Hay ocasiones en que la
escritura, en su pulsión proliferante, vuélvese sobre la letra como animal
sintáctico, voluptuoso y desmesurado y pareciera que desbordara el texto
provocando en la página un cúmulo de tensiones que un ojo austero difícilmente
podría descifrar. Y probablemente el hecho de descifrar sea precisamente el
problema, un gesto inadecuado, fuera de lugar (si es que el ojo pueda hacerse
de un lugar) pues esta especie de escritura parece resistirse al acabamiento, a
esa estructura sacerdotal sicoanalítica (la enfermedad de la “interpretosis”
contra la que emprenderá Deleuze) que pretende hacer del texto un algo legible,
otorgándole significado de manera directa y haciendo del lenguaje, en última
instancia, vehículo del sentido.
Esta especie de escritura, de la
que he hecho una consciente digresión, es la que Severo Sarduy en su ensayo “El
Barroco y el Neobarroco” denomina barroca, o más precisamente neobarroca, en
tanto ésta “refleja estructuralmente la inarmonía, la ruptura de la
homogeneidad, del logos en tanto que absoluto” [1] y donde el lenguaje
modificará sustancialmente su fisonomía para hacer entrar en juego toda una
constelación de signos que siempre están intentando llegar a puerto, pero que
indefectiblemente, no lo consiguen. Porque lo que cobra importancia no es el
destino del signo, lo que significa este, sino mas bien su trayecto, el
incesante desplazamiento de la letra hacia un objeto que en la naturaleza
constituyente de la escritura neobarroca está perdido. El lenguaje se
artificializa, se hace extravagante y las palabras serpentean dentro de su
propio cuerpo, como una especie de oda al recoveco, al pliegue y también a lo
desmesurado. No se trata de un despliegue de la vocal, como si las palabras se
dilataran por la hoja intentando llenar los intersticios del lenguaje como una
especie de combate contra el silencio, sino de un repliegue de ésta, hacia
dentro, siempre ensanchándose, como un tumor que se expande por la anatomía del
signo. De esta manera, uno de los mecanismos fundamentales de artificialización
de esta escritura, según Severo Sarduy, es el de la proliferación, que consiste
en obliterar el significante de un determinado significado, pero no para
reemplazarlo por otro, sino por otros, es decir una cadena de significantes que
va progresando metonímicamente trazando una órbita alrededor del significante
ausente. Ya no se trata entonces de interpretar un estado de cosas, no se trata
de establecer ni las fronteras del objeto que se designa, ni mucho menos su
significado. Éste ha perdido su preponderancia dentro de la constelación
sígnica deslizándose silenciosamente bajo el significante. Aparece como un
fantasma dentro de esta cadena infinita de los cuerpos vocales volviendo el
contenido no algo definido, sino muy por el contrario, algo sugerido
vagamente, tan abstracto como si
dijéramos el corazón de una conciencia que surca el universo.
Al mismo tiempo, un cierto aire
de insuficiencia y de incertidumbre marcará el ritmo intrínseco del que está
dotado el significante. No se conformará jamás con su propia proliferación, tal
como la voz no se cansará de hacer temblar la garganta, como una especie de
aullido que surge desde el cuerpo pero que no alcanza la vocal, que la posterga
haciéndola infinita. Así, el lenguaje su vuelve sobre sí mismo en una búsqueda
en que el objeto se transforma en objeto de deseo, abriendo sentidos, cerrando
otros pero siempre- paradójicamente- alimentado por un hambre que no puede
saciarse. Deseo y no placer, en tanto la pesquisa infatigable sobre una carta
para que llegue a destino pero que no se consigue, postergando infinitamente el
goce. Se dispersa el objeto, huye por los recovecos de nuestra propia letra,
entre los intersticios del significante, obliterado de antemano y reemplazado
por una cadena de más significantes.
Pero también lo contrario: placer
y no deseo, en tanto el ejercicio coreográfico de la garganta que se regocija a
la hora de proliferar y de producir significantes, y que no cesa de constituir
otro ritmo, otro régimen, un régimen creador. Reveladores son, en este sentido,
los versos del poeta argentino Arturo Carrera que en su libro “La partera
canta” hace de la voz cuerpo, del lenguaje goce; como si la letra hiciera de
esperma del código creador y codiciante: “Hélices me volcaban sobre la escarcha
del espejo; gestos nuevos me derramaban como hirviente leche. Yo ya era el
código codiciante. Yo el juguete lingüístico; el biberón publicitario: “A la
vida, échele más leche” [2].
[1] Sarduy, Severo, “El barroco y
el neobarroco” en C. Fernández Moreno: América Latina en su literatura, Siglo
XXI, México D.F., 1972. p.183
[2] Carrera, Arturo. La partera
canta, Sudamericana, Buenos Aires, 1982. p. 25
Hermos trabajo. Punto, coma, lineas...........De verdad hermoso.
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