saturación del clasicismo. Néstor Perlongher, en esa misma línea de investigación entiende el barroco como una forma transhistórica, que reaparecería en momentos caóticos, convulsivos. En una época en que “todo es grito, todo es desorden, todo es confusión”, el terreno estaría fértil para el arte del caos, de la crisis, de la turbación. No es extraño así, que haya renacido en América Latina, continente perturbado por el juego del claro-oscuro entre lo arcaico y lo moderno, la desnutrición y la informática. Él incorpora ese conflicto en sus procesos textuales, asume el carácter inquieto del contexto social, mediante el lenguaje, haciendo del tejido estético un icono de la cultura en que vivimos. En esa operación, recupera el habla del Otro, del excluido, del marginal. José Kozer incorpora elementos chinos y japoneses, referencias a la Cabala y a los signos medievales; Nestor Perlongher se volcó al chamanismo y a la sabiduría visionaria; Severo Sarduy se enfocó en los travestis y el submundo. El héroe es el Otro, ese que es bello porque es diferente a mí. Al vaciarse el yo lírico, narciso en flor, amplía el sujeto en una figuración trascendente de vacío, totalidad y éxtasis, haciendo de la poesía una experiencia casi mística (recordando el adagio de Lezama Lima, para quien la poesía era una forma de conocimiento absoluto, capaz de sustituir la religión).

Renunciando a la idea de línea evolutiva de la vanguardia y también a la concepción de progreso histórico de la izquierda marxista, los poetas neobarrocos asumen la incesante metamorfosis, río de Heráclito, mariposa de Chuang Tzu, jardín de camaleones. Roberto Echavarren, en el poema El Napoleón de Ingres, por ejemplo, hace un collage de signos de diferentes culturas, épocas y lugares, para describir un retrato del emperador francés: El color de la seda, su textura / son casi metálicos: un zepelín por el cielo / azul de Prusia, un dragón chino /volante en su trueno de metales.

Así también José Kozer, en el poema Autorretrato: “soy el verdadero yo: un yo Cibola, yo Hepérides, soy argivo, soy argivo (gritó) / (…) un ibis amarillo / sobre fondo negro tres ideogramas”. Ese montaje de recortes, que contraría las distinciones entre los territorios de espacio-tiempo, recuerda, sin duda, los contrapuntos antitéticos del movimiento tropicalista de Caetano Veloso y Gilberto Gil (en canciones como Tropicalia y Geléia Geral), y apunta a nuevas posibilidades de visión de mundo, más allá de los parámetros cartesianos tradicionales y del concepto de historia como proceso lógico y lineal, sujeto a las leyes de cualquier determinismo, social-darwiniano o dialéctico.

La historia, si se amplía en una dimensión universal, totalizante y epifánica, también es condensada, en movimiento paralelo, a su unidad mínima, el cuerpo humano. Severo Sarduy, cultor de la lírica de lo bizarro, investigó las relaciones entre el cuerpo biológico y el textual, definiendo al poeta como un tatuador, y a la literatura como arte del tatuaje, signos unificados en la piel del papel. Siguiendo esa misma línea, mas profundizando en el sesgo sádico de la metáfora erótica, Lamborghini va a reivindicar el talle, el corte de lámina: la escritura como incisión, mutilación (lo que recuerda, sin duda a Buñuel, en la conocida escena del ojo en El Perro Andaluz, y también a Lautréamont): así, en El Niño Proletario el poeta hace un recuento cruel de amor homoerótico, donde el momento de goce coincide con la perforación de la pierna del amante por una navaja hasta exponer sus huesos. La unión del tema amoroso con lo grotesco, lo escatológico, lejos de remitir al épater le borgeois, revela otra capa de lectura o percepción de la escritura y del mundo, que cuestiona todas la polarizaciones, todos los conceptos preconcebidos. La androginia, o superación de la dicotomía masculino-femenino, es otra obsesión constante en varios de estos autores, que tienen como única certeza la indeterminación, el transformarse, el travestirse: nada es lo que aparenta, en el infinito lance de mutaciones del universo.

Introducción de Claudio Daniel a Jardim de Camaleões (A Poesia Neobarroca na América Latina.) 2005.

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