sábado, 25 de diciembre de 2010

AMÉRICA BARROCA: DE LEZAMA A SARDUY - Socorro Giménez

En la noche, en el crepúsculo de espeso follaje sombrío,

llega con su mulo, que aviva con nuevas chispas

la piedra hispánica con la plata americana,

llega como el espíritu del mal, que conducido por el ángel,

obra en la gracia.

Lezama Lima, La curiosidad barroca.

El comienzo de América fue barroco. Y el Barroco en América, un comienzo. Para 1957, cuando José Lezama Lima daba las cinco conferencias que luego serían publicadas en el volumen titulado La expresión americana, la segunda mitad del siglo XIX y la primera del XX habían dado una gran cantidad de ensayos en torno al problema de la identidad cultural americana que, habiendo pasado por románticas contraposiciones (civilización-barbarie) y diagnósticos positivistas, desembocó en la noción de mestizaje como el signo cultural propio de América. Para la generación de Reyes, Picón Salas, Carpentier o Uslar Pietri, la asunción de la heterogeneidad como condición permitía señalar la peculiaridad americana frente a un más homogéneo Estados Unidos y a los particularismos etnocentristas europeos.

Lezama no estaba interesado en la búsqueda de un ser, esencia u origen del hombre americano. Su ensayística se dirigía a construir una “fábula intertextual” que “compendia el devenir americano como una era imaginaria que suma y transforma fragmentos de otros imaginarios” (1), un devenir producido por el diálogo que el crítico establece entre textos americanos y de otras culturas, en una historia asimilada a la ficción.

Entre los personajes que Lezama crea para relatar el devenir americano, el Señor Barroco es claro protagonista. Después del Renacimiento, dice Lezama, “la historia de España pasó a América”. El escritor cubano se distancia tanto de una interpretación que, durante el siglo XIX, tomaba el Barroco como divertimento y aludía mediante este término casi exclusivamente a un estilo “excesivo, rizado, formalista, carente de esencias verdaderas y profundas y de riego fertilizante”, como de su valoración en el siglo XX, cuando comenzó a considerarse una manifestación estilista enormemente amplia que abarcaba desde los Ejercicios espirituales de San Ignacio de Loyola, la pintura de Rembrandt y el Greco, la ética de Spinoza, las fiestas de Rubens y la fuga bachiana, hasta la matemática de Leibniz. Frente a esta dispersión y saturación de las interpretaciones estéticas de los 50 –que posiblemente desencadenaron los estudios pioneros de Heinrich Wolfflin– y a aquella caracterización primera, demasiado general, el cubano destaca dos rasgos fundamentales, modalidades del barroco europeo: “acumulación sin tensión” y “asimetría sin plutonismo”. Así, para Lezama, los pares de antítesis que según Wölfflin diferencian el arte lineal clásico del arte barroco (superficialidad-profundidad; complejidad-densidad; unidad-multiplicidad; claridadoscuridad) quedan resumidos en los conceptos de “acumulación” y “asimetría". Por su parte, “tensión” y “plutonismo” sirven para caracterizar las marcas formales e (2) ideológicas propiciadas por el fenómeno de la colonización, por lo que quedan reservadas para el barroco americano:

“Nuestra apreciación del barroco americano estará destinada a precisar: Primero, hay una tensión en el barroco; segundo, un plutonismo, fuego originario que rompe los fragmentos y los unifica; tercero, no es un estilo degenerescente, sino plenario, que en España y en la América española representa adquisiciones de lenguaje, tal vez únicas en el mundo, muebles para la vivienda, formas de vida y de curiosidad, misticismo que se ciñe a nuevos módulos para la plegaria, maneras del saboreo y del tratamiento de los manjares, que exhalan un vivir completo, refinado y misterioso, teocrático y ensimismado, errante en la forma y arraigadísimo en sus esencias.”

Podríamos agregar una cuarta precisión, característica fundamental del barroco lezamiano. Si ya en El barroco: arte de la Contrarreforma (1942), Weisbach había introducido un elemento ético, religioso, sociológico y político para el barroco americano señalando la utilización didáctica que la Iglesia había hecho de las artes plásticas para sus propósitos contrarreformistas, Lezama adapta esa tesis a sus propósitos particulares, cuando caracteriza de modo fundamental el arte barroco como “arte de la contraconquista”, que en la forma de apropiación de la estética del colonizador lleva implícita una rebelión del colonizado.

El Señor Barroco se expande así en todos sus dominios:

“Si contemplamos el interior de una iglesia de Juli, o una de las portadas de la catedral de Puno, ambas en el Perú, nos damos cuenta que hay allí una tensión (…) percibimos que el esfuerzo por alcanzar una forma unitiva, sufre una tensión, un impulso si no de verticalidad como en el gótico, sí un impulso volcado hacia la forma en busca de la finalidad de su símbolo. (3)

O en la Capilla del Rosario en Puebla, donde Como si en medio de esa naturaleza que se regala, de esa absorción del bosque por la contenciosa piedra, de esa naturaleza que parece rebelarse y volver por sus fueros, el señor barroco quisiera poner un poco de orden pero sin rechazo, una imposible victoria donde todos los vencidos pudieran mantener las exigencias de su orgullo y de su despilfarro. (4)

Pero además de esa tensión puede observarse un plutonismo “que quema los fragmentos y los empuja ya metamorfoseados hacia su final” cuando, en los trabajos del indio Kondori (“en cuyo fuego originario tanto podría encontrar el banal orgullo de los arquitectos contemporáneos”), se observa la introducción de las indiátides, figuras indias que guardan las puertas de las iglesias a modo de cariátides. (5)

Lezama sitúa el barroco americano a finales del siglo XVII y a lo largo del XVIII. Un barroco que, “amistoso de la Ilustración”, apoyándose en el cientificismo cartesiano, en ocasiones lo antecede. Muestras de ello son para Lezama la poética de Sor Juana o la de Carlos de Sigüenza y Góngora, señor barroco arquetípico quien, según el cubano “une la más florida pompa del verbo culto y el más cuidadoso espíritu científico” y representa un ideal de vida espléndido que contrasta con la miserable vida de su tío Don Luis en Madrid (6). La propia obra de Luis de Góngora –hito barroco por excelencia– se ve mejor acogida en América que en España, afirma Lezama, a través de la del colombiano Hernando Domínguez Camargo, donde el gongorismo reaparece como “una apetencia de frenesí innovador” por lograr dentro del canon gongorino “un exceso aún más excesivo que los de Don Luis”, y por tanto fiel a sus intenciones de vida y poesía.

Otro ejemplo de que el barroco ha encontrado en América el territorio idóneo para su expansión y enriquecimiento lo prueba, también, la escultura y talla del brasileño Antonio Francisco Lisboa “Aleijadinho”, hijo de una esclava negra y un arquitecto portugués. De él dice Lezama:

“He ahí la prueba más decisiva, cuando un esforzado de la forma, recibe un estilo de una gran tradición, y lejos de amenguarlo, lo devuelve acrecido, es un símbolo de que ese país ha alcanzado su forma en el arte de la ciudad. Es la gesta que en el siglo siguiente al Aleijadinho, va a realizar José Martí.” (7)

Mucho se ha ocupado la filosofía latinoamericana de su propia definición, y existe gran cantidad de literatura acerca de la legitimidad filosófica del pensamiento latinoamericano. Buena parte de ésta se ha dirigido a contestar la idea de que las producciones culturales americanas no pasan de ser “malas copias” de las europeas. (8)

Si las caracterizaciones lezamianas del arte barroco americano pueden parecer algo caprichosas, nos son útiles sin embargo para mostrar el interés de Lezama por la peculiar reconversión de una herencia en América, reconversión que atañe tanto a las descripciones de América como a las del Barroco. Desde el lugar en que son emplazados a dar cuenta de sus rasgos diferenciales –la una como cultura y el otro como estilo–, ambos parecen dar una respuesta común: no se trata de originalidades ni de esencias, sino de nuevas modalidades, nuevos desbordamientos, nuevos excesos creativos que se resisten a delimitaciones de contornos firmes.

Ensayos generales sobre el Barroco (1987), recopila una serie de escritos de Severo Sarduy –otro cubano– sobre algunos de los temas centrales del Barroco. Fueron escritos entre 1969 y 1982, y acusan ya la influencia del estructuralismo y, en general, la lectura de los contemporáneos franceses. Pero también la de Lezama, a quien Sarduy rinde un espléndido homenaje en la segunda parte de “Escrito sobre un cuerpo”, el último de los ensayos que aparecen en el volumen, pero el que fue más tempranamente escrito. (9)

En estos ensayos, la crítica del signo da lugar a una reflexión sobre el estatuto mismo de la representación, que parte de una puesta en cuestión de la idea de mimesis. Así, cuando se refiere a Góngora, el cubano destaca el papel de la metáfora para subrayar cómo la poética barroca amplía la brecha entre significante y significado; de Lezama recoge las figuras donde la imagen se apodera de lo real funcionando como un espejo que la duplica y la devora para suplantarla; analiza textos de Carlos Fuentes y José Donoso para hablar sobre la figura del travestido. El recorrido de “Escrito sobre un cuerpo” atiende así fundamentalmente al problema del doble para realizar una crítica del realismo, y sitúa así a Sarduy en la dirección de la problemática del Barroco. Como afirma Gustavo Guerrero en su reseña crítica de los ensayos, El encuentro era inevitable. Más allá de la influencia de Góngora y de Lezama Lima, lo propicia una perspectiva idónea y el hecho indiscutible de que ningún otro período se ha entregado con tanta vehemencia al examen de la ficción y al espectáculo del diálogo entre lo real y lo representado. (10)

Así, Sarduy no aborda ya el Barroco como su predecesor, todavía en parte preocupado por caracterizar los rasgos formales que considera más representativos de un estilo o de una época, ni busca sus rasgos diferenciales en América que le otorguen legítima originalidad frente a la persistente sombra de su estigma de “mala copia”. En sus ensayos, el cubano-francés se inclina más bien por el análisis de lo que podríamos llamar lo barroco, entendido como una serie de manifestaciones que señalarían una revolución en el modo de aproximarse a lo visible y a lo invisible, una nueva cosmología.

El cosmos de Galileo representa, para Sarduy, una visión naturalizada de lo real, todavía afincada en la física aristotélica: es circular, armónico y estable. El Barroco empuja, con Kepler, hacia la elipse desestabilizadora que lo descentra, o que duplica su centro, y sus juegos más característicos se alejan de lo “natural” para celebrar el “artificio”: figuras retóricas, anamorfosis, trompe l’oeil, ciudades descentradas, no son sino “retombées” de la cosmología kepleriana, ecos de un modelo científico del mundo en su producción simbólica, formas de lo imaginario correspondientes a una nueva episteme donde un punto en el espacio ha pasado a ser punto de vista en que el espacio se incluye. (11)

Más radicalmente, Sarduy ensaya el Barroco como Neobarroco, lo caracteriza como modo de pensamiento donde la propia distinción natural-artificial tiende a desaparecer, o, mejor, donde por medio del artificio lingüístico, por ejemplo –la metáfora–, se pone de manifiesto la fragilidad de la noción de lenguaje primero o literal; donde por medio del artificio visual –la anamorfosis, el trompe l’oeil– la visión privilegiada de un objeto en su pura facticidad o desde un punto de vista absoluto se denuncia como imposible. En el extremo, lo que el Barroco pone en juego es el simulacro como artefacto que aniquila el criterio para distinguir originales de copias, y también, por tanto, “malas” de “buenas” copias, enseñando sus propios mecanismos de producción y ejerciendo así su propia crítica.

El mestizaje es hoy el signo de los tiempos y no es, evidentemente, rasgo privativo de América. Los debates reanudados en Europa en torno a la identidad de las culturas y la vigencia de nociones como la de “memoria histórica”, o “hecho diferencial” lo ponen de manifiesto de maneras a veces francamente cuestionables, y quizá algunos de los debates de los comienzos de la filosofía latinoamericana todavía tengan algo que enseñar al respecto.

En aquel comienzo americano –que no en su origen, perdido para y desde siempre– de ciudades con dos centros (yuxtapuestos, superpuestos, iglesia sobre templo, virgenmontaña, indiocariátide), lo barroco brilla con fuerza inusitada, una fuerza que revela allí de modo privilegiado su carácter: “imposible victoria donde todos los vencidos mantienen las exigencias de su orgullo y de su despilfarro”, arte y pensamiento de la contraconquista, vuelto sobre sí, heredero, y rebelde frente a su herencia.

Barcelona, octubre de 2006.

Notas

(1) Cf. Irlemar Chiampi, “La historia tejida por la imagen”. Introducción a La expresión americana, de Lezama Lima. México, Fondo de Cultura Económica, 1993, p. 21.

(2) José Lezama Lima. “La curiosidad barroca”. En: La expresión americana. Ed. cit., p.80.

(3) Lezama Lima, Op.cit., p. 82-83.

(4) Lezama Lima, Op.cit., p.83.

(5) A la figura del legendario indio Kondori se atribuye la portada de San Lorenzo de Potosí, en Bolivia, labrada entre 1728 y 1744. Las indiátides han sido consideradas como la culminación del arte hispanoamericano colonial en el estilo andino-mestizo.

(6) Lezama Lima, Op cit., p. 84-89.

(7) Lezama Lima, Op. cit., p.104-105.

(8) El mexicano Leopoldo Zea ha sido uno de los principales autores ocupados en contestar esta idea.

(9) Severo Sarduy. Ensayos Generales sobre el Barroco. Fondo de Cultura Económica. Buenos Aires, 1987.

(10) Gustavo Guerrero. “Ensayos generales sobre el Barroco”. En: Letras Libres, Febrero 1989.

(11) Cf. Gilles Deleuze, El pliegue. Leibniz y el Barroco. Barcelona, Paidós, 1989. Trad.

José Vázquez y Umbetina Larraceleta.

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