miércoles, 5 de enero de 2011

BARROCO, ILUSTRACIÓN, MODERNIDAD: ASEDIOS CONCEPTUALES - Jesús Pérez-Magallón

Al hablar del Barroco la mayoría de los críticos se ha enfrascado en clasificaciones y puntualizaciones a partir de criterios estilísticos (en particular Hatzfeld), los cuales resultan claramente insuficientes si se pretende comprender el Barroco en su globalidad. Wöfflin, lo mismo que Eugenio d’Ors o Emilio Orozco, aluden a nociones supratemporales, criterios trascendentes, estético-metafísicos, que escapan a los condicionamientos históricos de cada formación cultural concreta. Wellek ya alertaba hace tiempo de que era preciso, para llegar a una conceptualización válida, tener en consideración tanto factores estilísticos como ideológicos, aunque separar ambas cosas del contexto histórico-social resulte inoperante. Centrado en el Barroco hispanoamericano, Sarduy elaboraría con instrumentos teóricos más “modernos” y aportaciones tan sugerentes como la de la cultura del desperdicio, el mismo proceso esencialmente estilístico y formal. Y no creo que salga de ese enfoque estético Walter Moser en su búsqueda de un “recyclage culturel” que explicaría la (dis)continuidad del Barroco en América. Lo mismo puede decirse de Jacques Lacan y su lectura del barroco, pues añadir la “jouissance” como aspecto central de la época, asociada a una exaltación del cuerpo, no tiene en consideración sino elementos propios del tiempo, no el tiempo en sí; y, por supuesto, pasa por alto otros elementos que se contraponen abierta y frontalmente a aquéllos. Por eso Bernard Nominé no duda en estudiar el barroquismo de Lacan partiendo de nociones esteticistas sobre el barroco. Y es que, de hecho, la afirmación lacaniana “Je me range plutôt du côté du baroque” no es sino una boutade que le permite pasar a la idea de que barroco es igual a cristianismo y que, por tanto, “le baroque, c’est au départ l’historiole, la petite histoire du Christ”.

Sin duda, y con eso vuelvo al comienzo, la aportación más sólida—aunque no por ello menos discutible—ha sido la de Maravall. Para éste, la época barroca —que recorre toda Europa— se caracteriza por una situación en que “la economía en crisis, los

trastornos monetarios, la inseguridad del crédito, las guerras económicas y, junto a esto, la vigorización de la propiedad agraria señorial y el creciente empobrecimiento de las masas, crean un sentimiento de amenaza e inestabilidad en la vida social y personal, dominado por fuerzas de imposición represiva que están en la base de la gesticulación dramática del hombre barroco y que nos permiten llamar a éste con tal nombre”. La insuficiencia fundamental de su propuesta, sin embargo, es que, al presentar la formación cultural barroca como un conjunto unitario de instrumentos de control perfectamente planificado en defensa de los intereses monárquico-aristocráticos, no deja espacio para posibles rendijas por las que pudieran emerger, siquiera subalternamente, posibilidades culturales alternativas. No obstante, en la realidad del flujo histórico tales resquicios existieron y fue por ellos por los que avanzó la reflexión y exploración intelectuales y artísticas que caracterizaron la cultura de la modernidad ilustrada. Nadie puede dudar que el Barroco es un paradigma contradictorio con tendencias que apuntan en direcciones divergentes.

Parkinson Zamora retomaba para su reciente libro, The Inordinate Eye, las ideas expuestas hace ya tiempo por Alejo Carpentier. Para éste, el barroco no podía limitarse a un solo período histórico o a un solo lugar; por el contrario, el barroco es un espíritu colectivo, una forma de ser la cultura que se caracteriza por estructuras dinámicas y perspectivas policéntricas que permiten reconocer e incorporar la diferencia. Prestemos atención a estas dos ideas: la cultura latinoamericana es barroca porque es de síntesis y reconoce la diferencia y la incorpora; y la consideración del barroco como una forma de ser de la cultura, que históricamente ha sido el de América Latina. La primera afirmación nos hace, como mínimo, preguntarnos: ¿qué cultura no lo es de y en síntesis? Y, si hubiese alguna que no lo fuera, entonces ¿de qué sería?, ¿de y en análisis? Además, la síntesis implica elementos dispares, diversos: ¿de qué elementos se trataría? ¿Con qué criterios conceptuales aludir a tales elementos? Por otro lado, ¿es esencialmente así la cultura latinoamericana, de y en síntesis? ¿Nunca ha dejado de serlo? A este respecto quisiera apuntar algo que sólo mi primera visita a México puede justificar. Y es la presencia de una tendencia clasicista muy marcada (y silenciada) en los dominios del barroco. Así, por ejemplo, en Puebla, en la iglesia de la Soledad, se ve un retablo central de corte clasicista junto a dos retablos laterales de un barroco extremo. ¿Por qué nadie ha sugerido siquiera que el (neo)clasicismo ocupa un lugar determinante en la sociedad mexicana? El Palacio Nacional, parte de la catedral de México, el Colegio de San Ildefonso, etc. La segunda afirmación nos obliga a preguntarnos: ¿qué quiere decir forma de ser de la cultura? Por supuesto, François Lyotard, en La condition postmoderne, define la posmodernidad como “un estado de la cultura después de las transformaciones que afectaron las reglas de juego de la ciencia, la literatura, las artes a partir del siglo XIX”. Mas, ¿puede aplicarse esa visión al barroco? ¿Qué quiere decir que históricamente el barroco ha sido el estado de la cultura en América Latina? ¿Ha sido y ya no lo es? ¿Ha sido y lo sigue siendo? ¿Quiere ello decir que el estado de la cultura del barroco no es forma universal? ¿Qué diferencia hay entre forma de la cultura y formación cultural? El problema fundamental que plantean esas palabras es que, por un lado, prolongan la indefinición y universalidad de las actitudes estéticas y artísticas; por el otro, atribuye al barroco una historicidad imprecisa en la existencia latinoamericana. Porque al afirmar que se elimina así el peligro de identificar el barroco “con un período histórico más o menos extenso” se quiere decir que no es un período histórico, sino que es constitucionalmente hablando el estado de la cultura latinoamericana. Tratando de escapar a un esencialismo identitario se cae en la trampa que se intentaba evitar.

Cuando Gilles Deleuze aborda el estudio del pensamiento de Leibniz en su obra Le pli. Leibniz et le baroque, parte de una visión del barroco que no se distancia de la estética o artística preconizada por Wöfflin y reciclada por D’Ors u otros autores. Las afirmaciones específicas que afectan al barroco o las referencias a Wöfflin, en efecto, no van más allá de eso. La referencia explícita a Wöfflin, de quien dice, “a marqué un certain nombre de traits materiels du Baroque: l’élargissement horizontal du bas, l’abaissement du fronton, les marches basses et courbes qui avancent” etc. O, por ejemplo, cuando sostiene que “Il est impossible de comprendre la monade leibnizienne, et son système lumière-miroir-point de vue-décoration intérieure, si on ne les rapporte pas à l’architecture baroque”. En realidad, se trata de la estética del pensamiento y no de su sustancialidad, ni siquiera de un pensamiento estético. Por supuesto, Alain Badiou lee el concepto de pliegue (le pli) deleuziano en términos de su relación con la noción de ser, que a mí me parece más invención de Badiou que reflexión de Deleuze. Sin embargo, cuando éste escribe en el capítulo 1 que “Le trait du Baroque, c’est le pli qui va a l’infini”, Deleuze encuentra un concepto que resume metafóricamente a la perfección la complejidad de la formación social y cultural del barroco. Pero no como asegura Badiou en el sentido de ver en el pli una postura anticartesiana, sino precisamente porque en su pliegue o despliegue o repliegue, el pliegue incluye (oculta o muestra) la cara cartesiana del barroco. Y ello nos lleva de nuevo a la magnífica aportación de Maravall, pero también a sus insuficiencias para conceptualizar esa variedad compleja. Entre otras cosas, escribe Maravall: “Apariencia y manera son la cara de un mundo que para nosotros es, en cualquier caso, un mundo fenoménico, respecto al cual nuestra relación es conocerlo empíricamente y usarlo. Galileo y Descartes estaban en ello, más por racionalistas y científicos que por barrocos, claro está; pero los escritores barrocos vislumbraron confusamente ese oculto camino”, donde contrapone abiertamente barroco y racionalismo, a pesar de que en otros lugares establece una cierta proximidad, siempre limitada. La misma idea aparece en Rosario Villari cuando escribe: “algunas personalidades de excepción han sido tenidas más por precursoras que por auténticas expresiones de su tiempo: Bruno, Galileo, Bodin, Bacon, Descartes, Harvey, Sarpi, Spinoza...”. Si retomamos la idea de Deleuze sobre el pliegue lo que vemos es que en sus innumerables pliegues, despliegues y repliegues (García Malpica) se encuentra la visión espiritualista, la imaginación, la pulsión de muerte, la apariencia, la exaltación del cuerpo y su goce, la razón, la realidad, la pulsión de vida, el empirismo, el sensacionismo, la represión de lo corporal, tendencias todas ellas incubadas y desarrolladas ya desde el siglo XVII y prolongadas en el XVIII.

Aparte de los numerosos estudiosos del teatro del siglo de oro que rechazaron la interpretación maravalliana como producción cultural instrumental, correa de transmisión de los valores hegemónicos que servía sólo como vía de adoctrinamiento de las “masas”, Fernando R. de la Flor señalaba en 2002 que, dadas las limitaciones del estudio central de Maravall, era necesario, sugería él, reintroducir en el estudio del barroco —que sigue viendo como momento secular entre 1580 u 1680— “lo que con más energía y singularidad muestra una cultura como la española del Seiscientos [...] la apertura a representar una pulsión de muerte y un principio de ir más allá de todas las determinaciones, entre ellas las de la misma razón, llámese razón práctica, razón experimental o, incluso, razón de Estado”. Es evidente que De la Flor ha elegido explorar lo que podríamos llamar, tomando prestado un título de Guillermo Carnero, la cara oscura del barroco. En mi opinión, sin embargo, esos elementos, presentes y actuantes sin la menor duda en el siglo XVII, no dan cuenta de toda la variedad de la época.

Por otra parte, la idea de un barroco contenido en el paréntesis de un siglo (1580-1680), como dice De la Flor (y en lo cual no va más allá ni del maestro Maravall ni de otros estudiosos), o que se sobrepone y da paso a un tiempo de los novatores, principio de la modernidad ilustrada española (como he dicho yo mismo), plantea evidentes problemas, sobre todo en el contexto del proyecto sobre The Hispanic Baroque. Y creo que la aportación de Claude-Gilbert Dubois es clarificadora y necesaria. Teniendo en cuenta que en Francia han dominado sobre todo los enfoques nacionales de carácter estilístico, lo que propone Dubois es reintegrar el barroco en la historia, en cuyo marco el barroco “ne renvoie pas seulement à des formes d’expression, mais aux substrats sociaux et politiques qui ont permis la production de ces formes”. Ssegún Dubois, el barroco histórico comenzaría como reacción a las reformas del siglo XVI y se prolongaría hasta

fines del siglo XVIII, con símbolos clave como la declaración de independencia americana y la declaración de los derechos del hombre y del ciudadano. Lo que caracterizaría la edad barroca sería, a nivel político, el modelo de la monarquía absoluta de derecho divino, de la que el despotismo ilustrado no sería sino una variante adaptada a las circunstancias. Frente al modelo de la armonía renacentista, el modelo barroco resume el curso imaginario que podría definirse como la utopía de la unidad imposible. Asi, el barroco propone un modelo que es a la vez unitario y binario, autoritario y esquizo. En síntesis, para Dubois “Le Classicisme et les Lumières sont les résultats d’un traitement français du baroque européen”. Es más, desde un ángulo más puramente historiográfico Carlos Alberto González Sánchez, que comparte la definición maravalliana del barroco como concepto de época, propone una ampliación cronológica: «cabría ampliarla entre el último tercio del siglo XVI y la primera mitad del XVIII». Se incorporan así aspectos contradictorios que habían quedado marginados en periodizaciones o cronologías anteriores y es particularmente operativo en el contexto cultural hispano. Si recordamos lo que había escrito Lezama Lima: «Ese barroco nuestro, que situamos a fines del XVII y a lo largo del XVIII, se muestra firmemente amistoso con la Ilustración»1, idea de nuevo retomada por Parkinson Zamora para afirmar que “the production of New World Baroque art and architecture continued until nearly the end of the eighteenth century, when the Churrigueresque style reached its most flamboyant expression in Mexico”, podemos aceptar que coexisten, en la edad barroca, una cultura dominante, pues como dice Maravall «pueden descubrirse manifestaciones barrocas que se cuentan entre las más extravagantes y extremadas, pero bien se sabe que el sentido de la época es otro», y una cultura no hegemónica socialmente hablando aunque de significación indiscutible en la evolución cultural y social. En nuestro caso, además, la edad barroca arrancaría de fines del XVI y se prolongaría hasta las Cortes de Cádiz y las independencias.

Pero si el barroco se prolonga durante el siglo XVIII y coexiste con la ilustración, la pregunta que se impone es: ¿por qué y quién ha establecido que la ilustración sí existe en la Europa moderna y el barroco no? Desde un presente cercano no hay que olvidar el modo en que las potencias occidentales hegemónicas representan simbólicamente su pasado. No hace mucho, David Kelley afirmaba: “La cultura de la Ilustración fue la cultura fundadora de los Estados Unidos”. En esa visión, la cultura de la pre-Ilustración (es decir, anterior a la Ilustración) se caracteriza por ser una visión religiosa, “basada en la fe, sobrenatural en su visión de la vida, y con una ética atada a los deberes”. Esa visión la asocia el autor a la derecha religiosa de Estados Unidos. Como la propia época decidió mirarse a sí misma, calificarse, nombrarse y decirse, hay demasiadas conceptualizaciones sobre la ilustración que ahora, para evitar actitudes antologizadoras, voy a evitar. No obstante, tomando a Foucault como referencia, éste contempla la Ilustración «plutôt comme une attitude que comme une période de l’histoire», actitud que no puede entenderse al modo ecléctico en que T.S. Eliot caracteriza la mente moderna, «que incluye todos los extremos y matices de opinión», sino, en palabras de Foucault, como «un type d’interrogation philosophique qui problématise à la fois le rapport au présent, le mode d’être historique et la constitution de soi-même comme sujet autonome»; viendo el hilo que nos une con la Ilustración en «la réactivation permanente d’une attitude; c’est-à-dire d’un ethos philosophique qu’on pourrait caractériser comme critique permanente de notre être historique». Al formular la modernidad —es decir, la contemporaneidad— de la actitud ilustrada, Foucault se refiere a una ontología histórica y crítica, en la que el individuo es sujeto y objeto de su indagación, inseparable de un compromiso ético con la misma. Pero, ¿qué instrumentos tiene el ser humano para esa crítica permanente de nuestro ser histórico? Los que articulan el discurso moderno de la Ilustración. Mas, ¿acaso no se encuentran esos instrumentos en el barroco? Ahí se ve uno de los elementos que permiten la doble lectura del proceso que conduce a la modernidad. Y eso explica que se diga que Descartes o Bacon son excepciones del barroco. Y todavía otra pregunta: ¿por qué en el ámbito anglo-sajón la idea de early modernity, incluso o sobre todo aplicada al mundo hispánico, está viniendo a sustituir conceptos como renaissance o baroque? La cuestión central es que, desde la lectura de la historia que fija la Europa central y del norte, la ilustración puede incorporarse a una genealogía de la modernidad que se caracteriza por el empirismo, el racionalismo y el protestantismo. Resumo muy brevemente los argumentos de Hegel y Weber. Por el contrario, en esa escritura selectiva no tiene cabida el barroco (el goticismo), rasgo caracterizador de pueblos supersticiosos, bárbaros, incivilizados e incluso incapaces de razón. Bajo el término early modernity, sin embargo, se pueden aceptar y acoger algunas, pocas, muy pocas, aportaciones del mundo ibérico, sin por ello modificar significativamente una historia que excluyó al mundo hispánico de la génesis de la modernidad.

Otro asunto es el de los orígenes de esa modernidad. Desde luego, no voy a discutir ni el debate de antiguos y modernos estudiado por José Antonio Maravall ni la concepción de Jürgen Habermas sobre esa modernidad que es un proyecto inacabado o parte de una interminable discusión sobre la posmodernidad. Alain Touraine ha descrito la gran ruptura de la modernidad contraponiendo, por un lado, el programa intelectual del humanismo-erasmismo y, por el otro, el racionalismo y el empirismo asociados a la apropiación científica de la realidad natural. Stephen Toulmin, a su vez, ha cuestionado la idea de que la verdadera modernidad tenga un origen único y que éste dependa del proceso de racionalización del pensamiento filosófico y científico a partir de Descartes y Bacon. Para él, habría que rechazar de una vez por todas esa visión heredada de los orígenes de la modernidad y plantear la posibilidad de un origen doble para la época moderna. De esos dos orígenes, uno ellos habría sido subestimado hasta ahora como parte del antiguo orden del mundo. El problema es que Toulmin parece no captar las causas geopolíticas que subyacen a ese borrón de la fase humanista y que lo hacen inevitable, puesto que el humanismo es esencialmente un fenómeno del sur que debe “desaparecer” en la versión norteña de la modernidad. Ernest Cassirer, sin embargo, no podía imaginar una ilustración sin el humanismo renacentista. En realidad, la posición en el ambiente intelectual europeo del escepticismo racionalista y del empirismo baconiano acompañan al humanismo erasmista en una realidad cultural excesivamente compleja en la cabe asimismo toda la filosofía hermética, esencial, como han demostrado Westman y McGuire, para la revolución científica. La escisión entre el momento humanista y el momento moderno (como contrapuesto a aquél) es sólo resultado del agente cultural responsable del relato historiográfico en el que las categorías dominantes aún hoy día han quedado anquilosadas. De todos modos, en tales diferencias e instalada en esa fisura se encuentra la razón de las modernidades divergentes, usando fuera de su contexto la expresión de Julio Ramos (o de su traductor), es decir, de las maneras específicas —desiguales y combinadas— por las que cada comunidad ha accedido a su modernidad. Por ese motivo, recuperar la producción de los novatores y de la ilustración española e hispánica es vital. Pero siempre que no se contraponga a éstos frente a los auténticamente barrocos; ambos lo son, ambos son producto del mismo ambiente social, realidad histórica y perspectiva de desarrollo. O tal vez, se trataría de proponer una hermenéutica en la que barroco e ilustración conjunta y conflictivamente fecundan y fundan una modernidad que llega a nuestros días.

Señalemos que, frente a la tradicional genealogía de la modernidad pasada por la ilustración y sus precursores, autores como Antonio Regalado (en su estudio sobre Calderón) y Bolívar Echeverría han apuntado a otra relación entre barroco y modernidad. Situando su reflexión en el marco de lo que considera una crisis civilizatoria que se prolonga desde hace más de un siglo, Echeverría califica esa crisis como “la crisis del proyecto de modernidad que se impuso en este proceso de modernización de la civilización humana: el proyecto capitalista en su versión puritana y noreuropea, que se fue afirmando y afinando, lentamente, al prevalecer sobre otros alternativos”. Es más, pensar en el ethos barroco quiere decir pensar en una modernidad poscapitalista intuida como “utopía alcanzable”, siempre que se encuentre en la realidad el comportamiento social que pudiera posibilitar la actualización de una modernidad capitalista que antecedió a la actual y que pervive con ella. Para ello, Echeverría considera el ethos barroco como uno de los cuatro modos “de interiorizar el capitalismo”, y específicamente lo relaciona al ethos clásico, pero como su opuesto. Así, el ethos barroco, siendo una manera “tan distanciada como la clásica ante la necesidad trascendente del hecho capitalista, no lo acepta, sin embargo, ni se suma a él sino que lo mantiene siempre como inaceptable y ajeno”. En último término, el barroco serviría como referencia para una alternativa futura al capitalismo dominante. No obstante, al aludir más directamente a lo que es barroco Echeverría se acoge a Adorno y su visión del barroco como una “decorazione assoluta”, o sea, como un vacío en el que sólo se ha preservado la forma; como teatralidad (noción que, cuando menos, había sido ampliamente desarrollada por Emilio Orozco), o como una estetización cotidiana. En resumen, su idea de que barroco equivale a “combinación conflictiva de conservadurismo e inconformidad” o de que “el comportamiento barroco parte de la desesperación y termina en el vértigo” muestran la dificultad de establecer una conexión coherente entre el barroco y la modernidad. En cuanto a Regalado, su metodología le lleva simplemente a vincular a Calderón con momentos y movimientos posteriores, saltando olímpicamente por encima de la evolución y la cronología. Así, Calderón se vincula con, digamos, Antonin Artaud o el teatro del absurdo, lo que demuestra obviamente la relación entre el barroco y la modernidad.

Y en ese contexto la pregunta a responder sería: ¿cuándo tiene lugar esa fusión, cuándo desaparecen uno y otro? Mi respuesta se inclinaría a decir que es el romanticismo el que efectúa esa fusión, pero eso es harina de otro costal. Lo cierto es que al reivindicar una dimensión poscolonial y antiimperialista en su concepto del barroco, tal vez Carpentier, Lezama y Sarduy estaban apuntando en una dirección llena de futuro, pero no por su esencialismo barroquizante, sino por el trazado de una genealogía alternativa a la dominante.

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