A diferencia
del gran novelista cubano Alejo Carpentier, quien construyó con su
impresionante ciclo narrativo una de las imágenes más universales de América
Latina, al punto de ser considerado por Harold Bloom acaso el escritor canónico
por excelencia de esa parte del mundo, José Lezama Lima continúa siendo una rara
avis dentro del imaginario hispanoamericano. El hecho sorprendente de que
una importantísima encuesta realizada por la revista Times al concluir
el siglo XX situara a su novela Paradiso, en tercer lugar de votos,
dentro de la narrativa universal, acrecienta, en vez de disminuir, la extrañeza
que le es consustancial a toda su obra. Lezama no influyó, como sí Carpentier y
de una manera decisiva, en el llamado boom de la narrativa
hispanoamericana. Por ejemplo, novelistas tan universales como Gabriel García
Márquez o Carlos Fuentes reconocen a Carpentier como un antecedente ineludible.
En el caso de Lezama, es cierto que la celebridad alcanzada por su novela se
debió en parte al favorable contexto de recepción que propició el boom,
sobre todo a partir del ensayo de Julio Cortázar, “Para llegar a Lezama Lima”,
que incluyó en su libro La vuelta al día en ochenta mundos, donde el
escritor habanero aparecía como un raro deslumbrante. Los cinco primeros
capítulos de su novela habían aparecido en la revista Orígenes, más un
fragmento del último, entre 1949 y 1955, sin ninguna repercusión ostensible.
Finalmente, su novela se publica en La Habana en 1966. Es a partir de entonces,
y gracias a la crítica inteligente y participante de Cortázar, que la ya
dilatada obra de José Lezama Lima comienza a ser reconocida más allá de su
contexto insular. Se descubre entonces al poeta acaso más singular del siglo xx
iberoamericano, y a un ensayista no menos notable. Sin embargo, su obra
continúa ofreciendo una tenaz resistencia, a pesar de que, sobre todo a partir
de la década del 80, sucede, tanto en su propio país como en los medios
académicos de Europa y Estados Unidos, una suerte de boom hermenéutico
de su obra, que nos recuerda aquella entre irónica y melancólica frase suya a
propósito del éxito alcanzado por su novela: “Seremos pasto de profesores”.
Esto es un buen síntoma, porque prolonga su extrañeza y la concurrente avidez
crítica más allá del contexto histórico del llamado boom de la nueva
novela latinoamericana. Esa tenaz resistencia aludida se mantiene hasta el
presente, acaso porque le es consustancial a su propia obra. En una carta a
Cintio Vitier, fechada en 1944, le escribe: “¿Huye la poesía de las cosas? ¿Qué
eso de huir? En sentido pascalino, la única manera de caminar y de adelantar.
Se convierte a sí misma, la poesía, en una sustancia tan real, y tan
devoradora, que la encontramos en todas las presencias”. Y más adelante
precisa: “Y no es el flotar, no es la poesía en la luz impresionista, sino la
realización de un cuerpo que se constituye en enemigo y desde allí nos mira.
Pero cada paso dentro de esa enemistad provoca estela o comunicación inefable”.
Se establece así un combate entre el poeta, el poema y la poesía: el poeta en
busca de la poesía, que le opone siempre una resistencia, se muestra
momentáneamente en el poema pero al cabo huye, desaparece de nuevo, no se deja
poseer. Pero fijémonos en que Lezama había dicho que aquella estaba “en todas
las presencias”, por donde su avidez poética compromete a toda la realidad. En
muchos poemas de Enemigo rumor (1941) se ilustra ese combate, donde el
poeta apetece organizar en el poema un cuerpo resistente frente al paso del
tiempo frente a la hurañez de la poesía. Así, escribe en “Pez nocturno”: “La
oscura lucha con el pez concluye; / su boca finge de la noche orilla. / Las
escamas enciende, sólo brilla / aquella plata que de pronto huye”, donde hace
más claro, metapoéticamente, el sentido de su famoso poema “Ah, que tú
escapes”, donde expresa: “Ah, que tú escapes en el instante / en el que ya
habías alcanzado tu definición mejor”. De manera que Lezama se plantea desde un
inicio oponer frente a la avidez de la muerte y el tiempo, una avidez
equivalente, “una avidez regia” –expresó Cintio Vitier-, una avidez de raíz
barroca.
Una de las
dificultades que entraña la lectura de su obra reside justamente en su poderoso
universo metapoético. Toda su obra, ya sean sus poemas, ensayos, cuentos o
novelas, adquieren un sentido primordial, omnicomprensivo, a la luz de lo que
él mismo llamó una temeridad, una locura, un imposible: la creación de un
sistema poético del mundo. O, como le dice a Cintio Vitier en una temprana carta
en 1939, a propósito de una frase de Juan Ramón Jiménez: “seguro instinto
consciente”. Dice Lezama: “Yo le llamaría nueva habitabilidad del paraíso por
el conocimiento poético. Sabido es que el otro conocimiento fue el que lo hizo
inhabitable”. En muy significativo, por cierto, que ese mismo año publique
María Zambrano en México (ya la conocía Lezama desde 1936) Pensamiento y
poesía en la vida española y Filosofía y poesía, donde la pensadora
andaluza expone por primera vez, extensamente, lo que luego configurará, a lo
largo de toda su obra, como su razón poética. En todo caso, influjos o
fecundaciones aparte o mediante, Lezama se propuso crear con su sistema poético
una cosmovisión. Pero repárese en que no se limitó, como sucede en sus ensayos,
a describir reflexivamente sus llamadas categorías poéticas o de relación, sino
que las desplegó, las encarnó en sus poemas, cuentos y novelas e, incluso, en
sus propios ensayos, de tal manera que todas sus creaciones se constituyen en
verdaderos “cuerpos vivientes”, a partir de la primordialidad que le confiere
Lezama a la imagen. Y aquí se establece el punto de diferencia más importante
de Lezama con otros creadores, por ejemplo, con los novelistas
hispanoamericanos y con el propio Carpentier.
A partir de
su teoría de la imagen, Lezama expone lo que puede servirnos para comprender la
raíz barroca de toda su obra. Desde su ecumenismo católico tomista, una suerte
de catolicidad incorporativa que linda con la heterodoxia –católico órfico, le
llamó María Zambrano-, Lezama parte de las categorías tomistas de la imagen y
la semejanza para explicar el centro de su sistema poético. Si el hombre, por
el pecado original, y su expulsión del paraíso, perdió la identidad, es decir
la semejanza con Dios, sólo le queda la posibilidad de ser imagen. De ahí que,
según Lezama “la imagen deba empatar o zurcir el espacio de la caída”. Citando
concurrentemente a Pascal dice que si la verdadera naturaleza se ha perdido,
todo puede ser naturaleza, esto es, todo puede ser imagen, por lo que la imagen
es naturaleza sustituida o se erige en una segunda naturaleza. La imagen será
pues, en última instancia, realidad de un mundo invisible, pero que no pierde
el vínculo encarnado con la realidad de las apariencias, simbolizadas por la
inmensa red de metáforas con que el poeta construye el poema y que aspiran a
destilar una imagen, una imagen significativa, lo que él llamó el cubrefuego
de la imagen, para que dote de sentido final, último, trascendente, también
retrospectivo, a todo el poema. La imagen será la mediadora entre los dos
reinos enemistados, intentando borrar aquel dualismo de raíz sagrada, por donde
el poeta despliega con su arte de cetrería y con esa resistencia una suerte de
conjuro propiciatorio: la infinita urdimbre de metáforas y analogías crean una
tensión horizontal dentro del mundo inmanente (tal en la tropología
aristotélica) pero para dar de sí otra tensión, esta vertical, anagógica, que
completa la cruz, y que culmina con la relación entre lo inmanente y lo
trascendente, o, como diría Lezama, entre lo cercano y lo lejano, entre lo
telúrico y lo estelar. De ahí que Lezama espere todo conocimiento de la imagen
poética, suerte de correlato de la razón o logos poético zambraniano. Lezama se
propone llenar aquella carencia, aquel vacío, con su imagen, en este sentido
barroca, es decir, frente al horror vacui, Lezama despliega lo que él
llama la ocupatio, la incesante de proliferación de imágenes, que acaso
halla su paroxismo creador en su poemario Dador. Dice, por ejemplo, Fina
García Marruz:
“Esta poesía tachada de oscura, de hiperbólica, de excesiva, nos da de
pronto algo poco frecuente en los predios abusivamente líricos de la poesía, la
corporeidad de las cosas. Las vemos con una netitud que parece que se toca. No
su interpretación, no su comentario, sino su cuerpo que no precisa ser
comprendido. ¿Quién comprende a una silla, un frutero, un astro? La costumbre
de verlas nos hace olvidar que a veces ellas son una mancha de color para
nosotros, el comienzo de un pensamiento que no les concierne o una forma que no
significa. En realidad las cosas son endemoniadamente oscuras. A veces nos
alargan un brazo, un color o una indiferencia, otras un exceso, una jocosidad
inatendida.”
Si a todo
esto agregamos su creencia en la sustantividad de las imágenes, que vale tanto
entonces para lo conocido como para lo desconocido, para lo visible como para
lo invisible, comprendemos entonces otra diferencia importante. La imagen para
Lezama no es lo imaginario, lo sustitutivo, lo ornamental, lo indirecto, lo
figurado, en fin, un añadido tropológico, un procedimiento retórico, sino lo
directo, lo real, lo sustantivo. Cintio Vitier, a partir de sus lecturas de los
innumerables comentaristas de Góngora, e inspirándose en la definición que da
Alfonso Reyes de la figura retórica catacresis (abuso): nombrar lo que
no tiene nombre, en un librito muy importante aunque casi desconocido, Poética
(1961), desarrolla la que hasta ahora mismo, al menos para mí, es la
aproximación más satisfactoria al fenómeno poético. Allí concluye que: “para
las realidades que persigue la poesía, no hay otro nombre que el que ella les
da”. Repárese en que el centro mismo de la reflexión que hace Alejo Carpentier
sobre la necesidad de un lenguaje barroco para revelar la realidad o
singularidad innominada de América, está esa necesidad adánica de nombrar
las cosas. Pero no las cosas ya conocidas, sino las otras, las nuevas, las
vírgenes, inéditas, desconocidas- Se pregunta Cintio: “¿qué sentido tendría
volver a nombrar lo que ya está nombrado? Quiero decir: ¿qué sentido estético y
creador? ¿No será que esas cosas del poeta se le aparecen a él, siempre, como
islas sin nombres, como realidades, veladas, misteriosas y desconocidas? ¿No
será que la poesía, ya en un plano óntico y no retórico, es catacresis
esencial, nombrar lo que esencialmente no tiene nombre?” De aquí se derivaría
que la poesía es esencialmente un menester de conocimiento, y un conocimiento
de lo desconocido. Es muy significativo que en la propia etimología de catacresis
aparezca la acepción de abuso, tan vinculada a uno de los procedimientos
retóricos del barroco. Y aquí conviene detenerse para tratar de comprender el
sentido que le damos al termino barroco aplicado a Lezama Lima.
Acaso él
mismo contribuyó en parte a la confusión de la crítica en la que se terminó por
diluir el sentido creador, genésico con que empleaba el término barroco José
Lezama Lima. De ahí que en dos borradores de una carta a Carlos Meneses,
fechados en 1975, ante las preguntas que este le hace sobre el barroco
americano, Lezama le conteste con un tono algo excesivo:
“Creo que cometemos un error, usar viejas calificaciones para nuevas
formas de expresión. La hybris, lo híbrido me parece la actual
manifestación del lenguaje. Pero todas las literaturas son un poco híbridas.
España, por ejemplo (...) // Creo que ya lo de barroco va resultando un término
apestoso, apoyado en la costumbre y el cansancio. Con el calificativo de
barroco se trata de apresar maneras que en su fondo tienen diferencias radicales.
García Márquez no es barroco, tampoco lo son Cortázar o Fuentes, Carpentier
parece más bien un neoclásico, Borges mucho menos. // La sorpresa con que
nuestra literatura llegó a Europa hizo echarle mano a esa vieja manera, por
otra parte en extremo brillante y que tuvo momentos de gran esplendor. // La
palabra barroco se emplea inadecuadamente y tiene su raíz en el resentimiento.
Todos los escritores agrupados en ese grupo son de innegable talento y de
características muy diversas. No es posible encontrar puntos de semejanza entre
Rayuela y las Conversaciones en la catedral, aunque lo americano
está allí. De una manera decidida en Vargas Llosa y por largos laberintos en Rayuela.”
Creo que al
final de su vida Lezama reaccionaba -algo excesivamente, advertía- contra esa
crítica académica que prefería la facilidad de las comunidades generales a la
precisión de las diferencias, de las singularidades. El propio Lezama incorporó
del barroco más de un elemento a su práctica escritural, a la vez que defendió,
en La expresión americana, el surgimiento de ese señor barroco
americano, tan diferente al europeo, aunque sin renegar nunca de su fuente
primigenia, sobre todo hispánica. Pero fijémonos en que, a diferencia de
Carpentier, que parece extender la necesidad y la presencia de un barroco
americano a toda la historia de América, incluyendo la precolombina, Lezama lo
ciñe al período de la conquista y la colonización, sin negar tampoco sus
antecedentes prehispánicos. El propio Carpentier, acaso movido por la necesidad
de fijar su propia poética, trazó una equivalencia demasiado categórica entre
lo barroco y lo real maravilloso. Sin embargo, aunque su propia poética conoció
de una notable evolución y enriquecimiento a partir del texto inaugural de
1948, su prólogo a El reino de este mundo, alrededor de esa misma fecha,
en un texto muy poco conocido, “Tristán e Isolda en Tierra Firme” (1989), había
hecho prevalecer como rasgo distintivo de la cultura hispanoamericana al romanticismo. Escribe
entonces: “El hombre hallado dentro y no fuera, lo universal en lo local, lo
eterno en lo circunscrito. Ese sistema, ese método de acercamiento, único
posible en América, es de pura cepa romántica”, y más adelante: “Nuestro
pasado, nuestra historia, son románticos”, aunque en algún momento reconoce que
“es en el Nuevo Mundo donde hay que buscar la apoteosis del barroco”. Una
lectura atenta de este manuscrito demostrará que, con posterioridad, muchas de
sus argumentaciones fueron utilizadas en ensayos posteriores, prácticamente textuales,
sólo que cambiando lo romántico por lo barroco. Creo que es precisamente contra
esa excesiva generalización contra la que pudo oponerse Lezama, quien también
en La expresión americana, dedicó un ensayo entero a nuestro singular
romanticismo americano, a veces, con ejemplos semejantes a los de este texto
entonces desconocido de Carpentier.
Pero había
adelantado que en esa calificación de barroco al gesto creador de Lezama, y que
al final de su vida no le complacía, había ayudado en parte el propio creador
de Paradiso. En efecto, Lezama no fue para nada ajeno a la
revalorización que hizo la Generación del 27 de Góngora. El mismo escribió un
importante ensayo, “Sierpe de don Luis de Góngora” (1951), del cual, por
ejemplo, extrae el neobarroco Severo Sarduy muchas de sus claridades. Pero la
lectura de Sarduy es parcial, limitada a lo que del Góngora lezamiano interesa
para su propia poética. Pero el Góngora lezamiano va más allá del cordobés, lo
cual sí tiene mucho que ver con la peculiar incorporación creadora,
re-creadora, imaginal (no imaginaria), que hacía Lezama de la cultura. Me
refiero, por ejemplo, al momento en que, buscando una imposible síntesis, más
bien una solución unitiva que perdure como lección creadora para la
contemporaneidad, Lezama une a Góngora y a San Juan de la Cruz. Escuchemos
ahora uno de los momentos más altos del ensayo iberoamericano en el siglo XX.
Dice Lezama:
“Faltaba a esa penetración de luminosidad la noche oscura de San Juan,
pues aquel rayo de conocer poético sin su acompañante noche oscura, sólo podía
mostrar el relámpago de la cetrera actuando sobre la escaloyada Quizás ningún
pueblo haya tenido el planteamiento de su poesía tan concentrado como en ese
momento español en que el rayo metafórico de Góngora necesita y clama,
mostrando dolorosa incompletez, aquella noche oscura envolvente y amistosa. Su
imposibilidad del otro paisaje cubierto por el sueño y que venía a ocupar el
discontinuo bosque americano; la integración de las nuevas aguas extendidas
mucho más allá de las metamorfosis grecolatinas de los ríos y de los árboles,
unido a esa ausencia de noche oscura, negada concha húmeda para el gongorino
rayo, llevaban a don Luis enfurruñado y recomido por las sierras de Córdoba.
¡Qué imposible estampa, si en la noche de amigas soledades cordobesas, don Luis
fuese invitado a desmontar su enjaezada mula por la delicadeza de la mano de
San Juan!”
Y más
adelante concluye: “Será la pervivencia del barroco poético español las
posibilidades siempre contemporáneas del rayo metafórico de Góngora envuelto
por la noche oscura de San Juan” Esta visión creadora de la cultura, esta
impulsión recreadora de la imagen hacia lo desconocido, fue lo esencial en
Lezama, lo que llevó a Fina García Marruz, en un importante ensayo, “La poesía
es un caracol nocturno”, a decir: “Su actitud pareció casaliana, su
poesía gongorina, cuando estuvo en realidad más cerca –pese a las obvias
diferencias- de Martí que de Casal, como –pese a los obvios parecidos- de San
Juan de la Cruz que del racionero cordobés”. Lo que confundió a la crítica fue,
como siempre, lo exterior, lo más visible, lo más conocido, lo más
generalizable. No se atendió a la descomunal capacidad incorporativa y
re-creadora del propio Lezama, aquella que hizo escribir a Cintio Vitier en un juicio
memorable de su Lo cubano en la poesía: “Su originalidad era tan grande
y los elementos que integraba (Garcilaso, Góngora, Quevedo, San Juan,
Lautréamont, el surrealismo, Valéry, Claudel, Rilke) eran tan violentamente
heterogéneos, que si aquello no se resolvía en un caos, tenía que engendrar un
mundo”. El propio Cintio no rehuye el calificativo de barroco, pero siempre
aclarando que se trataba de un barroquismo diferente, singular.
Ya en otro
texto he insistido en que solo una lectura superficial puede establecer una
equivalencia entre la poesía de Góngora y la de Lezama, pues si aquella soporta
ser descifrada hermenéuticamente, como hizo un Dámaso Alonso, la de Lezama se
resiste a este tipo de lectura crítica. Su sentido no depende de una posible traducción
tropológica, ni una búsqueda, casi siempre infructuosa en su caso, del
referente, sino de la gravitación de una imagen final. En este sentido la
poesía de Lezama exige una lectura casi literal del poema, quiero decir
natural, no literaria, sin por eso dejar de reconocer aquellos significados
esclarecedores que nos puede aportar una lectura metapoética, eso sí, acorde
con los postulados intrínsecos a su llamado sistema poético del mundo. Debo
aclarar que, por ejemplo, de acuerdo al significado que le confiere Cintio a la
catacresis, la propia poesía de Góngora puede ser traicionada al descifrarla,
al traducirla, pues ninguna lectura puede sustituir a la primera. Esas imágenes
gongorinas son reales, es decir, crean esas realidades, furiosamente particulares
a la vez que extrañamente simbólicas, resonantes. Por cierto, una lectura en
este sentido del culteranismo gongorino puede aportarle a su gesto creador un
sentido mucho más trascendente que el meramente literario, con ser este tan
importante. Pero regresando a Lezama, y como demuestra, por ejemplo, en La
expresión americana, su conocimiento del barroco español no se detenía en
sus grandes figuras sino que alcanzaba a sus poetas llamados menores, algo que
desconcertó a Karl Vossler cuando lo conoció en La Habana. No por casualidad
Lezama defiende la necesidad de la existencia de esa llamada poesía menor en la
poesía hispanoamericana –llega a hablar de “ese malo poeta imprescindible” o
“necesario”-, incluso de la llamada poesía popular. Basta la lectura de La
expresión americana para borrar esas acusaciones de cultismo, etc., de que
fue objeto Lezama. Incluso, con esa pista, acaso podamos entender mejor cierto
despojamiento culterano, preciosista que fue acusando su poesía con el tiempo,
y que lo llevaron a acceder a una visión de la poesía casi natural, salvaje,
quiero decir, no afincada en lo meramente literario. De ahí, y no de un exceso
de amaneramiento barroco, se deriva ese barroquismo áspero, incluso feo, tan
suyo, tan alejado de un lirismo fácil o lindo–para el que estaba, por otra
parte, tan dotado-, como se explaya, por ejemplo, en Dador, y que
contrasta con el de sus primeros libros, Muerte de Narciso (1938) y Enemigo
rumor (1941). Y aquí tendríamos que regresar al juicio ya citado de Fina
sobre Dador (1960). Incluso, en su poemario póstumo, Fragmentos a su
imán (1977), con título ya barroco, integrador, unitivo, Lezama crea, para
el que sepa leer, otro barroco, esta vez íntimo, confesional, el “barroco
carcelario”, muy condicionado por las trágicas circunstancias en que
transcurrió el final de su vida.
Pero hecha
esta larga introducción, porque de eso se trata, acerquémonos ahora a algunos
de los contenidos más incitantes de su libro La expresión americana (1957).
Lo primero que debe condicionar nuestra lectura es su noción de la visión
histórica en contraposición al tradicional sentido histórico, y, a la vez
–y para ello se hace necesario la lectura de otro libro suyo, La cantidad
hechizada (1970)-, la formulación lezamiana de las eras imaginarias,
que todavía en La expresión americana son denotadas como “entidades
naturales o culturales imaginarias”, que, por cierto, como arguye Fina García
Marruz, debió llamar imaginísticas o imaginales, para precisar aún más la
preeminencia de la imagen por sobre lo meramente imaginario, ambos conceptos
inseparables de los contenidos metapoéticos de su llamado sistema poético del
mundo, desplegado en estos y otros libros suyos, Analecta del reloj
(1953) y Tratados en La Habana (1958). De ahí la inicial dificultad que
puede entregar una lectura parcial de la obra lezamiana.
Lo primero
sobre lo que queremos llamar la atención en la lectura de La expresión
americana es en la cualidad simultáneamente poética y narrativa de estos
ensayos. Cuando digo poética no me refiero a las cualidades líricas de su
lenguaje sino a que a menudo sus juicios y valoraciones reflexivas se ofrecen
desde el conocimiento que le es inherente a la imagen, algo muy diferente, por
ejemplo, del estilo reflexivo de Alejo Carpentier, en este caso muy cartesiano.
Asimismo, el ensayista se vale muchas veces de personajes –él mismo los
califica como “el sujeto metafórico”- reales o simbólicos: Fray Servando Teresa
de Miers (en quien, por cierto, basó su más perdurable novela Reynaldo Arenas),
Francisco Miranda, Simón Rodríguez, José Martí, o el señor barroco, el señor
estanciero y el desterrado romántico. De Martí llega a hablar como “señor
delegado de la ausencia”. También habla de “los grandes encalabozados, los
desterrados galantes, los misántropos huidizos, los inapresables superiores de
veras” del siglo XIX americano. Es la imagen la que guía sus reflexiones, a
veces dramatizadas por ese cambiante “sujeto metafórico”. Es, en última
instancia, lo que preconiza en “Mitos y cansancio clásico”, ensayo que sirve
como introducción y deslinde teórico de ciertas posiciones que le fueron
contemporáneas de Splenger, Toynbee, T. S. Eliot, Nietzsche, incluso Hegel, con
relación a una interpretación de las culturas en la historia, al decidirse por
la proposición de Ernest Robert Curtius: una técnica de ficción. Dice:
“Nuestro método quisiera acercarse a esa técnica de la ficción, preconizada por
Curtius, que al método mítico crítico de Eliot. Todo tendrá que ser
reconstruido, invencionado de nuevo, y los viejos mitos, al reaparecer de
nuevo, nos ofrecerán sus conjuros y sus enigmas con un rostro desconocido. La
ficción de los mitos son nuevos mitos, con nuevos cansancios y terrores” Y
enseguida advierte: “Si una cultura no logra crear un tipo de imaginación, si
eso fuera posible, en cuanto sufriese el acarreo cuantitativo de los milenios
sería toscamente indescifrable”
Se debe
reconocer que no otra perspectiva, aunque no tan presente en sus ensayos como
en algunas de sus novelas, guía la perspectiva narrativa de Alejo Carpentier.
Es muy interesante que esa lectura imaginal lezamiana lo lleve a conclusiones
muy revolucionarias, muy singulares, sobre la expresión americana. No se olvide
que en la primera mitad del siglo XX, hasta avanzada la década del 50, se desarrolló
tanto en España como en América Latina la preocupación por las culturas e
identidades nacionales, de ahí la búsqueda de una españolidad, mexicanidad,
argentinidad, peruanidad, cubanidad, y, concurrentemente, la preocupación por
una expresión americana, preocupación esta última que se desarrollaría aún más
a partir de la década del 60 como la búsqueda de una identidad latinoamericana.
De ahí incluso las polémicas en torno a la especificidad o no de una teoría de
la literatura hispanoamericana, etc. Llamo rápidamente la atención sobre todo
esto para comprender el contexto epocal en que Lezama escribe La expresión
americana. Ya el propio Lezama, en su Coloquio con Juan Ramón Jiménez
(1937) había desplegado su teoría de “una insularidad poética” que, dice, “no
rehuye soluciones universalistas”, porque entonces quería separarse de cierto
énfasis en los componentes raciales. Finalmente aboga por la solución que guió
toda la aventura origenista: “la ínsula distinta en el cosmos o, lo que es lo
mismo, la ínsula indistinta en el cosmos”, y que tuvo en un libro como Lo
cubano en la poesía, de Cintio Vitier, su ejemplo más profundo y
polémico. Hay que insistir en que su perspectiva final, la que encarnó en las
llamadas eras imaginarias, fue universalista, sin olvidar por ello los aportes
concretos de lo nacional o incluso regional. Dice Lezama:
“No basta que la imagen actúe sobre lo temporal histórico, para que se
engendre una era imaginaria, es decir, para que el reino poético se instaure.
Ni es tan sólo que la causalidad metafórica llegue a hacerse viviente, por
personas donde la fabulación unió lo real con lo invisible (...), sino que esas
eras imaginarias tienen que surgir en grandes fondos temporales, ya milenios,
ya situaciones excepcionales, que se hacen arquetípicas, que se congelan, donde
la imagen las puede apresar al repetirse. En los milenios, exigidos por una
cultura, donde la imagen actúa sobre determinadas circunstancias excepcionales,
al convertirse el hecho en una viviente causalidad metafórica, es donde se
sitúan esas eras imaginarias. La historia de la poesía no puede ser otra cosa
que el estudio y expresión de las eras imaginarias”
No obstante,
en un ensayo muy posterior a La expresión americana (1957) y a sus
ensayos sobre la eras imaginarias, “Imagen de América Latina” (1972), Lezama
reconoce que “Lo que hemos llamado la era americana de la imagen tiene como sus
mejores signos de expresión los nuevos sentidos del cronista de Indias, el
señorío barroco, la rebelión del romanticismo”. No es ocioso tampoco señalar
que uno de los mejores conocedores de la narrativa cubana; Roberto Friol, no
vacila al afirmar que “Paradiso es (...) un fruto del barroco
americano”. Otros críticos han discurrido incluso sobre el manierismo
lezamiano.
Lo que en
última instancia propone Lezama es una interpretación no meramente racionalista
o historicista, también le llamará causalista, de la historia. Con su lectura
imaginal, con su defensa de una visión histórica contra un sentido histórico,
Lezama trata de liberarse de una lectura horizontal, diacrónica, para proponer
otra vertical, sincrónica. Trata de captar aquella historia significativa, no
apócrifa, como diría María Zambrano. Justamente al releer la historia desde una
perspectiva no sólo racionalista sino poética, Lezama, como también quiso la
Zambrano, pretende igualmente rescatar toda una historia marginal, sumergida,
oculta. De esta manera trata de apartarse de ciertas valoraciones pesimistas
sobre la historia y las culturas en general, a la vez que zafarse de ciertas
miradas eurocentristas a la hora de interpretar las singularidades de la
historia de América. Por eso precisa: “He ahí el germen del complejo terrible
del americano: creer que su expresión no es forma alcanzada, sino
problematismo, cosa a resolver. Sudoroso e inhibido por tan presuntuosos
complejos, busca en la autoctonía el lujo que se le negaba, y acorralado entre
esa pequeñez y el espejismo de las realizaciones europeas, revisa sus datos,
pero ha olvidado lo esencial, que el plasma de su autoctonía, es tierra igual a
la de Europa”. Juicio donde también parecen resonar posteriores ecos
carpenterianos. Es muy curioso cómo durante al menos dos décadas , la del 60 y
70, se privilegiaron ciertos ensayos de Carpentier, sin duda de verdadero
valor, y se obviaron estos anteriores de Lezama. Pero esto ya nos abocaría a
otra historia. Por lo demás, como demuestra aquel texto ya comentado, “Tristán
e Isolda en Tierra Firme”, muchas preocupaciones de Lezama y Carpentier fueron
coincidentes, si bien en Lezama, por su mayor poeticidad, queda siempre como un
más allá, un sin fin de insinuaciones, de potencialidades, que no puede
albergar el discurso más puramente racional de Carpentier. Acaso habría que
plantearse –cosa que no podemos ni siquiera esbozar aquí, por su dilatada
dilucidación-, junto a la contraposición, ya bastante asediada por la crítica,
de los términos “lo real maravilloso” carpenteriano y el realismo mágico,
profusamente aplicado a García Márquez, de estos a la luz de otro equivalente
de Lezama: “lo maravilloso natural”, más apegado al sentido ya enunciado de la
imaginización de lo real. Asimismo, tanto Carpentier, como Lezama, aunque desde
diferentes miradores críticos, incorporaron el surrealismo a sus respectivas
cosmovisiones y prácticas escriturales, a la vez que de distinto modo guardaron
una distancia crítica de sus consecuencias.
Se ha
debatido mucho sobre cierto pesimismo que late, al menos como posibilidad, en
la visión de la historia carpenteriana desarrollada en sus novelas. En este sentido,
Lezama es más optimista, al menos por el resguardo de su ontología religiosa,
que le hace oponer frente al tiempo y la muerte la imagen de la resurrección.
Lezama es un apocalíptico positivo. Ya se sabe que Lezama, frente a la idea de
Heiddeguer del hombre como un ser para la muerte, esgrime su confianza en el
poeta como el creador de una causalidad para la resurrección. Por eso confía,
en última instancia, proféticamente, en la encarnación futura de la poesía en
la historia: la imagen como una partera de realidades y de actos. Y es por este
sentido trascendente que Fina García Marruz, en un libro que se ha tornado muy
polémico en Cuba, La familia de Orígenes, establece una tajante
diferencia entre el sentido del barroquismo lezamiano y el neobarroco de un
Severo Sarduy, quien incluso trató de presentar a Lezama como un neobarroco, y
a sí mismo como su heredero. Acaso Fina sea muy categórica, en tanto ningún
argumento ideológico puede negar ninguna práctica escritural. Ni siquiera, en
literatura, un argumento, una opción cosmovisiva, pueda negar la validez o al
menos la legitimidad de otra diferente. Pero lo que sí es evidente es la
distinta percepción, ya no sólo de lo barroco, sino del mundo, que detentan
Lezama y Sarduy. No es un secreto que este último se ha considerado siempre un
discípulo de Lezama, pero habrá que convenir también en que es un discípulo que
se desvía creadoramente de su maestro a través de eso que denominó Bloom como
una mala lectura. Fina, que acaso no ha leído toda la obra reflexiva y
narrativa de Sarduy, se basa en una “Entrevista de el inventor del
neo-barroco Severo Sarduy con Jorge Fontefrider”, publicada por el Diario
de Poesía, en Buenos Aires, en 1981. Allí expresa Sarduy que “Cuando yo
utilizo la pacotilla del drug-store de Saint German des Pres, textos
canónigos del budismo tibetano, imágenes que hallé en Bombay, recetas de cocina
china y cubana, todo está en el mismo nivel, no hay perspectiva ideológica y
religiosa”. Luego habla de su tendencia al “aplanamiento”. Ciertamente, y no
sólo por los argumentos de Fina, es obvio que hay una diferencia de raíz entre
Lezama y Sarduy. Ya Lezama, en un texto muy anterior, “Mann y el fin de la grandeza”,
fechado en 1955, había dejado muy clara su posición frente al pesimismo
histórico, igual que lo hace en La expresión americana. En aquel ensayo
expresa:
“Desconfiamos de la posiciones crepusculares, de su pesimismo en las
artes, pero es innegable que nuestros días conllevan una crisis de lo
germinativo. Parece una sustancia, que cansada de soportar su antítesis,
comienza a extinguirse. Muchos signos de nuestra época están llenos de que es
su propio soporte el que se doblega, y que los movimientos en las artes y en el
pensamiento actuales estaban ya revertidos en sus precursores. ¿Podría alcanzar
el existencialismo una elevación más poderosa que en Pascal o en Kierkegaar?
¿Podrá el arte abstracto realizar más que en Klee o en Kandisky? No lo creemos,
y un arte que nace ya abarcado o contenido por sus precursores, se convierte en
mera ilustración de sus fichas eidéticas. Así también la novela, al abrir su
compás en una forma tan desmesurada que comprende en un solo signo las
situaciones espaciales y el dominio de lo temporal, entra también en la crisis
de la región que tiene que atravesar o descubrir. Gérmenes, orígenes, plasmas
nuevos tienen que ser descubiertos por la nueva novela después de Proust, de
Joyce o Mann. Y los atisbos que se muestran parecen muy alejados de toda esa
grandeza.”
Pero,
además, para Lezama, como expresa en el último ensayo de La expresión
americana, “Sumas críticas del americano”, parece haber una salida –y
repárese en que el término “americano” incluye para Lezama a Norteamérica, como
demuestra cuando elogia a Melville y a Whitman, y expresa: “instauran en pleno siglo
XIX, la era de los hombres de los comienzos”. Esa salida, esa esperanza se
avienen con una imagen completamente suya: la del espacio gnóstico americano.
Espacio “abierto”, precisa. “Las formas congeladas del barroco
europeo-continúa-, y toda proliferación expresa un cuerpo dañado, desaparecen
en América por ese espacio gnóstico, que conoce por su misma amplitud de
paisaje, por sus dones sobrantes. El sympathos de ese espacio gnóstico
se debe a su legítimo mundo ancestral, es un primitivo que conoce, que hereda
pecados y maldiciones, que se inserta en las formas de un conocimiento que
agoniza, teniendo que justificarse, paradojalmente, con un espíritu que
comienza”. Es conveniente, para comprender estas ideas recordar la importancia
que tiene dentro de la cosmovisión poética lezamiana la noción del nacimiento,
de la inocencia –Cortázar habla, por ejemplo, de un barroco inocente en Lezama:
“Su expresión es de un “barroquismo original (de origen) por oposición a
un barroquismo lúcidamente mis in page como el de un Alejo Carpentier”,
precisión que, por cierto, agradó a Lezama- y, por último, de la resurrección,
para Lezama, la mayor imagen creada por el hombre. De ahí que se detenga
justamente en el momento de crisis europea que coincide con el llamado descubrimiento
de un mundo nuevo, y exprese: “Sólo en ese momento América instaura una
afirmación y una salida al caos europeo. Pero un nuevo espacio que instaure un
renacimiento sólo lo americano lo pudo ofrecer en su pasado y lo brinda de
nuevo a los contemporáneos”. Luego añade: “hemos ofrecido inconciente solución
al superconciente problematismo europeo”. En definitiva, lo que hay de barroco
en Lezama, más allá de las precisiones sobre su estilo, su “sintaxis barroca”,
su “poética del exceso”, su manierismo, etc., es su lección genésica, creadora,
su poderoso poder incorporativo, abierto, inteligente, conocedor, todas
cualidades de ese espacio gnóstico, capaz de incorporar una cultura anterior y
recrearla, vivificarla, acaso porque, como arguye Fina: “Lo realmente nuevo no
es nunca ni una continuación sin nacimiento ni una brusca ruptura, sino un
encuentro, algo que realiza las potencialidades de lo anterior”. Por eso Lezama
siempre desconfió del espíritu de ruptura del vanguardismo, de la lucha
generacional, y opuso una resistencia frente a cualquier fuerza de
desintegración, a la vez que apostaba por la concurrencia, por la integración,
por la resurrección, por un nuevo nacimiento. Por eso pudo escribir: “y otra
vez la eternidad”. Acaso sea hasta superfluo intentar calificar a Lezama como
un escritor barroco. Es cierto que siempre apelamos a lo conocido para nombrar
lo desconocido. Y la obsesión de Lezama fue justamente lo desconocido, lo
imposible, lo invisible. Al final de su vida, añoró en su último poema, “El
pabellón del vacío”, perderse en el tokonoma, un pequeño vacío en la
pared, según una antigua tradición japonesa, para acceder a un tiempo otro,
ubicuo, un tiempo sin tiempo, imagen de la eternidad. Pero el pensamiento que
quizás más nos incita es cuando expresa que él pertenece a “la gran tradición,
la verdaderamente americana, la de impulsión alegre hacia lo que desconocemos”.
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