jueves, 26 de diciembre de 2013

Neobarroco, el horror al vacío: Maquieira y Harris. - Oscar Galindo V.

(En “Neomanierismo, minimalismo y neobarroco en la poesía chilena contemporánea”)

Poco lezamianos somos como para aplicar la categoría de neobarroco a la poesía chilena, entendida como lo entendieran Carpentier, Zarduy y el mismo Lezama Lima, esto es, la cualidad oscura e ininteligible de los textos, la sobredecoración, la autocomplacencia en el lenguaje mismo. Para Carpentier y Lezama, el barroco es el arte auténticamente hispanoamericano. Carpentier llega a reclamar que el barroco es una constante universal, es decir un espíritu y no un estilo, que va desde la escultura precolombina hasta el presente de la novela. Para Severo Sarduy, el barroco hispanoamericano es la irrisión de la naturaleza en su alarde de artificialización. Para Lezama lo barroco no se limita a la expresión formal, sino a todas las formas imaginables de la vida: desde el lenguaje y las comidas hasta el vestuario, que surge de una heroica pobreza. No se trataría de un arte de la contrarreforma como en Europa, sino, por el contrario, de un arte de la contraconquista.

El barroco lezamiano es en todo caso gongorino. Si algo caracteriza la poesía chilena es su vertiente quevediana. Menos exuberante, el concepto no se ha utilizado prácticamente para referirse a la poesía chilena. Si existe un barroco en nuestras tierras este tiene otros rasgos y componentes.

La publicación de La Tirana (1983), de Diego Maquieira (1951), y una década más tarde de Los sea harrier, supone la irrupción de una escritura desestabilizadora de los cánones convencionales y, al mismo tiempo, una radical trasgresión lúdica y humorística de las posibilidades del lenguaje poético. En una breve nota, Enrique Lihn (1984) ha destacado la filiación de La Tirana con la escritura barroca y tenebrista, con el humor negro de Quevedo y Góngora, con la poesía popular y con el a veces no menos poeta negro, Nicanor Parra. El barroquismo, en su estética de la contradicción, en su engaño de los sentidos, en sus sueños que se disuelven en los intersticios de la realidad, no es ajeno a esas contradictorias imágenes que nos ofrece la poesía de Maquieira o Harris, o aún otros poetas del momento, como Alexis Figueroa (Vírgenes del sol in cabaret. Vienbenidos a la máquina, por ejemplo) o Gonzalo Muñoz (Exit, Este), en esa saturación verbal y citacional que define cierta zona de la escritura latinoamericana contemporánea.

La figura de Diego Rodríguez de Silva y Velázquez, uno de los elementos centrales del poema, remarca la idea de una escritura vuelta sobre sí misma. Diego Velázquez, el pintor que se pinta a sí mismo, tiene en el poemario otro Diego, el propio autor. El poema final concentra precisamente estas relaciones por medio de la reiteración del nombre: "Diego para / Para Diego / Para Diego / Puedes parar Diego?" ("La Tirana XXIV"). El disfraz barroco, el trasvestimiento, la máscara, se convierten en un lugar de distanciamiento entre el texto y el lector. La Tirana es, en esta dinámica, la lengua misma, la escritura, la historia de una escisión que define lo latinoamericano y chileno. Escritura de una lengua encerrada en espacios claustrofóbicos, en el hotel-salón-convento, en el que transcurre la misa negra.

Más allá del tono desacralizador y violento del poema, se leen los síntomas de una profunda autocensura, que nombra la oscura disolución del lenguaje. Escritura culposa en tanto el origen es siempre un lugar vacío, un ominoso lugar hacia el que la mirada no puede volverse con tranquilidad. La escritura de Maquieira es el síntoma más radical en la poesía chilena de los ochenta de la represión y la censura; su carnavalesco y herético lenguaje es el lugar de una dolorosa escisión. Escritura que busca liberar los traumas de un sujeto y de un cuerpo social marcado por la falsificación.

La obra poética de Tomás Harris6 (1956) se configura a partir de la noción del viaje como elemento estructurador múltiple: viaje al interior de una ciudad al sur del mundo (Concepción y, más en rigor, el barrio de Orompello); viaje también temporal en el que pasado y presente interactúan en una entidad indisoluble; viaje, en fin, por la escritura y los residuos de la literatura y de la cultura de la imagen. Desplazamientos paradojales al interior de una ciudad enclaustrada, marcada por los signos de la violencia y la degradación, en la que los personajes (el sujeto y sus amigos locos o ebrios) asisten al desconcertante espectáculo de sus espejismos. Espacios fronterizos entre lo literario y lo real.

Los cinco segmentos que componen el poema "Orompello" (pp. 16-21) insisten en la imagen obsesiva y contradictoria de Orompello como lugar del "engaño de los sentidos". Menciono el tópico porque no es el único elemento que remite a la estética barroca. Por esta cualidad, Orompello simultáneamente aparece como símbolo de otra cosa (como metáfora de la realidad) y como negación de esa metáfora (como expresión de su pura inmanencia que no remite a nada más que a sí misma): "Orompello es un puro símbolo echado sobre la ciudad". Esta afirmación constituye uno de los modos más singulares para desestabilizar la representación de la realidad, deseo imposible en Orompello, el lugar donde "se ha perdido la medida / de las cosas" ("Zonas de peligro (final)", p. 30).

En "La vida a veces toma la forma de los muros" recurre a uno de los procedimientos característicos de su poesía para problematizar las relaciones entre escritura y realidad: la vida como teatro (otro tópico barroco). Pero lo hace desde la conciencia del distanciamiento porque a cada momento el sujeto nos recuerda que no estamos en el teatro. Aun así la realidad se le aparece como un complejo inasible, pues no basta con saber que no estamos en el teatro para comprender los mecanismos del teatro:

            Era Tebas el lugar de la tragedia y no estábamos
en Tebas. Era Treblinka el lugar de la comedia y no
estábamos en Treblinka. Bajo la sombra de un muro
encalado y su tapiz de orín, de barro, de consignas
eróticas. (Yo entonces recordé que Genet quería que
la representación teatral de Las Sirvientas fuera
personificada por adolescentes pero en un cartel que
permanecería clavado en algún vértice del escenario
se le advertiría al público la investidura y la ficción).
No estábamos en el teatro: había neones charcos de aguas
muertas una esquina intransitable. Los cuerpos estaban
muertos los cuerpos no estaban muertos. El aviso luminoso
verde del Hotel King era el sol. Estábamos en nuestro
propio pueblo no estábamos en nuestro propio pueblo.
Los pueblos eran pueblos fantasmas. Los muros encalados
signos del silencio. Por las noches comenzábamos a imaginarnos
cosas: los miserables mecanismos del sueño
se oponen al horror, un cartel que permanecería clavado
en algún vértice del escenario se lo advertiría
al público ("Todos los muros eran encalados en nuestros pueblos fantasmas")

Toda escritura es teatro, una escena de la representación de la vida, sólo que nadie le recuerda a nadie que estamos en el teatro. Harris invierte el proyecto de Genet, la advertencia de que estamos en el mundo de la ficción. La realidad, se supone, no necesita de advertencias, salvo cuando el sujeto no sabe a ciencia cierta donde comienza una y termina otra. De ahí la insistencia en enunciados que se niegan simultáneamente. La teatralización de la realidad, los miserables mecanismos del sueño (de nuevo otro tópico barroco: la vida como sueño) se oponen al horror, al no saber. De ahí que sea necesario advertir al público el lugar donde estamos. La vida teatralizada convierte la representación en el fantasma de la realidad, o como advierte en otro momento: "Yo sabía que estábamos en Concepción, / es decir en ninguna parte" ("La corriente nunca nos dejó entrar a ella"). El barroquismo de Harris es una consecuencia de esta versión engañosa que articula de la realidad, de ese horror vacuo, de esa necesidad de llenar el mundo con palabras.

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