martes, 23 de julio de 2013

De dónde son los neobarrocos - Gonzalo Celorio


Hace poco más de quince años, Severo Sarduy publicó un ensayo inaugural, titulado "El barroco y el neobarroco" en el ahora imprescindible libro América Latina en su literatura.(1) En él advierte, sin pretender explicarla en términos históricos o ideológicos, la señalada presencia de la estética barroca en algunas manifestaciones artísticas de la cultura hispanoamericana -particularmente literarias y de origen cubano-, y se propone precisar formalmente el concepto "barroco", que ha ampliado su espectro semántico hasta la metáfora generalizada: "la tierra es clásica y el mar es barroco", recuerda José Lezama Lima; "el Popocatépetl es clásico y el Iztaccíhuatl es barroco", creo haberle oído decir a Fernando Benítez.

Como ejemplos de la utilización de los diversos recursos del barroco que ha consignado en su estudio, Sarduy hace referencia a Alejo Carpentier, José Lezama Lima, Guillermo Cabrero Infante. Estos mismos escritores cubanos han aludido en sus trabajos ensayísticos y en sus propias novelas a su filiación barroca.

Lezama Lima, en un brillante capítulo de La expresión americana, considera que el barroco, entre nosotros, más que un arte de Contrarreforma, es un arte de Contraconquista: el barroco adquiere en nuestro continente un carácter propio no sólo por las peculiaridades que imprimen los criollos en los modelos peninsulares sino también por el influjo de las culturas prehispánicas en el arte colonial, y por tanto es - piensa Lezama- signo de identidad y requisito de madurez para alcanzar nuestra emancipación cultural. Por así decirlo, el barroco es nuestro clásico, nuestro paradigma.(2)

Sin reprimir su libertad metafórica (aquella que lo lleva a hablar, por ejemplo, de barroquismos telúricos y de mulatas barrocas en genio y figura), Alejo Carpentier, por su parte, ha reiterado en sus novelas y en abundantes ensayos que nuestras manifestaciones culturales y literarias y aun nuestra naturaleza son y han sido barrocas.

Y Cabrera Infante, en novelas como Tres tristes tigres y La Habana para un infante difunto, ha exacerbado de manera explícita, a través de reflexiones metaliterarias, recursos que forman parte sustantiva del código estético del barroco, tales la parodia, la hipérbole, la paronomasia.

Contrariamente al intento de rigurosidad formal de Severo Sarduy, los términos barroco y neobarroco se han empleado, a partir de la publicación de dicho artículo, cada vez con mayor dispendio. Y es que los postulados de Sarduy, enriquecidos dos años después en su libro Barroco, que originalmente fueron aplicados de manera prioritaria a escritores cubanos, constituyen una tipificación, basada en la parodia y en el artificio, a la que virtualmente pueden responder muy diversas obras de la narrativa hispanoamericana contemporánea. Pienso, por ejemplo, en novelas que se sustentan en un lenguaje paródico como Los relámpagos de agosto de Jorge Ibargüengoitia y Terra nostra y Cristóbal Nonato de Carlos Fuentes; pienso en textos cuya referencialidad estriba preponderantemente en la cultura libresca (arte del arte = artificio), como ciertas ficciones de Borges y de Bioy Casares o numerosos capítulos de Rayuela; pienso en las grandes construcciones verbales a la manera de Paradiso, como El otoño del Patriarca de García Márquez o el discurso de Carlota en Noticias del Imperio de Fernando del Paso; pienso en la superposición de discursos en El libro de Manuel de Cortázar o en Cien años de soledad, donde Artemio Cruz o el bebé Rocamadour se suman a la prolífica lista de Aurelianos y José Arcadios... En fin, el propio modelo teórico de Sarduy propicia la extensión del término neobarroco a obras muy diversas, al grado de que no sería una exageración tomar la barroquicidad -si así se puede decir- como una de las señas de identidad de la narrativa hispanoamericana contemporánea.

Ignoro si mis apreciaciones contribuyan a precisar el término neobarroco o, por lo contrario, incrementen su dilatación. Como quiera que sea, creo conveniente mencionar algunos aspectos que rebasan las tipificaciones estrictamente formales y que aluden a ciertos rasgos de su contenido ideológico para enriquecer su significación. Sin comprometerme por ahora a desarrollar tales aspectos, de suyo complejos, me limitaré a enunciarlos y a aventurar un par de reflexiones al respecto. Voy a referirme primeramente a la deliberada intención de los escritores neobarrocos por articular un discurso que incluya elementos propios de la estética barroca -particularmente la parodia-; y, en segundo término, a las posibles implicaciones de tal intencionalidad. Quizás una diferencia entre los barrocos del siglo XVII y los neobarrocos de nuestros días consista en que aquéllos no sabían que eran barrocos y éstos vaya que sí lo saben. Gracián escribe su Agudeza y arte de ingenio pensando, acaso, que formulaba un tratado de preceptiva clásica (es decir ortodoxa). Los escritores neobarrocos, en cambio, se saben afines a la estética del barroco y utilizan propositivamente sus ingenios y sus agudezas. Tal intencionalidad puede antojarse artificial, pero digamos, en descarga de sus autores, que el barroco tiene como signo distintivo precisamente el artificio, y que por encima de la aventura, del abandono placentero a la proliferación, de la libertad y del capricho personal, el barroco es un arte prefabricado, como lo ha visto espléndidamente José Antonio Maravall: es un arte dirigido -esto es preconcebido y generalizado a través del Kitsch y es un arte conservador en tanto que la movilidad y la ruptura que parecen determinarlo son vanas apariencias; en tanto que su objeto primordial es la preservación de un sistema de valores culturales-. Así pues, la intención barroca, previa a la escritura, es parte de su barroquicidad. Pero, cuál es la finalidad de tal intención en el caso de los escritores considerados neobarrocos. Próximo a las tesis de Mijail Bajtin sobre la carnavalización, Severo Sarduy destaca la parodia como recurso pertinente del barroco. Dos son los mecanismos que, según el teórico cubano, utiliza el lenguaje paródico: la intertextualidad, que consiste en "la incorporación de un texto extranjero al texto, su collage o superposición a la superficie del mismo", y la intratextualidad, que se refiere a los textos "que no son introducidos en la aparente superficie plana de la obra como elementos alógenos -citas y reminiscencias-, sino que, intrínsecos a la producción escriptural, a la operación de cifraje -de tatuaje- en que consiste toda escritura, participan (...) del acto mismo de la creación".(3)

La intertextualidad se manifiesta en la inclusión, ya literal, ya modificada aunque reconocible, de otros textos. Pero más que en estas manifestaciones exteriores, visibles en la superficie del discurso, es en la intratextualidad donde habita entrañablemente el espíritu paródico del barroco. Así considerada, la parodia implica un doble discurso, una doble textualidad: un discurso referencial, previo, conocido y reconocible, que es deformado, alterado, escarnecido, llevado a sus extremos por el discurso del barroco. Tal operación supone un retorno; es en sí misma un retorno. La parodia, según entiendo, no es otra cosa que llegar, de regreso, al punto de partida y recuperarlo -esto es preservarlo, enriquecerlo- con los beneficios adquiridos en semejante periplo: la crítica (el sentido del humor, el homenaje) que la distancia y la perspectiva otorgan. La parodia, pues, no se limita a la burla del discurso de referencia: la parodia implica una actitud crítica que pondera, selecciona, asume, fija, recupera y preserva los valores culturales. En La rosa púrpura del Cairo, si se me permite poner un ejemplo cinematográfico, Woody Allen no orienta su discurso paródico a escarnecer el discurso fílmico hollywoodense de los años treinta; al parodiarlo, lo critica, le confiere un estatus, lo recupera para su propio discurso y le rinde el más amoroso de los homenajes: rescata su vigencia, es decir su dimensión y su valor históricos.

Esta parece ser, en la narrativa hispanoamericana contemporánea, la intención del discurso paródico: sentirse en posesión de una cultura y manifestar tal seguridad mediante la crítica: el juego, la reflexión, el reconocimiento. En efecto, nuestra narrativa se entretiene y se afana en articular un discurso parodiado, en que más abisme la distancia entre la ida y el regreso. Algunos ejemplos de este viraje extremo: En Paradiso, Lezama Lima llama al miembro viril "el aguijón del leptosomático macrogenitoma" distanciando así, gongorinamente, la relación entre el significado y el significante. Carpentier, en Concierto barroco, no se conforma con relatar la de suyo paródica mise en scene de una ópera con tema de Moctezuma, dirigida por Vivaldi en un teatro de Venecia, sino que llega a introducir carnavalescamente, al lado de Vivaldi, Haendel y Scarlatti, la batuta de Stravinsky y la trompeta viva de Louis Armstrong. En El mundo alucinante, Reinaldo Arenas hace que Fray Servando Teresa de Mier, si no lo estoy inventando motivado por la proliferante concatenación de hipérboles en la novela, se escape de la cárcel disfrazado de rata -así de grandes eran los roedores de las Caldas de Cádiz-. Severo Sarduy llega a identificar a Fidel Castro con el mismísimo Cristo Redentor en el capítulo titulado "La entrada de Cristo en La Habana" de la novela De dónde son los cantantes.

Es en esta medida extrema, arriba ejemplificada con casos de la literatura cubana, donde el neobarroco se aproxima a un tipo de producción artística cuya esencia estriba precisamente en la diferenciación entre la ida y el regreso. Hablo de lo que Susan Sontag denominó Camp y que Carlos Monsiváis aplicó con acierto a diversas manifestaciones de la cultura mexicana:

Camp es -reconociendo la falsedad, el anacronismo y la vigencia de esta división- el predominio de la forma sobre el contenido. Camp es aquel estilo llevado a sus últimas consecuencias, conducido apasionadamente al exceso. Camp es la extensión final, en materia de sensibilidad, de la metáfora de la vida como teatro (...) Camp es el amor de lo no natural, del artificio y la exageración (...) Camp es el fervor del manierismo y de lo sexual exagerado. Camp es el aprecio de la vulgaridad. Camp es la introducción de un nuevo criterio: el artificio como ideal. Camp es el culto por las formas límite de lo barroco, por lo concebido en el delirio, por lo que inevitablemente engendra su propia parodia. Camp en un número abrumador de ocasiones es (...) aquello tan malo que resulta bueno.

Algunas características que Monsiváis, siguiendo a Susan Sontag, atribuye al Camp son evidentemente afines a la estética del neobarroco y aplicables a diversas obras narrativas hispanoamericanas. Además de pensar en novelas como De dónde son los cantantes del propio Sarduy o El mundo alucinante de Reinaldo Arenas, pienso en otras que, hasta donde entiendo, no han sido estudiadas a la luz del neobarroco pero que podrían responder a los postulados de Sarduy, como Tres novelitas burguesas y La misteriosa desaparición de la marquesita de Loria de José Donoso u otras de Manuel Puig tales La traición de Rita Hayworth o Pubis angelical. Es evidente en ellas, para seguir con la dicotomía meramente didáctica de Monsiváis, el predominio de la forma sobre el contenido, amén de otros signos comunes al Camp y al neobarroco. Un lenguaje abundante, generoso y exquisito parece desperdiciarse en la frivolidad o decadencia de sus temas. Pero ¿no es el barroco, acaso, el arte del desperdicio, de la excrecencia?: "La exclamación inefable - dice Sarduy- que suscita toda capilla de Churriguera o del Aleijadinho, toda estrofa de Góngora o Lezama, todo acto barroco, ya pertenezca a la pintura o a la repostería: íCuánto trabajo! implica un apenas disimulado adjetivo: íCuánto trabajo perdido!, ícuánto juego y desperdicio, cuánto esfuerzo sin funcionalidad!"(4)

Precisamente tales signos de desperdicio garantizan que el objeto de la parodia ha sido asumido y superado. Estas novelas que pudieran considerarse neobarrocas son testimonio de que nuestro discurso novelístico goza ya de los saludables tributos de la crítica: el humor, el juego, la ponderación. Acaso por primera vez en nuestra historia literaria, toda una narrativa se significa por expresar abundantemente, generosamente -hasta el desperdicio- que va de regreso de las cosas; de regreso de su propia historia.

Agosto, 1988.

1 Severo Sarduy "El barroco y el neobarroco" en América Latina en su literatura. Coordinación e Introducción de César Fernández Moreno. 4ª ed. Siglo XXI. México, 1977. pp 167-184.

2 Cf. José Lezama Lima. La expresión americana. Alianza Editorial. Madrid, 1969. p. 78.

3 Severo Sarduy. Op. cit. pp 177 y 178.


4 Severo Sarduy. Op. cit. p. 182

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