“Inundación será la de mi canto” Francisco de Quevedo
“Las alegorías son en el reino del pensamiento lo que las ruinas en el
reino de las cosas. De ahí el culto barroco a las ruinas.” Walter Benjamin.
“Estoy vestido de barroquismo”
Jacques
“Me parece que el laboratorio del futuro
está en América Latina, y que es
ahí
donde se debe tratar de pensar
y experimentar”
Félix Guattari
De la colonización de los
imaginarios a la era posaurática: la disrupción barroca
1. Accidentalismo, diferencia,
y el mito del origen
Como es sabido, los intentos por
explicar etimológicamente el término barroco han coincidido en derivar su
significado de una doble vertiente: la que recupera en la palabra barroco el
nombre asignado a una de las formas de la argumentación (el silogismo barroco
como el prototipo de raciocinio escolástico formalista y absurdo (Corominas
88)), y la vertiente que, con el mismo término, remite a una deformidad, a un
deseo inacabado. Como introducción alegorizante para una caracterización del
Barroco americano, podríamos condensar esta dualidad en la siguiente imagen,
siempre evocada:
Una partícula extraña al cuerpo
del molusco se inserta en su sustancia corporal, y va siendo rodeada lentamente
por capas de nácar que van dando lugar al nacimiento de una perla. Sin embargo,
si en el proceso de su conformación esa joya emergente choca contra
irregularidades en las paredes musculares de la ostra, su pulsión de
circularidad se trastorna. Imperfecta, patológica, esa perla deforme evoca una
esfericidad nunca lograda: su cuerpo levemente monstruoso se afirma así en la
nostalgia de la totalidad y de la perfección. La perla barroca, barrueca, es un
ser melancólico, transubstanciado, impuro, saturado de materia, excedido. Es hibridez
y palimpsesto, una deformación nacida de la transgresión de sus límites, que
resulta de la defensa ejercida por el cuerpo que recibe el desafío de la
heterogeneidad. Producto de juegos de absorción y resistencia, la perla barroca
combina, en su proceso, la norma y su excepción. Es el producto apropiado, desterritorializado,
por la cultura, que la arranca de su medio natural y la transforma en mercancía
suntuaria que pasa a integrar, en su doble carácter real y simbólico, los
imaginarios y los espacios de intercambio social de las elites.
Tanto la acepción silogística
como la que remite a la perla imperfecta incluyen el detonador ineludible de la
problematicidad y el conflicto: la racionalidad contundente y, sin embargo, no
totalmente alcanzada, vanamente hiperbólica; la lógica de una existencia formal
que evoca justamente aquello que “le falta,” que se abisma en sus límites, que
explora sus fronteras.
Me interesa rescatar, desde esta
digresión etimológica inicial, lo que podríamos llamar la lógica de la
disrupción barroca, es decir, su operatividad epistemológica con respecto a los
discursos que acompañaron la entrada de América Latina a las sucesivas
instancias de una modernidad globalizada. Esto implica, en primer lugar,
hacerse cargo de la paradoja constitutiva de la estética barroca: la que la
señala como uno de los principales dispositivos transculturadores del
colonialismo español en América, y al mismo tiempo reconoce en ella uno de los
ejes fundacionales en el proceso de construcción de identidades culturales
diferenciadas en territorios de ultramar. Poder y resistencia, identidad y
diferencia, saturación racionalista y extravagancia sensorial se articulan así,
desde el comienzo, en el registro sobrecodificado de la estética barroca,
impuesta en territorios americanos como instrumento de dominación y
colonización de los imaginarios coloniales. En segundo lugar, mi indagación
supone el relevamiento de las
transformaciones ideológicas, históricas y culturales del paradigma barroco,
que se prolonga a través de continuidades y rupturas desde los enclaves humanísticos del período
virreinal hasta la que podríamos llamar
la era posaurática, posmoderna, poscolonial, que correspondería al asentamiento
del ultrabarroco.
En este sentido, deseo proponer
la lectura del barroco como reproductibilidad alegorizante de las luchas de
poder que son inherentes al proceso de inserción del mundo americano en el
contexto del occidentalismo. En otra parte me he referido a los procesos de
apropiación del código barroco en las colonias y a su funcionalidad con
respecto a los procesos de emergencia de la conciencia criolla. En ese análisis
me detenía principalmente en la manera
en que el Barroco, que es introducido en América con el sentido propagandístico, masivo y popular
que José Antonio Maravall analizara en su momento para el caso de España, es
sin embargo cooptado por la agenda criolla. En efecto, del mismo modo en que
los materiales de construcción y los climas de América imponen al Barroco
arquitectónico líneas, colores y estructuras ajenas a los modelos europeos, los
residuos de culturas prehispánicas colonizan los espacios visuales y
lingüísticos del Barroco metropolitano con imágenes, vocablos y mensajes que
trascienden y refuncionalizan las regulaciones canónicas. El Barroco de Indias
implementa entonces, más que la
mímesis, la mímica de los imaginarios hegemónicos.
La adopción del Barroco no es,
así, en América, sólo un momento de apropiación o de reciclamiento de la
estética imperial, sino un proceso de canibalización en el que la mercancía
simbólica suntuaria del poder dominante se vuelve anomalía barrueca, perla
deforme, en su contacto con el cuerpo social que la recibe. Lo anómalo o
monstruoso es la marca de una diferencia americana que se resiste a la
perfección de la esfera, y que incluso rebate la universalidad de su valor
estético reivindicando en su lugar la singularidad y la contingencia. El
“accidentalismo” americano se opone así al “occidentalismo” modernizador y europeizante, y lo revierte.
El genio prodigioso de Sor Juana la convierte en un ser que debe travestirse
para sobrevivir (me obligaron a malear la letra porque decían que parecía letra
de hombre, dice en la llamada “Carta de Monterrey” (de la Cruz, Sor Juana I.
17). La joroba de Juan Ruiz de Alarcón visualiza su identidad híbrida,
impactada por la
desterritorialización. La marca
morada que singulariza a Juan de Espinosa Medrano, El Lunarejo, subraya desde
el rostro mestizo la anomalía de sus sermones pronunciados en quechua desde el
púlpito cuzqueño y el valor disruptivo de sus reclamos sobre el relegamiento
del letrado criollo, que acompañan a su brillante lectura de la estética gongorina. Estas marcas
simbólicas de la diferencia americana –a
las que la crítica ha conferido una importancia icónica entendiéndolas como
signos de una socialización conflictiva– apuntan a la idea de la comprensión de
lo americano como espacio de contactos contaminantes y transformadores, donde
las lógicas culturales del dominador adquieren nuevo signo al ser reformuladas
desde –y a pesar de– las posiciones de subalternidad y marginalización
impuestas por el colonialismo. La “deformación” del Barroco americano –su
a-normalidad, su anamorfismo, su monstruosidad– es, así, mostración (“[in the
Baroque] the monster—dice González Echevarría—is essentially a visual entity:
monster, ‘mostrar’, demonstrate” [Celestina’s Brood 157]). El performance
cultural del Barroco consiste en el despliegue teatralizado de la diferencia.
El letrado criollo es el protagonista y mediador de esa diferencialidad que
deriva de las prácticas del colonialismo y dentro de la artificialidad barroca
puede ser visto, él mismo, como un sujeto anómalo: “The creole lives in a world
of art in which he is the artifact par excellence. That is his oddity. He is a trope incarnate.”
(González Echevarría, Celestina’s Brood 165)
De esta manera, un arte que, como
el Barroco, se exporta desde la metrópolis como dispositivo de homogeneización
acorde con los planes unificadores de la España imperial, Un dios, un rey, una
lengua, resulta en su actualización colonial un producto híbrido, replegado
sobre la heterogeneidad que busca reducir, desplegado desde los parámetros de
la “alta” cultura hacia los horizontes populares de la diferencia y el
abigarramiento americanos. Sin el reconocimiento de esta agencia a partir de la
cual el sujeto colonial apela no ya a la re-producción de los protocolos imperiales sino sobre todo a la producción
–proactiva– de una performatividad que
extrema esos modelos en el proceso de su reconversión, es imposible advertir el
sentido contracultural, mímico y reivindicativo que adquieren las apropiaciones
del código barroco en las colonias. Consecuentemente, sin el reconocimiento de
esa agencia cultural y política, será también imposible evaluar a cabalidad
esta instancia fundacional del proceso de formación identitaria, en sí misma y
en relación con el desarrollo de la cultura latinoamericana en siglos
posteriores.
En sus formulaciones
latinoamericanas, la estética barroca parece replantear de múltiples maneras el
mito del origen y los diálogos que entabla el sujeto americano con las diversas
instancias del desarrollo histórico continental. Podemos preguntarnos, en
efecto: ¿dónde empieza la conciencia de América? ¿dónde situar las vertientes
que alimentan la máquina de producción de significados que la modernidad pone
en marcha para legitimar los legados del colonialismo y domesticar sus
resistencias: en las culturas prehispánicas o en el descubrimiento, en la
tradición clásica y posrenacentista, en el pensamiento de la Contrarreforma, en
la emancipación y surgimiento de las culturas nacionales, o bajo los efectos del pensamiento ilustrado y
la modernidad burguesa y liberal? ¿Qué contenidos incorpora y qué contenidos
desplaza la subjetividad poscolonial en
los procesos de (auto) reconocimiento social? ¿Qué vertientes culturales
articula y en qué orden de jerarquización?. Pero, sobre todo, ¿cómo hablan en
los imaginarios de las distintas modernidades latinoamericanas las voces que no
encuentran representación en los
discursos del poder? Y en esa simbiosis significativa, ¿cómo juega la
condición neocolonial de América Latina
en cuanto a la incorporación de imaginarios que remiten a la violencia
originaria de la conquista y a la dominación europeísta en escenarios
transnacionales? Finalmente, ¿de qué modo y en qué grado hace parte la estética
barroca de proyectos emancipatorios a nivel continental? ¿Cómo se articula el
modelo barroco a las agendas de género, al
pensamiento antiautoritario y redemocratizador, a la reivindicación de
los márgenes? ¿Cómo se incorporan las variantes históricas y la
circunstancialidad político-cultural en experiencias representacionales en las
que, a pesar de la diversidad cultural y la diacronía histórica, el Barroco permanece como un
constante foco referencial de la subjetividad poscolonial, como el principio
constructor que rige los comportamientos y objetivos sociales que en medio de
su heterogeneidad muestran una co-pertenencia entre sí, un parentesco difuso
pero inconfundible (Echeverría, Modernidad, mestizaje cultural 14)?
Para Octavio Paz, el Barroco,
estilo transgresor de las formas renacentistas y paradójico por naturaleza, se
sitúa en los orígenes de la expresividad americana porque se asimila desde la
colonia a la “ansiedad existencial” del criollo. Según Paz, “hubo una profunda
correspondencia psicológica y espiritual entre la sensibilidad criolla y el
estilo barroco. Era el estilo que necesitaban [los criollos], el único que
podía expresar su contradictoria
naturaleza.” (26) Para Carlos Fuentes, por su parte, el Barroco es también
ineludible, aunque por distintas razones: porque provee la posibilidad de
enmascarar el rostro y de expresar identidades ambiguas, atrapadas por la
dominación imperial, que a través del Barroco se cobijan en un “arte de la
abundancia basado en la necesidad y el deseo; un arte de proliferaciones
fundado en la inseguridad, [que va] llenando rápidamente todos los vacíos de
nuestra historia personal y social.” “El Barroco es un arte de desplazamientos
–agrega— semejante a un espejo en el que constantemente podemos ver nuestra
identidad mutante.” (206) El Barroco es la mirada que se observa a sí misma y
se descubre otra, en el proceso de esa mostración originaria, que revela las
primeras instancias de cristalización identitaria.
Ahondando en esta misma dirección
genealógica, que ha guiado buena parte de los estudios sobre el Barroco, Carlos
Rincón advierte, en algunos casos, el intento por encontrar en esta estética
consagrada, raíces que puedan prestigiar y autentificar desarrollos culturales
posteriores en América Latina. Así, según algunos (Pedro Henríquez Ureña, Luis
Alberto Sánchez) el Barroco sería un antecedente histórico de la narrativa
latinoamericana moderna. Las reincidencias del Barroco son leídas, entonces,
como recurrencias transhistóricas. En
otros casos (José Lezama Lima, Alejo Carpentier), la tradición barroca permite
entender la historia cultural de América Latina de un modo más global e
integrado, superando los modelos restrictivos de identidad, cultura, o canon
literario nacional (el Barroco es interpretado, en estas ocasiones, como
fenómeno americano, o sea en su carácter de modelo transnacionalizado,
totalizador, migrante).
Empeñado en establecer las bases
que darían lugar a una forma expresiva específicamente latinoamericana,
emancipada de los modelos europeos, Alejo Carpentier concibe el Barroco como un
estilo que, a su criterio, está ligado a los requerimientos expresivos de la
materia misma de lo americano, que es objeto de representación. El Barroco
constituye, por tanto, un estilo necesario que explica y proyecta hacia el
futuro la adopción de esas formas de codificación estética, naturalizando una
tradición que continúa nutriendo y legitimando las formas literarias
contemporáneas. La expansión del fenómeno barroco no se manifiesta, para
Carpentier, sólo a nivel geocultural, sino también a nivel temporal,
transhistórico:
Barrocos fuimos siempre y
barrocos tenemos que seguirlo siendo, por una razón muy sencilla: que para
definir, pintar, determinar un mundo nuevo, árboles desconocidos, vegetaciones
increíbles, ríos inmensos, siempre se es barroco. Y si toma usted la producción
latinoamericana en materia de novela, se encontrará con que todos somos barrocos.
El barroquismo en nosotros es una cosa que nos viene del mundo en que vivimos:
de las iglesias, de los templos precortesianos, del ambiente, de la vegetación.
Barrocos somos y por el barroquismo nos definimos. (cit. en Rincón, “La poética
de lo real maravilloso”176)
De esta manera, en distintos
autores, ya sea en una reflexión historicista o de carácter geo-cultural, el
Barroco se refuncionaliza a través de interpretaciones que ligan este modelo
estético a diversos estratos: a las cualidades de la naturaleza americana, a la
conformación de la cultura burguesa (urbana y liberal), o a las marcas de la
identidad continental (híbrida, fragmentada) que aunque resulta
muchas veces esencializada por la crítica liberal, forma parte del proceso de
(auto)reconocimiento socio-cultural que fue afectado, de la colonia a la
modernidad, por la violencia material y
simbólica de la colonización europea y las subsecuentes instancias
modernizadoras. El problema es cómo se hace cargo el artista latinoamericano,
desde su circunstancialidad periférica y dependiente, de esa violencia
fundacional, y cómo se vincula simbólicamente a los vestigios de la primera etapa de colonialidad americana, y a
los efectos de las subsiguientes. Y cómo puede entenderse el retombée barroco
que continúa apelando a la espectacularidad de la sobresaturación estética para configurar la utopía de una emancipación
definitiva, desde los espacios materiales y simbólicos que fueron ocupados por
el antiguo imperio.
Las interpretaciones del Barroco
y de sus formas más actuales es, entonces, la historia de sus re-apropiaciones
y redimensionamientos estéticos e ideológicos, a partir de los cuales la cita
de Carpentier toma un sentido mucho más programático y complejo del que
probablemente animara al escritor cubano en el momento de sus reflexiones.
Quizá es justamente esa perpetuación y ese reciclamiento de la forma barroca la
pauta de un diálogo persistente de las culturas poscoloniales latinoamericanas
ya no sólo con la “modernidad perversa” impuesta desde la conquista, sino
también con la modernidad heterogénea, periférica e hibridizada de la América Latina moderna y contemporánea, en
sus distintas instancias de desenvolvimiento histórico. Y quizá es justamente
desde el residuo de la colonización y desde la posterior realidad de
“colonialidad supérstite” de que hablaba Mariátegui que pueden llegar a abarcarse a cabalidad las
implicancias del proceso de absorción e implementación del Barroco en América,
y de sus sucesivas modulaciones. En este
sentido, Bolívar Echeverría indica que el modelo barroco expone, aún en sus
formas más actuales, una dramaticidad originaria (Modernidad, mestizaje
cultural 25): de ahí su carácter transgresor, su constante vigencia
simbólico-ideológica, y su funcionalidad dentro de tan diversos contextos
culturales. De ahí también –en mi
opinión-- la necesidad de historizar sus
actualizaciones, sin caer en la tentación de relevar la reincidencia barroca
como mecánica supervivencia de lo remoto, sino más bien entendiéndola como un
retorno de lo reprimido, es decir como el resurgimiento obsesivo de una
problematicidad suprimida, invisibilizada o marginalizada por las narrativas y
las prácticas de la modernidad.
Más allá, entonces, de las
instancias fundacionales que corresponderían a la primera etapa del proceso
occidentalizador, y a partir de las revisiones críticas más actuales sobre los
legados del iluminismo y la modernidad, adquiere nueva vigencia la pregunta
acerca de las razones que permitirían explicar la persistencia de la
codificación barroca en América, y el sentido cultural e ideológico de este
operador cultural (Rincón), que reaparece en contextos e instancias tan diversos del desarrollo
cultural de América Latina.
2. ¿Hacia una barroquización sin fronteras?
Es obvio que el fenómeno de las
reapariciones del Barroco ha rebasado los territorios geoculturales que
identificamos como las matrices primarias de esta estética en el mundo
hispánico, llegando a configurar lo que, para muchos, constituye un proceso expansivo
de “barroquización sin fronteras”. En su estudio sobre “La curiosidad barroca”,
José Lezama Lima reconoce que en el siglo XX, superada ya la apolínea
moderación neoclásica que rechaza el exceso decorativista del Barroco europeo
como una forma superficial y degenerativa, la estética barroca se reinstala en
América en un impulso que abarca, en distintos registros, los imaginarios de la
“alta” cultura occidental:
…se amplió tanto –dice– la
extensión de sus dominios, que [el Barroco] abarcaba los ejercicios loyolistas,
la pintura de Rembrandt y el Greco, las fiestas de Rubens y el ascetismo de
Felipe de Champagne, la fuga bachtiana, un barroco frío y un barroco brillante,
la matemática de Leibnitz, la ética de Spinoza, y hasta algún crítico
excediéndose en la generalización afirmaba que la tierra era clásica y el mar
barroco. Vemos que aquí sus dominios llegan al máximo de su arrogancia, ya que
los barrocos galerones hispanos recorren un mar teñido por una tinta igualmente
barroca. (Lezama Lima, La expresión americana
302)
En un sentido igualmente radical,
Adolfo Castañón ve en el Barroco – “palabra cabalística y como de ensalmo y
encantamiento” – un síntoma estilístico que alcanza manifestaciones muy
diversas y aparentemente distantes tanto desde el punto de vista histórico como
en cuanto a las modalidades de expresión cultural que esas formas evocan:
En el árbol de Navidad del
barroco encontramos suspendidas la Contrarreforma y los sonetos, la poesía
metafísica inglesa (inspirada directamente en el sermón hispánico y portugués,
según hace ver José Ángel Valente), la poesía desengañada y fría de un Quevedo,
pero también la letrilla mordaz y salaz de Góngora y sus imitadores como el
brasileño Gregorio de Matos, la pintura flamenca y los artistas del claroscuro,
la máquina de guerra jesuita y los claustros, el hedonismo y el masoquismo, la
monarquía autoritaria y la semilla de los imperios de papel que hoy llamamos
burocracia.(Castañon 1644-1645)
Serge Gruzinski ha hablado, a su
vez, del “planeta barroco, cuyo amplísimo espectro englobaría, en un mismo
gesto significativo –ya “salido de madre”, fuera de sus fronteras naturales--
lo grotesco y lo sublime, la centralidad originaria y sus formulaciones
periféricas, los protocolos del Humanismo y las hibridaciones que atraviesan
los procesos de transculturación. Gruzinski ubica el fenómeno barroco dentro
del amplio marco de las “transculturaciones mundiales” que, para el caso de
América, se inician con el “descubrimiento.” El nomadismo artístico, ligado a
las expansiones imperiales de los siglos XVI y XVII forma parte de los procesos
transculturadores que están en los albores de esta temprana etapa de
globalización. “Este orden premoderno, que nos ha hecho olvidar el triunfo de
los estados-nación, es el origen del planeta barroco, de sus paradojas y
ambigüedades.”(Gruzinski, “El planeta barroco” 116) Lo híbrido y lo mestizo,
que se instalan como intervenciones en la modernidad eurocéntrica, crean “la
aparición de un lenguaje planetario” (Gruzinski, El pensamiento mestizo 40) que
las reapariciones del Barroco reafirman y reformulan a través de las épocas.
En esta misma dirección, la
crítica ha persistido en la operación de identificar las líneas de expansión
del Barroco que, superando los modelos canónicos, se extienden
transgresivamente a través de las más diversas mediaciones, creando una serie
interminable de flujos e intercambios interculturales e intermediáticos. La formulación barroca alcanza así, en vertientes culturales muy
diversas que convergen en el mercado
global de la cultura, la proliferancia visual de Peter Greenaway y el pastiche
compositivo de Cindy Sherman, recorre las ritualidades de la liturgia y los
desbordes de la fiesta, avanza a través de la exhuberancia representacional que
llega a saturar los espacios públicos y
se aloja en los vericuetos decorativos que configuran la cotidianeidad urbana y
la intimidad burguesa. Como barrocos han sido catalogados los escenarios
pesadamente epocales y densos de Lucino Visconti y el lenguaje churrigueresco,
el horror al silencio, de Cantinflas, la extravanza hollywoodense, el realismo
mágico, el kitsch, que Calinescu
reconociera como una de las cinco caras de la modernidad, y la industria
edénica (Monsiváis) donde tapices y
artefactos folclóricos ofrecen al consumidor de lo popular la recarga de lo
disímil como expresión excedida de lo que en la cultura es, en última
instancia, diferencial e incomunicable. Finalmente, en los escenarios de la
posmodernidad, la gestualidad barroca se reinserta en la virtualidad del
ciberespacio, que satura con la
obscenidad de la sobre-representación y la extrema disponibilidad de mensajes,
las temporalidades múltiples que la modernidad
había ordenado en un transcurso histórico teleológico, lineal y
progresivo, y que ahora se desplazan y rearticulan interminablemente en la
carnavalización comunicativa.
Mi indagación se aparta, sin
embargo, del mero registro de la dispersión epifenoménica de la
codificación barroca en la diversidad de
las culturas. En una dirección diversa a
la que propone este trabajo, estudios como los de Omar Calabrese, por ejemplo,
ilustrando las interpretaciones arriba mencionadas, han abundado sobre el
amplio campo de evidencias formales y compositivas que permitirían entender el
neobarroco como un signo de los tiempos. En L’etá neobarocca (1987) Calabrese
alude al neobarroco como una estética de
la repetición que caracterizaría el gusto contemporáneo ligando objetos y
fenómenos que van desde las ciencias naturales hasta la comunicación de masas,
de los productos de arte a los hábitos cotidianos (Calabrese xi). El neobarroco
cubriría así un amplio espectro que
abarcaría desde la teoría del caos y la de la catástrofe hasta las experiencias
del consumo y las elaboraciones filosóficas de nuestro tiempo. Todos los campos
del conocimiento y los fenómenos culturales estarían unidos, así, por un motivo
recurrente que les daría un aire de familia apoyado en los rasgos comunes de inestabilidad, polidimensionalidad y cambio (xii). Calabrese llama neobarroco a
esa forma sustancial que sustenta, de modo subyacente, la disparidad
representacional de la cultura y que funciona como un principio de organización
abstracta de fenómenos, gobernando el sistema interno de sus relaciones. (xiii)
El sugerente estudio de Calabrese descarta, de manera radical, la historicidad
y contingencia de toda producción cultural, para afincarse en una perspectiva
transcultural y transmediática que aproxima fenómenos y campos de conocimiento
asimilables sólo a partir de su comportamiento semiótico y de su
contemporaneidad. Es como si el advenimiento de la posmodernidad hubiera
resultado en la reaparición espontánea de reactivaciones formales y
conceptuales que, por alguna razón nunca explicada, resultan particularmente
preferentes y eficaces en la tarea de capturar y re-presentar el espíritu de la
época. Calabrese se distancia explícitamente de toda posible historificación
del (neo)barroco, indicando que la adopción del término es convencional, una
etiqueta que permite cualificar el análisis diferenciando los fenómenos
analizados de los rasgos que han sido adjudicados, más ampliamente, a la
posmodernidad, y a partir de los cuales
puede captarse una actitud o comportamiento específico de ciertas áreas
de la cultura, entendida ésta como totalidad orgánica. Aclara, en este sentido,
que no se trata de que se esté registrando una vuelta al barroco (xii) sino de
una recurrencia (un relapse o retombée
en el sentido usado por Sarduy, que Calabrese rescata (11)). Se refiere,
entonces, más que a un estilo o a una forma de
sensibilidad, a un comportamiento cultural que interconecta, en
contextos diversos, textualidades
heterogéneas y variadas, de la ciencia hasta el arte. La estrategia
interpretativa de Calabrese, sólo posible a partir de la suma abstracción y
universalización de los que identifica como rasgos inherentes de la estética
barroca (que caracteriza como un
“espíritu de época”), no se propone problematizar la valencia ideológica de
esas operaciones reactualizadoras, que se limita a registrar e interpretar
sincrónicamente.
Mi intención aquí es más bien
plantear la necesidad de encontrar sentido a la reincidencia barroca, de cara a
los procesos que marcaron la occidentalización americana a partir de la primera
modernidad, que en el “Nuevo Mundo” se asocia con el proceso de consolidación
virreinal y la cristalización de formas de conciencia social diferenciadas en
el sector criollo. Está claro que el caso del Barroco desafía, en este sentido,
las estrategias críticas que asocian determinadas formas de sensibilidad
colectiva y simbolización artística con los condicionantes de un momento
histórico-político específico. La diseminación del código barroco nos enfrenta,
más bien, al desafío de interpretar la reaparición transhistórica de paradigmas
representacionales que conectan con matrices culturales e ideológicas
fundacionales de la conciencia histórica.
En este sentido, la historia del Barroco implica una serie inacabada de
relatos estéticos, una sucesión siempre renovada de narrativas simbólicas y
alegorizantes que recorren la historia cultural de América Latina con una
reincidencia obsesiva. Desde ese
repertorio formalizado y al mismo tiempo desbordante de temáticas y recursos
formales, estos relatos interrogan –interpelan– a las distintas etapas del
desarrollo continental a partir de preguntas que apuntan a la relación entre
sujeto, poder y representación, acerca
de la agencia posible que corresponde al sujeto neocolonial en el contexto de
los proyectos modernizadores, y acerca de las posibilidades de articulación de
espacios utópicos y emancipatorios en los diversos contextos marcados por el
conflicto político-social, las fragmentaciones de la esfera pública, y las
crisis representacionales que esas condiciones traen aparejadas.
A partir de una revisión crítica
del estado de la cuestión barroca, este trabajo intenta, entonces, proveer
algunas bases que permitan entender las proliferantes diseminaciones del código
barroco, su ubicuidad estético-ideológica, sus constantes redimensionamientos
mediáticos. En efecto, ¿a qué parámetros
de evaluación estético-ideológica acudir en el esfuerzo por entender el arte
atormentado la lepra creadora, de Aleijadinho o el sincretismo artístico del mulato Juan Correa, o del indio
Kondori, citados en general como ejemplos de apropiaciones subalternas de la
estética barroca? ¿Cómo dar cuenta, desde los horizontes culturales y teóricos
poscoloniales y en el caso específico de
América Latina, de las reapariciones de
esa estética de origen imperial que toma nuevos bríos en el contexto de la
Revolución Cubana, se reafirma en los escenarios de las posdictaduras del Cono
Sur, y se reinstala en el escenario fragmentado de la posmodernidad, con todas
las variantes formales e ideológicas que quieran anotarse? ¿Qué sentido asignar
a las reinscripciones de ese arte particular de la escritura y de la imagen en
proyectos tan disímiles como los de Alejo Carpentier, José Lezama Lima, Severo
Sarduy, Luis Rafael Sánchez, Néstor Perlongher, Marossa di Giorgio y Pedro Lemebel?
¿Cómo leer las incontables gravitaciones de la crítica hacia el paradigma
barroco, como la que inspira el sugerente –y erróneo– comentario del marxista
gramsciano José Carlos Mariátegui sobre Martín Adán, a quien el Amauta
califica, con intención claramente elogiosa, de barroco, culterano, gongorino,
alguien que, según el pensador peruano, en su ruta hacia el soneto, se habría
encontrado solamente su ruina, el antisoneto, como Colón en vez de las Indias
encontró en su viaje la América (Mariátegui 76)? O ¿como interpretar a Osvaldo
Lamborguini, peronista y lacaniano, que embarroca o embarra (Perlongher 27) el
espacio preservado de las letras argentinas al reterritorializar en él una
estética arcaica, remota y disonante?
¿Cómo adentrarse, finalmente, en las estéticas actuales que transfieren a las
artes visuales de una postmodernidad globalizada técnicas que exploraran ya
artistas americanos desde el siglo XVII, y que ahora se recuperan para
canalizar los contenidos, por ejemplo, de una latinidad “anómala”, in-between,
en Estados Unidos, como re-presentación de una post-identidad des-centrada,
transnacionalizada –fuera de contexto, fuera de lugar– que se reterritorializa como simulacro y
pastiche en el espacio simbólico y alegorizante del ultrabarroco?
Obviamente, la heterogeneidad de
estos productos culturales requiere un concepto flexible y reactualizado de
arte y de cultura. En este sentido, vale la pena recordar que desde los
trabajos de Carpentier, la concepción del Barroco como utópica convergencia de
lo heteróclito tiene como primer efecto la relativización del centralismo
humanístico y europeísta, y la reivindicación de América como un núcleo otro
del mundo occidental, generador de significados e incorporador de la
diferencia. Un núcleo, entonces, desde el que se emiten formas expresivas que
revelan epistemologías alternativas a las dominantes, que han sobrevivido los
avatares modernizadores desde la conquista. Un segundo efecto de esta
concepción del Barroco como espacio de articulación de lo disímil habría sido
la redefinición del concepto de arte y de las nociones de originalidad y
trascendencia estética que se le asocian tradicionalmente. Toda producción es,
en el Neobarroco, re-producción, y todo producto de arte, artefacto. Sarduy reconoció, en su definición de lo barroco,
que en el horizonte de esta estética, autor y obra se refuncionalizan. En el
proceso de desauratización del arte la copia (que ha sido vista como uno de los
procedimientos característicos de la formación de imaginarios neocoloniales) no
es inferior al original sino que se sitúa en un espacio epistemológico propio y
autosustentado. El (neo)barroco no es, en ese sentido, un arte creativo, sino
un arte de la cita. Reciclamiento, pastiche, fragmentariedad, simulacro,
intervienen el territorio de la memoria histórica y cultural, y lo
reactivan en combinatorias a la vez
evocativas y paródicas. El neobarroco
impulsa, así, la expansión del concepto de arte, hasta hacerlo abarcar desde
las texturas y monumentos de la naturaleza hasta las esculturas móviles de
Alexander Calder y los ready-made de Marcel Duchamp, como advirtiera Carlos
Rincón en sus estudios de la genealogía de lo real-maravilloso. El arte
prehispánico y el orientalismo, la artesanía popular y la “alta” cultura burguesa,
los elementos ecológicos y los legados de las culturas “étnicas,” no se
organizan en el Neobarroco a partir de la estética del choque propia del
surrealismo sino a través de procesos de articulación que exploran las
condiciones de posibilidad para una reivindicación de lo disímil, donde los
elementos se interrelacionen en
productiva e inédita simultaneidad. Esta nueva función del producto
estético que advierte sagazmente la “sensibilidad dialéctica” de Carpentier
(Rincón, “La poética de lo real-maravilloso”128) permite vislumbrar, desde otra
perspectiva, las relaciones entre cultura dominante y cultura dominada o, si se quiere, con terminología más actual,
entre hegemonía y subalternidad, y comprender la producción y recepción del
arte como un tenso proceso de re-descubrimiento y re-apropiación de los
imaginarios que coexisten conflictivamente en la modernidad heterogénea de
América Latina.
Baroque/ Neobaroque/ Ultrabaroque : Disruptive Readings of
Modernity - Mabel Moraña (II)
3. Modernidad, negatividad, y la
“máquina de subjetivación” barroca
Frente al desafío que presenta la
reincidencia barroca, entendida ésta ya como persistencia representacional ya
como recurrencia interpretativa, se ha propuesto con frecuencia la idea del
desgaste semántico del término barroco, reservando para éste los contenidos
puros apegados a la historicidad post-renacentista, y reduciendo sus
transformaciones posteriores a la categoría de un recurso estético arcaizante, lúdico y banal. En
otros casos, el Barroco se asocia con las ideas de amaneramiento decadente,
agotamiento expresivo y crisis representacional. Jorge Luis Borges, por
ejemplo, indica: “Yo diría que el barroco es aquel estilo que deliberadamente
agota (o quiere agotar) sus posibilidades, y que linda con su propia caricatura
[…] yo diría que barroca es la etapa final de todo arte, cuando éste exhibe y
dilapida sus medios.” (9) El Barroco –o mejor, aquí, el barroquismo—es la
expresión del límite: una expresividad situada frente al abismo de la
irrepresentabilidad, un lenguaje que mira hacia el silencio.
En todo caso, es obvio que
la expansión histórico-cultural del
Barroco y su capacidad de reformulación estético-ideológica han constituido, a
lo largo de los siglos, un fenómeno que ha puesto a prueba –y a veces, superado–
las estrategias interpretativas tradicionales, que exploran las
correspondencias –puntuales o mediadas– entre determinados períodos históricos
y sus formas estéticas. Es justamente
ese rebasamiento el que ha hecho a la crítica gravitar de manera hacia los
imaginarios imperiales del siglo XVII, sugiriendo que las nuevas versiones de
esa estética sólo pueden entenderse como vaciamiento del significado histórico
de los modelos originales. El neobarroco constituiría así un gesto anacrónico,
manierista y paródico, traumáticamente fijado en el origen transculturado de
sociedades dominadas por los imaginarios europeos.
A mi juicio, las reincidencias
del Barroco requerirían más bien un análisis que sin deshistorificar los
procesos de producción simbólica ni sacrificar sus grados y formas de
materialidad socio-cultural, permita comprender el diálogo que entabla la
estética barroca ya no con momentos histórico-políticos específicos dentro de
los procesos de consolidación del poder político y cultural a nivel
continental, sino más bien –como indicaba antes– con matrices culturales e
ideológicas más amplias que atraviesan los distintos períodos. Me refiero
particularmente a las que se corresponden con los conceptos de modernidad y
colonialidad, a partir de los cuales puede realizarse un estudio diacrónico
exhaustivo de la historia cultural de América Latina.
Al mismo tiempo, al traer a
colación el concepto de negatividad relacionado con los procesos de
modernización y con estéticas que, como la del Barroco/Neobarroco, se asocian a
sus diversas etapas de desarrollo, me refiero no sólo a los efectos de
inhibición y cancelación de imaginarios subalternos que resultan de las
prácticas transculturadoras registradas desde la Conquista, sino también a la
idea del negativo fotográfico, que revela de manera preliminar y afantasmada el
objeto de representación. Respecto al
primer punto, el mismo Maravall señala aspectos de negatividad en múltiples
aspectos del Barroco peninsular, sobre todo en lo que tiene que ver con el
desarrollo de formas de vida urbanas y masificadas, o sea en lo que atañe
principalmente a las ciudades como
núcleos generadores y divulgadores de modernidad. Alude, por ejemplo, a
las formas de anonimato urbano y masivo y a la pérdida de libertad individual
(a la correlativa adquisición, por ejemplo, de formas de “libertad negativa o
de exención de controles” (257)) que conducen a experiencias de violencia y de
melancolía en el siglo XVII. En las colonias, serían innumerables los ejemplos
de “libertad negativa” y, más ampliamente, de devastación cultural, que derivan
de la experiencia colonizadora. Respecto a lo segundo, en América las
apropiaciones o cooptaciones del Barroco brindan la posibilidad de redimensionamiento
de los modelos hegemónicos de representación y reconocimiento social,
proveyendo una instancia productiva que revela en negativo los imaginarios
periféricos y sus formas específicas de aprehensión subjetiva de la realidad
social.
Mi sugerencia aquí es que el
Barroco canaliza a través de la cualidad beligerante, rupturista y
reivindicativa de su actualización americana, que yo analizara en mis estudios
sobre el Barroco de Indias, formas de
disyunción y disrupción de la conciencia moderna. En este sentido, creo que la cualidad
arcaizante que canaliza el Neobarroco funciona como un interruptor eficaz de
los discursos reguladores e incompletamente emancipatorios, si queremos adoptar
aquí, provisionalmente, una perspectiva habermasiana, que acompañan las
reinserciones de América Latina en la modernidad globalizada. Interrupción,
pero también interpelación desde el alegoricismo discursivo, lingüístico y
visual, operarían así como recursos desnaturalizantes de mensajes seriados que
la modernidad administra dentro del plan homogeneizante y centralizador que se
implanta a partir del llamado período “de estabilización virreinal”, se
reformula con el pensamiento iluminista durante la formación y consolidación de
culturas nacionales, y atraviesa, con diversas torsiones, las distintas etapas
de modernización continental.
Esta interpretación obligaría a
una exploración crítica de la aplicabilidad que tendrían hoy en día, para el
caso de América Latina, posiciones socio-históricas que en su momento
canonizaron eficazmente al Barroco hispánico como paradigma estético-ideológico
hegemónico –como modelo orgánico– del absolutismo monárquico español en su
momento de expansión imperial en el siglo XVII, y que conducen a perpetuar una
interpretación historicista –y difusamente dependentista– de las
manifestaciones neobarrocas en el contexto post (o neo) colonial de una América
Latina “emancipada”. Valga recordar aquí que el mismo José Antonio Maravall, el
más alto exponente de esa dirección crítica –quien quizá para preservar la
pureza de su conceptualización centralista nunca incorporó en sus estudios de
“la cultura del Barroco” sus manifestaciones coloniales– reconoce la capacidad
incorporante del paradigma barroco. En su opinión, el Barroco se comporta como
una ideología hegemónica, con la capacidad de celebrar el poder establecido
tanto como de integrar sus “afueras” y canalizar, de distintas maneras, las
resistencias que generaba en “los de abajo”. Según indica Maravall al analizar
el sentido eminentemente urbano (y, a su manera, modernizador) de “la cultura
del Barroco,” en el siglo XVII español:
…los poderosos habitan [en la
ciudad] y desde ella promueven el desarrollo de una cultura barroca en defensa
de sus intereses; los de abajo se incorporan al medio urbano, los unos porque
favorece sus posibilidades de protesta […], los otros porque es allí donde los
resortes culturales del Barroco les presentan vías de integración.(267)
Será justamente esa capacidad
incorporante –que Maravall registra aunque no potencia como forma posible de
agencia contracultural– la que permitirá la apropiación heterodoxa del código
barroco en las colonias, y la que catalizará, a través de las grietas del dogma
y por las fisuras de su exhibicionismo monumentalizante, la cooptación del modelo
canónico en el mundo colonial.
En su carácter jánico, el barroco
americano efectúa justamente el performance que es correlativo a la compleja
red de negociaciones que se producen en América entre hegemonía y
subalternidad, entre culturas autóctonas y tradiciones europeas, entre mímesis
y mímica, entre poder y deseo,
explorando –y explotando— la productividad negativa del código dominante desde
las perspectivas de estratificada subalternización a que es sometido el sujeto colonial. Y será
interesante notar cómo las reapariciones del Barroco después de la colonia
volverán obsesivamente sobre esa negatividad que está en las bases mismas de la identidad
criolla, re-presentando las contradicciones que acompañan el surgimiento de las
sociedades americanas desde sus orígenes. Es justamente a partir de esa conflictividad inherente a la dominación colonial y
neocolonial –que el (neo)barroco incansablemente re-presenta– que el sujeto
americano se articula a las sucesivas instancias modernizadoras que se han ido
imponiendo, con reiterada alternancia de promesa y desencanto, todo a lo largo de la historia cultural de
América Latina.
En el afán por encontrar sentido
a la insistente reaparición del código imperial en los contextos
político-sociales de la modernidad, los intentos americanos por interpretar la
reincidencia barroca han esencializado el fenómeno o lo han romantizado a
través de lecturas icónicas e individualizantes. Sin embargo, estas lecturas
han podido descubrir en la radicalidad sincrética de los modelos estudiados una
respuesta creativa a la pulsión homogeneizantemente occidentalista que
caracterizara la historia neocolonial del continente. Veamos algunos hitos de
esa elaboración.
En sus estudios sobre el Barroco
americano, principalmente en La expresión americana (1957), José Lezama Lima reflexiona sobre el tema de
la identidad continental a partir de la poética de Góngora –que incorporará a
su propia obra creativa–, o sea
persiguiendo las huellas de la tradición hispánica y sus reverberaciones
transatlánticas. Toma como base la experiencia de apropiación del código
barroco por parte del letrado criollo, quien a través del dominio de las
tecnologías de la representación barroca, logra una inserción participativa en
la cultura del dominador. Lezama propone la imagen del “americano señor
barroco” como paradigma de las instancias transculturadoras que suceden y
contrarrestan a su manera el “tumulto de la conquista.” (230) Para Lezama,
el “triunfo de la ciudad” es,
como para Maravall, el fenómeno político-social que brinda las condiciones de
posibilidad para la instalación de un “orden” simbólico, que el cubano asimila
con la capacidad americana de superar a través de la cultura la irracionalidad
de la depredación colonialista. Para
Lezama, los protagonistas –o habría que decir, quizá, los agonistas– de ese
orden son, en un extremo, el letrado o artista criollo que se apropia de los
instrumentos del que provee la cultura metropolitana y los subvierte al
convertirlos en tecnologías identitarias que le permiten representar, con el lenguaje del colonizador,
el accidentalismo americano (Sor Juana, Sigüenza y Góngora, Domínguez Camargo). En el otro extremo, y en
un impulso de romantización culturalista, Lezama vuelve los ojos hacia el
“plutonismo” americano que funde los fragmentos orgánicos de los repertorios europeos en el producto nuevo,
híbrido, anómalo y metamorfoseado, del barroco mestizo. El indio Kondori
representa, para Lezama, la vertiente “hispanoincaica.” En un ejercicio de
sincretismo quechua-español, Kondori instala en las fachadas de las iglesias de
Potosí sus hieráticas figuras de princesas incaicas que colonizan el archivo
visual del barroco peninsular y misionero.
En el Brasil, la “lepra creadora” del afrobrasileño Aleijadinho ilustra
a su vez la síntesis “hispanonegroide” (Lezama 245) con las esculturas y
altares que pueblan sigilosamente –durante la noche mítica en la que el espíritu creador triunfa sobre el
cuerpo carcomido por la enfermedad y la marginación colonialista– la ciudad de
Ouro Prêto y sus alrededores. El Barroco americano es así, según Lezama, un
repositorio en el que se alojan las fuerzas vivas de un espíritu cultural
inexpugnable. A partir de éste, las apelaciones a la estética barroca llegan a
constituir un espacio-tiempo alternativo, un “puro recomenzar” (Lezama
232), una forma “plenaria” que aunque
parte de la negatividad originaria no es una modalidad “degenerativa” sino una
combinatoria eficaz en la que se conjugan
tensión y plutonismo (expresión de conflictos de poder, lucha epistémica
pero, para Lezama, también síntesis que logra unificar, a través del fuego
creativo, los fragmentos dispersos (Lezama
229)). En su lectura del origen de
la conciencia americana, Lezama releva
la saturación sígnica como un fenómeno de fusión que sobrepasa las fuentes
primigenias (indígenas, africanas o peninsulares) para proponer en su lugar una
síntesis que es mucho más que la suma de sus partes. Sin embargo, en este
ejercicio, en el que Lezama descubre, por un lado, una teleología (“un impulso
volcado hacia la forma en busca de la finalidad de su símbolo” (Lezama 231) y,
por otro, “el afán tan dionisíaco como dialéctico, de incorporar el mundo, de
hacer suyo el mundo exterior, a través del horno transmutativo de la
asimilación” (235)), el escritor cubano se asoma sólo marginalmente a la
conflictividad política de esas operaciones,
a las estructuras político-económicas y
a las matrices culturales a
través de las cuales se ejerce la dominación material y simbólica del mundo
americano. Deja de lado, entonces, la agencia de los sujetos colonizados que
representan diversos grados de marginalidad (criolla, indo o afroamericana) y
que son capaces, cada uno desde su específico locus socio-cultural y
epistemológico, de llevar a cabo la apropiación y el redimensionamiento de los
modelos recibidos como parte de la dinámica transculturadora.
En todo caso, para Lezama Lima,
la “contraconquista” del barroco americano –que retoma la idea de Weisbach del
“barroco como arte de la Contrarreforma” –
consiste en revertir la
negatividad constitutiva del Barroco de Estado
a que se refiriera Maravall. Pero, lo que es más importante, Lezama Lima
advierte en las reapariciones del Barroco renovados impulsos que dialogan con
la gran narrativa occidentalista
justamente a partir de la pulsión arcaizante, transhistórica y
disruptiva. El (neo)barroco se propone entonces, paradójicamente, ya no sólo
como un impulso mimético sino como
la estética de la
(des)integración: una forma expresiva que es, a un tiempo, esencialmente
aglutinante e hibridizada, un arte que explora, en la misma operación de evocar
los orígenes del anexionismo imperial, el drama de la incorporación
colonialista y las posibilidades de des-agregación y divergencia –de
des-totalización y de fragmentación– de los modelos que evocan un poder
absoluto y una verdad dogmática.
Alejo Carpentier emprendería, por
su parte, una búsqueda similar y al mismo tiempo diferenciada de la que Lezama
Lima lleva a cabo en La expresión americana y en su propia obra creativa,
particularmente en Paradiso (1966). El “barroco ontológico” y telurista de
Carpentier (Moulin-Civil 1650 n.5) persiste, por las huellas de Eugenio D’Ors,
en el intento de reivindicar un comienzo sin origen, una continuidad que más
allá de las catástrofes de la colonización, permitiera leer la historia
continental como historia universal o, mejor, como la historia de múltiples
universos convergentes, ciertamente transnacionales y voluntaristamente
transhistóricos:
Nuestro arte siempre fue barroco:
desde la espléndida escultura precolombina y el de los códices, hasta la mejor
novelística actual de América, pasando por las catedrales y monasterios
coloniales de nuestro continente […] No temamos, pues, al barroquismo en el
estilo, en la visión de los contextos, en la visión de la figura humana
enlazada por las enredaderas del verbo y
de lo ctónico, metida en el increíble concierto angélico de cierta capilla
(blanco, oro, vegetación, revesados, contrapuntos inauditos, derrota de lo
pitagórico) que puede verse en Puebla de México o de un desconcertante,
enigmático árbol de la vida, florecido de imágenes y de símbolos, de Oaxaca. No
temamos al barroquismo, arte nuestro, nacido de árboles, de leños, de retablos
y altares, de tallas decadentes y retratos caligráficos y hasta neoclasicismo
tardíos, barroquismo creado por la necesidad de nombrar las cosas. (Carpentier,
“Problemática de la actual novela latinoamericana” 32-33)
En Concierto barroco (1974), obra
inspirada en la ópera de Antonio Vivaldi titulada Motezuma, estrenada en
Venecia en 1733, el autor de El recurso del método (también de 1974), pone en
práctica esos principios teóricos, creando en la escena espectacular del
lenguaje una alianza imposible donde música y
fonética, literatura e historia, modernidad y pre-modernidad se conjugan
vertiginosamente. El texto sincroniza y yuxtapone los tiempos y los espacios
culturales de América y Europa, para exhibir los productos de la modernidad
burguesa saturada de mercancías y de melancolía. El Moctezuma operático de
Vivaldi supera incluso la dimensión del mito, y es ya sólo una máscara
anacrónica y fuera de lugar que el barroco convoca para explorar los cruces
entre lo culto y lo popular, lo moderno
y lo prehispánico, enfatizando una utópica unidad de lo heteróclito que
fundamenta el americanismo a ultranza del escritor cubano. Concierto barroco
propone una combinatoria armónica de elementos disímiles, una “pluriversalidad”
(por oposición a “universalidad”) que permite integrar tiempos, espacios y formas
culturales –epistemologías – para fundar una utopía latinoamericana que se
resume en las palabras que el autor pone en la boca del Amo, al final de la
obra: “el futuro es fabuloso.”
De modo aún más complejo, en
Severo Sarduy la carnavalización neobarroca deviene simulacro, travestismo,
performatividad afirmativa de la diferencia. Constituye, a la vez, un proceso
que transforma la negatividad de lo que falta –la carencia, el deseo, la
a-normalidad– en impulso originario, en
el locus de la supresión/represión inicial, que puede ser llenado
hiperbólicamente de sentido, saturado de signos. En su concepción
lingüístico-cosmológica del Barroco como
Big-Bang ctónico –la explosión a
partir de la cual se crea, desde el vacío anterior, un universo nuevo– se
recupera la imagen de la elipse: círculo deformado con dos centros, uno de los
cuales aparece desplazado, desafiando la perfección que sugiere la idea de
circularidad, de mundo organizado en torno a un núcleo único que capitaliza la
producción de energía creadora y de significados. La imagen podría evocar la de la cultura
imperial que se proyecta, en imperfecta duplicidad, en las periferias de
ultramar, o sea, interpretarse como una reflexión alegórica –barroca– sobre
aquello que se origina en América a
partir del vaciamiento inicial: movimiento de expansión y réplica, mímesis y
mímica, que inscribe de manera irregular –diferencial– los imaginarios
dominantes en la imaginación del dominado. De esta manera, la palabra y la
imagen barroca ocultan y al mismo tiempo llaman la atención sobre el silencio
que las precede. El blanco de la página desafía y encuadra al signo
escriturario que la ocupa. El objeto barroco esconde y ratifica al sujeto que
crea. La explosión del signo da origen a un nuevo nucleamiento que atiborra el
espacio y el tiempo de sentidos. El Barroco es un “foco proliferante” de
expansión infinita que –metafóricamente– nombra lo que carecía de denominación
y califica lo incalificable. El sentido barroco es traslaticio, catacrético,
transicional, espúreo, anamórfico.
Pero en la teorización y en la
práctica escrituraria de Sarduy la materialidad del lenguaje barroco alcanza a
la materialidad travestida del cuerpo y de sus vestiduras. En las metamorfosis
de sus personajes y en el eterno retorno de sus peripecias fusionadas y
fragmentarias, el sujeto se desterritorializa (pierde sus “territorios
existenciales” (Guattari 20), su identidad de género, su raigambre cultural
originaria) articulando inéditas posiciones de sujeto –que podríamos llamar post-identitarias–
en un pastiche que se lee como un exilio definitivo del sujeto respecto a las
certezas de la modernidad. “Poética de la desterritorialización, el barroco
siempre choca y corre un límite preconcebido y sujetante.” (Perlongher,
“Prólogo” 20) En Cobra (1972) el
simulacro pierde para siempre su contacto con el original. El cuerpo es
torturado, violentado, convertido en una evocación excedida e insuficiente de
una forma “original” perdida para siempre. Maitreya (1978) y Colibrí (1988)
también abundan en la deformidad y el exceso. Los cuerpos monstruosos,
tatuados, torturados, son cuerpos en constante metamorfosis, vanamente
sacrificiales y afantasmados (son, en
este sentido, al mismo tiempo, como la
perla barroca, excesivos y residuales). Tanto la obra ensayística como la
narrativa de Sarduy (“suma erótica,” como la califica Castañón (1647)), son un
esfuerzo organizado para contrarrestar el universalismo eurocéntrico con una
visión “pluriversal” ya que “el cuerpo del universo exige una lectura integral
pero sensible e intelectualmente fiel a su poliformismo esencial.” (Castañón
1247) Heterogeneidad y pluralidad se articulan en un proceso constante de
reescritura, de grafía donde la palabra se auto-interroga y reformula
constantemente, dispersando y multiplicando el sentido, cancelando toda forma
posible de consenso y fijeza de los significados. El Neobarroco ya no encierra,
como la copia/original del siglo XVII una “verdad soterrada” (Picón Salas 123)
sino que teatraliza su in-certidumbre y des-identidad; la palabra no es símbolo
ni da lugar a una estrategia metafórica, de traslación de significados: es
solamente signo, pulsión, sonido. ¿Qué mayor descreimiento que éste podría
haberse orquestado con respecto a la supuesta transparencia y comunicabilidad
del lenguaje como instrumento racional y estructurante de la experiencia social
en la modernidad liberal y dependiente de América Latina? ¿Qué mayor disidencia
con respecto al proyecto de un lenguaje “nuevo” (para un “hombre nuevo”) que
pudiera socializar y regular el tráfico de significados en la alternativa
socialista cubana? ¿Qué intento más puntual podría haberse efectuado, desde las
trincheras de la literatura, para reivindicar la diferencia en el mundo
categorizado de una modernidad excluyente, que existe perpetuando la
colonialidad originaria, apoyada en binarismos reductivos (sujeto/objeto,
femenino/masculino, privado/público, poder/deseo)?
Con un apoyo lacaniano y
“cosmológico”, el Barroco de Sarduy aboga por post-identidades plurales y polifónicas,
pero éstas existen fuera de la historia y más allá de la especificidad de la
cultura, es decir, más allá de toda referencialidad y de todo proyecto social
organizado. Como concluye
González-Echevarría, finalmente, en la elaboración sarduyana “Cuba is a text”
(Celestina’s Brood 237). La modernidad opera, entonces, como una explosión
inicial, primordial, que al exponer su negatividad deja un espacio abierto e
infinito para la manifestación de subjetividades que existen “en adyacencia o
en relación de delimitación con una alteridad a su vez subjetiva.” (Guattari
20) El Barroco se refuncionaliza,
entonces, como una “máquina de subjetivación” que contrarresta la “máquina de
guerra” de la modernidad post-colonial: la subjetividad es polívoca y está compuesta
de múltiples estratos que abarcan y rebasan el lenguaje, proponiendo
“agenciamientos colectivos”, ritornellos, “pequeños ritmos sociales” que
existen dispersos en lo social – en el cuerpo social– en lugar de instalarse,
institucionalizados, en el espacio regulado y estructurado de la sociedad. (Guattari, “La producción de
subjetividad” 9).
El tema de la crisis de la
subjetividad moderna atraviesa, de una manera u otra, todas las reflexiones
sobre el Neobarroco. Esta estética es interpretada, entonces, como una
propuesta de carácter utópico no-programático, donde la saturación del signo
apuntaría a una reconstitución de matrices generadoras de significado que
puedan ser capaces de auspiciar formas inéditas de percepción de lo social y lo
político. Tratando de definir las
“condiciones de una cartografía deseante” –del tipo de las que podrían
esbozarse a partir de las poéticas neobarrocas–, el argentino Néstor
Perlongher alude a los fenómenos
post-identitarios que rebasan los límites de la modernidad, viéndolos como
“agrupamientos dionisíacos [que existen] en las tinieblas lujuriosas de las
urbes” (“Los devenires…” 14), y que
hacen pensar en los escenarios y anécdotas que presenta, por ejemplo, la escritura cronística de Pedro
Lemebel. Según Perlongher, esos movimientos de minorías –vinculados a
conflictos de raza, clase, sexualidad, etc.– constituyen fenómenos que habría
que interpretar “desde el punto de vista de la mutación de la existencia
colectiva [ya que] estarían indicando, lanzando, experimentando modos
alternativos, disidentes, “contraculturales” de subjetivación.” (Perlongher,
“Los devenires…” 15)
El Neobarroco diagnostica la
crisis de los procesos modernos de subjetivación y el agotamiento de sus
correlativas políticas identitarias y,
en el mismo movimiento, propone una expansión proliferante de la diferencia
(aunque se corra el riesgo, como advirtiera Jameson hace tiempo, de que ésta se
convierta en la nueva identidad posmoderna). Como “cartografía deseante” la
estética (neo)barroca no ataca la estructura profunda del orden social ni los
modelos epistemológicos que lo legitiman, pero sí descompone la lógica moderna,
desarticula sus principios. La poética neobarroca subvierte, no revoluciona.
Está atravesada, como vimos, por un principio utópico, donde las
simultaneidades de tiempos culturales abre un espacio lleno de potencialidades
y confluencias. Como el deseo que la guía, la poética neobarroca no puede ser
prescriptiva, ni puede proponerse agotar en la acumulación sígnica las posibilidades
infinitas del diseño global de la modernidad. Se propone, sin embargo, mostrar
intersecciones, superposiciones, reminiscencias, a partir de la presencia
afantasmada de mercancías simbólicas que circulan libremente en el mercado
plural de las culturas (se propondría, como Sarduy sugiere, como una forma
estetizada de diagnóstico). En este sentido, esa poética sólo “ha de ser un
mapa de los efectos de superficie (no siendo la profundidad […] más que un
pliegue y una arruga de la superficie” (Perlongher, “Los devenires…” 14). El
signo neobarroco no re-presenta, entonces, en el sentido de volver a presentar,
sino en el sentido de teatralizar, de convertir el mundo en espectáculo, en
escenografía: sociedad y política –tal como las define la modernidad– pierden espesor y materialidad, y en su lugar
irrumpe la opacidad del signo lingüístico y visual, la proliferación del
significante, que llama la atención sobre sí mismo como horizonte último de
(auto)reconocimiento social. El neobarroco instala, así, la disidencia, la
diferencia, el pliegue, saturando el vacío para visibilizarlo.
4. Diferencia, ruina, y la
“desartificación” neobarroca.
Atendiendo a esa cualidad
contracultural del Barroco americano, Irlemar Chiampi propone que “si el
Barroco es la estética de los efectos de la Contrarreforma, el neobarroco lo es
[de] la contramodernidad.” (Chiampi, 144-145) Para Chiampi:
los desastres y la incompletud
del modelo modernizador [implementado a través de la reforma religiosa, la
revolución industrial, la revolución democrático-burguesa y la difusión de la
ética individualista] […] se ha revelado sobre todo en su incapacidad para
integrar lo “no occidental’ (indios, mestizos, negros, proletariado urbano,
inmigrantes rurales, etc.) a un proyecto nacional de democracia consensual. No
es casual, pues, que sea justamente el Barroco –preiluminista, premoderno,
preburgués, prehegeliano– la estética reapropiada desde esta periferia, que
sólo recogió las sobras de la modernización, para revertir el canon
historicista de lo moderno […] Este
contenido ideológico –motivación cultural específica e insoslayable– torna
precario todo intento de reducir el
neobarroco a un manierismo “retro” y reaccionario –un reflejo de la lógica del capitalismo tardío, conforme
sugiere Jameson al mentar el modismo de los “neo” en el arte posmoderno–.
Tampoco cabe diluirlo en la “atmósfera general, en el “aire del tiempo, como un
principio abstracto de los fenómenos [Calabrese], y menos aún tomarlo como la
salvación de una modernidad crepuscular, tras la supuesta “muerte de las
vanguardias” mediante la “impureza generalizada” con que las culturas que
relegaron al Barroco al ostracismo, con su buen gusto clasicista, desean
renovar la experimentación y la invención. (145-146)
Si la modernidad puede
caracterizarse como un modelo que funciona a partir de concreciones
identitarias duras (sujeto nacional, ciudadanía, disciplinamiento, progreso,
roles sexuales, ordenación institucional, etc.), que descartan, regulan o relegan la existencia del Otro, la
intervención barroca o neobarroca introduciría estrategias de alterización y
distanciamiento en los imaginarios modernizadores, proponiendo desde la
opacidad de lenguajes y recursos representacionales, contenidos anómalos (en el
sentido etimológico de irregularidad, es decir, de anti-normatividad) que
invitan a un desmontaje, a un desciframiento, a nueva luz de la norma estética
y de la normatividad comunicativa.
Propongo así, en atención a todo
lo anterior, pensar la recurrencia
barroca a través de las nociones de diferencia y ruina que han sido con
frecuencia asociadas a la interpretación del barroco como estética moderna, y
que merecerían ocupar el centro mismo de una deconstrucción estético-ideológica
del paradigma barroco, sobre todo en sus formulaciones periféricas
Entiendo diferencia no sólo como
cualificación de lo otro respecto de lo mismo, de la alteridad respecto de la
identidad, (o sea, no sólo como variedad entre cosas de una misma especie) sino
también, en el sentido matemático, como residuo o resto (Corominas 498).
Vinculado con esta segunda acepción, el concepto de ruina remite también a lo
diferencial: a lo que sobrevive y permanece en una existencia fantasmática,
desplazada, fuera de tiempo y de lugar. Ruina, entonces, en el sentido benjaminiano
en el que se combinan la ilusión de perdurabilidad y la noción de deterioro
(ruina, en su acepción etimológica
primaria de derrumbe, desmoronamiento y también en la que reconoce lo
primitivo como ruinoso, echado a perder (Corominas 516)). Para Benjamin, la
modernidad es, justamente, una
experiencia de la pérdida y el desmoronamiento, la vivencia del duelo que
reconoce que no existe en el mundo
post-sagrado un lugar para las antiguas monumentalidades, que sólo pueden
existir afantasmadas, como vestigio melancólico, como reliquia que evoca la completitud desde la pérdida. El arte, entonces, pierde, a-(r)ruina, su
valor de culto y des-seculariza su trascendencia: toma conciencia de su
cualidad efímera, de su transitoriedad,
y ritualiza, en el contexto de la modernidad, nuevas formas de presencia espectral.
Alienada del aquí y ahora que le conferían a la obra de arte su legitimidad y
funcionalidad orgánica, el arte, para utilizar aquí una expresión de Adorno, se
desartifica, se vuelve artefacto, operador simbólico, simulacro.
En este sentido, la codificación
barroca se constituiría ya no sólo como reproductibilidad alegorizante de los
conflictos que marcan la inserción en la modernidad en la era posaurática, sino
asimismo como máquina resignificante de
la alteridad cultural, epistémica y social, y como performance, conjunto de
comportamientos coreografiados y alegóricos, de subjetividades fronterizas. En
algún sentido, la recuperación barroquista renovaría entonces en las
modernidades posiluministas el impulso simbólico de la contraconquista de que hablaba Lezama
Lima, encontrando en la saturación formal un modo de canalizar los elementos
nunca del todo absorbidos por las narrativas del occidentalismo. Barroco y Neobarroco se proponen así como
sistemas de codificación que mediante la articulación de distintas y en muchos
casos divergentes temporalidades, culturas y medios representacionales,
concretan, materializan, la hibridez constitutiva de la subjetividad colonial y
(neo)(pos)colonial, insertando esa anomalía productiva, barrueca, de lo
americano, en el abigarramiento sígnico del lenguaje o la imagen. Es en ese
sentido que Carpentier indicaba que toda
simbiosis, todo mestizaje, engendra barroquismo y que en una interpretación ya
no culturalista sino materialista Bolívar Echeverría habla del ethos barroco
como de un modo específico, un comportamiento social, una semiótica, que
permite interiorizar al capitalismo en la espontaneidad de la vida cotidiana,
haciendo de esta estética un principio constructor que no acepta ni se
suma al hecho capitalista, sino que lo
mantiene siempre como inaceptable y ajeno (20). Así, el barroco, como primera
impronta del ethos moderno, surge y se refuncionaliza en la tendencia de la
civilización moderna a revitalizar una y otra vez el código de la tradición
occidental europea después de cada oleada destructiva proveniente del
desarrollo capitalista. (21) Según Echeverría, es barroca la manera de ser
moderno que permite vivir la destrucción de lo cualitativo producida por el
productivismo capitalista, al convertirla en el acceso a la creación de otra
dimensión, retadoramente imaginaria, de lo cualitativo. (Echeverría 21) De este
modo, aunque el ethos barroco
constituye, desde estas posiciones, una estrategia de resistencia radical no
es, sin embargo, revolucionario. En palabras de Echeverría,
La actualidad de lo barroco no
está, sin duda, en la capacidad de inspirar una alternativa radical de orden
político a la modernidad capitalista que se debate actualmente en una crisis
profunda; ella reside en cambio en la fuerza con que manifiesta, en el plano
profundo de la vida cultural, la incongruencia de esta modernidad, la
posibilidad y la urgencia de una modernidad alternativa. (La modernidad 15)
El tipo específico de radicalidad
barroca se concentra en el nivel de los imaginarios, proveyendo no un ataque frontal a los
fundamentos económicos, políticos y sociales del sistema moderno, sino un
exposée preformativo, teatralizado, carnavalizado, de sus andamiajes discursivos y
representacionales, una parodia de su lenguaje y su gestualidad. Según Sarduy:
Ser barroco hoy significa
amenazar, juzgar, parodiar la economía burguesa, basada en la administración
tacaña de los bienes, en su centro y fundamento mismo: el espacio de los
signos, el lenguaje, soporte simbólico de la sociedad, garantía de su
funcionamiento, de su comunicación (Sarduy 99; cit. por Echeverría 16).
La noción del ethos barroco como
forma de re-presentación alternativa de la subjetividad moderna es retomada y
reforzada desde la perspectiva sociológica. Boaventura de Souza Santos asocia
estrechamente el ethos barroco con las que reconoce como las dos crisis
centrales de la modernidad: Ala crisis de la práctica y del pensamiento de la
regulación social y la crisis de la práctica y del pensamiento emancipatorio
(en Echeverría 313). Según el sociólogo portugués, la modernidad ha conducido a
la convergencia de estas dos formas críticas, que él explica de la siguiente
manera:
Por ejemplo, dice, la soberanía
del Estado nacional fundamental para la modernidad después de 1648, el derecho
estatal, el fordismo, el estado de bienestar, la familia heterosexual separada
de la producción, el sistema educativo, la democracia representativa, la
religión institucional, el canon literario, la identidad nacional, todo esto
son formas de regulación social que hoy están en crisis. Pero al mismo tiempo,
y en eso reside la originalidad de la situación actual, hoy están igualmente
fragilizadas, desacreditadas, debilitadas las formas de emancipación social que
le correspondieron hasta ahora a esa modernidad: el socialismo, el comunismo,
el cooperativismo, la socialdemocracia, los partidos obreros y el movimiento
sindical, la democracia participativa, la cultura popular, la filosofía crítica,
los modos de vida alternativos, etc. Mientras que antes, como señalaba, las dos crisis no
coincidían, hoy coinciden y, por tanto,
esta crisis doble nos muestra que hoy en día la crisis de regulación se
alimenta de la crisis de emancipación. (en Echeverría 314)
Si regulación social y
emancipación social son, como indica de Souza Santos, los dos pilares del
proyecto moderno, y deberían tener un desarrollo armónico, la crisis
convergente de ambos ejes coloca a la sociedad actual en lo que este sociólogo
llama una transición paradigmática similar, en algunos sentidos, a la que se
produce en el siglo XVII, en el siglo barroco, en el cual se dirimen luchas
epistemológicas (aristotélicos y galileanos, aristotélicos y newtonianos, por
ejemplo, en el terreno de la ciencia) que conducen a un cuestionamiento cada
vez más profundo de las certezas que sostenían el mundo teocéntrico, monárquico
y colonialista. El desvío, la dramatización, la hiperritualización del barroco,
operarían como dispositivos a través de los cuales la subjetividad moderna
prepararía el paso a la posmodernidad.
Pero hay más. De Souza Santos
percibe en la cuestión del Barroco un diálogo conflictivo entre Sur y Norte,
viendo en su estética no sólo una forma particular y gozosa de representación,
sino una búsqueda transgresiva que refuncionaliza monumentalidades ideológicas,
racionalidades y formas de
autoridad y de autorización
representacional, creando desde las periferias de los grandes sistemas y por la
apropiación irreverente de sus códigos, un modo de mirar alternativo al
dominante. Esa locura del ver de que habla Buci-Glucksmann, constituye la
realidad a nueva luz, subvirtiendo los mismos cánones que sirvieron para
sistematizar la visión del mundo desde las plataformas de la modernidad. El ethos barroco funcionaría así como
propuesta utópica orientada hacia tradiciones suprimidas, hacia las
experiencias subalternas, hacia la perspectiva de las víctimas y de los
oprimidos, hacia los márgenes, hacia las periferias, hacia las fronteras, hacia
el Sur del Norte, hacia las lenguas prohibidas, hacia la basura irreciclable de
nuestro bienestar mercantil (en Echeverría 322). Los conceptos, el de barroco, en este caso,
emigran y se relocalizan, temporal y espacialmente, desafiando desde la ruina,
desde lo que queda, desde lo diferencial, los núcleos duros del origen
histórico y de la subjetividad regulada, en una huida centrífuga de los centros
de producción seriada de epistemologías, teorías y prácticas simbólicas hacia
los horizontes utópicos de la liberación y el deseo.
Las culturas que emergen de los
procesos colonizadores implementados a partir de centros coloniales débiles
como lo fueron, en su momento, España y Portugal, existen, sobre todo, desde el comienzo, como
culturas de frontera, jánicas, in-between,
y se caracterizan por la fluidez, intercambios y contaminaciones entre
diversos paradigmas culturales, proyectos sociales y modelos epistemológicos, o
sea por la hibridez y sobrecarga de contenidos y formalizaciones
representacionales que entran en colisión y se negocian en el plano de las
prácticas sociales y los imaginarios culturales. El ethos barroco des-teoriza
la realidad para re-utopizarla: pone en abismo los límites del proyecto
colonizador y neocolonial, exhibe los procesos de apropiación y canibalización
cultural en que se fundan las culturas nacionales, y desestabiliza la solidez
de epistemologías fuertes trabajando desde lo residual y ruinoso, desde el
vestigio, desde la diferencia, desde la pérdida y el duelo, desde el pastiche y
el simulacro, en una dirección disyuntiva y disruptiva respecto a los
principios y legados de la modernidad. Si el epistemicidio de que habla de
Souza Santos marcó a fuego la historia colonial y poscolonial de América
Latina, la códigofagia a que se refiere Echeverría (36) (o sea el proceso a
través de [la] cual el código de los dominadores se transforma a sí mismo en la
asimilación de las ruinas en las que pervive el código destruido) abre otra dirección para el estudio de las
formas de conciencia social y las prácticas culturales en el subcontinente y en
sus imaginarios migrantes.
Sería justamente, entonces, esa
matriz utópica la que sostendría y explicaría, según las propuestas del
sociólogo portugués, la reincidencia del código barroco y su capacidad de
refuncionalización, de cara a las contradicciones del capitalismo y a las
exclusiones de la modernidad, ya que Asi
es verdad, como decía Hegel, que la paciencia de los conceptos es
grande, obviamente la paciencia de la utopía es infinita. (De Souza Santos en
Echeverría 331)
Baroque/ Neobaroque/ Ultrabaroque : Disruptive Readings of
Modernity - Mabel Moraña (III)
5. Ultrabarroco y globalización.
Desde este panorama, la
recuperada noción de ultrabarroco viene a marcar una nueva torsión en la
historia de las reapariciones del código en América Latina. Utilizada para
designar formas extremas del estilo
barroco, “rococó” o “churrigueresco” en
el contexto primordialmente europeo y luego, principalmente, en el México del
siglo XVIII, la noción de “ultrabarroco”
califica fenómenos sincréticos de sobresaturación ornamental evocativos del
barroco áureo, sobre todo en el arte religioso. En Divine Excess: Mexican Ultra-Baroque (1995)
Ichiro Ono indica:
Fused with native American sensibility while
absorbing other influences from the sea-trading world that collected in Mexico,
the baroque style evolved and commenced to tightly pack the architecture with
so much ornamentation that we could describe it as a kind of “gap-ophobia.”
This is “ultra-baroque,” meaning, in other words, the baroque of the baroque.” (Ono
83)
Algunos historiadores del arte
latinoamericano han preferido, en ocasiones, más bien denominaciones que
subrayen el carácter hibridizado y diferencial de las formas americanas, que
penetran con su peculiaridad cultural el imaginario y los protocolos
representacionales del dominador en una especie de “contraconquista”
visual. Así, por ejemplo, Teresa Gisbert
y José de Mesa refiriéndose al Barroco andino, optan por una nominación que
rescate el carácter multicultural y sincrético de esta forma de arte:
Creemos –indican– que la
arquitectura barroca desarrollada en América se independiza de los moldes
europeos a principios del siglo XVIII […] Las palabras ‘ultrabarroco’ y
‘churrigueresco’ son insuficientes porque indican formas extremas del barroco
europeo, pero no concepciones diferentes. Por esta razón hemos usado el término ‘mestizo’ que […] es
el más propio para denominar a una arquitectura estructuralmente europea,
elaborada bajo la sensibilidad indígena.”
(Gisbert y de Mesa 255, mi énfasis)
Sin embargo, lo que aquí me
interesa destacar es la reapropiación del término en contextos actuales en los
que éste aparece repotenciado por su inserción dentro de contextos otros,
vinculados a formas de hibridación cultural relacionadas con los contextos de
la postmodernidad, o sea con el horizonte marcado por el descaecimiento de las
certezas epistemológicas que se articulaban en torno a los conceptos de nación,
identidad, ciudadanía, consenso, progreso y subjetividad que guiaron las
formalizaciones de la modernidad desde la independencia hasta la década de los
años 80, en el siglo XX. Sin caer en una diseminación radical de los procesos
de “barroquización” contemporánea ni en la idealización que atribuiría esta
nueva recurrencia del Barroco a un renovado “espíritu de época”, el
ultrabarroco ha sido caracterizado en estos contextos no ya como una forma de
expresión que se atiene a definidos rasgos formales o temáticos, sino como una
disposición a partir de la cual es posible re-presentar (exponer, hacer
inteligibles) los procesos de transculturación e hibridación que caracterizan a
la cultura actual.
Elizabeth Armstrong y Víctor
Zamudio-Taylor, curadores de la exposición itinerante titulada Ultra Baroque.
Aspects of Post Latin American Art, y editores del correspondiente catálogo,
describen el concepto de la siguiente manera:
Nuestro planteamiento sugiere que
el barroco es un modelo para comprender y analizar procesos de transculturación e hibridez acentuados e
impulsados por la globalización. Dada esta aproximación, proponemos que el
barroco, en toda su recepción conflictiva y su reinterpretación, es más
importante hoy como actitud que como estilo, y fundamentalmente
interdisciplinario (sic), trascendiendo la arquitectura, la música y las artes visuales, los campos a los que
fue confinado tradicionalmente. La denominación ‘ultrabarroco’ es en sí un
híbrido consciente (e intencionalmente juguetón) […] y sugiere una cultura visual contemporánea,
postmoderna y exuberante, con relaciones inextricables a un periodo histórico,
un estilo y una narrativa. Dialoga con
la idea del escritor cubano Alejo Carpentier sobre un “Barroco de nuevo mundo,”
donde el barroco europeo se topó con formas indígenas que también eran
barrocas. La mezcla con formas indígenas produjo un barroco más intenso, “un
barroco a la enésima potencia: un ultrabarroco.” (Armstrong 3)
En su introducción a Ultra
Barroco, Elizabeth Armstrong caracteriza las extensiones transhistóricas y las
reterritorializaciones del Barroco como
estética posnacional: no sólo, ya, como la codificación estética que se
traslada de sociedades europeas a
territorios coloniales, como sucediera, en otros registros, con las prácticas
desterritorializadas del cristianismo, el mercantilismo o la trata de esclavos,
sino también como un producto que en sus
modulaciones modernas y posmodernas, aparece ya definitivamente emancipado de
sus especificidades históricas. En este sentido Armstrong habla, al referirse a
la torsión final del ultrabarroco, como de un arte pos-latinoamericano, que más
allá de las limitaciones impuestas por
fronteras nacionales e identidades políticas, se inserta en los
escenarios más actuales combinando
impulsos locales y globales.
Queremos enfatizar nuestro
interés en el arte de América Latina que
se caracteriza por un enfoque postmoderno de la producción cultural, que ya no
viene determinada por fronteras geográficas ni identidades políticas. Nutrida
de otras posiciones críticas que suponen una revisión de teorías y prácticas
sociales y culturales (que están ligadas a designaciones específicas como
‘post-feminista’ o ‘post-Chicano’), esta nomenclatura provocativa refleja la
producción de un discurso que designa
expresiones artísticas dirigidas por impulsos locales y también globales,
fundamentado en especificidades históricas pero tratando de trascenderlas.
(Armstrong 5).
La economía alegórica del neobarroco convoca en su
expresividad exacerbada la política de la cita y la experiencia de la
fragmentación, dando por resultado productos que en su fuerte sincretismo
proveen “la clave para la interpretación de la hibridez en la cultura visual” y
la comprensión de los productos culturales que revelan el mestizaje sistémico de América Latina.(Zamudio-Taylor 141)
Para Gruzinski, la adopción del
Barroco se vincula a la mundialización de mercados culturales, y es un efecto
de los procesos colonizadores. Pero lo importante no es registrar ese efecto
como resultado necesario de la historia europea, sino percibir el significado
de las hibridaciones culturales como canalizaciones contra-occidentalistas a
través de las cuales se expresan nuevas formas de sensibilidad, y nuevas
agencias. La preferencia por “las formas exóticas y novedosas, un gusto por lo
insólito, lo original y lo sorprendente” (Gruzinski, “El planeta barroco” 117) no sólo caracteriza al Barroco como
producto estético-ideológico orgánico de la monarquía absoluta española y como
una de las matrices más prominentes de la hegemonía cultural del occidentalismo
(racionalista, burgués y cristiano), sino que abre el dique por el que se
filtran, en los imaginarios dominantes, subjetividades subalternas pero en
constante estado de resistencia y diferenciación. A no dudarlo, las
negociaciones entre estas nuevas formas de agencia cultural y el mercado
general de los bienes simbólicos constituyen un universo complejo y
frecuentemente contradictorio de marchas y contramarchas históricas y sociales.
Como el mismo Gruzinski reconoce, la evaluación actual de la obra de artistas
americanos, como el mulato mexicano Juan Correa (c. 1645/1650- 1716) o el
escultor afro-brasileño Aleijadinho (1738-1814), productores de grandes
creaciones de Barroco eclesiástico, obliga a entender sus obras como una forma de
sometimiento al poder de la iglesia y, en general, a las fuerzas colonizadoras
que devastaron las culturas pre-hispánicas (“El planeta barroco”). Sin embargo,
es en el proceso y en las proyecciones de esas apropiaciones subalternas que
debe buscarse el sentido cultural último de las dinámicas
transculturadoras. En efecto, “cada vez
que el paganismo europeo permitía al artista indígena introducir elementos del
panteón amerindio a la mitología y las escenas alegóricas que servían como
vehículos al barroco, abría los espacios para el rescate de la memoria
indígena.” (Gruzinski, “El planeta barroco” 120) En ese sentido, la historia
que narra la producción barroca americana no es sólo la de la colonización y la
transculturación, sino también la de interacciones recíprocas que dan lugar a
la expresión de otras epistemologías que fuerzan su entrada en el sólido
sistema simbólico de la dominación colonialista, hibridizando su unicidad
dogmática.
Evocativo y presentista, el ultrabarroco sería
justamente la inflexión más actual de una semántica que se revela contra el
ordenamiento racional de contenidos artísticos, el equilibrio representacional
y el disciplinamiento hermenéutico. La
estrategia es, con frecuencia, la recuperación, descentramiento y
recontextualización de elementos que
remiten a fracturas epistemológicas asociadas a la crisis de la
modernidad y al advenimiento de formas de subjetivación cultural afectadas por
las transformaciones masmediáticas y por la desauratización y re-localizaciones
del discurso humanístico. Si el código barroco se define por su nomadismo y su
constante refuncionalización estético-ideológica, o sea por su constante
arraigo en nuevos territorios existenciales, el ultrabarroco constituiría el
enclave simbólico de nuestro tiempo y nuestra circunstancia, donde las
fronteras entre las dos Américas se diluyen en procesos de intercambio y
reformulación identitaria. Al mismo tiempo, el ultrabarroco pretende evidenciar
–re-presentar– el hecho de que esta porosidad de fronteras no invalida sino que
incluso acentúa y tiende a naturalizar, ya no la existencia de diferencias
culturales sino la de desigualdades sociales que siguen imponiéndose, de Norte
a Sur, en el contexto de la posmodernidad neoliberal.
En este contexto de
territorialidades fluidas, reforzamiento de hegemonías y resignificaciones culturales, el ultrabarroco explora
nuevamente el límite de la codificación estética y de la representabilidad de
subjetividades –de post-identidades– transnacionalizadas saturando el espacio
de la globalidad en un gesto irreverente de contra-conquista de los imaginarios
consagrados. Zamudio-Taylor considera que
esta nueva refuncionalización del Barroco “ofrece hoy, en la era de la
globalización, la clave para la
interpretación de la hibridez en la cultura visual” (141) al ejercerse como una
intervención de los protocolos (post)modernizadores, que viene desarrollándose
desde la colonia:
El legado del colonialismo
ibérico forzó a las emergentes naciones latinoamericanas, particularmente a
Brasil, Cuba y México a negociar condiciones de modernidad nutridas por las
culturas manierista y barroca, que tradujeron, transformaron, y circularon a
las metrópolis europeas. En este sentido, el barroco problematizó la
negociación de la modernidad en América Latina, y ofreció un conducto desde el
cual sus valores en pugna y su lenguaje se filtraron y derramaron a la
posmodernidad. (Zamudio-Taylor 141)
En los escenarios actuales el
ultrabarroco teatraliza el debilitamiento de los que fueran, durante la plena
vigencia de la modernidad, los contenidos “duros” de la identidad individual y
colectiva: la territorialidad asignada a las culturas nacionales, la noción de
consumo como principio democratizador y como forma privilegiada de realización
personal e integración social, la apuesta a la transparencia del lenguaje como
vehículo de consenso político y social, el afán pedagógico del arte y la
concepción de la obra como producto acabado, armónico y total. Sin ritualismo,
en la era post-sagrada, el arte ultrabarroco reivindica la materialidad y
reproductibilidad de la obra, ejerce y extrema el arte de la cita (los
contenidos fuera de lugar, la minimización de la memoria contextual), y expone
la fragmentación y la impureza de los significantes culturales como uno de los
principios de la representabilidad post-identitaria. La poética del
ultrabarroco mantiene, sin embargo, una memoria histórica que se advierte en la
recurrencia de elementos que remiten a la violencia originaria, vinculando las
referencias al colonialismo con la exhibición casi obscena de cuerpos
desmembrados o de espacios agobiantes, saturados por la mercancía. En otros
casos, el arte ultrabarroco crea escenarios (instalaciones) efímeros y
melodramáticos –en su propia manera, melancólicos– que sin la monumentalidad de
los grandes catafalcos o arcos triunfales de la primera modernidad barroca, y
sin el afán monumentalizador y museístico de las siguientes, operan a partir de
percepciones puntuales capaces de expresar performativamente aspectos
fragmentarios de la subjetividad individual y colectiva. Minimiza al sujeto
autorial pero entafiza la posicionalidad de la mirada como principio
organizador de la experiencia y del (auto)reconocimiento, en los términos
definidos por Lacan: “Le baroque c’est la régulation de l’âme par la scopie
corporelle.” (Le Seminaire XX, 105). Es como si desde la globalización y la
postmodernidad la irreverente mercancía simbólica del ultrabarroco interrogara
retóricamente tradiciones y legados, analizando el saldo del progreso desde las
instancias salvajes del capitalismo tardío, saturando el espacio transnacional
con una gap-ophobia que revela el horror al silencio que ha seguido a la muerte
de los grandes relatos, y ofreciendo en su lugar micro-historias en las que se
ha renunciado a la totalización filosófica y a la epicidad revolucionaria. El
ultrabarroco teatraliza así, a su manera, en tiempos de globalización,
triunfalismo neoliberal y reformulación de hegemonías, la conciencia de estar
pisando un límite epistemológico –civilizatorio– y representacional. Su utopía
no consiste en la capacidad o en el deseo de articular propuestas concretas,
sino en creer, todavía, en la eficacia de la deconstrucción y la
des-sublimación por el arte. La historia no es circular ni progresiva. La
historia es residual, es diferencia y ruina: es un pliegue que vuelve sobre sí,
es repliegue y despliegue, es retombée.
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Notas.-
1
En su introducción a Ultra
Baroque, Elizabeth Armstrong recupera algunos de los rasgos etimológicos aquí
aludidos, y la imagen tradicionalmente citada de la formación de la perla, para
afirmar el carácter emblemático del Barroco en tanto dispositivo que describe
la disparidad americana y sus procesos de mestizaje y transculturación: “Dada
la resistencia del barroca fijar categorías de interpretación, la perla
imperfecta puede ser un emblema, si no
un paradigma, para designar la diferencia y, por extensión, la hibridez que se
resiste al orden y la clasificación.” (Ultra Baroque2)
2 Las definiciones que retoman la
idea de lo barroco como patología de la forma dan evidencia, sobre todo, del
lugar enunciativo y de la posicionalidad epistemológica desde los que se evalúa
la estética barroca. Bolívar Echeverría ha indicado, en su definición del ethos
barroco que: En efecto, sólo desde la perspectiva formal clásica lo barroco
puede aparecer como una de-formación; sólo en comparación con la forma realista
puede resultar in-suficiente y sólo respecto del creacionismo formal romántico
puede ser visto como conservador. Agregando: Se trata, así, por debajo de esos
tres conjuntos de calificativos que ha recibido el arte postrenacentista, de
tres definiciones que dicen más acerca del lugar teórico desde el que se lo
define que acerca de lo barroco, lo manierista, etcétera, tomados en sí mismos.
Son definiciones que sólo indirectamente nos permiten ver en qué puede
consistir lo barroco. (Echeverría 23)
3
Este trabajo forma parte de un trabajo mayor y por esta razón no
desarrolla a cabalidad algunas de las propuestas que se esbozan en esta sección
introductoria.
4
Uso aquí el concepto de “ultrabarroco” –que trataré más adelante en este
trabajo– en su recuperación más actual, para designar
prácticas de reapropiación de la estética barroca en el contexto de la
postmodernidad, y siguiendo la designación sugerida en el catálogo titulado
Ultra Baroque. Aspects of Post Latin American Art, editado por Elizabeth
Armstrong y Víctor Zamudio-Taylor.
5 Ver, al respecto, mi Viaje al
silencio. Exploraciones del discurso barroco, particularmente la primera parte,
en la que se caracteriza el carácter reivindicativo y contracultural del
Barroco de Indias.
6 Sobre el establecimiento del
concepto “Barroco de Indias” son imprescindibles los estudios de Mariano Picón
Salas, y Leonardo Acosta, entre otros. Para perspectivas más actuales sobre el
tema, ver Moraña, Relecturas del Barroco de Indias y Viaje al silencio. Sobre
el concepto de “mímica” en relación con la representación del sujeto colonial,
ver Bhabha.
7 En Celestrina’s Brood, en los
capítulos dedicados a Calderón y a Espinosa Medrano, González Echevarría se refiere al tema de la monstruosidad en
el Barroco relacionándolo con el
problema de la identidad (“monstrosity as identity”), intepretando lo
monstruoso como una forma de catacresis
(tropo que permite dar nombre a algo que aún no lo tiene, a partir de
una resignación traslaticia). “Monstrosity appears in the Baroque –según
González Echevarría -- as a form of
generalizad catachresis, one that affects language as well as the image of self
and that incluyes the sense of belatedness inherent in Latin American
literatura.”(5) La “monstruosidad” barroca se asocia así con la cualidad híbrida propia de la
sociedad criolla (de ascendencia
peninsular pero de origen y raigambre americanos), y con la coexistencia de
atributos contradictorios del letrado colonial, del tipo que señalamos,
emblemáticamente, en los casos de Sor Juana, Espinosa Medrano,
etc. Como sugiere González Echevarría,
la monstruosidad señala el estadio transicional de estas id-entidades
que aparecen dotadas de una cualidad
bifronte, desde el punto de vista cultural, genérico, etc. El
travestismo simbólico que se asocia a la figura de Sor Juana y que retomará el
Neobarroco recuerda el parlamento de Rosaura en La vida es sueño, donde
ella aparece a los ojos de Segismundo,
como señala González Echevarría, como
“monstruo de una especie y otra” (como hombre, o como mujer, o como una mezcla
de ambos), creando una ambigüedad
epistemológica y una saturación del signo lingüístico y visual que son propios de la estética barroca. Sobre
la relación entre monstruosidad y colonialismo ver también Zavala.
8 Para Carlos Rincón, ciertas
interpretaciones del Barroco, como la de Alejo Carpentier, por ejemplo,
buscan justamente establecer una
genealogía cultural que permita fijar ciertas raíces
histórico-culturales a partir de los cuales se habría desarrollado la narrativa
de los años sesenta. Así, por ejemplo, según Rincón, “el recurso a la Autorictas del Barroco como
mito sirve para unificar la contradictoria y refractaria realidad de la novela
actual y marca el camino para la que se
ha de escribir en el futuro: crea un estereotipo ennoblecido. Lo que se
presenta como un proceso ‘hermenéutico’ de acercamiento al Barroco es una
operación para autentificar un mito cultural de origen y legitimar la
‘originalidad’ de esa nueva novelística. Construida sobre la base de ese corpus
cultural, ‘expresaba’ y aseguraba una comunidad de conciencia, tradición y
lenguaje.” (Mapas y pliegues 192)
9 Sin embargo, aunque Lezama Lima
parece ironizar esa extensión barroca, será justamente esta nota la que guiará
su afirmación de que el Barroco “no es un estilo degenerescente (sic), sino
plenario, que en España y América representa adquisiciones de lenguaje, tal vez
únicas en el mundo, muebles para la vivienda, formas de vida y de curiosidad,
misticismo que se ciñe a nuevos módulos para la plegaria, maneras del saboreo y
del tratamiento de los manjares, que exhalan un vivir completo, refinado y
misterioso, teocrático y ensimismado, errante en la forma y arraigadísimo en
sus esencias.” (Confluencias 229)
10 Al estudiar la genealogía del Barroco americano y sus vinculaciones con
la modernidad y la postmodernidad, Rincón se extiende hasta las manifestaciones
de un Neobarroco virtual presente en la conformación del “hipermercado global
de signos estéticos y culturales.” (157)
11 Se adjudica el uso del término “neobarroco” a
Gustavo Guerrero, que lo utiliza en sus estudios sobre la obra de Severo
Sarduy.
12 En un acápite en forma de poema al comienzo
de Barroco (1974), la palabra retombée aparece “definida” de la siguiente
manera:
“retombée: causalidad acrónica,
isomorfía no contigua
o,
consecuencia de algo que aún no
se ha producido,
parecido con algo que aún no
existe.” (OC 1196)
Sarduy indica luego, en 1987:
“Llamé retombée, a falta de un término mejor en castellano, a toda causalidad
acrónica: la causa y la consecuencia de un fenómeno dado pueden no
sucederse en el tiempo, sino coexistir; la
‘consecuencia’ incluso, puede preceder a la ‘causa’; ambas pueden barajarse,
como en un juego de naipes.
Retombée es también una similaridad o un parecido en lo discontinuo: dos objetos
distantes y sin comunicación o interferencia pueden revelarse análogos; uno
puede funcionar como el doble –la palabra también tomada en el sentido teatral
del término – del otro: no hay ninguna jerarquía de valores entre el modelo y
la copia.” (Sarduy, “Nueva inestabilidad” en
OC 1370). En un acápite en forma de poema, la palabra retombée aparece
explicada de la siguiente manera:
13 Según Rincón, “En la condición
paradójica de las sociedades latinoamericanas dentro de la historia de la
descolonización y del puesto del Barroco en algunas de sus culturas, el
desciframiento de éste y la cuestión de la relación mimesis-alteridad tiende a
situarse hoy más bien y a orientarse [sic] en el sentido de la nueva crítica
cultural transdisciplinaria y su historización de las cuestiones de la
identidad” (Mapas y pliegues 190)
14 En su prólogo a la antología
de Martín Adán titulada El más hermoso
crepúsculo del mundo Jorge Aguilar Mora recoge esa opinión de Mariátegui y reconoce el carácter
estratégico de la misma en el contexto de las tensiones por las que
atravesaban las vanguardias, así como el
afán del autor de los Siete ensayos de interpretación de la realidad
peruana por exaltar el carácter paródico
del “Itinerario de poesía” escrito por Adán y publicado en el número 17 de la revista Amauta. Con razón señala Aguilar Mora que el “gesto”
de Matiátegui era más una voluntad de intervenir en el “juego” literario del
momento que un juicio acertado sobre el conjunto poético de Martín Adán, que
entregaba en su “itinerario” un producto no barroco sino modernista y hasta
reminiscente del romanticismo, y que habría que esperar hasta la publicación de
“Romance del verano inculto”para ver un despliegue real del gongorismo poético
en Adán. Es significativo, sin embargo, que Mariátegui apelara a esta
caracterización para exaltar el valor de la obra el autor de La casa de cartón
y promoverlo desde las páginas de su prestigiosa revista.
15 Ver, al respecto, como ejemplo de estos
debates, Schwarz.
16 En efecto, ya desde la implantación de la llamada “cultura del Barroco” en el siglo
XVII, la problemática del poder colonial
y, más adelante, lo que Aníbal Quijano ha llamado la colonialidad del poder,
que se registra, en diversas modalidades, todo a lo largo del proceso
modernizador y se distingue, epistemológicamente, del fenómeno histórico del
colonialismo, sugieren la necesidad de integrar estos paradigmas de
estructuración socio-política en América Latina básicos [modernidad, colonialidad] a la
interpretación de formas culturales e ideológicas. En este caso, las mismas
pueden ser utilizadas como matriz desde la que pensar en la estética
(neo)barroca, en la que se combinan los
residuos de la monumentalidad imperial y la subversión de esos mismos cánones,
en las que podríamos llamar áreas de influencia del hispanismo peninsular. Para
el concepto de “colonialidad del poder” y su diferenciación con respecto al concepto de “colonialismo,”
ver Quijano.
17 La idea de negatividad aquí utilizada no es
ajena, por cierto, al concepto
popularizado por T. Adorno en Dialéctica
negativa (1973), sobre todo en la medida
en que el término articula nociones que permiten acercarse a una comprensión de
fenómenos socio-culturales de carácter post-nacional o multinacional, y en
tanto propone la posibilidad anti-utópica de pensar la modernidad como una
instancia no de superación sino de reconciliación de contradicciones sociales.
18 “Lezama wields the Baroque as an already
original anxiety of creation and innovation— Lezama’s Baroque is a romantic
Baroque, a Baroque endowed with the fundamental features of German Romanticism.”
(González-Echevarría, Celestina’s Brood 218)
19 Según Irlemar Chiampi, “Lezama
libera el Barroco del flujo de la historia continua, para producir un “salto”
hacia lo incomplete e inacabado de esa estética, revelándonos cómo ese
fragmento metahistórico se constituye en una “forma” que nos sitúa en la
modernidad por la disonancia.” (140, énfasis mío)
20 “Lack
and excess are the interchangeable inversion and reversal of Sarduy’s
metaphoric system” (González-Echevarría, Celestina’s Brood 220)
21 Sobre la obsesión del Barroco
con las ideas de transitoriedad y decadencia, y su elaboración benjaminiana,
ver Buci-Glucksmann, La raison baroque.
22 Recordar, sin embargo, que la pérdida, en Benjamin, no es pura
negatividad sino también producción (en el sentido económico, pero también
teatral): un encuentro del ser con lo
que yace oculto y espera para
manifestarse, una instancia a partir de
la cual se accede a una plenitud otra: “Contemplada desde el lado de la muerte,
la vida consiste en la producción del cadáver.” (Benjamín, “El origen del
drama” 214)
23 Sigo en esta elaboración el
trabajo de Buci-Glucksmann sobre Benjamin. Ver sobre todo el cap. 4 de La
raison baroque, The Aesthetics of Transcience.
24 Cabe indicar que de Souza
Santos separa ethos barroco y posmodernidad: Alo barroco no es postmoderno: lo
barroco es parte integrante de la modernidad, un desvío suyo, a mi juicio, una
transgresión dentro de la modernidad. Es una centrifugación a partir de un
centro, que puede ser más o menos débil, pero que existe y se hace presente. Lo
postmoderno, por el contrario, en cualquiera de sus dos versiones, no tiene
centro, es acéntrico, de ahí le viene su carácter >post.=@(en Echeverría,
Modernidad, mestizaje cultural.. 324).
25 Echeverría aclara el proceso
semiótico de códigofagia de la siguiente manera: ALas subcodificaciones o
configuraciones singulares y concretas del código de lo humano no parecen tener
otra manera de coexistir entre sí que no sea la de devorarse las unas a las
otras; la del golpear destructivamente en el centro de simbolización
constitutivo de la que tienen enfrente y apropiarse e integrar en sí,
sometiéndose a sí mismas a una alteración esencial, los restos aún vivos que
quedan de ella después.@ (Echeverría, Modernidad, mestizaje cultural.. 32)
Baroque/ Neobaroque/ Ultrabaroque
: Disruptive Readings of Modernity -
Mabel Moraña
Maestro , gracias por todo....
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