sábado, 16 de octubre de 2010

De los resurgimientos del barroco a las fijaciones del neobarroco literario hispanoamericano. - Cristo Rafael Figueroa Sánchez

Cartografías narrativas de la segunda mitad del siglo XX


Resumen

Este artículo actualiza la discusión académica sobre el barroco y las fijaciones de un neobarroco literario en la cultura contemporánea; así mismo, sitúa y valora las emergencias del barroco como código cultural en las letras hispanoamericanas.

A partir de la articulación Semiótica Textual y Teoría Histórica de las Formas y con el objeto de trazar una cartografía del neobarroco literario hispanoamericano, se aborda un corpus significativo de textos —Carpentier, Lezama, Cortázar y García Márquez—, complementado con producciones de Sarduy, Arenas, Cabrera Infante, Fuentes, Donoso y del Paso. Dicha cartografía evidencia que las inserciones recientes del barroco, generan representaciones fundacionales e indagatorias como maneras de problematizar las complejas intersecciones modernidad/postmodernidad, ocurridas en las inestables temporalidades del espacio hispanoamericano.

Introducción

Recién iniciado el siglo XXI, Carlos Monsiváis (2003) se pregunta por el destino el barroco en un contexto donde el gozo de la forma ha sido reemplazado por el imperio de la imagen visual, las leyes del mercado y los avances tecnológicos han desplazado la lectura como forma de apropiación del mundo, y han estimulado en cambio, la ley del menor esfuerzo en el lector de literatura; todo ello parecería generarle un cerco al barroco, sin embargo, más que de su debilitamiento o extinción, se trata de tener en cuenta condiciones distintas en las que emerge metamorfoseado.

Así mismo, Francisco Ortega (2004), sostiene que los retornos del barroco, más que nuevas propuestas, contienen síntomas de problemáticas irresueltas o resueltas a medias; por eso, las promesas que encarna su reiterada inserción en la historia cultural de América Latina, permiten visualizar el principio de descentramiento, según el cual la totalidad no se agota en el centro, y a la vez preservar “la memoria histórica de lo que pudo haber sido y de lo que aún no se ha resuelto” (264), estableciendo genealogías alternas al relativizar diversas lógicas de dominación y de exclusión.

Ciertamente, dentro del amplio espectro de los estudios literarios contemporáneos, referirse a la “cuestión del Barroco” o al Neobarroco, y en particular a la elaboración criolla del primero o al neobarroquismo hispanoamericano, significa enfrentar complejas problemáticas que comprometen saberes cruzados de teoría, historia y crítica literarias.

Por una parte, es necesario actualizar la discusión sobre la naturaleza del Barroco, ¿estilo de época?, ¿formalización estética específica?, ¿código cultural?, ¿constante metahistórica del espíritu humano que reencarna cíclicamente en circunstancias determinadas?; por otra, es necesario repensar las dinámicas de la historia literaria dentro de la Historia General de la cultura, con el objeto de percibir las condiciones de producción y de recepción de textos literarios y objetos culturales que hoy reconocemos como barrocos.

Vigencia y actualidad del barroco

No es posible desconocer que varias tendencias postestructuralistas restauraron discursos analógicos sobre el Barroco más allá de su consideración como arte de la Contrarreforma y del absolutismo, y se centraron más bien en una modernidad barroca relacionada con nuevas teorías sobre la imagen y sobre la visión. De allí la actualidad del pensamiento baudrillardiano, desde cuya perspectiva es explicable la excitación que en nuestra época ejerce la imagen barroca, la cual debe disimular una ausencia, se reelabora hoy como simulacro de presencias; ya no se trata de una mera distorsión visual, sino de una verdadera anamorfosis que revela el carácter convencional de las categorías de visión. Así mismo, a mediados de los años 60, Michel Foucault establecía la crisis de la representación al percibir durante el siglo XVII la desaparición de la identidad lenguaje–mundo (palabras y cosas), discontinuidad que sólo deja espacio para los juegos ilusionistas —Trompe l’oeil del teatro, quimeras, fingimientos, travestismos y todos los dispositivos en que la imaginación suple la disociación de la semejanza—. Otros impulsos asociados con el retorno del Barroco provienen de Lyotard (1989), para quien la estética postmoderna acentúa la capacidad de concebir el mundo como texto, quizás para demostrar la existencia de un residuo irrepresentable, concepción emparentada con la fascinación barroca por las alegorías de lo opaco y de lo oscuro y su gusto por lo no legible e indescifrable de la realidad.

A partir de la década de los años 80 del siglo XX hasta nuestros días, emergen y se actualizan discursos continuamente interceptados: relecturas del barroco histórico que encuentran puentes subterráneos con el siglo XX (Hauser, 1969; Rousset, 1972); redefiniciones del mismo, ya no tanto como esencia transhistórica, sino como rasgo operativo que permite aprehender el carácter polimórfico de la modernidad (Deleuze, 1989); a la vez, se destacan conceptualizaciones, según las cuales modelos cosmológicos nacidos en la segunda mitad del siglo XVI, resuenan en el ámbito cultural y explican el descentramiento del barroco histórico, y al evolucionar, desembocan en una nueva inestabilidad cósmica, cuyo correlato sería el Neobarroco (Sarduy, 1987: 9-49). En otras vertientes conceptuales, éste se constituye en “era” o “gusto” característico de nuestra época que involucra variados fenómenos culturales o científicos (Calíbrese, 1987), o se concibe como concepto analógico que complejiza el debate modernidad–postmodernidad y la tensión creciente entre globalidad desterritorializada y culturas locales (Rincón, 1996); como puede verse, en esta nueva genealogía del resurgimiento del barroco y de la fijación del neobarroco no se insiste, ni en su recurrencia cíclica, ni en la exclusividad de su presencia dentro de las manifestaciones culturales y estéticas de nuestro tiempo.

La presencia intermitente de dicha genealogía, sigue complejos derroteros en Hispanoamérica, ya que al interior de su proceso histórico— cultural, inserta de manera peculiar los discursos que le llegan del exterior y desde sus propias concepciones, afirma modos de ser, opone resistencias o instaura diferenciaciones. Desde los años 60 del siglo XX, por ejemplo, Alejo Carpentier (1981: 111-135), como antes lo hiciera D’ors (1964), afirmaba que el barroco constituía un estado de ánimo, una pulsión expresiva o un rasgo del espíritu que podía darse en cualquier lugar, período o circunstancia, señalando que en el caso específico de América Latina era necesario diferenciar las especies de lo barroco, sus diversas encarnaciones y las formas literarias que adopta en los diferentes contextos socioculturales, pues cada especie barroca, entre matices y diferenciaciones, se reconoce a sí misma, establece su propia dialéctica con la realidad y postula su respectiva visión de mundo. De hecho, en nuestro continente hispanoamericano, las relecturas, mediaciones o redefiniciones del barroco adquieren un peculiar relieve: desde la Colonia estamos preocupados por afirmar un sentido de pertenencia a través de sucesivos encubrimientos y metaforismos exacerbados, preocupación diferida en la búsqueda de un modo de ser modernos antes de la Independencia, y sobre todo, antes de los procesos de modernismo cultural y modernización socio—económica. En este sentido se empezó a cuestionar el barroco colonial como reproducción mimética o como prolongación ingeniosa del barroco español, para concebirlo en cambio, como el primer intento de independencia ontológica (Moraña, 1998: 49-60); en efecto, al cuestionar la periodización eurocéntrica, se ha podido percibir la manera diferenciada con que se usaron los códigos estéticos impuestos, por eso el barroco colonial empieza a leerse como discurso reivindicativo en la construcción del sujeto social hispanoamericano y de sus múltiples identidades.

La emergencia o fijación del barroco en la historia de la cultura hispanoamericana se inserta en la fase terminal o de crisis de la modernidad como encrucijada de nuevos significados: sus morfologías actualizadas o recicladas críticamente potencian la renovación de las formas cuando las vanguardias han finalizado, o se convierten en “síntomas” del desengaño característico del fin de los metarrelatos y de las utopías, cuando ocurre la caída del progresismo moderno; así, la transformación de la modernidad en “un nuevo clasicismo” (Chiampi, 44), hace que en varias ocasiones el Neobarroco se comporte como verdadero antagonista, empeñado en cuestionarle el desempeño racional, en rechazar totalizaciones o en instaurar la obsesión por fragmentos, fracturas y descentralizaciones que se acercan a todo tipo de periferias.

En América Latina, las mediaciones, relecturas y redefiniciones conceptuales se acentúan porque al elaborar su barroco de contraconquista en el mismo siglo XVII, ya muestra una preocupación decidida por afirmar un sentido de pertenencia y una forma de ser “criolla”, a través del uso heterodoxo de códigos estéticos impuestos y de ambivalentes representaciones metafóricas, preocupación diferida en la búsqueda de un modo de ser modernos antes de la Independencia, y sobre todo, antes de los procesos de modernismo cultural y modernización socio—económica. Las reapropiaciones más recientes sobre la función del Barroco en América Latina, que deviene luego en neobarroco, permiten replantear los términos en que el subcontinente “ingresó en la órbita de la modernidad euro-norteamericana” (43); y dicho Barroco actualizado se constituye también en elemento dinamizador o “espíritu” estimulante de un nuevo paradigma que puede responder a las paradojas generadas en el sistema moderno-capitalista; la estética del barroco reaparece entonces para “atestiguar la crisis / fin de la modernidad” y la condición de una sociedad heterogénea que incorporó a medias el proyecto del Iluminismo, por tanto su experiencia puede reinterpretarse como “una modernidad disonante” (43).

La necesidad de un pensamiento nuevamente utópico en América Latina para acelerar el cambio del paradigma moderno, aún vivo, proceso que encuentra un modelo de realización en el Ethos Barroco, “propuesta válida en la medida en que es una subjetividad capaz de la utopía” (Echeverría, 322); el barroco, entonces, se convierte en rasgo operatorio facilitador del paso de una modernidad normativa a una postmodernidad no desencantada. En verdad, el ethos barroco y la estética que le es inherente, relocalizados en las fracturas histórico–sociales de la modernidad latinoamericana, se constituye en el mirador de un discurso crítico que interioriza el capitalismo, pero intenta transformarlo al reconocer su acción devastadora; este modo de ser enfrenta y concilia contrarios, combina conflictivamente conservadurismo e inconformidad, confunde planos de representación y permuta significaciones.

El ethos Barroco es herramienta válida para reordenar el mundo y la vida hispano—americanos, espacio donde confluyen culturas, poderes e imaginarios; su presencia continuada y sucesivamente transformada en la narrativa hispanoamericana de los últimos cuarenta años, instaura una nueva subjetividad capaz de inventar y combinar saberes y temporalidades en apariencia irreconciliables, con el objeto de encontrar nuevas formas de pensar la transición de paradigmas: (des)teorizar la realidad constreñida en esquemas excluyentes, y (re)utopizarla en direcciones alternativas que contemplen diferencias culturales.

Construcciones teóricas y genealogías del neobarroco literario hispanoamericano

Carmen Bustillo (2000) señala que en América latina, dentro de las dinámicas de norma / cambio y en medio de certezas agónicas y búsqueda de reconocimientos, el itinerario del Barroco aún no ha concluido. A través suyo nuestro imaginario ha podido forjar representaciones fundacionales, necesarias para fijar la identidad ante presiones del eurocentrismo; luego en las dos últimas décadas del siglo XX, el descentramiento y la problematización del sujeto, nuevamente extrañado frente al mundo, hacen que lo fundacional ceda el lugar a discursos indagatorios, los cuales, en algunos casos, pretenden o simulan la renuncia a la ostentación del lenguaje para desnudar el desconcierto, o desbordan el espacio de la representación a través de la autorreflexividad como fantasía desbordada.

¿Cómo obtuvimos esta convicción?; actualizando la discusión teórica sobre el barroco y cartografiando sus distintas genealogías en la historia literaria hispanoamericana. En este sentido, resulta fundamental la postura teórica de Deleuze (1988) para quien el barroco es una categoría de la forma que opera en términos topológicos y no de la sustancia; especialmente nos interesa su noción de perspectivismo: el punto de vista es un lugar o una posición del sujeto que percibe no tanto las variaciones de la verdad, sino la verdad de las variaciones. A la vez, resulta iluminadora para nuestra caracterización del neobarroco, la visión cosmológica sostenida por Severo Sarduy (1987: 143-224), según la cual la aparición de la elipse kepleriana genera un desplazamiento del centro y luego la resonancia cultural del “Big-Bang” genera un radical descentramiento; de allí la sugestiva analogía entre el cosmos contemporáneo y el texto artístico del neobarroco, ninguno de los dos tiene centro ni emisor identificable o privilegiado, sin principio ni fin emiten signos que se crean y se destruyen en un espacio sin medida y en un tiempo que desaparece.

Además, seguimos de cerca los planteamientos de Carlos Rincón (1996), quien define el neobarroco como “fenómeno cultural” lejos de periodizaciones estrictas; al percibir el final de una estética sistemática y el advenimiento de un proceso de apropiación y de experiencia estética más amplio que el campo de las artes, señala que tanto el resurgimiento del barroco como las producciones neobarrocas permiten redimensionar la relación modernidad-postmodernidad en un momento donde la diferencia y la heterogeneidad tienen la palabra.

A partir de los años 80 y hasta bien entrados los 90 del siglo XX, las elaboraciones hispanoamericanas del barroco y las emergencias del neobarroco cambian de dirección al conectarse con las nuevas caracterizaciones del continente; esta nueva dirección se genera a partir de un renovado concepto de cultura situado más allá de las bellas letras, de supuestas homogeneidades y de criterios unificadores, para desplazarse hacia la cuestión de la especificidad, las diferencias y las heterogeneidades; es fundamental en esta perspectiva la recepción de las teorías de Mijail Bajtín, sobre todo en lo relacionado con la categoría–concepto de “carnaval”, entendida como forma ambivalente opuesta a discursos monofónicos y excluyentes; también son importantes la noción de literatura heterogénea (Cornejo Polar, 1978), las complejidades de los imaginarios urbanos (Barbero, 1992 y Monsiváis, 1987), los desplazamientos periféricos en relación continua con ritmos generales (Losada, 1983) y las distancias que en Latinoamérica existen entre niveles de modernización socio-económica y modernismo cultural (García Canclini, 1990). Todas estas direcciones son definitivas en la reformulación de neobarroco latinoamericano, el cual tiende a lo fractal cuando representa sus propias turbulencias en textos literarios o en objetos culturales, valiéndose para ello de reciclajes paródicos, escenificaciones, repeticiones organizadas, ilusionismos visuales, representaciones ambiguas y perversión de arquetipos.

En nuestro continente hispanoamericano, antes que modernidad o postmodernidad constitutivas, existen heterogeneidades multitemporales, hibridaciones sociales y un multiculturalismo sin eje unificador; en este contexto, las estéticas neobarrocas desmultiplican referencias y modelos, al tiempo que destruyen fórmulas imperativas; parecen situarse en la intersección modernidad-postmodernidad al hacer predominar lo individual sobre lo universal, la diversidad sobre la homogeneidad y lo psicológico sobre lo ideológico; no se destruyen las fórmulas modernas, ni se exalta sin más el resurgimiento del pasado; por el contrario, las morfologías neobarrocas favorecen la coexistencia de estilos, debilitan la oposición tradición–modernidad y anulan la antinomia local / universal.

Ahora bien, la genealogía de inserciones y de reapropiaciones del barroco en la modernidad literaria de América Latina, incluye al menos cuatro hitos coincidentes con momentos de ruptura a lo largo del siglo XX: el Modernismo, las Vanguardias, la “nueva novela” de los años sesenta—setenta y sus derivaciones o transformaciones prolongadas entre los ochenta y noventa (Chiampi, 18-19). Las dos primeras inserciones del barroco entrañan más bien preocupación por la universalidad de su estética; la modernista se centra sobretodo en el preciosismo verbal y en los riesgos semánticos inherentes a los excesos metafóricos, con el objeto de ponernos a tono con la modernidad occidental que representan el Simbolismo y el Esteticismo; por su parte, poetas y algunos narradores vanguardistas celebran el resurgimiento del barroco en la Europa de la segunda década del siglo XX y se fascinan con las metamorfosis perceptivas que engendra el metaforismo visionario del Surrealismo, del Ultraísmo o del Creacionismo.

La tercera inserción del barroco —el primer neobarroco en sentido estricto—, cuestiona decididamente el significado cultural de esta estética desde un pensamiento americanista que de manera explícita se pregunta por el lugar y por las especificidades de nuestra identidad: Carpentier lo americaniza al concebirlo como cauce expresivo más adecuado para nombrar lo “real maravilloso”; Lezama Lima lo celebra como manera de ser y como “era imaginaria” netamente americana, en la cual la imagen actúa sobre nuestras temporalidades; Severo Sarduy, más volcado hacia el presente, afirma el carácter revolucionario y heterodoxo de nuestro barroquismo, que enriquecido con mestizajes lingüísticos, se sitúa en el juego de los bordes y desplazamientos que es América Latina. Por su parte, la cuarta inserción del barroco, prolongación renovada de la tercera, situada en los años ochenta y noventa del siglo XX, y paralela a los debates modernidad-postmodernidad, se caracteriza por una reflexión radical que cuestiona los valores ideológicos de la primera en relación con los desarrollos desiguales del subcontinente hispanoamericano; por eso privilegia la carnavalización de experiencias históricas, las heterogeneidades textuales, el pluriculturalismo sin discurso unificador, las representaciones fractales, etc.; los textos, antes que desplegar la abundancia ostentosa del lenguaje, debilitan la temporalidad para refractar causalidades y teleologías, o invisibilizan el sujeto detrás del simulacro de sí mismo.

Objetos de estudio y rutas de lectura

Situados en esta perspectiva, quisimos demostrar que un corpus de textos ‘canonizados’ dentro del barroco literario hispanoamericano, más allá de recrear fórmulas y procedimientos del siglo XVII, rehabilitan tradiciones propias, multiplican identidades, contemporaneizan pasado y presente, o instauran espacios heterogéneos donde emerge lo reprimido o se representan versiones particulares de la historia. De manera inmediata y directa el corpus está conformado por Los pasos perdidos (1958) y Concierto barroco (1974) de Alejo Carpentier, Rayuela (1963) de Julio Cortázar, Paradiso (1967) de Lezama Lima y El otoño del patriarca (1975) de García Márquez; de manera mediata, el corpus se complementa con Tres tristes tigres (1967) de Cabrera Infante, El mundo alucinante (1969) de Reinaldo Arenas, El obsceno pájaro de la noche (1970) de José Donoso, Terra nostra (1975) de Carlos Fuentes, Cobra (1972) y Colibrí (1982) de Severo Sarduy, y Noticias del imperio (1987) de Fernando del Paso.

Para operar con los textos de objeto de estudio, inspirados en Sarduy (1972: 167-184) y en Calíbrese (1987), integramos Semiótica — descripción y valoración de dispositivos textuales— y Teoría histórica de las formas —caracterización y significación de morfologías neobarrocas recurrentes en la época contemporánea—. La perspectiva semiótica incluye problemáticas de significación y de significado. Las primeras se identifican con procesos extremos de artificialización en los que se escamotean, reemplazan o intercambian significantes, y nos permiten determinar el grado de intensidad con que el texto neobarroco borra la diferencia entre artificio y realidad. Por su parte, las problemáticas de significado se identifican con diversos niveles de parodia, que conducen a lecturas en filigrana, en las que subyacente al texto se esconde otro u otros que aquél revela, descubre o deja descifrar.

Finalmente, las dimensiones de significación y de significado nos remiten al desperdicio y al juego erótico del lenguaje, al espejo en tanto autorrepresentación y diseminación de reflejos y a la subversión de sistemas logocéntricos. En fin, los mecanismos neobarrocos de significación permiten percibir la espectralización del tiempo, del espacio y del universo referencial: las sustituciones convierten personajes y objetos en juegos ilusorios para descubrir su verdadera naturaleza; las proliferaciones alejan y expulsan los significantes para recuperar la oculta identidad que los construye, y las condensaciones operan todo tipo de permutaciones para revelar la insignificancia de lo representado o para percibir su carácter sincrónico y su condición sincrética; a su vez, la

intertextualidad paródica como dimensión de significado amplía y altera la representación de lo real.

Por su parte, la Teoría histórica de las formas no sólo describe los fundamentos y tipifica las transformaciones de ciertos modelos morfológicos, sino que da cuenta de la prevalencia de ciertas figuras como manifestaciones históricas específicas. Entre las más significativas para nuestro trabajo destacamos el policentrismo y los ritmos irregulares, las estéticas del detalle y del fragmento, la representación del caos y del laberinto como complejidad formal, y la imprecisión y oscuridad como placer y efecto estéticos respectivamente. Así, la persistencia renovada de estas morfologías irregulares, excesivas, complejas o laberínticas, destruye secuencialidades, genera nuevas ofertas de significación, representa incertidumbres y suspende soluciones inmediatistas.

La Semiótica y la Teoría histórica de las formas se concretan y potencian a partir de una hermenéutica textual regulada, que no sólo da cuenta de los procesos de construcción de espacios literarios, hijos del barroco o neobarrocos en sentido estricto, sino que abarca horizontes históricos y culturales desde donde éstos se explican y valoran.

Resultados y derivaciones

Si bien en Los pasos perdidos la búsqueda barroca del paraíso se convierte en nostalgia y en anhelo que no podrá ser satisfecho, la aventura deslumbrante del lenguaje propicia otra modernidad hispanoamericana, donde la mitificación de lo real maravilloso genera la contingencia de la historia. Por su parte, la estructura de Concierto barroco arrastra una confluencia neobarroca de lenguajes, música, textos e ideologías capaz de interrogar el espacio de representación de América; el viaje que realizan el Amo mexicano y el negro Filomeno en tanto especialización de la cultura, adquiere a su vez la dimensión temporal y rítmica de un concierto; la naturaleza barroca de éste crea un juego de concertaciones y exclusiones, el cual construye un espacio virtual, donde se reinventan el lenguaje y la cultura americanos en relación con el Viejo mundo. La carnavalización neobarroca de las temporalidades americanas y la estetización de lo real maravilloso, engendran una redefinición del continente, cuya especificidad no radica tanto en la “originalidad” de su historia, sino en su capacidad de elaborar el futuro —nueva utopía que el ethos barroco hace posible en medio de la crisis de la modernidad occidental—; así, la reorganización de la memoria cultural deviene en una poética del entendimiento histórico: el indiano antes que suprimir la tradición europea, la evalúa desde la parodia de un concierto que diluye el tiempo y el espacio, hasta redefinir la identidad como figuración fluctuante de un lenguaje metamórfico y transformador.

El neobarroco lezamiano en cambio, virtualiza el encuentro con el paraíso perdido; Paradiso hace de dicha posibilidad una imagen tangible que asegura un lugar en el tiempo y un espacio para forjar utopías. El dialogismo de la novela, evidente en el discurso, en la red de imágenes y en los personajes, se constituye en un nuevo perspectivismo; esta captación de la verdad de las variaciones se produce gracias al poder de la imagen lezamiana —proyección de lo posible en lo imposible o “vivencia oblicua”—, la cual descubre y reconoce “lo otro” a través de asociaciones inusuales y de redes metafóricas; de allí la superabundancia del lenguaje, que en su descenso órfico hasta las profundidades vence el logocentrismo e invade ámbitos insospechados; en verdad, el metaforismo de Lezama conforma un régimen neobarroco de visión que vuelve multiperceptibles la historia universal y la cultura hispanoamericana.

El saber de la imagen, verdadero perspectivismo neobarroco, nos involucra en sucesivos descubrimientos y en nuevas fundaciones, al tiempo que impugna logocentrismos excluyentes. Entonces, frente a lo real maravilloso-barroco de Carpentier erigido como “ser” de la americanidad, Lezama postula el carácter de América como un “devenir” en perpetua mutación; por tanto, el primero se acerca más al principio barroco de visibilizar lo invisible para transparentar lo prodigioso americano; el segundo, opta por invisibilizar lo visible para encontrar las analogías secretas que tejen redes de significación entre América latina y las culturas del mundo.

Rayuela, situada entre Los pasos perdidos y Paradiso y mucho antes de Concierto barroco, no contiene identificaciones explícitas con el discurso de la americanidad barroca; su neobarroquismo radica más en el proceso de la escritura y en su elaboración textual, pensionados entre lo lineal y lo fragmentario, entre el direccionamiento y el extravío; la doble estructuración proyecta la novela más allá de sus propios límites; a la manera barroca, Cortázar no la planeó alrededor del acostumbrado eje lineal, sino en torno a uno de significaciones convergentes. Rayuela encarna la paradoja barroca por excelencia, pues mientras se reconoce y se realiza en la fluidez y en la movilidad, la formalización le exige detenerse en algún momento; no obstante, parece haber vencido dicha paradoja al ser simultáneamente su propio texto y el proceso creativo del mismo. Las lecturas que propone designan un más allá del texto, como si apenas fuera una preparación, por eso conserva algo de su esbozo (el pretexto) y parece situarse en su propia prolongación (el postexto), para ser sólo una etapa, entre otras, de una génesis infinita. García Márquez, en El otoño del patriarca entraña otra modalidad neobarroca, cercana esta vez a procesos de carnavalización que relativizan el poder dictatorial en los pueblos hispanoamericanos; su escritura hace confluir mecanismos barrocos y neobarrocos en permanente superposición: parodias, desacralizaciones, hipérboles deformantes, repeticiones corrosivas, etc., a través de lo cual se pretende instaurar una historicidad posible para América latina, distante de centralidades hegemónicas y muy cerca de realidades sociales que caracterizan su modo de ser y de definirse frente a contingencias y procesos irresueltos. La carnavalización garciamarquiana ubicada en las entrañas de la vida y de la cultura de Hispanoamérica actualiza y combina los tópicos barrocos del “mundo al revés” y “del mundo como gran plaza”, los cuales al instaurar la profanación y la excentricidad, explotan desde dentro las estructuras del poder. La experimentación neobarroca del exceso, la fascinación por la irregularidad de lo representado y la complejidad creciente del sistema de representación, vinculan El otoño del patriarca con tendencias estéticas contemporáneas de estirpe postmoderna, las cuales se interesan en percibir irregularidades dentro de órdenes regulados o fabricados, como el de Zacarías Alvarado y como los de otros dictadores hispanoamericanos.

Dentro de la línea del neobarroquismo estructural, representado para nosotros en Rayuela, la novela Tres tristes tigres de Cabrera Infante también constituye un acontecer novelesco en movimiento permanente, cuyo proceso metanarrativo de hacerse y rehacerse a los ojos del lector, le exige a éste aumentar su participación; no se trata ya de la alternancia regulada de capítulos propuesta por Cortázar, sino que se le ofrecen numerosas opciones para que se interne en la representación del caos, complejizando así la noción de “obra abierta”, pariente cercana de morfologías neobarrocas preocupadas por “suspender” soluciones narrativas.

El “show” anunciado en el prólogo de la novela, aparente núcleo del relato, se amplifica barrocamente para desplazarse por varias direcciones hasta conformar un “collage” argumental, donde un policentrismo neobarroco contiene ocho centros móviles de igual número de historias, con su respectiva polifonía de voces efímeras e inestables.

En un contexto análogo al de Cabrera Infante, la pulsión neobarroca que anima El mundo alucinante de Reynaldo Arenas es cercana al barroquismo lezamiano; como éste, el areniano también desciende a los abismos para emerger luego con la iluminación del conocimiento; no obstante, las resoluciones son diferentes; mientras en aquél el carácter epifánico de la imagen genera una nueva epistemología de la cultura, en éste, la reescritura o desescritura de la vida truculenta de un personaje real —el fraile mexicano Servando Teresa de Mier (1765-1827), perseguido y desterrado varias veces por su heterodoxia ideológica—, genera una ontología del hombre latinoamericano marginado, en constante lucha por la justicia, la libertad y el derecho al diálogo, dentro de su perpetuo proyecto de emancipación.

En una dirección esperpéntica y radicalmente carnavalizada del neobarroco hispanoamericano, El obsceno pájaro de la noche (1970) de José Donoso, se aleja del barroquismo órfico y revelador (Lezama y Arenas), de la nostalgia barroca por el paraíso perdido (Carpentier) y de su búsqueda incesante (Cortázar) para encarnar un neobarroquismo de la inestabilidad ontológica y el disfraz existencial; esta representación se explica por la creciente caotización del mundo (la agonía de la burguesía chilena y los fracasos políticos de sus regímenes, metaforizados en la involución de la familia Azcoitía), cuya horripilante metamorfosis convierte la vida en un laberinto de donde no es posible salir. El caos narrativo es el correlato del caos en que la realidad se ha convertido: la inestabilidad metamórfica del espacio, del tiempo y de los personajes constituye su naturaleza, la monstruosidad de los seres que la habitan es su única condición visible, y la distorsión como principio desregulador curva infinitamente las estructuras de su sistema, que alguna vez fue ordenado y coherente.

Por otra parte, Terra nostra de Carlos Fuentes y El otoño del patriarca de García Márquez, ambas publicadas en 1975, establecen un sistema de vasos comunicantes, tanto en el tema, como en la carnavalización neobarroca del lenguaje y de la Historia; en verdad, el interés de Fuentes se centra en indagar los orígenes del poder —español, 150

prehispánico y de otros modelos autoritarios—, para representar satíricamente el carácter misterioso del mismo, enigma narrativo nunca solucionado quizá por ausencia de una voz privilegiada, lo cual niega la existencia de una fuente de verdad definitiva, en contraste con la propuesta garciamarquiana, empeñada en dinamitar el poder eterno de la dictadura deconstruyendo paródicamente sus estructuras. La enunciación narrativa se funda neobarrocamente en las dinámicas propias de la Sátira Menipea como mediación carnavalesca y desestabilizadora de la historia: estilización distorsionada de narraciones orales y escritas, parodia de géneros nobles, caricaturización de textos solemnes, inversión de perspectivas entre el mundo de arriba y el mundo de abajo para alterar y profanar lo representado, todo lo cual le otorga un carácter de actualidad a la representación narrativa. La risa ambivalente del carnaval neobarroco impugna por igual símbolos hispánicos y prehispánicos, con el objeto de percibir desde el presente una historia en que ficticia / realmente se poseen ambos mundos, a través de una mixtura que exalta y celebra hibridaciones culturales.

Con la narrativa de Severo Sarduy, de Cobra (1972) a Colibrí (1982), entramos de lleno en la fase más actual del neobarroco literario hispanoamericano; convoca un entrecruzamiento de realidades culturales, capaz de expandir el espacio de representación de Hispanoamérica, al margen de cualquier discurso unificador o totalizante. Su neobarroquismo artificioso y paródico se aleja de los cánones estéticos de la modernidad normativa para vaciarlos de significado y revelarlos como artefacto; de todas maneras, preserva una forma de identidad hispanoamericana, en tanto reconocimiento abierto de diferencias culturales al interior de sus estratos superpuestos. La escritura sarduyana funda, no ya una realidad mítica dibujada en una naturaleza purificadora, como bien lo textualiza buena parte de la narrativa cercana a la suya, sino un derroche formal ocupado en trazar las fracturas y discontinuidades de las ficciones de identidad que han nombrado a América Latina.

El neobarroquismo de Sarduy difícilmente encuentra paralelos con otras novelas también neobarrocas, porque se sitúa, desafiante, en un espacio “otro” capaz de extenuar todo signo unívoco de la cultura hispanoamericana, y específicamente cubana. Desde allí se erige una narrativa sustentada en una artificialidad autoparódica, irónica y transgresiva de todo fundamento mítico-cultural; es bien sabido que Sarduy sigue de cerca a Lezama, sin embargo, mientras éste legitima el lenguaje literario americano al redescubrir los prodigios verbales del Barroco, él descubre que el poder de la deconstrucción neobarroca corroe la superficie de la modernidad dogmatizadora.

La acumulación neobarroquista de Noticias del imperio no depende ya del desperdicio del lenguaje, se desentiende de cualquier residuo de realismo mágico y se aleja de obsesiones fundacionales; privilegia en cambio, la indagación en el discurso inconcluso de la Historia a través de una flexión autorreferencial que libera la representación narrativa de urgencias aleccionantes o de direccionamientos ideológicos. La corrosión del metarelato histórico cede el paso a versiones enfrentadas o contradictorias, en las cuales se duda de enunciados conclusivos y la constante pregunta “suspende” neobarrocamente las respuestas; en fin, el discurso transgresivo y virtual de Carlota silencia, en una especie de voluta barroca, la linealidad causal del discurso histórico; por eso, el final de la novela es su mismo comienzo delirante. La factura neobarroca del lenguaje se deleita en enunciados antitéticos, los cuales a la postre debilitan la contradicción de sus proposiciones: mientras el relato histórico contiene una naturaleza ficticia, el discurso ficcional encarna un incuestionable principio de realidad.

Podría pensarse que buena parte de la narrativa hispanoamericana está atravesando los confines del Barroco, y al mismo tiempo, que nuestro continente, suspendido hoy entre modernidades irresueltas y conflictos postmodernos, tiene necesidad de reconfigurarse a través de imágenes dialógicas, necesariamente inestables, fractales y turbulentas. Ellas han de permitir la recuperación de memorias fragmentadas que contienen imaginarios heterodoxos, y la reapropiación de lo real, multiplicado en particularidades, que no siempre siguen un mismo patrón de comportamiento. Precisamente, el Barroco como código cultural, alternativo y marginal, rebelde y autorreflexivo se ubica en nuestros ámbitos y no cesa de hacer pliegues, replegando o desplegando cuestionamientos inquietantes y formulaciones complejas más cercanas a preguntas que a respuestas definitivas.

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