martes, 25 de noviembre de 2014

De proliferaciones y significantes - Ignacio Elizalde


Hay ocasiones en que la escritura, en su pulsión proliferante, vuélvese sobre la letra como animal sintáctico, voluptuoso y desmesurado y pareciera que desbordara el texto provocando en la página un cúmulo de tensiones que un ojo austero difícilmente podría descifrar. Y probablemente el hecho de descifrar sea precisamente el problema, un gesto inadecuado, fuera de lugar (si es que el ojo pueda hacerse de un lugar) pues esta especie de escritura parece resistirse al acabamiento, a esa estructura sacerdotal sicoanalítica (la enfermedad de la “interpretosis” contra la que emprenderá Deleuze) que pretende hacer del texto un algo legible, otorgándole significado de manera directa y haciendo del lenguaje, en última instancia, vehículo del sentido.

Esta especie de escritura, de la que he hecho una consciente digresión, es la que Severo Sarduy en su ensayo “El Barroco y el Neobarroco” denomina barroca, o más precisamente neobarroca, en tanto ésta “refleja estructuralmente la inarmonía, la ruptura de la homogeneidad, del logos en tanto que absoluto” [1] y donde el lenguaje modificará sustancialmente su fisonomía para hacer entrar en juego toda una constelación de signos que siempre están intentando llegar a puerto, pero que indefectiblemente, no lo consiguen. Porque lo que cobra importancia no es el destino del signo, lo que significa este, sino mas bien su trayecto, el incesante desplazamiento de la letra hacia un objeto que en la naturaleza constituyente de la escritura neobarroca está perdido. El lenguaje se artificializa, se hace extravagante y las palabras serpentean dentro de su propio cuerpo, como una especie de oda al recoveco, al pliegue y también a lo desmesurado. No se trata de un despliegue de la vocal, como si las palabras se dilataran por la hoja intentando llenar los intersticios del lenguaje como una especie de combate contra el silencio, sino de un repliegue de ésta, hacia dentro, siempre ensanchándose, como un tumor que se expande por la anatomía del signo. De esta manera, uno de los mecanismos fundamentales de artificialización de esta escritura, según Severo Sarduy, es el de la proliferación, que consiste en obliterar el significante de un determinado significado, pero no para reemplazarlo por otro, sino por otros, es decir una cadena de significantes que va progresando metonímicamente trazando una órbita alrededor del significante ausente. Ya no se trata entonces de interpretar un estado de cosas, no se trata de establecer ni las fronteras del objeto que se designa, ni mucho menos su significado. Éste ha perdido su preponderancia dentro de la constelación sígnica deslizándose silenciosamente bajo el significante. Aparece como un fantasma dentro de esta cadena infinita de los cuerpos vocales volviendo el contenido no algo definido, sino muy por el contrario, algo sugerido vagamente,  tan abstracto como si dijéramos el corazón de una conciencia que surca el universo.

Al mismo tiempo, un cierto aire de insuficiencia y de incertidumbre marcará el ritmo intrínseco del que está dotado el significante. No se conformará jamás con su propia proliferación, tal como la voz no se cansará de hacer temblar la garganta, como una especie de aullido que surge desde el cuerpo pero que no alcanza la vocal, que la posterga haciéndola infinita. Así, el lenguaje su vuelve sobre sí mismo en una búsqueda en que el objeto se transforma en objeto de deseo, abriendo sentidos, cerrando otros pero siempre- paradójicamente- alimentado por un hambre que no puede saciarse. Deseo y no placer, en tanto la pesquisa infatigable sobre una carta para que llegue a destino pero que no se consigue, postergando infinitamente el goce. Se dispersa el objeto, huye por los recovecos de nuestra propia letra, entre los intersticios del significante, obliterado de antemano y reemplazado por una cadena de más significantes.

Pero también lo contrario: placer y no deseo, en tanto el ejercicio coreográfico de la garganta que se regocija a la hora de proliferar y de producir significantes, y que no cesa de constituir otro ritmo, otro régimen, un régimen creador. Reveladores son, en este sentido, los versos del poeta argentino Arturo Carrera que en su libro “La partera canta” hace de la voz cuerpo, del lenguaje goce; como si la letra hiciera de esperma del código creador y codiciante: “Hélices me volcaban sobre la escarcha del espejo; gestos nuevos me derramaban como hirviente leche. Yo ya era el código codiciante. Yo el juguete lingüístico; el biberón publicitario: “A la vida, échele más leche” [2].


[1] Sarduy, Severo, “El barroco y el neobarroco” en C. Fernández Moreno: América Latina en su literatura, Siglo XXI, México D.F., 1972. p.183

[2] Carrera, Arturo. La partera canta, Sudamericana, Buenos Aires, 1982. p. 25


1 comentario:

  1. Hermos trabajo. Punto, coma, lineas...........De verdad hermoso.

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