sábado, 11 de diciembre de 2010

BARROQUIALIDAD - Germán Machado

Lo confieso: nunca entendí con claridad qué es la poesía neobarroca. Ni siquiera, cuando me pusieron delante el libro Medusario. Muestra de poesía latinoamericana y me dijeron: “¡Sírvete, aquí tienes: esto es poesía neobarroca!”. Ni siquiera entonces entendí con claridad.

Por eso, cuando Jorge Santiago Perednik realiza algunas proposiciones polémicas sobre qué es el neobarroco, negando parcialmente la existencia del fenómeno, me siento tentado a darle la razón. Dice Perednik:

“Los poetas que empezaron a publicar unos años después de 1976, son casi todos (neo)barrocos. Por ejemplo, quienes en los años ‘70 continuaron las propuestas sesentistas, después de 1976 empezaron a proclamar su (neo)barroquismo. A los neorrománticos típicos las características, por ejemplo, que Severo Sarduy atribuye al neobarroco, les cuadran mejor que a muchos supuestos barrocos. Los poetas visuales y fonéticos son (neo)barrocos, los poetas metafísicos son (neo)barrocos a su manera y los poetas que escribieron a la ciudad o mirando el tango o el rock por aquella época supieron hacerlo (neo)barrocamente. […] Si se atraviesa un periodo predominantemente (neo)barroco, aquello que sirve para caracterizar a todas las partes, lo (neo)barroco, no sirve para diferenciar a una parte del resto. Dicho en otras palabras: si las características (neo)barrocas son comunes a tantos escritores con diversas actitudes poéticas es poco inteligente usarlas para diferenciar entre ellos a un conjunto de otros conjuntos, porque si en algo no se diferencian es precisamente en ser (neo)barrocos”.

En principio, el neobarroco parece ser el resultado de una gran mascarada. No obstante, aún siendo ese su origen, el fenómeno fue cobrando presencia, apariencia, corporalidad, víctimas y victimarios.

En el Río de la Plata, agregando más confusión en el asunto, como respuesta (meta o ultra) paródica ante la realidad impuesta de una era neobarroca, el poeta Néstor Perlongher bautizó como neobarroso su emprendimiento poético, el cual se posicionaba de manera irreverente (con los pies sobre el barro) en el lecho de eso que más de uno se empecinaba en identificar (con seriedad o burla) como poesía neobarroca latinoamericana. Es justo decir que el emprendimiento tuvo gran resonancia en su momento, a finales de los años ochenta, principios de los noventa, y que sus ecos aún perduran.

Condenados poetas

No es fácil aceptar una condena. Y los escritores latinoamericanos, de 1972 para adelante (quizás también para atrás), habrían sido condenados a la barroquicidad (el término es de Gonzalo Celorio). Una literatura paródica, hiperbólica, sensualista y un lenguaje artificioso, recargado de adjetivos y digresiones: tales parecen ser los signos que definen aquello que los otros –digamos: los europeos, los norteamericanos: potencias sociales, literarias, editoriales– esperaban (al menos hasta hace unos años) de la literatura que se escribe en el continente. No es fácil aceptar esa condena; si bien, a la vista de algunos resultados, parecería que los poetas latinoamericanos la hubiesen terminado por asumir: seamos neobarrocos, pues.

¿Por qué 1972? Ese fue el año en que Severo Sarduy publicó un ensayo que definió el asunto: “El barroco y el neobarroco”, tituló el poeta cubano a ese texto en el cual abordó asuntos estructurales propios de la retórica literaria al uso de los latinoamericanos. La noción de “neobarroco” había sido utilizada con anterioridad (propuesta por el brasilero Haroldo de Campos, en 1955). Pero quien logró imponerla fue Sarduy, atribuyéndola a distintos aspectos de la obra de autores dispares como José Lezama Lima, Alejo Carpentier, Mario Abreu, Joâo Guimarâes Rosa, Guillermo Cabrera Infante, Gabriel García Márquez, Julio Cortazar, Harolodo de Campos, entre otros.

En la obra de todos ellos, nos indica Sarduy, bastaría una lectura atenta para encontrar señales del cultivo de una retórica barroca. Una retórica caracterizada por el artificio (y sus figuras de sustitución, proliferación, condensación) y la parodia (y sus figuras de inter-textualidad, intra-textualidad). Una retórica destinada a complacer los juegos de un erotismo obsesivo; complacer una especulación incierta (“reflejo necesariamente pulverizado de un saber que sabe que ya no está apaciblemente cerrado sobre sí mismo”, dice Sarduy); complacer el rechazo del orden; y hasta complacer a la Revolución. Sí, la Revolución, que así, con mayúsculas, puesta al final del ensayo de Sarduy, no parece quedar exenta de la potencialidad paródica del barroco que se quiere definir:

“Barroco que en su acción de bascular, en su caída, en su lenguaje pinturero, a veces estridente, abigarrado y caótico, metaforiza la impugnación de la entidad logocéntrica que hasta entonces lo y nos estructuraba desde su lejanía y su autoridad; barroco que recusa toda instauración, que metaforiza al orden discutido, al dios juzgado, a la ley transgredida. Barroco de la Revolución”.

(Severo Sarduy, 1972: El barroco y el neobarroco. En: César Fernández Moreno (compilador): América Latina en su literatura. Ed. Siglo XXI, UNESCO, México, 1972)

No me extenderé sobre lo que significa el barroco y el neobarroco. José Kozer expone el punto cuando traza un mapa de la poesía latinoamericana actual distinguiendo dos líneas: una línea de geometría fina y recta, de expresión coloquial (coloquialismo, poesía conversacional); otra línea de geometría espesa y prismática, “curvilínea, de expresión turbulenta y densa” (neobarroca). Por su parte, Raúl Romero hace una buena síntesis sobre los distintos puntos de vista que se aplicaron a definir las categorías crítico-literarias del barroco y el neobarroco. Remito a los interesados a esos dos textos. Y si bien no termino de entender qué es el neobarroco, y creo que nadie termina de explicarlo con claridad, existe un cierto consenso en que, a partir de mediados de los setenta, esa tendencia habría conquistado la hegemonía en la poesía latinoamericana (una poesía cada vez más escrita para ser leída por poetas).

Ante esa perspectiva, me interesa destacar lo irreal que resulta suponer la firmeza de una hegemonía neobarroca en la poesía latinoamericana actual, donde, a mi entender, prima un permanente tránsito entre poéticas (barrocas, clásicas, románticas, realistas, surrealistas, experimentalistas, etc.) y una fusión de las mismas: un híbrido, que a menudo cuaja en la obra de distintos poetas, dando a luz resultados de gran intensidad.


La agotad(or)a disputa entre lo barroco y lo coloquial

De todos modos, hay un sentido en el que sí podemos reconocer la influencia del neobarroco: esta tendencia ha incidido sobre las poéticas posmodernas y posvanguardistas a partir de la polarización del debate sobre el sentido (o el sinsentido) de cualquier elaboración poética. Volviendo a las proposiciones que elabora Perednik sobre el neobarroco, hay que concederle que: “No hay acuerdo sobre qué pueda significar esto: y no obstante tampoco hay desacuerdo. O mejor hay un acuerdo tácito –el síntoma– de que no debe haber acuerdos ni desacuerdos”.

Discrepando explícitamente con esa perspectiva, aunque coincidiendo de manera implícita, en una entrevista que Roberto Mascaró realiza con Roberto Echevarren, cuando se aborda el fenómeno de la poesía neobarroca, este último sostiene:

“Yo no tengo por qué aceptar una etiqueta o la otra para referirme a una constelación de poetas o libros que a mi entender son lo más interesante de los últimos años […] trato de describir rasgos de esta poesía nueva: cierto interés en la complejidad sintáctica, en el desconcierto que puede causar en el lector; la falta de un sentido del fin del poema (aquí pongo como ejemplo las Soledades de Góngora); la confrontación a algo que en el siglo XVIII se llamaba lo sublime a partir del falso Longino; el tocar el límite de lo soportable; el conflicto de facultades (Kant); el dolor provechoso; el frisson du nouveau (Baudelaire); el sacudimiento de lo que nos aterra (Poe); la experiencia que nos sacude porque nos confronta con un esperpento de la muerte: ya sea en el naufragio kantiano, el descenso al Maelstrom de Poe, el esperpento de Valle-Inclán”.

Echavarren culmina esa entrevista reivindicando “una pulverización” de las categorías del sujeto (el yo poético) y de la identidad natural o cultural, a favor de “una idea móvil, estratégica y táctica, de guerrilla, de guerra de estilos”. En última instancia, más allá de las conjugaciones condicionales y los indeseables procesos de etiquetado, eso que ha sido presentado como poesía neobarroca –cuya muestra mejor articulada se encontraría en el libro Medusario, donde Echavarren comparte la labor compiladora con José Kozer y Jacobo Sefamí–, parece haber trazado una pauta poética y haber delimitado una tendencia estilística, básicamente, en función de una fuerte polarización respecto del coloquialismo.

Me atrevo a afirmar que en esta oposición, el triunfo neobarroco –su conquista de posiciones hegemónicas en relación al canon–, podría haber sido una derrota. En la actualidad, cuando el coloquialismo vuelve por sus fueros (si bien, en el presente, teñido o desteñido por un cierto aire “cloacal”, asentando su discurso sobre la disconformidad que se vive a flor de piel respecto de las terribles realidades sociales y políticas del continente, conquistando en el camino la vocación de los novísimos poetas), la tendencia poética neobarroca podría considerarse en franco declive. Pero entonces, aunque resulte paradójico, cuando se produce ese virtual repliegue de la poesía neobarroca, apreciamos que ésta ha dejado en su oponente las marcas de su anterior triunfo: el neobarroco ha transferido ciertos valores estéticos a su rival neocoloquial.

La poesía neocoloquial, si así aceptáramos catalogarla, sensible ante el deterioro cultural en el que han sido ancladas nuestras sociedades, no parece haber logrado diferenciar y desmarcar sus propuestas poéticas de ese clima de deja vu y todo vale característico de la época de predominio de la poesía neobarroca. Al asumir las voces de la pobreza, la exclusión social, la marginación, esta nueva tendencia poética vuelve a proyectar patrones típicamente neobarrocos: artificialidad, fabulación, proliferación, condensación, parodia, inter y trans-textualidad, erotismo exasperado, banalidad, gratuidad de la violencia, etc.

De este modo –derrotadas en el triunfo, triunfantes en la derrota, sin ser aún diferenciadas con claridad– las poéticas neobarrocas se entrecruzan con las poéticas neocoloquiales hibridando sus resultados. He ahí, entonces, la barroquialidad.


Caminos, bifurcaciones, encuentros y desencuentros

Arturo Carrera, es un poeta argentino (nacido en Buenos Aires, en 1948) cuya obra ha tenido un fuerte destaque en los últimos años. Fue al repasar su obra que se me ocurrió pensar el título de esta columna (y también una gran parte de su contenido).

En su momento, este poeta fue presentado como perteneciendo a la tendencia neobarroca. De hecho, integró la muestra del libro Medusario. En la actualidad, alejándose de esa identificación, Carrera se ha desplazado hacia posiciones más conciliatorias con el coloquialismo rioplatense. En uno y otro puesto, o en el cruce de ambos, la valía de su obra no deja de ser reconocida por las generaciones más jóvenes de poetas argentinos. Puede pensarse que ello se deba al acercamiento que Carrera tuvo con los nuevos poetas a partir de su rol como compilador de la antología Monstruos, algo que no le restaría ningún mérito. Leer la poesía de Carrera, contextualizándola en su discurrir entre tendencias dispares (barroca / coloquial) y dosificándola de acuerdo con la necesidad de pensar la actualidad, no deja de ser una grata experiencia.

Es cierto que muchos otros poetas latinoamericanos podrían mostrar trayectorias similares y logros tanto o más válidos que los obtenidos por Arturo Carrera. Si lo destaco a él, es porque entiendo, bien o mal, que representa un estado actual de la poesía latinoamericana.

Claro que, y esto es absolutamente subjetivo, después de transitar por las distintas gamas de lo que aquí se presentó como poesía barroquialista, uno siente un peculiar alivio leyendo poemas escritos en el marco de otras tendencias, también actuales. Tendencias que quizás son mucho menos preponderantes que la neobarroca o la neocoloquial, pero que, distantes de éstas, han dado resultados gratos, como los aforemas del venezolano Juan Calzadilla o los poemas frugálicos del uruguayo Hebert Abimorad:

el camino es largo

te ofrezco la bifurcación

que se pierde

para llegar a ti

pero tu silencio

también es largo

entonces vuelvo al camino principal

y no te encuentro

(_Destino X_, en: Poemas Frugálicos, Hebert Abimorad, 2004)

Sí; al tomar distancia de la barroquialidad uno siente como el alivio de quien abandona las grandes carreteras y se introduce, para descansar un rato, solo un rato, en un camino despejado que lo conduce a un paraje no frecuentado por el público. América Latina, aún hoy, ofrece esos lugares, esos silencios, esas bifurcaciones y estos desencuentros.

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