El tema del neobarroco, tan
importante en los estudios sobre el arte en el siglo XX, ha tenido un lugar
importante en la reflexión ensayística cubana de ese mismo siglo. El asunto
tiene un interés peculiar, pero no simplemente porque se haya producido, en el
tercio final de la centuria pasada, una especie de auge intensificado de
reflexiones europeas sobre el tema. No se trata meramente de una cuestión de
resonancia con el pensamiento europeo, ni tampoco de simple presencia del tema
en la ensayística de la Isla, sino de que, desde las diversas aristas en que ha
sido abordado, se considera un componente de importancia en la cultura cubana
e, incluso, de toda Hispanoamérica. Su interés mayor radica en que no ha sido
abordado desde una perspectiva única y compacta, sino que, por el contrario, ha
sido objeto de consideraciones de variado calado e intensidad. Como se indicó
antes, la revitalización del Barroco como encuadre estético-estilístico, se
viene produciendo, incluso, desde inicios del siglo XX: basta recordar el
entusiasmo, que llegó incluso a la pasión, con que grandes figuras de la
generación del 27 en España acogieron la relectura de Góngora, y sus inmensas
consecuencias para la renovación poética en lengua castellana, no solamente en
la Península, sino incluso en Hispanoamérica. La investigadora brasileña
Irlemar Chiampi ha comentado acerca de este revival del Barroco:
Las revisiones, las relecturas y,
sobre todo, las reivindicaciones del barroco han propiciado, en las últimas
décadas, la aparición de varios puntos de vista para reconsiderar la crisis de
la modernidad, así como para prestar apoyos teóricos para investigar el
fenómeno del postmodernismo. Ensayos recientes como el de Gilles Deleuze (Le
pli, 1988) o el de Guy Scarpetta (L’impureté, 1985), análisis incitantes como
el de Christine Buci-Glucksmann (La raison baroque, 1984, y La folie de voir,
1986); o el panorama interpretativo de Omar Calabrese (L’etá neobarroca, 1987),
para mencionar tan solo el “boom” europeo del Barroco, confirman el creciente
interés por reevaluar el potencial productivo que tiene en la cultura actual
una estética tan largamente relegada al
olvido. Pero acaso sea más correcto
decir que, en vez de un “boom”, tenemos más bien un nuevo “síndrome” del
Barroco (a comienzos del siglo XX ocurrió el primero), muy revelador del
malestar y —por qué no— de las patologías de la cultura moderna.[1]
La fascinación de la escritura
barroca ha ejercido su fuerza a través de diversos momentos y autores de la
literatura cubana. El propio José Martí, por ejemplo, al valorar las
celebraciones realizadas en Madrid por el centenario de Calderón en la década
del 80 del siglo XIX,[2]
Asumía, por momentos, modalidades
estilísticas que recordaban la época barroca, pero que no incorporaban, de
manera directa y nítida, una escritura a la suya propia: se trataba de un juego
de ingenio, de un adorno erudito de la propia escritura, no confundida en
absoluto con el texto calderoniano.
Uno de los grandes ensayistas
cubanos del Barroco y el Neobarroco ha sido Severo Sarduy. Pero su diferencia
con Lezama y Carpentier —con quienes forma Sarduy la tríada fundamental de la
teorización cubana sobre el Barroco en el siglo XX— es esencial: tomando pie y
arranque en las realidades culturales que contextualizan el arte barroco —ya
europeo, ya hispanoamericano—, Sarduy ha construido un discurso teórico de
firme acabado conceptual, donde la reflexión semiótica y culturológica en
general se mantiene en primer plano por encima de la vivencia del poeta o el
entusiasmo del narrador. Como Lezama, y más aún como Carpentier, Sarduy asume
el artificio barroco como inseparable de la lengua literaria en español. En
acotación a su obra teatral La playa, Sarduy consigna: “He tratado de
significar este universo con el mínimo de elementos: un vocabulario reducido,
repetitivo, ‘vaciado’. El barroco es la tendencia natural del español. Vaciar
la frase es postular, otra vez, la literatura como artificio”.[3]
Si Lezama y Carpentier habían
tomado como punto de referencia ocasional y epidérmico el Barroco histórico,
Sarduy procede de una manera muy diferente: su visión no es ni vivencial ni
sintética, su mirada es esencialmente culturológica, explicativa, cultural en
un sentido amplio que incluye y valora profundamente el componente de la
ciencia que coexiste con el Barroco histórico. Si Sarduy, como Carpentier,
comprende que el Barroco se relaciona intensamente con una concepción del
espacio, en cambio percibe con nitidez que el Barroco, en tanto arte, no es la
única reflexión humana que, en los siglos XVI y XVII, se concentra en este
tema. La Astronomía, que emerge con fuerza especial entre las germinales
ciencias humanas, se lanzaba entonces a definir, a la vez, el espacio de la
Tierra y el del Cosmos. Sarduy considera que los hallazgos astronómicos
interactúan con la actitud estética y, en general, gnoseológica:
La reforma copernicana y la
sumisión del espacio a la ley termina con esta concepción de la Tierra como
extensión propicia a lo casual, a lo discretamente irracional. El planeta
dejará de ser un escenario borroso que duplica sin acierto al celeste, ámbito
del fenómeno opacado, cubierto —como el cielo se cubre—; al mismo tiempo que
postula su marginalidad, el Cosmos copernicano, heliocéntrico, afirma su autonomía:
no refleja ningún exterior, no es una región; lo que en él ocurre no es una
repetición degradada. Ninguna esfera ideal lo modela.
La retombée de este gesto
epistémico —su preparación mediata, su etiología inconexa— está, rigurosa
isomorfía, en la transformación radical de sentido que tiene lugar en el
espacio urbano y notablemente en el discurso que lo enuncia y así lo objetiva
[...].[4]
De ese modo, su visión de la
perspectiva barroca adquiere una dimensión más ancha, a la vez culturológica y
noética. En tal sentido, se produce un desarrollo importante respecto al
pensamiento de Lezama y Carpentier, y no solamente porque la teorización del
Barroco encuentra en Sarduy un espacio más dilatado de meditación. Sarduy, por
una parte, suscribe igualmente la, por así llamarla, vocación barroca y
neobarroca de la América Hispánica; de modo semejante, las transculturaciones
del Continente también son consideradas terreno especialmente fecundante para
la aventura barroca de la cultura hispanoamericana. Ahora bien, Sarduy cala más
hondo, tanto por su interés obsesivo en explicar la curiosidad barroca que
Lezama había vivenciado poéticamente, como por su utilización inteligente de
una serie de teorías que, en la segunda mitad del siglo XX, adquieren un enorme
prestigio y funcionalización en la reflexión sobre la cultura. Sarduy, por
tanto, no se detiene en la superficie temática del mestizaje, sino que se
proyecta hacia un substrato cultural que Carpentier había intuido, pero no
teorizado: la profunda transculturación hispanoamericana ha conducido a una
carnavalización intensa, pues se han producido y continúan apareciendo
inversiones socializadas de valores culturales, que son aprovechadas, de manera
evidente o subrepticia, en la maquinaria cultural del Continente. A ello añade
Sarduy una percepción eminente del dialogismo, es decir, de la peculiaridad
hispanoamericana mediante la cual se intensifican, de manera imprevisible, los
cruces de códigos, las transcodificaciones, la hipertelia semiótica. Más allá
de la novela, espacio dialógico favorito de Bajtín, en nuestra América se
construye un ámbito destinado a una multiplicidad de dialogismos (lingüísticos,
míticos, rituales, arquitectónicos, culinarios, etc.). Todo eso llegó, incluso,
al paroxismo del diálogo imposible, de la autonomía nómica del mensaje escrito,
de manera que que, como expusiera Martin Lienhard en La voz y su huella,[5] el
proceso de la Conquista resultase acompañado por una desmesura de la palabra, y
en particular de la escritura, de manera que un puñado de españoles pusiera pie
en la Tierra Descubierta, y minuciosamente uno de ellos leyese el acta de
fundación de una ciudad inexistente, ante otro puñado de indígenas, que, siendo
ágrafos, no percibían sino un diálogo enigmático entre un hombre y un pliego
misterioso. Sarduy percibía, pues, en la aventura astronómica y en la aventura
estética de la época barroca, una verdadera epopeya cosmológica:
Espacio del dialogismo, de la
polifonía, de la carnavalización, de la parodia y la intertextualidad, lo barroco
se presentaría, pues, como una red de conexiones, de sucesivas filigranas, cuya
expresión gráfica no sería lineal, bidimensional, plana, sino en volumen,
espacial y dinámica. En la carnavalización del barroco se inserta, trazo
específico, la mezcla de géneros, la intrusión de un tipo de discurso en otro
—carta en un relato, diálogos en esas cartas, etc.—, es decir, como apuntaba
Bakhtine, que la palabra barroca no es solo lo que figura, sino también lo que
es figurado, que esta es el material de la literatura. Afrontado a los
lenguajes entre cruzados de América —a
los códigos del saber precolombino—, el español —los códigos de la cultura
europea— se encontró duplicado, reflejado en otras organizaciones, en otros
discursos. Aún después de anularlos, de someterlos, de ellos sobrevivieron
ciertos elementos que el lenguaje español hizo coincidir con los
correspondientes a él; el proceso de sinonimización, normal en todos los
idiomas, se vio acelerado ante la necesidad de uniformar, al nivel de la cadena
significante, la vastedad disparatada de los nombres.[6]
Mientras Lezama y Carpentier
encararon el Barroco histórico de manera que su imagen sirviese como
fundamentación y nutrimento de la cultura hispanoamericana, Severo Sarduy,
colocado más cerca que ellos —y no se trata meramente de un caso de ubicación
geográfica, sino, sobre todo, intelectual— del puente conector entre la
reflexión hispanoamericana y la euroamericana, anticipa también, en esa década
del 70 en que apenas comenzaba a discutirse el asunto, la reflexión sobre la
crisis de la cultura moderna. Su pensamiento sobre el Barroco histórico, tanto
europeo como hispanoamericano, se proyecta inconscientemente a preparar el
camino, ya inminente, al debate sobre la postmodernidad —en el cual prefiero personalmente
asumir la idea de que se trata de una fase autocrítica de la Modernidad—.
Irlemar Chiampi comenta: “Artificio y metalenguaje, enunciación paródica y
autoparódica, hipérbole de su propia estructuración, apoteosis de la forma e
irrisión de ella, la propuesta de Sarduy —sobra decirlo— selecciona entre los
rasgos que marcaron el barroco histórico los que permiten deducir una
perspectiva crítica de lo moderno”.[7]
Es interesante notar que Sarduy
merece la sospecha de ser, en efecto, portador de una lectura interesada del
Barroco histórico, que, más allá de la enunciada aspiración a vivenciar,
intuir, explicar culturalmente América, procura, al fin y al cabo con pleno
derecho, aventurar un autoreconocimiento de los modos peculiares de creación
artística del gran escritor camagüeyano. Sarduy especifica, de manera más
insistente que Lezama y Carpentier, la relación entre Hispanoamérica y el
Barroco, puesto que adelanta una explicación asentada en su propósito
culturológico de ancho aliento y, al hacerlo implícitamente, subraya la
cuestión de la interrelación entre el exceso y el vacío, entre el horror vacui
y el mero juego despojado de solemnes significaciones referenciales, la
agresión continua al lenguaje y la ambición de establecer una gramática:
El barroco, sobreabundancia,
cornucopia rebosante, prodigalidad y derroche —de allí la resistencia moral que
ha suscitado en ciertas culturas de la economía y la mesura, como la francesa—,
irrisión de toda funcionalidad, de toda sobriedad, es también la solución a esa
saturación verbal, al trop plein de la palabra, a la abundancia de lo nombrante
con relación a lo nombrado, a lo enumerable, al desbordamiento de las palabras
sobre las cosas. De allí también su mecanismo de la perífrasis, de la digresión
y el desvío, de la duplicación y hasta de la tautología. Verbo, formas
malgastadas, lenguaje que, por demasiado abundante, no designa ya cosas, sino
otros designantes de cosas, significantes que envuelven otros significantes en
un mecanismo de significación que termina designándose a sí mismo, mostrando su
propia gramática, los modelos de esa gramática y su generación en el universo
de las palabras. Variaciones, modulaciones de un modelo que la totalidad de la
obra corona y destrona, enseña, deforma, duplica, invierte, desnuda o
sobrecarga hasta llenar todo el vacío, todo el espacio —infinito— disponible.
Lenguaje que habla del lenguaje, la superabundancia barroca es generada por el
suplemento sinonímico, por el “doblaje” inicial, por el desbordamiento de los significantes
que la obra, que la ópera barroca cataloga.[8]
La narrativa, la poesía de Severo
Sarduy, trasuntan esta vocación apasionada por la estética neobarroca. De donde
son los cantantes, por ejemplo, evidencia una poética que obliga a reconocer
este libro como una obra que se ubica, en cuanto a voluntad de estilo que
trasciende el marco específico de, por ejemplo, una gran novela carpenteriana
como El siglo de las luces. Es como si
Sarduy delinease su espacio narrativo precisamente después de la amenazadora
explosión en la catedral de Carpentier. En efecto, esta novela suya resulta una
especie de recomposición prodigiosa de fragmentos incontables de códigos
culturales, en una inmensa alegoría no solo de la cultura cubana en sí, sino
también de la cultura humana en su sentido más amplio. Pero no es la
superposición de factores, en cadenas secuenciales especialísimas, a la manera
en que Carpentier trabaja su “real maravilloso americano”. Sarduy, muy lejos de esto, en De donde son
los cantantes se transparenta una deconstrucción permanente de secuencias
semánticas de la cultura cubana, y, por lo mismo, de las culturas que, en su
transculturación, configuraron la de la Isla. De aquí que el lector enfrente en
esta novela un microcosmos donde, bajo la apariencia de un eje estructural
constituido por los personajes recurrentes, estos se transforman proteicamente,
una y otra vez, y asumen rostros diversos de la cultura cubana, en un diluvio
de matizaciones, frases hechas (truncas), alusiones míticas, folclóricas,
musicales, incluso del mundo de la más rasa propaganda comercial. Así, la
novela se levanta en un dinamismo que no tiene ya que ver necesariamente con la
acción argumental o con la sicología de los personajes, sino con una inacabable
y torrencial muestra de factores de la cultura de la Isla, un caleidoscopio
nacional que no se limita nunca al mero ejercicio lúdico, porque, en el fondo,
opera con una poderosa mimesis de las grandes fuerzas cósmicas: centrípeta y
centrífuga. Página a página, todo devuelve al lector a la médula misma de la
cultura nacional en su devenir, pero, simultáneamente, todo parece
transformarse, disolverse en su propio movimiento interno, creando espacios
vacíos que, al instante, se llenan de imprevistas alteridades, de importaciones
descaradas, de transformaciones de la perspectiva, de revalorizaciones
prodigiosas. Esta técnica, que
aparecerá, con otros perfiles, en el resto de la obra de Sarduy, en esta
polifónica novela adquiere un paroxismo y un fervor verdaderamente extraordinarios.
Por ello, De donde son los cantantes es una transgresión de la novela canónica
en la cual el argumento era el eje sustentador.
Otra gran novela suya, Cobra, es
otro espléndido caso de construcción neobarroca. En esta obra se aprecia un
enorme trabajo intertextual, en el que confluyen Lezama, la picaresca española
con sus busconas y alcahuetas, el Museo Guggenheim, gráficos de complejas
estructuras, poemas. A ello se añaden con juegos —verdaderos travestissements
lingüísticos— con el estilo de las crónicas de la época de la Conquista:
Las casas eran hechas a manera de
alfaneques, muy grandes, y parecían tiendas en real, sin concierto de calles,
sino una acá y otra acullá, y de dentro muy barridas y limpias, y sus aderezos
muy compuestos. Todas son de ramas de palma muy hermosas… Había perros que
jamás ladraron, había avecitas salvajes mansas por sus casas, había
maravillosos aderezos de redes y anzuelos y artificios de pescar…[9]
Cobra, por otra parte, constituye
una reflexión obsesiva sobre la escritura misma. Así pues habla en primer
término de que “La escritura es el arte de la elipsis”,[10] en lo que, por
cierto, coincide por José Martí, quien en su día se refirió a que el arte de la
oratoria radicaba sobre todo en un arte de eliminar la mucha verba, pues esta
mata la elocuencia.[11] A partir de esta definición, se suceden una serie de
otros axiomas alternativos: “La escritura es el arte de la digresión”, en lo
que se expresa una cuestión fundamental para la narrativa de fines del siglo XX
—piénsese en Manuel Puig— y de comienzos del XXI. La siguiente enunciación de
la escritura está marcada por un claro dejo de lúdica ironía que funciona como
un arabesco barroco para desautorizar el envejecido esquema del siglo XIX: “La
escritura es el arte de recrear la realidad. Respetémoslo. No ha llegado el
artífice himalayo, como se dijo, alhajadito y pestiferante, sino con un recién
planchado y viril traje cruzado color crema —en la corbata de seda una torre
Eiffel y una mujer desnuda acostada sobre el letrero de Folies Chéries”.[12]
Las dos últimas definiciones corresponden a una perspectiva postmodernista y
neobarroca: “La escritura es el arte de descomponer un orden y componer un
desorden”,[13] en lo que se advierte también un reconocimiento del carácter abierto
de la literatura, en particular de la narrativa, y una implícita aquiescencia
con la idea de la lectura como co-creación en la cual el receptor reconstituye
a su modo el texto literario. La última afirmación declara su enfática voluntad
de trabajar insistentemente con la intertextualidad —consolidada su definición
por Julia Kristeva y el grupo Tel Quel que Sarduy conoció directamente—, de lo
cual la propia Cobra es un ejemplo extraordinario. Así, dice: “La escritura es
el arte del remiendo. De lo que precede se infiere que: si el indio es tan
priápico y gozador como habéis oído, nunca terminará de encubrir con sus signos
la desnudez de las coristas ni las mismas podrán someterse impasibles a la
torturante contemplación de sus dones”.[14]
Sarduy, en una escritura
esencialmente neobarroca y desde una actitud de crítica punzante a los cánones
de fases precedentes de la Modernidad, concentra su atención fundamental en el
juego y rejuego de interconexiones de signos, jirones del lenguaje, alusiones
traviesas, ecos que se asordinan gradualmente en la memoria cultural. Con ello
construye un edificio extraordinario que, en su originalidad y sorprendente
dinamismo, trasunta la fragancia poderosa del (neo) barroco criollo, de lo
cubano indoblegable, trágico, sensual, atormentado y sonriente.
Notas:
[1] Irlemar Chiampi: “La
literatura neobarroca ante la crisis de lo moderno”, en: Criterios. Revista de
Teoría de la Literatura y las Artes, Estética y Culturología. La Habana. Nro.
32. Cuarta época. Julio-diciembre de 1994, p. 171.
[2] Cfr. José Martí: “El
Centenario de Calderón”, en: Obras completas. La Habana. Ed. de Ciencias
Sociales, 1975, t. 15, p. 119-120.
[3] Severo Sarduy: “La playa”,
en: Severo Sarduy: Obra completa. Edición crítica. Gustavo Guerrero y François
Wahl, coordinadores. Madrid. ALLCA XX, 1999, t. II, p. 1010.
[4] Severo Sarduy: “Barroco”, en:
Obra completa, ed. cit., t. II, p. 1212.
[5] Martin Lienhard apunta, entre
otras ideas: “El texto escrito, legitimado a su vez por otras «escrituras»,
expresa en última instancia la voluntad divina.” [La voz y su huella. La
Habana. Ed. Casa de las Américas, 1990, p. 31].
[6] Severo Sarduy: “El barroco y
el neobarroco”, en: Obra completa, ed. cit., p. 1395-1396.
[7] Irlemar Chiampi: op. cit., p.
177.
[8] Ibid., p. 1396.
[9] Severo Sarduy: “Cobra”, en:
Obras completas, ed. cit., t. I, p. 570.
[10] Ibíd., t. I, p. 430.
[11] Cfr. Luis Álvarez: Estrofa,
imagen, fundación: la oratoria de José Martí. La Habana. Ed. Casa de las
Américas, 1995.
[12] Severo Sarduy: “Cobra”, en
Obra completa, ed. cit., t. I, p. 332.
[13] Ibíd., t. I, p. 435.
[14] Ibíd., t. I, p. 439.
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