Hace poco más de quince años, Severo Sarduy publicó un ensayo inaugural, titulado "El barroco y el neobarroco" en el ahora imprescindible libro América Latina en su literatura.(1) En él advierte, sin pretender explicarla en términos históricos o ideológicos, la señalada presencia de la estética barroca en algunas manifestaciones artísticas de la cultura hispanoamericana -particularmente literarias y de origen cubano-, y se propone precisar formalmente el concepto "barroco", que ha ampliado su espectro semántico hasta la metáfora generalizada: "la tierra es clásica y el mar es barroco", recuerda José Lezama Lima; "el Popocatépetl es clásico y el Iztaccíhuatl es barroco", creo haberle oído decir a Fernando Benítez.
Como ejemplos de la utilización
de los diversos recursos del barroco que ha consignado en su estudio, Sarduy
hace referencia a Alejo Carpentier, José Lezama Lima, Guillermo Cabrero
Infante. Estos mismos escritores cubanos han aludido en sus trabajos
ensayísticos y en sus propias novelas a su filiación barroca.
Lezama Lima, en un brillante
capítulo de La expresión americana, considera que el barroco, entre nosotros,
más que un arte de Contrarreforma, es un arte de Contraconquista: el barroco
adquiere en nuestro continente un carácter propio no sólo por las
peculiaridades que imprimen los criollos en los modelos peninsulares sino
también por el influjo de las culturas prehispánicas en el arte colonial, y por
tanto es - piensa Lezama- signo de identidad y requisito de madurez para
alcanzar nuestra emancipación cultural. Por así decirlo, el barroco es nuestro
clásico, nuestro paradigma.(2)
Sin reprimir su libertad
metafórica (aquella que lo lleva a hablar, por ejemplo, de barroquismos
telúricos y de mulatas barrocas en genio y figura), Alejo Carpentier, por su
parte, ha reiterado en sus novelas y en abundantes ensayos que nuestras
manifestaciones culturales y literarias y aun nuestra naturaleza son y han sido
barrocas.
Y Cabrera Infante, en novelas
como Tres tristes tigres y La Habana para un infante difunto, ha exacerbado de
manera explícita, a través de reflexiones metaliterarias, recursos que forman
parte sustantiva del código estético del barroco, tales la parodia, la
hipérbole, la paronomasia.
Contrariamente al intento de
rigurosidad formal de Severo Sarduy, los términos barroco y neobarroco se han
empleado, a partir de la publicación de dicho artículo, cada vez con mayor
dispendio. Y es que los postulados de Sarduy, enriquecidos dos años después en
su libro Barroco, que originalmente fueron aplicados de manera prioritaria a
escritores cubanos, constituyen una tipificación, basada en la parodia y en el
artificio, a la que virtualmente pueden responder muy diversas obras de la
narrativa hispanoamericana contemporánea. Pienso, por ejemplo, en novelas que
se sustentan en un lenguaje paródico como Los relámpagos de agosto de Jorge
Ibargüengoitia y Terra nostra y Cristóbal Nonato de Carlos Fuentes; pienso en
textos cuya referencialidad estriba preponderantemente en la cultura libresca
(arte del arte = artificio), como ciertas ficciones de Borges y de Bioy Casares
o numerosos capítulos de Rayuela; pienso en las grandes construcciones verbales
a la manera de Paradiso, como El otoño del Patriarca de García Márquez o el
discurso de Carlota en Noticias del Imperio de Fernando del Paso; pienso en la
superposición de discursos en El libro de Manuel de Cortázar o en Cien años de
soledad, donde Artemio Cruz o el bebé Rocamadour se suman a la prolífica lista
de Aurelianos y José Arcadios... En fin, el propio modelo teórico de Sarduy
propicia la extensión del término neobarroco a obras muy diversas, al grado de
que no sería una exageración tomar la barroquicidad -si así se puede decir-
como una de las señas de identidad de la narrativa hispanoamericana
contemporánea.
Ignoro si mis apreciaciones
contribuyan a precisar el término neobarroco o, por lo contrario, incrementen
su dilatación. Como quiera que sea, creo conveniente mencionar algunos aspectos
que rebasan las tipificaciones estrictamente formales y que aluden a ciertos
rasgos de su contenido ideológico para enriquecer su significación. Sin
comprometerme por ahora a desarrollar tales aspectos, de suyo complejos, me
limitaré a enunciarlos y a aventurar un par de reflexiones al respecto. Voy a
referirme primeramente a la deliberada intención de los escritores neobarrocos
por articular un discurso que incluya elementos propios de la estética barroca
-particularmente la parodia-; y, en segundo término, a las posibles
implicaciones de tal intencionalidad. Quizás una diferencia entre los barrocos
del siglo XVII y los neobarrocos de nuestros días consista en que aquéllos no
sabían que eran barrocos y éstos vaya que sí lo saben. Gracián escribe su
Agudeza y arte de ingenio pensando, acaso, que formulaba un tratado de preceptiva
clásica (es decir ortodoxa). Los escritores neobarrocos, en cambio, se saben
afines a la estética del barroco y utilizan propositivamente sus ingenios y sus
agudezas. Tal intencionalidad puede antojarse artificial, pero digamos, en
descarga de sus autores, que el barroco tiene como signo distintivo
precisamente el artificio, y que por encima de la aventura, del abandono
placentero a la proliferación, de la libertad y del capricho personal, el
barroco es un arte prefabricado, como lo ha visto espléndidamente José Antonio
Maravall: es un arte dirigido -esto es preconcebido y generalizado a través del
Kitsch y es un arte conservador en tanto que la movilidad y la ruptura que
parecen determinarlo son vanas apariencias; en tanto que su objeto primordial
es la preservación de un sistema de valores culturales-. Así pues, la intención
barroca, previa a la escritura, es parte de su barroquicidad. Pero, cuál es la
finalidad de tal intención en el caso de los escritores considerados
neobarrocos. Próximo a las tesis de Mijail Bajtin sobre la carnavalización,
Severo Sarduy destaca la parodia como recurso pertinente del barroco. Dos son
los mecanismos que, según el teórico cubano, utiliza el lenguaje paródico: la
intertextualidad, que consiste en "la incorporación de un texto extranjero
al texto, su collage o superposición a la superficie del mismo", y la
intratextualidad, que se refiere a los textos "que no son introducidos en
la aparente superficie plana de la obra como elementos alógenos -citas y
reminiscencias-, sino que, intrínsecos a la producción escriptural, a la
operación de cifraje -de tatuaje- en que consiste toda escritura, participan
(...) del acto mismo de la creación".(3)
La intertextualidad se manifiesta
en la inclusión, ya literal, ya modificada aunque reconocible, de otros textos.
Pero más que en estas manifestaciones exteriores, visibles en la superficie del
discurso, es en la intratextualidad donde habita entrañablemente el espíritu
paródico del barroco. Así considerada, la parodia implica un doble discurso,
una doble textualidad: un discurso referencial, previo, conocido y reconocible,
que es deformado, alterado, escarnecido, llevado a sus extremos por el discurso
del barroco. Tal operación supone un retorno; es en sí misma un retorno. La
parodia, según entiendo, no es otra cosa que llegar, de regreso, al punto de
partida y recuperarlo -esto es preservarlo, enriquecerlo- con los beneficios
adquiridos en semejante periplo: la crítica (el sentido del humor, el homenaje)
que la distancia y la perspectiva otorgan. La parodia, pues, no se limita a la
burla del discurso de referencia: la parodia implica una actitud crítica que
pondera, selecciona, asume, fija, recupera y preserva los valores culturales.
En La rosa púrpura del Cairo, si se me permite poner un ejemplo
cinematográfico, Woody Allen no orienta su discurso paródico a escarnecer el
discurso fílmico hollywoodense de los años treinta; al parodiarlo, lo critica,
le confiere un estatus, lo recupera para su propio discurso y le rinde el más
amoroso de los homenajes: rescata su vigencia, es decir su dimensión y su valor
históricos.
Esta parece ser, en la narrativa
hispanoamericana contemporánea, la intención del discurso paródico: sentirse en
posesión de una cultura y manifestar tal seguridad mediante la crítica: el
juego, la reflexión, el reconocimiento. En efecto, nuestra narrativa se
entretiene y se afana en articular un discurso parodiado, en que más abisme la
distancia entre la ida y el regreso. Algunos ejemplos de este viraje extremo:
En Paradiso, Lezama Lima llama al miembro viril "el aguijón del
leptosomático macrogenitoma" distanciando así, gongorinamente, la relación
entre el significado y el significante. Carpentier, en Concierto barroco, no se
conforma con relatar la de suyo paródica mise en scene de una ópera con tema de
Moctezuma, dirigida por Vivaldi en un teatro de Venecia, sino que llega a
introducir carnavalescamente, al lado de Vivaldi, Haendel y Scarlatti, la
batuta de Stravinsky y la trompeta viva de Louis Armstrong. En El mundo
alucinante, Reinaldo Arenas hace que Fray Servando Teresa de Mier, si no lo
estoy inventando motivado por la proliferante concatenación de hipérboles en la
novela, se escape de la cárcel disfrazado de rata -así de grandes eran los
roedores de las Caldas de Cádiz-. Severo Sarduy llega a identificar a Fidel
Castro con el mismísimo Cristo Redentor en el capítulo titulado "La
entrada de Cristo en La Habana" de la novela De dónde son los cantantes.
Es en esta medida extrema, arriba
ejemplificada con casos de la literatura cubana, donde el neobarroco se
aproxima a un tipo de producción artística cuya esencia estriba precisamente en
la diferenciación entre la ida y el regreso. Hablo de lo que Susan Sontag
denominó Camp y que Carlos Monsiváis aplicó con acierto a diversas manifestaciones
de la cultura mexicana:
Camp es -reconociendo la
falsedad, el anacronismo y la vigencia de esta división- el predominio de la
forma sobre el contenido. Camp es aquel estilo llevado a sus últimas
consecuencias, conducido apasionadamente al exceso. Camp es la extensión final,
en materia de sensibilidad, de la metáfora de la vida como teatro (...) Camp es
el amor de lo no natural, del artificio y la exageración (...) Camp es el
fervor del manierismo y de lo sexual exagerado. Camp es el aprecio de la
vulgaridad. Camp es la introducción de un nuevo criterio: el artificio como
ideal. Camp es el culto por las formas límite de lo barroco, por lo concebido
en el delirio, por lo que inevitablemente engendra su propia parodia. Camp en
un número abrumador de ocasiones es (...) aquello tan malo que resulta bueno.
Algunas características que
Monsiváis, siguiendo a Susan Sontag, atribuye al Camp son evidentemente afines
a la estética del neobarroco y aplicables a diversas obras narrativas
hispanoamericanas. Además de pensar en novelas como De dónde son los cantantes
del propio Sarduy o El mundo alucinante de Reinaldo Arenas, pienso en otras
que, hasta donde entiendo, no han sido estudiadas a la luz del neobarroco pero
que podrían responder a los postulados de Sarduy, como Tres novelitas burguesas
y La misteriosa desaparición de la marquesita de Loria de José Donoso u otras
de Manuel Puig tales La traición de Rita Hayworth o Pubis angelical. Es
evidente en ellas, para seguir con la dicotomía meramente didáctica de
Monsiváis, el predominio de la forma sobre el contenido, amén de otros signos
comunes al Camp y al neobarroco. Un lenguaje abundante, generoso y exquisito
parece desperdiciarse en la frivolidad o decadencia de sus temas. Pero ¿no es
el barroco, acaso, el arte del desperdicio, de la excrecencia?: "La
exclamación inefable - dice Sarduy- que suscita toda capilla de Churriguera o
del Aleijadinho, toda estrofa de Góngora o Lezama, todo acto barroco, ya
pertenezca a la pintura o a la repostería: íCuánto trabajo! implica un apenas
disimulado adjetivo: íCuánto trabajo perdido!, ícuánto juego y desperdicio,
cuánto esfuerzo sin funcionalidad!"(4)
Precisamente tales signos de
desperdicio garantizan que el objeto de la parodia ha sido asumido y superado.
Estas novelas que pudieran considerarse neobarrocas son testimonio de que
nuestro discurso novelístico goza ya de los saludables tributos de la crítica:
el humor, el juego, la ponderación. Acaso por primera vez en nuestra historia
literaria, toda una narrativa se significa por expresar abundantemente,
generosamente -hasta el desperdicio- que va de regreso de las cosas; de regreso
de su propia historia.
Agosto, 1988.
1 Severo Sarduy "El barroco
y el neobarroco" en América Latina en su literatura. Coordinación e
Introducción de César Fernández Moreno. 4ª ed. Siglo XXI. México, 1977. pp
167-184.
2 Cf. José Lezama Lima. La
expresión americana. Alianza Editorial. Madrid, 1969. p. 78.
3 Severo Sarduy. Op. cit. pp 177
y 178.
4 Severo Sarduy. Op. cit. p. 182
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