lunes, 17 de mayo de 2010

LA LITERATURA NEOBARROCA ANTE LA CRISIS DE LO MODERNO - Irlemar Chiampi

LA LITERATURA NEOBARROCA ANTE LA CRISIS DE LO MODERNO
Irlemar Chiampi
Criterios, La Habana, 2007, nº 32, 1994, pp. 171-183

1. El síndrome del Barroco
Las revisiones, las relecturas y, sobre todo, las reivindicaciones del barroco han propiciado, en las últimas décadas, la aparición de varios puntos de vista para reconsiderar la crisis de la modernidad, así como para prestar apoyos teóricos para investigar el fenómeno del postmodernismo. Ensayos recientes como el de Gilles Deleuze (Le pli, 1988) o el de Guy Scarpetta (L’impureté, 1985); análisis incitantes como el de Christine Buci-Glucksmann (La raison baroque, 1984, y La folie de voir, 1986); o el panorama interpretativo de Omar Calabrese (L’età neobarroca, 1987), para mencionar tan sólo el «boom» europeo del Barroco, confirman el creciente interés por reevaluar el potencial productivo que tiene en la cultura actual una estética tan largamente relegada al olvido. Pero, acaso sea más correcto decir que, en vez de un «boom», tenemos más bien un nuevo «síndrome» del Barroco (a comienzos del siglo XX ocurrió el primero), muy revelador del malestar y —por qué no— de las patologías de la cultura moderna.
Como todo síndrome, también éste encierra señales y síntomas que nos remiten a muchas causas. Desde luego, la intensificación del interés por el Barroco desde los años 70, coincide con el gran debate sobre la postmodernidad y, en líneas generales, puede explicarse como sugiere Benito Pelegrín:
“Frente al temible sentido único ideológico transmitido por un estilo [el moderno] que pretendía ser universal, el barroco ha devenido un valor refugio, plural, de la singularidad. Desde luego, en su tiempo, el barroco era la emanación de las monarquías centralizadas y de la Contrarreforma. Era irracional y «reaccionario» cuando la Razón era subversiva. Pero la Razón, institucionalizada y disfrazada de Despotismo ilustrado, de Positivismo, de tecnocracia o Ciencia de Estado, deviene a su vez totalitaria y reaccionaria. Exige entonces la inversión de perspectiva; barroco es entonces lo irracional, lo insensato, la disidencia, que devienen subversivos.” (Pelegrín, 1983, 76-77)
Así, el reconocimiento de que el barroco puede insertarse en la fase terminal o de crisis de la modernidad como una especie de encrucijada de nuevos significados, favorece el presentimiento de un nuevo arte en el sistema cultural que se instala con la tercera revolución tecnológica y los efectos del capitalismo avanzado de la era postindustrial. En él, la «incredulidad hacia los metarrelatos» (Lyotard, 1979, xvi), permite asimismo superar aquella dicotomía relativa al Barroco que estuvo vigente durante los siglos «iluminados» por la teleología de la Historia: de un lado, los historiadores que se negaban a ver el Barroco fuera de su tiempo, o, mejor dicho, de su siglo, para tan sólo poner de relieve sus vinculaciones históricas con la monarquía absoluta, la aristocracia y la Iglesia católica o, más exactamente, la Inquisición; del otro, se alineaban los esteticistas/formalistas, que veían el Barroco como un «eón» atemporal, una forma que transmigra, renace u ocurre en muchas épocas y latitudes, sin vínculos sociológicos o ataduras a los hechos históricos.
Las controversias de antaño —y de por lo menos hasta los años 50— parecen haber sido superadas hoy con la nueva suerte que la postmodernidad le ha reservado al Barroco. Cansada esa perla irregular de tan largo ostracismo, su renacimiento en los años 60 fue celebrado como un «espejismo», pero también con una evaluación harto razonable: la función del Barroco era la de desempeñar el papel de anticlasicismo que el romanticismo ya no era capaz de representar en nuestro universo cultural (Charpentrat, 1967, 123). Visto como una «frontera» significativa en el período en que la modernidad se desordena y busca una explicación para sí misma, era, por entonces, equiparado a un «lecho de Procusto telescópico», capaz de proporcionarles una genealogía a las manifestaciones del desorden, permitiendo clasificarlas sin por ello asimilarlas (ibídem, 128).
Si bien Charpentrat acertó al identificar el papel de antagonista desempeñado por el Barroco, su interpretación en aquellos años críticos —que la posteridad sociológica habría de señalar como origen de la mentalidad postmoderna—, no pudo dar con el sentido del «nuevo clasicismo» en que se había convertido lo moderno. Como no se trata ahora de comprobar ningún «triunfo» del Barroco tras su larga hibernación por obra de la economía funcionalista del arte moderno, las revisiones europeas nos revelan, a veces, interesantes estrategias para salvar, con el Barroco, una modernidad estética en agonía. En esa línea se puede ver la sugerente propuesta de un «reciclaje» del Barroco histórico con una perspectiva postmoderna, para extraer de él las lecciones de representación paroxística, de artificio, de teatralización y de sobrecodificación. El Barroco tendría el poder de responder, con un gesto de desafío, a la «crisis de las Grandes Causas» (Scarpetta, 1985, 358-375).
Con otra perspectiva, se puede revisar la «razón barroca» como una «razón del Otro», que atraviesa la modernidad y sobrevive a su racionalismo instrumental. A partir de los análisis de Walter Benjamin sobre el Trauerspiel y la alegoría barroca como la primera forma de la pérdida del aura, fue posible tomar la alteridad barroca como una «modernidad radicalmente diferente de aquella de los pensamientos del progreso», o sea, como «aquella que emerge casi siempre del abismo de una crisis», para situarse como foco de una «historia otra y saturnina» —de duelo y melancolía (Buci-Glucksmann, 1984, 27).
Las interpretaciones que hoy reivindican el Barroco en el ámbito europeo pueden, sucintamente, remitirnos a dos posturas ante la modernidad/postmodernidad. La primera consiste en reciclar el Barroco —vale decir: sus rasgos formales— para retomar el potencial de renovación y experimentación de las formas artísticas, una vez decretado el ocaso de las vanguardias.
El neobarroco sería, así, una prolongación del arte y la literatura modernas; sería una etapa crítica de la modernidad estética, es cierto, pero tal vez un nuevo avatar en la tradición de la ruptura. Ya para los que ven el espectáculo lúdicro de las formas barrocas como signo de una alteridad (re)emergente ante el colapso de los pensamientos del progreso y los finalismos de la Historia, esos reciclajes son nada más y nada menos que el síntoma de cierto pesimismo (¿un nuevo «desengaño»?) que caracteriza la era del «fin de las utopías» en este fin de siglo y de milenio.
Los dilemas y contradicciones que la introducción del Barroco —o mejor dicho, ese «retour du refoulé»— aporta al debate actual sobre las alternativas de la cultura occidental van mucho más allá de toda divergencia sobre si es o no es moderno el propio Barroco. Cuando aludimos al «síndrome», pretendemos que la metáfora se preste a indagar sobre las múltiples causas que pueden explicar la sintomatología de un malestar en la cultura moderna con su desempeño racional, la cual provoca desde el rechazo de las totalidades y totalizaciones hasta la obsesión epistemológica por los fragmentos y fracturas —con su equivalente en el terreno político, el compromiso ideológico con las minorías. La problemática que invocamos no se reduce a una preocupación clasificatoria de encasillar el neobarroco en las estructuras de una estética in fieri, la del postmodernismo, pero sí incluye la de verificar hasta qué punto su trabajo de signos converge hacia el de «unmaking» de lo postmoderno (Hassan, 1987).
No hay que olvidar, finalmente, que lo que está en juego cuando atendemos al potencial desconstructivo del Barroco es el papel ineludible —en una nueva concepción del arte y la cultura en las sociedades hegemónicas de Occidente— de los pueblos y las culturas periféricas, entre ellas las de aquella geografía donde floreció profusamente, en los siglos XVII y XVIII, el arte y la literatura barroca: la península ibérica y sus colonias de ultramar.

2. El umbral latinoamericano del neobarroco
El término «neobarroco» ha sido usado frecuentemente para referirse a los ejercicios verbales de notables novelistas latinoamericanos como Miguel Angel Asturias, Alejo Carpentier, José Lezama Lima, Guillermo Cabrera Infante, Severo Sarduy, Luis Rafael Sánchez, Carlos Fuentes o Fernando del Paso, amén de poetas como Carlos Germán Belli o Haroldo de Campos, entre otros. La disponibilidad del término parece haberse expandido desde que Carpentier, al inicio de los años 60, asoció el barroquismo verbal de sus novelas a una interpretación del continente americano como mundo de «lo real maravilloso», o desde que se difundieron los conceptos poéticos de Lezama Lima, arraigados en la omnívora y omnipresente «curiosidad barroca», a la cual el ensayista cubano, en una reflexión radical, atribuía el origen del devenir mestizo y la razón de la continuidad de la cultura latinoamericana desde el siglo XVII.
Pero ha sido Severo Sarduy el escritor que pudo recoger esa tradición reivindicatoria de los maestros cubanos y desarrollar su propia teorización en el marco de los cambios culturales de los años 60, o sea, cuando la crisis de lo moderno comienza a desalojar el cascajo autoritario producido por las pesadillas de la Razón.
Nos vamos a detener a examinar la teoría sarduyana del neobarroco en calidad de revisión del Barroco histórico, profundamente motivada por la conciencia americana del novelista cubano que se proyecta hacia el contexto más amplio del malestar de la cultura occidental que tratamos de señalar anteriormente. Con ello deseamos rendir un homenaje a ese gran renovador de la literatura latinoamericana, fallecido recientemente. Podemos empezar por el cierre de «Barroco y neobarroco», el ensayo más difundido de Sarduy y el más influyente en la recuperación del Barroco en el continente. Allí puede resumirse todo el interés que el Barroco suscita hoy por el «fin de la modernidad»: el barroco actual, el neobarroco, refleja estructuralmente la inarmonía, la ruptura de la homogeneidad, del logos en tanto absoluto, la carencia que constituye nuestro fundamento epistémico. Neobarroco del desequilibrio, reflejo estructural de un deseo que no puede alcanzar su objeto, deseo para el cual el logos no ha organizado más que una pantalla que esconde la carencia. (...) Neobarroco: reflejo necesariamente pulverizado de un saber que sabe ya que no está «apaciblemente» cerrado sobre sí mismo. Arte del destronamiento y la discusión. (Sarduy, 1972, 183)
Al escribir esta celebración del neobarroco a comienzos de los años 70 (con anterioridad a los grandes debates sobre lo postmoderno que se habrían de desplegar en la escena intelectual euronorteamericana), Sarduy podía, con bastante soltura, lanzar el reciclaje del Barroco como un reflejo de la explosión de «un saber», que hoy aprendemos a identificar como la episteme moderna. La audacia casi irreverente de sus primeras iluminaciones sobre el tema, lo llevan a franquear el sempiterno debate sobre el carácter reaccionario del barroco histórico (como arte de propaganda de la contrarreforma/de la monarquía absoluta o como expresión del elitismo de la aristocracia) para extraer de él lo que Affonso Avila ha llamado «la rebelión por el juego». Sin dejar de ser «histórico», el barroco lúdicroserio —pero jamás catequético— que Sarduy invoca proporciona un paradigma cognitivo reconocible dentro del paradigma estético. Ésta, que me parece su aportación abstracta más fecunda al reciclaje del Barroco, se formula, sin embargo, a partir de ejemplos muy concretos de artistas y escritores latinoamericanos de la actualidad.

3. En busca del paradigma estético del neobarroco como irrisión de lo moderno
Para evitar el abuso del término o el «desenfado terminológico», Sarduy enfrenta con el instrumental postestructuralista la tarea, siempre ingrata, de reducir a «un esquema operatorio preciso» (ibídem, 168) la noción de Barroco. Establece, así, una semiología del barroco latinoamericano, en la cual propone una serie de procesos poéticos que van de la construcción metafórica a la organización textual, o sea, de las unidades de superficie verbal a las de profundidad o de estructuración del género del texto literario/artístico. La «marca de origen» más primaria del Barroco sería, siguiendo a Jean Rousset, la «artificialización», noción que se opone, desde luego, a todo concepto del estilo barroco como celebración de la naturaleza (v.g. Eugenio D’Ors). El ejercicio que provoca la «irrisión de la naturaleza » comprende tres mecanismos: la sustitución (de un significante por otro totalmente alejado semánticamente); la proliferación (una cadena de significantes en progresión metonímica en torno a un significante excluido, ausente, expulsado); la condensación (fusión de dos términos de una cadena significante para producir un tercero que los resume).
Preside aquí el modelo gongorino con sus metáforas de riesgo (del tipo de «raudos torbellinos de Noruega»), que lindan con el Kitsch, tal es el grado de artificio que produce la oclusión del objeto real. La energía metafórica que Sarduy identifica en el barroco histórico se invierte en esa especie de «espectralización» de los referentes, para sostener la base poética del neobarroco. La distancia que separa la figura y el sentido, puede extenderse hasta los límites de lo inteligible (Sarduy, 1969, 271-275). Volveré a tratar la cuestión epistemológica que esto implica. Antes, quisiera ilustrar cómo Sarduy practica en su novela Cobra ese «divertimento barroco» (como diría Lezama) de expandir los significantes en una profusión que oscurece el objeto al que se hace referencia: Franqueados los sargazos, llegaban por entonces al convento serrano, desde los lejanos islarios, a deprender a fablar, recibir el bautizo y morir de frío, indios mansos, desnudos y pintados, orondos con sus cascabeles y cuentecillas de vidrio; traían los suavemente risueños papagayos convertidos que recitaban una salve (...) y, como no, entre tanto presente pinturero, de arenas doradas las pepitas gordas que la fe churrigueresca, cornucopia de emblemas florales, convertiría en nudos y flechas, orlas y volutas, lámparas mudéjares que oscilan, capiteles de frutas sefardíes, retablos virreinales y espesas coronas góticas suspendidas sobre remolinantes angelotes tridentinos. (Sarduy, 1972a, 86)
Aquí, la artificiosidad de la descripción cobra densidad al punto de velar el objeto que las preciosas «pepitas gordas» (=oro), traídas por los mansos indios de América, van a enriquecer: la espléndida iglesia barroca que entrecruza y superpone formas, materiales y estilos. No menos poderoso para el efecto barroco de este pasaje es el gesto paródico, pues allí se dan cita fragmentos de crónicas de la Conquista, cartas de relación e historias de Indias, por no decir el mismo Diario de Colón.
Y es precisamente la parodia la otra marca de origen del Barroco, la cual Sarduy invoca —obviamente, a partir de las teorías de Bajtín— para trasladar el substrato y fundamento de ese género, la carnavalización, al centro de la productividad textual latinoamericana: espacio de dialogismo, de la polifonía, de la carnavalización, de la parodia y la intertextualidad, lo barroco se presentaría, pues, como una red de conexiones, de sucesivas filigranas, cuya expresión gráfica no sería lineal, bidimensional, plana, sino en volumen, espacial y dinámica. (Sarduy, 1972, 175)
Ahora bien, al identificar en el Barroco la herencia de la carnavalización de los géneros populares de la Edad Media, Sarduy pasa del aspecto estético de la artificialización al fenómeno cultural que la mezcla de géneros sugiere. Si Lezama veía en la «curiosidad barroca» de los mestizos de la Colonia el impulso que logró la fusión de lo hispano con lo indígena y lo negroide, Sarduy, de modo complementario, sugiere que el carácter polifónico y hasta «estereofónico» de la obra barroca —como cruce de discursos y códigos culturales— es favorecido por el carrefour de lenguas, razas, hablas, tradiciones, mitos y prácticas sociales propiciadas por la colonización de América. Al respecto, Sarduy anota, evitando todo «americanismo» demasiado explícito: frontado a los lenguajes entrecruzados de América —a los códigos del saber precolombino—, el español —los códigos de la cultura europea— se encontró duplicado, reflejado en otras organizaciones, en otros discursos. (Sarduy, 1972, 175-176)
Y, finalmente, el paradigma estético de la obra neobarroca es identificado por su autoconciencia poética, en calidad de superficie que exhibe su «gramática», que inscribe su pertenencia a la literatura (a un género, a un tipo de discurso); es tautológico, por sus gramas sintagmáticos, cuyos «indicadores hacen referencia al código formal que la genera» (Sarduy, 1972, 180).
Artificio y metalenguaje, enunciación paródica y autoparódica, hipérbole de su propia estructuración, apoteosis de la forma e irrisión de ella, la propuesta de Sarduy —sobra decirlo— selecciona entre los rasgos que marcaron el barroco histórico los que permiten deducir una perspectiva crítica de lo moderno. Sin utilizar el término «postmoderno», que en los años 70 no estaba todavía en circulación en América Latina, Sarduy anticipa diversas especulaciones sobre el régimen estético del postmodernismo, especialmente por la revelación de una «extraña modernidad» en las invenciones formales del siglo XVII y que la novelística del postboom procura reciclar intencionalmente desde los años 60. Visto así, el neobarroco escapa al canon estético de la modernidad, por razones que Sarduy teje en filigrana en su ensayo, especialmente cuando explica cómo la artificialización y la parodia «exponen» los códigos de lo moderno, para vaciarlos y revelarlos como artefacto que aspira a producir el sentido. Jameson, que habría de teorizar sobre el postmodernismo años después del ensayo que comentamos, considera esa modalidad de parodia como un pastiche («a blank parody», «a statue with blind eyeballs»), un lenguaje muerto, sin los motivos ulteriores de la parodia moderna (Jameson, 1984, 64). Sarduy, en cambio, entiende que el «puro simulacro formal» que las citas (neo)barrocas promueven, exaltan su propia facticidad para poner al descubierto el «fracaso », el «engaño», la «convención» de los códigos (de la pintura, de la literatura) parodiados (Sarduy, 1972, 177-178). A la trascendencia y «alta» concentración de significados del texto moderno, el texto neobarroco contrapone la teatralidad de los signos; pone en escena un mimodrama de los tics literarios modernos (así como el Barroco teatralizó los tics del clasicismo).
Si Lezama redescubrió los prodigios verbales del Barroco para legitimar el lenguaje literario americano en una perspectiva que exacerba el de la alta modernidad (de un Proust, Pound, Joyce o Kafka) en muchos de sus aspectos, como la dificultad del sentido, Sarduy redescubre que el poder fulminante de la desconstrucción barroca puede lograr la corrosión por la misma superficialidad lúdicra de sus gestos mímicos. Roberto González Echevarría, uno de los pocos críticos que se han arriesgado hasta la fecha a discutir la emergencia del postmoderno en la ruta literaria de Sarduy, aunque sin asociarla al reciclaje del Barroco, señala, a partir de algunas indicaciones de John Barth, que la obra sarduyana parodia la «reflexividad de la novela del boom» y, por tanto, «abandona la saudade de la identidad, o de la cultura como matriz narrativa que la contenga y dote de significado» (González Echevarría, 1987, 251-252).
Pero la crisis del boom que el texto sarduyano pone en evidencia requiere sobre todo de ese artificio exacerbado de la cultura matriz, de la exageración que agota y deforma para desnudar y que él mismo identificó en la «gruesa perla irregular». Por lo demás, John Barth no vaciló en recurrir al Barroco para designar la historia literaria e intelectual que ya había agotado sus posibilidades de novedad (Barth, 1980, 30.32). Había más motivación literaria que casualidad en ese uso discriminado del término, pues, en verdad, Barth no se valía del término como muletilla (como sinónimo, por ejemplo, de ornamental), ya que, como pregonero de los tiempos de revisión de lo moderno en la literatura, tomó de la obra de Borges esa conciencia de los síntomas del agotamiento de lo nuevo y la invención. Por eso, proponía que una «literature of exhaustion» era concebible a partir de una célebre frase borgesiana en el pórtico, escrito en 1954, de Historia universal de la infamia: «Barroco es aquel estilo que deliberadamente agota (o quiere agotar) sus posibilidades y que linda con su propia caricatura» (Borges, 1935, 9). En esta especie de energía suicida y al mismo tiempo autorreflexiva, que Barth ve como barroca y postmoderna aun en un texto tan terso y económico como el borgesiano, podemos incluir la «superabundancia» y el «desperdicio» que Sarduy identifica en el paradigma estético del Barroco. En el escenario de la producción simbólica —la de hoy, postborgesiana—, el exceso, el surplus barroco exponen el agotamiento y una saturación que contrarían, como quiere Sarduy, el «lenguaje comunicativo, económico, austero» que se presta a la funcionalidad de conducir una información conforme a la regla del trueque capitalista y de la actividad del homo faber, el ser-para-el-trabajo (Sarduy, 1972, 181).

4. De cómo el paradigma estético del Barroco implica un «break» epistémico
Por detrás de la variedad y la riqueza de sus análisis de obras de artistas latinoamericanos con que Sarduy construye el paradigma estético del neobarroco, hay una constante visible hasta por la misma insistencia del vocabulario teórico. Se trata de insistir en la «obliteración», «ausencia», «abolición», «elipsis», «expulsión» e incluso «exilio» del significante inicial de un referente en el proceso de metaforización barroca. Los objetos, el mundo, el universo referencial se vuelve como espectralizado por esa forma de figuración, ya sea por la sustitución, que, por ser tan lejana la similitud, convierte el objeto metaforizado en una ilusión; ya por la proliferación en que los significantes expandidos hacen remota la recuperación de la identidad del objeto representado; o, también, por la condensación, cuyas permutaciones fonéticas celebran el ingenio formal al punto de tornar in-significante el objeto metaforizado. Ahora bien, ese desvanecimiento del objeto, esa ruptura con el nivel denotativo directo y «natural» del lenguaje —lugar mismo de la perversión de toda metáfora, según anota Sarduy (1972, 182)—, parece haber sido el propio núcleo del gran giro epistémico del siglo XVII. No es de extrañar, pues, que el paradigma estético de Sarduy requiera como fundamento lo que Foucault, en un análisis memorable del Don Quijote y de «Las meninas» de Velázquez, identificó en la disolución de la interdependencia lenguaje/mundo, con la separación de las palabras y las cosas y el fin de la era de la semejanza (Foucault, 1967, 49, 67-68, 73 et passim). Sarduy supone ciertamente las conclusiones de Foucault cuando invoca el «corte epistémico», la falla del pensamiento, de los que son manifestaciones tanto la Contrarreforma y las nuevas teorías cosmológicas de Kepler como otros descubrimientos científicos, un ejemplo de los cuales es la circulación de la sangre (Sarduy, 1972, 167-168).
El punto alto de la revisión del barroco histórico en Sarduy está, a mi modo de ver, en el hallazgo de un paradigma cognitivo en él a través de la especificación del «concepto del universo» que provocó tal corte epistémico. En su libro Barroco (1974), mediante el examen laborioso de las teorías cosmológicas de los siglos XVI y XVII, procede a justificar el «regreso» del Barroco por la homología que las formas de lo imaginario de hoy presentan, consideradas como trabajo de signos, con las que el mundo postrenacentista conoció. En síntesis muy apretada, el desafío que acepta Sarduy consiste en explicar la relación entre la ciencia y el arte del siglo XVII y del XX mediante el concepto de la «retombée» («recaída»), o sea, una «causalidad acrónica» o «isomorfia no contigua» (Sarduy, 1974, 144). Así, la oposición del círculo de Galileo y la elipse de Kepler —que marcó la revolución cosmológica del siglo XVII— sería isomorfa a la oposición de las teorías cosmológicas recientes: el Steady State (el estado continuo) y el Big Bang (la explosión que engendró el universo cuyas galaxias se encuentran en expansión). Con el manejo de esa primera isomorfia, Sarduy presenta la segunda, la de las figuras de la ciencia y el arte en el interior de una misma episteme: en el siglo XVII la elipse kepleriana (que describe el trayecto de la Tierra alrededor del Sol) tiene su análogo en la elipsis de la retórica barroca (el significante que describe una órbita alrededor de otro ausente o excluido). De modo correlativo, en el siglo XX la expansión galáctica «recae» en obras descentradas, o que están en expansión significante, así como el estado continuo (del hidrógeno) «recae» en texto «con materia fonética sin sustentación semántica» (Sarduy, 1974, 207). Es muy notorio que Sarduy quiso evitar nuevamente, con tal sistematización, la ligereza de las analogías fáciles o las tan trilladas asociaciones del Barroco con el despilfarro, el juego de curvas o la falta de centro. Pero también cierta rigidez en buscar los conductos que analogan el discurso científico a la producción simbólica dificulta la realización de puras obras neobarrocas. El mismo Sarduy llega a plantear: «¿dónde, en qué cuadros, en qué páginas, en qué oscuro trabajo de símbolos (...) en qué cámaras de eco se escucha el rumor apagado del estallido inicial?» (Sarduy, 1987, 52).
Sin embargo, sí podemos reconocer el paradigma cognitivo inscrito por la simetría y la repetición de las épocas homologadas: la episteme barroca genera formas de lo imaginario (ciencia, ficción, música, cosmología, arquitectura); produce ciertos «universales» o axiomas intuitivos (Sarduy, 1987, 11 y 47) que podemos captar en Bernini, Borromini y Góngora; las artes y las ciencias intercambian sus mecanismos de representación, los discursos se despliegan en un funcionamiento similar, que se verifica en la retórica hábil y aguda, que procura disimular —y «naturalizar»— el artificio de la argumentación.

5. De cómo el paradigma cognitivo engendra simulacros
Si volvemos ahora a la cuestión del escepticismo barroco, oculto bajo las artificiosidades formales generadas por la falla entre los dos polos del signo, resulta interesante apreciar cómo la teoría sarduyana del neobarroco avanzó hacia el tema de la simulación/simulacro, logrando «ajustarse» fácilmente a las teorías de la cultura de masas. De modo particular, a la de Baudrillard sobre los cuatro estados por los cuales ha pasado la representación, que aquí trato de resumir brevemente: inicialmente, el signo es el «reflejo de una realidad básica»; luego, el signo «enmascara y pervierte una realidad básica»; un nuevo estadio lo muestra enmascarando «la ausencia de una realidad básica», para culminar en el último estadio —el de la actualidad postmoderna— en que el signo no tiene relación con ninguna realidad: es un puro simulacro (Baudrillard, 1981). La separación entre las palabras y las cosas —o, para usar los términos de Sarduy, la «lectura radial» que aparta los términos del signo (Sarduy, 1972, 170-171)— parece haber alcanzado su non plus ultra: la cultura de la imagen y del fax ya no exige que los signos tengan algún contacto verificable con el mundo que supuestamente representan. Para Baudrillard, la realidad no es, sin embargo, irreal, sino que toma la forma de objetos y experiencias manufacturados, que son «hiper-reales» por elevarse a la categoría de modelos.
En La simulación (1982), Sarduy retoma esa clave interpretativa de la cultura postmoderna —que estaba in nuce en «Barroco y neobarroco»— y no vacila en calificar, tajante, la simulación como un «deseo de barroco» (Sarduy, 1981, 16). La novedad ahora es que, en vez de ilustrar la apoteosis del artificio, la ironía y la irrisión de la Naturaleza en los hechos artístico-culturales, es la propia Naturaleza la que revela su vocación para el artificio. Hasta los insectos, al disfrazarse de piedras u hojas, muestran su apetencia por el barroco. ¡Ni la Naturaleza es natural!, descubre Sarduy sin asombro, pero con cierto regodeo en demostrarnos, con argumentos científicos, que el mimetismo animal no es una necesidad biológica, como se suponía —puesto que no protege a sus practicantes de ser devorados por los pájaros—, sino un «deseo irrefrenable de gasto, de lujo peligroso, de fastuosidad cromática» (Sarduy, 1981, 16). Próximos a aquellos «barroquismos de la Creación», que Carpentier nos revelaba en la selva amazónica de su novela Los pasos perdidos (1955), los seres que despliegan colores, arabescos, filigranas, transparencias y texturas que simulan otros seres u objetos, en realidad, entiende Sarduy, no copian nada, sino que son hipertélicos —van más allá de sus fines, exceden para nada.
Más evidente aún para esa explicación del barroquismo como un ejercicio del despilfarro que niega la lógica economicista del capitalismo, es el puro simulacro del travesti, tema que las novelas sarduyanas han explorado bastante. Al igual que una metáfora neobarroca, el travesti no imita nada, su performance cosmética no tiene referente, no tiene objeto. No es la mujer —o La Mujer— lo que simula, sino un ser inexistente. En su afán, el que simula practica una «impostura concertada», un camuflaje que procura producir un efecto, sin el compromiso de pasar por la Idea. Como para los objetos hiperreales de los mass media, lo que cuenta es la verosimilitud del modelo (Sarduy, 1981, 13-14, 18), no su mera realidad.
Otros fenómenos hipertélicos, generadores de simulacros, como el trompe-l’oeil (otro doblaje falaz) o la anamorfosis (que desasimila el objeto de lo real), son examinados por Sarduy en su labor, diríamos, de expandir el paradigma estético del Barroco para, claro está, justificar su propio reciclaje y, a la postre, integrarlo a esa «operacionalización general del significante» que marca la experiencia cultural postmoderna (Baudrillard, 1973). Sarduy no discute, y tampoco cita, las tesis de Baudrillard. Al parecer, porque «su» neobarroco no pretende reproducir la lógica del simulacro o, simplemente, compenetrarse con ella. Si la lógica del simulacro logra, con la cancelación y la abolición de lo real, el colapso de los antagonismos y las dicotomías de valor, su efecto es la inercia e indiferencia de las masas y hasta la implosión misma de «lo social». Sarduy, en cambio, al tomar la simulación como un «deseo de barroco», parece pretender, más bien, rescatar el «trueque simbólico», aquel intercambio de dádivas entre los pueblos primitivos que Baudrillard (1973), retomando la antropología de Marcel Mauss, señaló en el rito del «potlatch»: pura pérdida, dispendio arbitrario de bienes, sin expectativa de lucro. Preside, claro está, una utopía del lenguaje en la síntesis imaginativa que Sarduy construye para proyectar el barroco histórico en la actualidad «post-utópica», la que habrá que regenerar de algún modo tras el colapso de los Grandes relatos. Sin la intención —huera por los demás— de recopilar los residuos del «primer» barroco, su propósito consiste en integrar las formas antiguas y tratar «de atravesarlas, de irradiarlas, de minarlas por su propia parodia» (Sarduy, 1981, 77). Y como en las políticas más optimistas del momento postmoderno, ese proyecto —radicado en aquel furore que en el siglo XVI pudo arruinar las formas perfectas del Renacimiento— es el de un barroco furioso, impugnador y nuevo [que] no puede surgir más que en las márgenes críticas o violentas de una gran superficie —de lenguaje, de ideología o civilización— en el espacio a la vez lateral y abierto, superpuesto, excéntrico y dialectal de América. (Sarduy, 1981, 77)
Dentro del «síndrome» del barroco, la saudade de ese gran escritor latinoamericano está lejos de las modas de los «neo» que inflan el escenario postmoderno. Su visión, desde los mismos márgenes que generaron aquel carrefour de pueblos, lenguas y culturas, reivindica a la periferia que reinventó el Barroco europeo excluyendo todo «simulacro de verdad» y, asimismo, el potencial utópico que un día abrigó este continente.

Referencias bibliográficas
AVILA, Affonso (1971). O ludico e as projeçoes do mundo barroco, Sao Paulo,
perspectiva.
BARTH, John (1980). «Literature of Exhaustion», en: Harry R. Garvin, Romanticism,
Modernism, Postmodernism, Londres, Bucknell University Press, pp. 19-33.
BAUDRILLARD, Jean (1973). Le miroir de la production ou l’illusion critique du
matérialisme historique, París, Gallimard.
——————— (1981). Simulacres et simulation, París, Galilée.
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