martes, 18 de mayo de 2010

LA FIESTA BARROCA EN EL OTOÑO DE PATRIARCA - John Eder Gualteros V.

LA FIESTA BARROCA EN EL OTOÑO DE PATRIARCA
John Eder Gualteros V.

INTRODUCCIÓN

La posibilidad de concebir una historia de las mentalidades involucra, sin duda, el cuestionamiento del arte “esencialista” y de élite. Pensar la mentalidad implica la seductora posibilidad de deconstruir la historia y la cultura desde puntos de vista alternos y contradictorios. La aparición de nuevos grupos y voces difumina y transgrede los paradigmas de todo estudio de la cultura. Quizá uno de los hechos más interesantes se percibe cuando se pueden ubicar y reflexionar sobre elementos populares en obras canonizadas como lo hace Bajtín en la obra de Rabelais. La cotidianidad de colectividades ausentes y acalladas se convierte en propósito de investigación y evidencia de substratos de la sociedad, aparentemente imposibilitados para tener vías de expresión. Al apropiarse de lo popular, el estudio de las mentalidades se muestra incluyente mientras se mueve en una nueva concepción de la historia donde grupos soslayados hablan desde múltiples textos. Como lo expresa Vovelle, esta nueva situación del estudio de las mentalidades no puede resolverse fácilmente con la “dicotomía clásica” entre cultura popular y cultura de élite. Cuando la historia de las mentalidades ilustra y desenmascara la ideología de una colectividad descubre que un intelectual no reporta siempre una imagen auténtica de un grupo social. Quizá, el ejemplo más interesante de esta persistente lucha y complementación de la élite y la cultura popular se descubre en los trabajos de Ángel Rama, cuando demuestra el abismo que crea la escritura en el contexto latinoamericano después del descubrimiento: “ (…) la sorprendente magnitud del grupo letrado que en su mayoría constituye la frondosa burocracia instalada en las ciudades a cargo de las tareas de trasmisión entre la metrópoli y las sociedades coloniales, por lo tanto girando en lo alto de la pirámide en torno a la delegación del rey” (Rama 2004, 58).

En el contexto específico de este ensayo, se hace referencia a una actividad privilegiada en el ámbito popular: la fiesta. En ella, la mentalidad popular constreñida por el poder del dictador se revela dinámicamente. La inversión de significados y valores, así como el advenimiento de colectividades ejemplifica esa paradójica situación en donde un intelectual describe y re-presenta la voz de colectividades complejas.

MARCO REFERENCIAL

En 1975 fue publicado El otoño del Patriarca. Gabriel García Márquez ensaya una novela que carnavaliza las formas del poder a través de una propuesta de lenguaje hiperbólico y festivo con complejas estructuras narrativas y verbales. La novela tiene por temática la vida del dictador, en sus múltiples etapas biográficas antes y después de arrobarse el poder. La imagen femenina (madre, amante) habita los capítulos centrales del texto. La última parte reafirma la soledad del Patriarca al final de su vida. La propuesta estética irrumpe con una innovadora disposición narrativa ligada a la estética neobarroca, retomando el tema del la dictadura que Augusto Roa Basto había llevado a límites excepcionales en su novela Yo, el Supremo.

MARCO CONCEPTUAL

Para el análisis de la dinámica popular en la fiesta se recurre al texto La cultura popular en la edad media y renacimiento, abordando múltiples instancias y tópicos del carnaval presentes en la novela. El análisis revisa el capítulo III donde Bajtin analiza la “fiesta popular” en la obra de Rabelais. Se abordará principalmente el concepto de tiempo festivo que ilustra el encuentro de temporalidades y poderes (uno nuevo y otro antiguo) en la fiesta popular; este proceso de renovación constante a través de la fiesta es constante en El otoño del patriarca; sin embargo el concepto de “fiesta popular” se matiza con la constante presencia de un espacio teatral propio de la “fiesta barroca”. Para la comprensión de este tipo de fiesta se establece un diálogo con el texto de María Dolores Bravo “La fiesta pública: su tiempo” y su espacio y “El otoño del patriarca: incertidumbres, secretos y revelaciones del neobarroco” de Cristo Figueroa. Para comprender el espacio popular en el estudio de las mentalidades y las ideologías, se discutirán algunas reflexiones de Vovelle con su texto Ideología y mentalidades, sobre todo, su espacio dedicado a la religión popular.

La aparición del doble del dictador en la primera fiesta permite la aparición de algunos argumentos de otro trabajo de Bajtín: Problemas de la poética de Dostoievski. Cada uno de estos textos permite que dilucidemos la autenticidad y originalidad de la fiesta en la novela. Esta originalidad está basada en la fusión y oposición constante entre la fiesta popular y la fiesta barroca. En esta condensación, se revela, de manera compleja, es espacio y la ideología popular.

ANÁLISIS DE LA OBRA

El análisis de la fiesta en El otoño del Patriarca posee particularidades que deben ser mencionadas a priori para lograr una interpretación más precisa. Aunque la fiesta en diversas etapas de la vida del dictador posee todos los elementos asociados al tiempo festivo que Bajtin analiza en la cultura de la edad de la Edad Media, la fuerza centrífuga del dictador genera que ciertos procesos (juego, banquete, alteración de la jerarquía) se interrumpan de forma reiterativa para presenciar su resurrección. El segundo aspecto que difiere de la fiesta popular de la Edad Media es el de la organización teatral de la fiesta. Este aspecto normativo y ficticio es propio de la fiesta barroca, profundamente arraigada en las reglas y los cultos teatrales. El análisis de la fiesta debe guiarse desde la comprensión que nos otorgan las reflexiones de Bajtin, pero esta comprensión debe matizarse con las características propias de la novela por el tema que trata (el dictador) y su relación con un sistema estético preciso (el neobarroco).

La primera fiesta que re-presenta la novela está determinada por estos aspectos: la fiesta popular, el anquilosamiento del proceso por la fuerza del Patriarca y las particularidades de la fiesta barroca. La muerte del Patriarca da inicio a cada una de las seis primeras partes de la novela. Cada una de ellas sugiere la duda por una nueva muerte del dictador enunciando la elaboración ficticia de esta muerte a lo largo de su vida. La voz colectiva sospecha de este hombre que no termina de morir, que sale más vivo de cada muerte: “La segunda vez que lo encontraron carcomido por los gallinazos en la misma oficina, con la misma ropa y en la misma posición, ninguno de nosotros era bastante viejo para recordar lo que ocurrió la primera vez, pero sabíamos que ninguna evidencia de su muerte era terminante, pues siempre había otra verdad detrás de la verdad” (43). Los complejos filtros de representación teatral por los que pasa la muerte del dictador han configurado una leyenda entorno a su persistencia inmemorial sobre la tierra: su inmortalidad ha alterado la voz colectiva que no ubica un principio de verdad o un principio de mentira en la construcción de sus distintas muertes: “(…) pero cuanto más ciertos parecía los rumores de su muerte más vivo y autoritario se le veía aparecer en la ocasión menos pensada para imponerle otros rumbos imprevisibles a nuestros destinos” (43). Así sucede con su primera muerte, es decir, con la muerte de Patricio Aragonés, su doble. La conmemoración no inicia con la anunciación de la muerte del dictador, que ha sido intencionalmente remitida al pueblo como una forma de corroborar las opiniones de la colectividad en un ambiente de sinceridad. Con la muerte del dictador, los sectores populares desligan sus opiniones del poder de opresión y dan inicio a la fiesta por el orden saliente y la instauración de un orden nuevo. Es último sentido es precisamente uno de los rasgos más representativos de la fiesta popular, en la perspectiva de Bajtin. Más adelante profundizaremos en este aspecto central de El otoño del Patriarca.

La confesión de Patricio Aragonés es el primer elemento que revela la teatralidad que se configura alrededor del mundo centralizado del dictador. Ante su intempestiva e inevitable muerte, Aragonés funciona como el primer personaje de la novela que revela al Patriarca el engaño, la puesta en escena, que sus súbditos elaboran para hacerle creer que lo respetan y por ello lo obedecen. La función del doble como primer orden dialógico y polifónico con el que se enfrenta el personaje de la novela, su contraposición y su labor de espejo permiten que el personaje entienda y conozca una condición que le es innata pero que se ha mantenido oculta. Bajtin caracteriza de esta manera el doble, refiriéndose al personaje dostoievskiano: “Esta su pertinaz tendencia a verlo todo como algo coexistente (…) lo lleva a que incluso las contradicciones y la etapas internas del desarrollo de un solo hombre se dramaticen en el espacio, obligando a sus héroes a conversar con sus dobles, con el diablo, con su alter ego, con su caricatura (…)” (1993, 48). El reino del dictador es una obra de teatro (el poder es el protagonista) que ha sido orquestada por los gregarios del poder. El doble funciona de forma irrevocable como anagnórisis. Aragonés, farsante y embaucador que durante años engaño para ganarse el pan por su parecido con el Patriarca y que, posteriormente, se convierte en el hombre más cercano al dictador, se encarga de transmitir al poderoso (con la amnistía que la cercana muerte otorga) la mentalidad del pueblo, el pensamiento que el dictador no quiere reconocer: “(…) dicho sea sin el menor respeto mi general, pues ahora le puedo decir que nunca lo he querido como usted se imagina (…) más bien aproveche para verle la cara a la verdad mi general, para que sepa que nadie le ha dicho nunca lo que piensa sino que todos le dicen lo que saben que usted quiere oír mientras le hace reverencias por delante y le hacen pistola por detrás” (25-26)

Esta larga cita refleja el doble sentido de realidad. Una típica dicotomía de significados podría llevar a la clásica distribución entre el pueblo y la élite. Sin embargo, Vovelle ha llamado la atención sobre la ineficacia de esta distribución para entender una dicotomía que tiene una dinámica más compleja: “La reducción a una dialéctica pueblo-élite les parece empobrecedora, al limitar el debate a un enfrentamiento caricaturesco” (1985, 125). La relación entre Patricio Aragonés y el General no se reduce al simple sentido dicotómico que enfrenta el espacio del poderoso con el espacio popular. La figura del doble distribuye múltiples sentido a la relación. Aragonés es el dictador, cumple sus funciones, distribuye poderes y goza de todos los privilegios del Patriarca (“Patricio Aragonés a quien puse a vivir como un rey en un palacio (…) hasta prestarle mis propias mujeres” (26).), pero al mismo tiempo este hombre no es el dictador; su existencia es la de un actor que sabe que representa un papel. Su conciencia de la escena (la república, el poder) no coincide con la ingenuidad del dictador, que da veracidad a la escena como si fuera la vida. Este rasgo ficticio es uno de los más importantes en la estética barroca. En la muerte de Aragonés, las múltiples desviaciones de la realidad confluyen y se contradicen, inician un choque que es también el la dialéctica de ideología que ascienden en ocasiones de tensión. La muerte inminente del doble permite que la ideología popular florezca ante la amarga ingenuidad del Dictador. La muerte es el motivo más impactante de la fiesta barroca: “Para el hombre barroco uno de los espectáculos más edificantes y que conmovía su espíritu hasta lo más profundo era la contemplación de la muerte. Sobre todo cuando el deceso de los poderosos reiteraba la lección de la vida terrena como la preparación para la eterna” (Bravo 2005, 441).

La ficticia muerte del dictador da inicio a la configuración de una fiesta falsa (típicamente barroca). Esta fiesta permite la irrupción de la ideología popular en el proceso de un orden decadente y otro en nacimiento. La paradoja de la fiesta popular en El otoño del Patriarca reside en la renovación de la jerarquía. Tal renovación no existe. La fiesta falsa instaura la renovación del dictador y la muerte de aquellos que pretenden sucederlo. Al continuar con el análisis de la muerte de Patricio Aragonés vislumbraremos el anquilosamiento que el Patriarca genera para utilizar la fiesta como un método de supervivencia y ratificación del poder. El análisis debe mostrar cómo repercute el sistema de la fiesta popular en la novela (Bajtin) y, al mismo tiempo, como este tiempo festivo es invertido y elaborado como una escena teatral para contradecir el principio de renovación que conlleva a la muerte de un representante del poder. La fiesta en El otoño del Patriarca plasma una fusión entre el horizonte de la fiesta popular analizado por Bajtin y la configuración escénica de la fiesta barroca. Estas dos construcciones se enfrentan y complementan dialécticamente.

La muerte de Patricio Aragonés materializa la funcionalidad del cuerpo como elemento carnavalesco. El cuerpo reviste sentido alegórico y humano. Así, el excremento que preludia la muerte del doble es en la fiesta popular “un elemento esencial en la vida del cuerpo y de la tierra, en la lucha entra la vida y la muerte, contribuían a agudizar la sensación que tenía el hombre de su materialidad, de su carácter corporal, indisolublemente ligado a la tierra” (Bajtin 1974, 201). A este significado se debe sumar otro que pertenece particularmente a la novela: la mierda rompe el protocolo del poder, revela con desenfado y apresuramiento la fragilidad del poderoso, su unión a la humanidad, a la tierra. Cuando Aragonés está a punto de lanzar sus deyecciones, el General le suplica que mantenga la compostura; sin embargo el doble deja emerger las esencias de su cuerpo, como antes dejó salir las verdades que oculta el teatro del poder. El doble se ha revelado en cuerpo y alma antes de morir. El cuerpo en la fiesta popular posee un espacio central para la concreción de los miembros como facciones y partes que se adornan de distintas maneras la fiesta. El siguiente acto del Patriarca niega este sentido carnavalesco del cuerpo, niega la materialización del cuerpo y sus cualidades inherentes al poder. Allí comienza la fiesta barroca.

El Patriarca modela el cuerpo muerto de su doble para presentarlo al pueblo; allí comenzará de nuevo la fiesta popular. El arreglo del cuerpo para la falsa muerte (del dictador, pues Aragonés carece para la colectividad de identidad propia) del dictador semeja la preparación y el aparejo de un actor antes de entrar en escena: “ (…) tuvo que restregar el cuerpo con estropajo y jabón para quitarle el mal olor de la muerte, lo vistió con la ropa que él llevaba puesta, le puso el braguero de lona, las polaina, la espuela de oro en el talón izquierdo, sintiendo a medida que lo hacía que se iba convirtiendo en el hombre más solitario de la tierra, y por último borró todo rastro de la farsa y prefiguró a la perfección hasta los detalles más ínfimos que él había visto (…)” (28). Paradójicamente, el Patriarca está construyendo una farsa; sin embargo, como antes se señalaba, el dictador actúa como el personaje que no es consciente de la re-presentación. El General ha preparado al personaje-muerto para la siguiente escena de la fiesta falsa u obra de teatro: la procesión del cadáver en el espacio popular. Su doble continúa sustituyéndolo aun después de la muerte, y aun después de la muerte, este complejo personaje le permite al dictador conocer la ideología del pueblo. Resaltemos un detalle más antes de continuar el estudio de la fiesta falsa. El texto otorga a la muerte de Aragonés todo el carácter ficcional que preforma el primer capítulo describiendo el proceso así: “Muerto por primera vez de falsa muerte natural durante el sueño” (28). Aragonés ha muerto envenenado, pero su individualidad es irrelevante; lo importante es su papel en la escena, su carácter, el personaje que se le ha designado en el teatro.

Al comenzar su estudio sobre la fiesta popular en la obra de Rabelais, Bajtin enuncia espacios de la fiesta que corresponden a instancias similares sino iguales de El otoño del Patriarca: “Pero la imagen del “rey” está asociada especialmente a las alegres batallas y a los insultos, así como a la jeta roja del quisquilloso, a su muerte fingida, a su reanimación, a su brinco de payaso después la tumba” (1974, 178). Antes de revisar cada una de estas etapas en la muerte falsa del general, se debe resaltar un detalle más sobre el papel de Aragonés en la muerte fingida: el doble cumple el mismo papel que ocupaba el bufón en la pantomima donde el rey moría. El bufón asume el papel del rey, porque será injuriado, golpeado y vapuleado. Esto supone que como el doble, el bufón debía aparejarse con la vestimenta del rey y representa el papel de suprema autoridad. El doble es el bufón de la novela; gracias a él la fiesta falsa puede permitir el desborde de injurias que el pueblo lanza en la fiesta. “Dentro de este sistema, el rey es bufón, elegido por todo el pueblo, y escarnecido por el pueblo mismo; injuriado y expulsado al concluir su reinado, del mismo modo que todavía se escarnece, golpea, despedaza y quema o ahoga el muñeco del carnaval (…)” (Bajtín 1974, 178).

La “farsa” se hace más compleja porque se disimula con otra farsa, es decir, se ha inventado una “muerte falsa” para el Patriarca pero, para preparar el advenimiento de un nuevo poder, se disimula la muerte. Esta técnica es utilizada a lo largo de la novela como un método para descentralizar cualquier discurso dominante: técnica común en el barroco. Las farsas supones pequeñas escenas inventadas para continuar la obra de teatro. Los personajes son obligados a actuar, son vestidos para actuar y así la fiesta se sigue desenvolviendo en el nivel de lo popular y en el nivel de lo ficticio: “(…) sacaron a la calle del comercio a su madre Bendición Alvarado para que comprobáramos que no tenía cara de duelo, me vistieron con un traje de flores como a una marimonda, señor, me hicieron comprar un sombrero de guacamaya para que todo el mundo me viera feliz (…) y me hacían sonreír a la fuerza” (28-29). La convergencia de distintas voces narrativas en el pasaje (característica de toda la novela) ilustra la inmersión y ascensión de diversas mentalidades y perspectivas. La primera persona del plural identifica en toda la novela a la colectividad personaje- espectador. Su permanencia en todos los sucesos representa a diversos grupos sociales pero siempre advierte la presencia de una voz que engloba un grupo mayoritario que comenta, critica y asiste a todos los momentos en la vida del patriarca. Esta voz es, sin duda, una huella constante de una ideología que representa mentalidades grupales frente a la individualidad del dictador.

Antes de iniciar la procesión, el Patriarca identifica al doble en el sepulcro pero no se siente a gusto con su imagen. Esta aguda dialéctica entre personaje (doble) y personaje representado (Patriarca) nos revela la pérdida de identidad que genera la falsa fiesta como teatro y ficción: “(…) y se vio a sí mismo en cámara ardiente más muerto y más ornamentado que todos los papas muertos de la cristiandad, herido por el horror y la vergüenza de su propio cuerpo de macho militar acotado entre flores (…) los labios pintados, las dura manos de señorita impávida sobre el pectoral blindado de medallas de guerra (…) y las lúgubres glorias marciales reducidas a su tamaño humano de maricón yacente, carajo, no puede ser que ése sea yo (…)” (29). Si la fiesta popular instaura la inversión de la jerarquía para el deleite agresivo de la colectividad, la fiesta barroca difumina los límites entre realidad (jerarquía real) y ficción (inversión de la jerarquía). En la fiesta barroca no solo hay farsa, hay una disolución de la realidad a través del orden escénico que pluraliza y desacraliza la fiesta para crear fiesta dentro de la fiesta, farsas dentro de la farsa.

El inicio de la procesión muestra rezagos de respeto hacia el orden caído. Un anciano, un hombre que besa el anillo, una colegiala con una flor y una vendedora de pescado desfilan con gestos de solemnidad delante del falso muerto. Entonces, inicia la fiesta del pueblo. La fiesta barroca ya ha iniciado desde mucho antes, pero es en este punto donde el pueblo subvierte su comportamiento tradicional y se entrega a la despedida airada de un poder y a la bienvenida festiva de otro: “(…) entonces se interrumpieron los dobles y las campanas de la catedral y las de todas las iglesias anunciaron un miércoles de júbilo, estallaron cohetes pascuales, petardos de gloria, tambores de liberación (…)” (30). Bajtín ha señalado la armonía de contrarios que se manifiesta en la caída de un orden. Una doble celebración se abraza en la festividad: “(…) la destrucción y el destronamiento están asociados al renacimiento y a la renovación, la muerte de lo antiguo está ligada al nacimiento de lo nuevo; las imágenes se concentran en la unidad contradictoria del mundo agonizante y renaciente” (1974, 195). Sin embargo, la forma de El otoño del Patriarca refleja esta circularidad de forma muy particular. El mundo agonizante y renaciente están representados en un solo ser: el Patriarca. Esta peculiaridad se consolida posteriormente cuando se le compara con Jesucristo que resucitó al tercer día. Vida y muerte se sellan en el Patriarca. Por ello la fiesta pasa del ámbito popular al espacio barroco de la escena. No hay muerte cierta, pero sí muchas fingidas. La farsa, sin embargo, requiere verosimilitud.

Después de las muestras de respeto, se inicia el levantamiento contra el cuerpo del Patriarca; la reacción popular proyecta su agresividad hacia el muerto, como en la fiesta popular lo hace contra el bufón. Orgánicamente la fiesta proyecta un doble matiz de destrucción. La arquitectura y los borlones de la casa del poder son atacados con tanto odio y vigor que por un momento, el cortejo de muerte se pierde del campo de ataque del pueblo. La metáfora, finalmente, hace converger la figura arquitectónica como un ejemplo de la corporeidad del poder. La casa del poder es destripada como un cadáver: “vio los cabecillas feroces que dispersaron a palos el cortejo y tiraron por el suelo a la pescadera inconsolable, vio a los que se encarnizaron con el cadáver, los ocho hombres que lo sacaron de su estado inmemorial y de su tiempo quimérico de agapantos y girasoles y se lo llevaron a rastras por las escaleras, los que desbarataron la tripamenta de aquel paraíso de opulencia y desdicha que creían destruir para siempre destruyendo para siempre la madriguera del poder (…)” (30). Bajtin ha resaltado el importante lugar del cadáver en la asunción de la fiesta que anuncia la estación de la cosecha y el florecimiento. Es precisamente la confluencia de vida y muerte que persiste en la fiesta popular; hay una constante confluencia de poderes contrarios y fuerzas opuestas. El cadáver del Patriarca es la presa necesaria que sirve de banquete y de preludio a un tiempo nuevo. Más adelante se observará con más claridad esta relación entre cadáver y comida. Así, la fiesta popular y la fiesta barroca plasman y concentran importantes elementos de contradicción en su expresión estética.

Esta congregación de opuestos se intensifica con la acumulación, exageración y “desperdicio” de elementos. La acumulación y desborde en la fiesta tiene como función específica la anulación de un tiempo y el advenimiento de otro, como cuando la naturaleza muda todos sus aparejos en el cambio de estación. El paso del tiempo trascendental de la estación produce la metamorfosis desbordante de los elementos: “aniquilando el mundo para que no quedara en la memoria de las generaciones futuras ni siquiera un recuerdo ínfimo” (30). La despedida del tiempo antiguo y el saludo al tiempo nuevo merece una fiesta y esa fiesta se construye con los signos de las dos temporalidades. “Pero dentro de este sistema, la muerte es sucedida por la resurrección, por el año nuevo, por la nueva juventud y la primavera. Los elogios se hacen eco de las groserías. Por eso las groserías y los elogios son dos aspectos de un mismo mundo bicorporal” (Bajtín 1974, 178).

En la muerte del Patriarca (falsa muerte) incluso sus hijos celebran la conclusión de su progenitor; la celebración no excluye a nadie. En esa celebración de los sietemesinos (el general solo engendraba este tipo de niños), se pone en evidencia la fusión del entorno culinario al festejo de la muerte. “vio a sus sietemesinos haciendo músicas de júbilo con los trastos de la cocina” (31). Esta fusión entre el ámbito culinario y el ámbito mortuorio se concreta en la expiación del tiempo antiguo a través de la brutalidad que la multitud ejerce sobre el cadáver. La descripción de la venganza de la colectividad sustrae todos los elementos escatológicos y mórbidos de la fiesta popular de la edad media, donde el cuerpo no ocupa simplemente un lugar en la fisiología humano, es, también, el símbolo de la fuerza natural que es belleza y podredumbre: “ (…) sintiendo en carne propia la ignominia de los escupitajos y las bacinillas de enfermos que le tiraban al pasar desde los balcones, horrorizado por la idea de ser descuartizado y digerido por los perros y los gallinazos entre los aullidos delirantes y los truenos de pirotecnia del carnaval de mi muerte” (31). En este pasaje se aglomeran múltiples referencias a la digestión que Bajtín señala como uno de los tópicos repetitivos en la fase del banquete del carnaval. El Patriarca es despedido con excrementos, resultado de la digestión, y, a su vez, teme ser puesto al alcance de las aves de rapiña que someterán su cuerpo a la digestión. El proceso de la digestión une, destruye y fusiona todo; el carnaval es una realización social de ese proceso. Así advierte Bajtín sobre el proceso específico en Rabelais: “Las fronteras entre el cuerpo que come y el comido se esfuman nuevamente: la materia contenida en las vísceras de la res se reunirá a los excrementos en los intestinos del hombre. Los intestinos del animal y del hombre parecen unirse en un solo nudo grotesco e indisoluble” (1974, 200).

La paradoja en la fiesta mortuoria del Patriarca reside en no producir la asunción de un poder nuevo; su función es específica en toda la novela: anunciar la renovación del poder pasado. Es decir que el Patriarca es un fénix que utiliza la fiesta para concentrar a sus enemigos, reconocer su situación y vengando la injuria del levantamiento, usurpar el poder regenerando todo su entorno después de la destrucción. Cuando los ministros se reparten el poder el Patriarca regresa. Para quien lee la novela, su aparición es anodina. Finge la muerte y se presenta, soltando siempre la misma interjección pueril: “ajá”. Como el niño que descubre a un compañero mientras juegan a las escondidas, el general de mano de doncella se presenta. El gesto es teatral. Se construye un bufón para fingir la muerte, y luego, cuando la colectividad revelada hace su fiesta de innovación, el general parece decir: “los he descubierto gracias a mi pantomima. No hubo muerto y su fiesta solo me permitirá saber a quiénes debo matar para continuar mi reinado”. Sin embargo, esta revelación que otorga total identidad a la fiesta barroca no hace que la fiesta popular (carnaval) que se ha analizado pierda autenticidad. En El otoño del Patriarca coexisten alternadamente o fusionándose el carnaval y la fiesta barroca. El general se revela y se produce la anagnórisis; es el clásico reconocimiento que alcanza su perfección en la tragedia griega. El personaje anuncia que simulaba ser otro (actuaba dentro de la actuación) y esto le ha permitido conocer y actuar. Se puede pensar en el regreso de Orestes a su hogar como un extranjero para vengar la muerte de Agamenón.

Se ha analizado la fiesta que celebra la caída del antiguo orden. Ahora se abordará el advenimiento y la celebración del nuevo tiempo incluyendo la resurrección del antiguo poder. Bajtin describe la transacción de la fiesta popular al carnaval aludiendo a esta elaboración de la muerte que prepara la resurrección: “La descripción de la paliza y la enumeración anatómica trae consigo la presencia de otros accesorio obligatorios del carnaval, entre los que pueden incluirse la comparación con “uno o dos reyes”, el viejo rey muerto y el nuevo resucitado: mientras todos piensan que el quisquilloso (el rey viejo) ha sido molido a palos, éste brinca vivito y colendo (rey nuevo)” (180). Este es el gesto teatral del Patriarca: cuando todos suponen que está muerto aparece diciendo: “ajá”. Con el regreso del Patriarca se inicia la renovación del poder y esta renovación se logra a través de una fiesta sangrienta. De nuevo, la aparición de la corporeidad, el banquete se confunden con los horrores de la guerra que anuncia que el poder no ha capitulado. El gestor del banquete de sangre es Rodrigo de Aguilar, compadre del general, a quien veremos ofrecido en un banquete en otra fiesta: (…) y ambos se tiraron en el piso en el instante en que empezó frente a la casa el júbilo de muerte de metralla, la fiesta carnicera de la guardia presidencial que cumplió con mucho gusto y a mucho honra mi general su orden feroz de que nadie escapara con vida del conciliábulo (…)” (32). La mención a los intestinos repite la cofradía entre digestión del cuerpo y el tiempo festivo: “(…) desentrañaron con granadas de fósforo vivo a los que pudieron burlar el cerco y se refugiaron en las casa vecinas y remataron a los herido de acuerdo con el criterio presidencial de que todo sobreviviente un mal enemigo para toda la vida (….)” (32).

Después de retomar el poder, el Patriarca determina un nuevo orden. La festividad trae un nuevo tiempo y rejuvenece al dictador. La fiesta parece indicar que el tiempo puede iniciar sin los errores del pasado. Así la patria del dictador cambia radicalmente después de la fiesta, pero ese cambio es engañoso. Con el tiempo, el dictador se da cuenta que siempre ha sido lo mismo con uno pequeños matices. Después de la fiesta viene la organización del mundo: “ (…) será cuestión de ver mañana temprano qué es lo que sirve y lo que no sirve de todo este desmadre (…) no voy a tener más gente de tropa, ni oficiales, qué carajo (…) me quedo solo con la guardia presidencial que es gente derecha y brava y no vuelvo a nombrar ni gabinete de gobierno (…) y no más despelote de putas en los excusado ni lazarinos en los rosales ni doctores de letras que todos lo saben ni políticos sabios que todo lo ven, que al fin y al cabo esto es una casa presidencial y no un burdel de negros (…)” (33). Desde la muerte de su doble Patricio Aragonés, la fiesta atrae la muerte, la vida, el banquete y la transformación. La fiesta tiene un tiempo de indivisibilidad que hace eco de la eternidad. “El denominador común que unifica los rasgos carnavalescos de las diferentes fiestas, es su relación esencia con el tiempo festivo. Dondequiera que se mantuvo el aspecto libre y popular en de la fiesta, esta relación con el tiempo, y en consecuencia ciertos elementos de carácter carnavalesco sobrevivieron” (1974, 197). Esta afirmación tiene una total consonancia con la descripción que se hace del tiempo de la fiesta que ha empezado con la muerte del Patriarca y ha terminado con su resurrección. La “inmortalidad” del dictador solo es posible por la renovación de la fiesta y, sobre todo, por ese tiempo inacabado e infinito que anuncia la fiesta: “(…) entraban por las ventanas las mismas músicas de gloria, los mismos petardos de alborozo, las mismas campanas de júbilo que habían empezado celebrando su muerte y continuaban celebrando su inmortalidad, y había una manifestación permanente en la Plaza de Armas con gritos de adhesión eterna y grandes letreros de Dios guarde al magnífico que resucitó al tercer día entre los muertos, un fiesta sin término que él no tuvo que prolongar con maniobras secretas (…)” (35). En la fiesta popular se sigue cumpliendo el objetivo de la catarsis descrita por Aristóteles. La colectividad necesita destruir al dictador, como representante de un orden y un tiempo, pero también asiste a su resurrección: todo en un teatro que expía los deseos más depravados. Muerte y resurrección son un juego de teatro, un truco de prestidigitador que el lector entenderá por todos los inicios de capítulo. Esa deconstrucción de la formas teatrales del lenguaje revela la fragilidad de un poder creado sobre fantasmas y actores: “Así lo encontraron en las vísperas de su otoño, cuando el cadáver era en realidad el de Patricio Aragonés, y así volvimos a encontrarlo muchos años más tarde en una época de tantas incertidumbres que nadie podía rendirse a la evidencia de que fuera suyo aquel cuerpo senil carcomido de gallinazos y plagados de parásitos del fondo del mar” (81). La colectividad y el lector se revelan poco a poco contra la obra de teatro que parecía revelar una realidad. La incertidumbre de los distintos seres que se encarnan en la primera persona del singular manifiesta que progresivamente el ámbito popular ha entendido que el poder es un teatro, un teatro que materializa todos los caprichos del poder.

La segunda gran fiesta celebra la santidad de la madre del dictador, Bendición Alvarado. El matiz de re-presentación y teatralidad vuelve a confundirse con los aspectos de la fiesta popular. La muerte de Bendición Alvarado ha sido precedida por una escabrosa agonía que ejemplifica grotescamente la empatía del barroco por los sentidos corporales: “(…) durante el barroco se conjugaban los sentidos: el oído, la vista y el olfato para causar en el espectador una impresión profunda que estimulaba los sentimientos en un convencida entrega emocional ante el espectáculo que se representaba ante él” (Bravo 2005, 439). Sin embargo, en la muerte de la “santa”, la inspiración de los sentidos no irrumpe para consagrar la solemnidad de la muerta sino para elaborar un monstruo descompuesto que acorralado se pudre bajo el amparo del hijo dictador. Como cuando el dictador muere, la muerte de la madre se disimula y se adorna para esconder el horroroso clamor de un cuerpo que persigue la inmundicia: “Habían sido inútiles las muchas y arduas diligencias oficiales para aplacar el ruido público de que la matriarca de la patria se estaba pudriendo en vida (…) que los vapores de la corrupción eran tan intensos en el dormitorio de la moribunda que habían espantado hasta a los leprosos, que degollaban carneros para bañarla con la sangre viva” (123). Solo su hijo se obliga compasivamente a lidiar con los estertores nauseabundos de su madre. Así como había transformado diligentemente el cuerpo de su doble Patricio Aragonés, el Patriarca construye una escena para crear una representación que contradiga la realidad deprimente que envuelve a su madre. El patriarca crea un personaje con su madre: la fiesta barroca ha empezado de nuevo hermanada, por supuesto, a la fiesta popular. Pero, el Patriarca solo es responsable de disimular la podredumbre de su madre; la fiesta que se organiza para su muerte empieza como la respuesta espontánea de un milagro. Solo hasta el final del capítulo, gracias a la función del enviado del vaticano, Demetrio Aldous, se evidenciará la falsa fiesta que ha sido organizada. El milagro que da inicio a la santidad de doña Bendición Alvarado se produce en la madrugada de su muerte: “ (…) vio [el Patriarca] en el resplandor tenue de los primeros gallos que había otro cuerpo idéntico con la mano en el corazón pintado de perfil en la sábana, y vio que el cuerpo no tenía grietas de peste ni estragos de vejez sino que era macizo y terso como pintado al óleo por ambos lados del sudario y exhalaba una fragancia natural de flores (…)” (124). La imagen es totalmente contraria a la mujer pútrida que el Patriarca había cuidado hasta el día anterior. Esta vez, el asombro se apodera incluso del dictador.

La impotencia del dictador para determinar todos los derroteros de la patria, su desconocimiento de la opinión popular y la constante persistencia de perspectivas de construcción de la realidad (por ejemplo, la teatralidad organizada por subalterno sin el consentimiento del dictador y con la intención de alabarlo o despreocuparlo) genera el fracaso de un discurso unívoco proveniente de la élite. La concentración de discursos y matices narrativos, con opiniones múltiples que descentran el centrífugo discurso del dictador hacen converger la emancipación de lo popular. El neobarroco y el barroco postulan el distanciamiento del centro que la estructura gótica habilitaba en arquitectura. Así, la voz popular se desvela fácilmente en lo popular: “Este discurso polivalente, al representar la pluridicursividad, se constituye en un juego neobarroco de visiones y focalizaciones que diluyen una ideología unitaria y se reconocen en la opacidad de significados ambiguos e inestables, con los cuales la novela representa el saber de la cultura popular, el del autor y el de otras voces de la historia, como resistencia al discurso oficial del poder dictatorial” (Figueroa 2000, 217). Por ello, la fiesta de la madre del dictador engaña al dictador y revela, de nuevo, la pantomima constante e inestable que constituye a la república. En la falsa muerte del dictador se hizo eco de la resurrección de Jesús, en la muerte de la madre se repite el esquema de rostro de Jesús grabado en la tela de un judío. El “prodigio” da inicio a un duelo “nacional” que provoca la exigencia de canonización de Bendición Alvarado.

Comparemos por un momento la fiesta barroca de índole religiosa con la fiesta que congrega a Bendición Alvarado. “La música, tanto en las comedia como en los autos, tenía un protagonismo especial; como sabemos, en estos últimos la música era un personaje que acompañaba a los protagonistas alegóricos” (Bravo 2005, 451). La fiesta comienza con una procesión por los rincones más lejanos de la patria; en torno al cuerpo la fiesta inaugura un espacio temporal en distintos espacio del país. Esa procesión ya es teatral y magia infundada: “Bendición Alvarado andaba por esos peladores de calor y miseria dentro de un ataúd lleno de aserrín y hielo picado para que no se pudriera más de lo que estuvo en vida, pero se habían llevado el cuerpo en procesión solemne hasta los confines menos explorados de su reino” (125). La música ocupa desde el principio el rol de convocar e instaurar el paso de la “santa” por el templo religioso: “(…) los metían a culatazos en la vasta nave afligida por los soles helados de los vitrales donde nueve obispos de pontifical cantaban los oficios de tinieblas (…) los diáconos, los acolitos, descansa en tus cenizas, cantaban” (García Márquez, 126). Los elementos que excitan los sentidos legitiman la veracidad y la autenticidad del rito; la inmensa parafernalia rectifica y reafirma el orden religioso. Esta es la intención de la fiesta barroca: “La conjunción de lenguajes plásticos y verbales, la presencia de las enormes custodias, de los carros alegóricos, de la tramoya, la escenografía suntuosa y el vestuario inspiraban en los fieles el sentimiento de pertenecer a la verdadera Iglesia y de ser parte del milagro de la redención y la vida perdurable” (Bravo 2000, 450).

Junto al cortejo de exageraciones y suntuosidades que prefiguran la persuasión que convence los sentidos de la muchedumbre está el aspecto que más se resaltará de la fiesta barroca en El otoño del patriarca: la fiesta falsa, la representación y la farsa. Apreciemos, aunque se muy larga, la síntesis del teatro que construye la imagen de la santa y gana la credibilidad y la fe de los feligreses: “(…) el cuerpo iba siendo reconstruido en diligencias secretas a medida que se le desbarataba el cosmético y la piel agrietada de parafina se le derretía con el calor, le quitaban el musgo de los párpados en las épocas de lluvia, las costureras militares mantenía el vestido de muerta como si hubiera sido puesto ayer y conservaban en estado de gracia la corona de azahares y el velo de novia virgen que nunca tuvo en vida, para que nadie en este burdel de idólatras se atreviera a repetir nunca que eres distinta de tu retrato, para que nadie olvide quién es el que manda por los siglos de los siglos” (127). La frase resaltada refleja perfectamente que la fiesta tiene un carácter normativo; en la fiesta barroca las jerarquías se reafirman y se legitiman, porque ofrecen un espectáculo donde se canalizan los esfuerzos de subversión a través de la profunda y solemne autoridad que reviste el muerto. En la falsa muerte del Patriarca, la fiesta popular permitía espacio para la transgresión de los valores; en la fiesta barroca con tintes religiosos, la jerarquía se certifica: “(…) la persuasión de la autoridad para hacer del acontecimiento un gran espectáculo masivo el manejo idológico-político para convencer a los participantes de que no era posible seguir otro orden ni otra fe que los dictados por la cultura oficial” (Bravo 2000, 438).

El recorrido de Bendición Alvarado por la patria de su hijo ilustra múltiples milagros (resurrecciones, castigos y santidad). El dictador, que rápidamente se ve inmiscuido en la falsa fiesta, solicita la santidad al estado romano y declara la guerra. La respuesta es contundente pero no amilana las intenciones del dictador. Solo Demetrio Aldoux es capaz de revelarle la verdad al dictador. El teatro se ha convertido en la patria en una suculenta forma de negocio. La fiesta es en El otoño del Patriarca una posibilidad de rastrear verdades en mentiras que cabalgan en el poder de segundo nivel en la república. A Demetrio Aldoux se le intenta asesinar, pero el dictador ordena proteger su vida con la mayor diligencia. La verdad lo deleita, porque su poder consiste en demostrar que él es la única verdad: “ (…) se atrevió [Demetrio Aldoux] a exponerla en carne viva ante el anciano impasible que lo escuchó sin parpadear (…) que apenas decía ajá cada vez que veía encenderse la luz de la verdad (…) tragando verdades como brasas que le quedaban ardiendo en las tinieblas del corazón (…) puesto que había sido una farsa, excelencia, un aparato de farándula que él mismo montó sin proponérselo cundo decidió que su madre fuera expuesta a la veneración pública (…) ” (141).

Así aparece el reconocimiento. El dictador descubre la farsa ridícula. Todos los milagros han sido pagados: “(…) le habían pagado doscientos pesos a un falso muerto que se salió de la sepultura (…) le habían pagado ochenta pesos a una gitana que fingió parir (…) no había un solo testimonio que no fuera pagado con dinero (…)” (141-142) Toda la fiesta que parece auténtica para el dictador ha sido tramada por la sombra de su poder. Se les paga a los participantes como se le paga a un grupo de actores para recrear una función. Todo ha sido un negocio que se lucra de la venta de escapularios, el agua de la santa, reliquias estampitas y todo tipo de chucherías irrisorias. Aldoux le otorga al dictador una conclusión de su investigación que otorga al análisis la síntesis de la fiesta en El otoño del Patriarca. La fiesta se vive en múltiples matices, dirigida desde el poder pero con manifestaciones populares, llena de una espontaneidad elaborada con la farsa y la actuación. La fiesta se organiza más allá del poder, pero solo es posible en relación empática con este poder: “(…) y murmuro [Aldoux] que a fin de cuentas algo bueno quedaba del rigor de su escrutinio y era la certidumbre de que esta pobre gente quiere a su excelencia como a su propia vida (…)” (144). Porque el poder aprovecha las dolorosas mentiras para convertirlas en verdades, haciendo eco del deseo popular que el mismo ha creado. Bendición Alvarado no alcanza la santidad en Roma pero se ubica en el centro de la cultura popular: “(…) en cuyo artículo primero proclamó la santidad civil de Bendición Alvarado por decisión suprema del pueblo (…) la nombró patrona de la nación, curadora de los enfermos (…)” (145). La farsa y la verdad se ocultan bajo el traje da la otra. Esta negación-afirmación de los valores católicos manifiesta la inserción de la mentalidad popular en la religión ortodoxo, proceso constante e incontenible en la religión: “Porque el universo de las creencias mágicas es el que se encuentra finalmente remodelado y repensado en el secreto de las conciencias populares en función de una lectura más de acuerdo con el discurso de la religión: va más allá de un simple disfraz o de un ropaje superficial” (Vovelle 1985, 149).

Finalmente, abordemos la imagen más elaborada de la fiesta popular en la novela: el banquete del cadáver. Bajtín dedica un importante espacio para este tópico en la obra de Rabelais. De nuevo, esta fiesta tiene lugar en un momento de decadencia del dictador. Sus colaboradores han decidido enviarlo al asilo. La conjuración está dirigida por Rodrigo de Aguilar, compadre del dictador y el único hombre de confianza del dictador: “(…) pero a pesar de la inminencia y el tamaño de la conspiración él no hizo ningún gesto que pudiera suscitar la sospecha de que la había descubierto, sino que a la hora prevista recibió como todos los años a los invitados de su guardia personal y los hizo sentar a la mesa del banquete a tomar los aperitivos” (115). Antes de la aparición de la comida, los comensales se debaten en un nerviosismo terrible. Bajtín relaciona la cocina con la muerte, en la instancia del carnaval: “(…) Así, el fuego en el que habían quemado a sus enemigos se transforman en el alegre hogar de la cocina (…) El carácter carnavalesco de ese fuego de leña y de la combustión de los caballeros, seguido por el “gran festín”, se declara perfectamente si se considera el fin del episodio” (1974, 188). El carnaval mantiene constantemente la elaboración de su fiesta utilizando los elementos del tiempo caduco como parte importante de la fiesta que saluda al nuevo. Ninguna actividad evidencia esa premisa como un cadáver servido como banquete. La particularidad de esta novela (ya se ha señalado) materializa la fiesta como renovación del mismo poder. El gesto del banquete de Rodrigo de Aguilar es irónico; se sirve a sus cómplices: “ (…) y entonces se abrieron las cortinas y entró el egregio general de división Rodrigo de Aguilar en bandeja de plata puesto cuan largo fue sobre una guarnición de coliflores y laureles, macerado en especias, dorado al horno, aderezado con el uniforme de cinco almendras de oro de las ocasiones solemnes (…) catorce libras de medallas en el pecho y una ramita de perejil en la boca,” (115). El Patriarca ha vuelto de las cenizas como tantas veces, y el gesto culinario (la acuciosa descripción nos revela el deleite sobre el muerto típico de la estética del neobarroco) inaugura la fiesta de su regreso. Saluda el fracaso de sus conspiradores sirviéndolos en la fiesta. El gesto es impresionante: Rodrigo de Aguilar es el único hombre en quien el dictador confiaba.

La naturalidad de la narración revela que el suceso guarda muchísimo decoro y plena significación en la estructura del poder. “La desaparición del antiguo régimen y la alegre comilona se convierten en una misma cosa: la hoguera se transforma en hogar de cocina. El fénix de lo nuevo renace entre las cenizas de lo viejo” (Bajtín 1974, 189). La particularidad de la novela, determinada por un poder que se niega a perecer y parece infinito, nos puede llevar a invertir la frase final de Bajtín: el fénix de lo viejo renace en las cenizas de lo nuevo. El patriarca instala un banquete para liquidar las nuevas fuerzas y presentarse más poderoso que nunca: “(…) listo para ser servido en banquete [Rodrigo de Aguilar] de compañeros por los destazadores oficiales ante la petrificación de horror de los invitados que presenciamos sin respirar la exquisita ceremonia del descuartizamiento y el reparto, y cuando hubo en cada plato una ración igual del ministro de la defensa con relleno de piñones y hierbas de olor, él dio la orden de empezar, buen provecho señores” (116). La ironía ilumina una fiesta que puede pasar por el agasajo más afable si no fuera porque el plato fuerte es un cadáver. Bajtin ha vislumbrado una significación primaveral en el desmembramiento del cuerpo: una cosecha o una siembra. El Patriarca cosecha su poder e instaura su regreso con el horror y el acto grotesco. La “siembra corporal” es en El otoño del patriarca parece invertir el significado. Resuena el versículo de Mateo que dice: cegué donde no sembré, recogí donde no regué. La fiesta se celebra gracias a los traidores e irán a parar al estomago de los cómplices. Todo esfuerzo y toda energía son aprovechados para la nueva primavera del dictador. Se invierte los significados como sucede en la última cena: el cuerpo se llena con el significado comestible: “Así, la sangre se transforma en vino, la batalla cruel y la muerte atroz en alegre festín, y la hoguera del sacrifico en hogar de cocina” Bajtín 1974, 189).



CONCLUSIONES

Hemos visto como la fusión entre fiesta popular (siguiendo patrones del carnaval) y la fiesta barroca (prefigurada por el orden teatral y la farsa) matizan la fiesta de la novela hasta convertirla en un ente heterogéneo donde lo popular irrumpe por las formas de expresión y también por la conciencia que se va adquiriendo de la función de la fiesta para el sostenimiento del poder. La fiesta se mueve así entre la realidad y la re-presentación, instancias que el lector puede diferenciar pero que, en el mundo de la novela, llegan de diferentes formas a lo popular. Algunas veces la colectividad participa auténticamente en la fiesta; otras sirve para construir la farsa. El Patriarca difumina la dicotomía, pues otorga realidad a la re-presentación y tilda de re-presentación a la realidad.

La función básica de la fiesta no ha sido sugerida eficazmente por Bajtin, quien elabora los diversos tópicos y actividades del carnaval como la constante lucha un poder antiguo y otro nuevo. Estos poderes se enfrentan en el tiempo festivo complementándose y utilizándose mutuamente en la construcción de la fiesta. Las expresiones populares del carnaval aparecen en diversos ámbitos durante la novela, desplazándose desde el ámbito religioso al político. “Las autoridades, la nobleza y los religiosos participaban de esas ocasiones en las que la estricta jerarquización de estamentos no se rompía, por el contrario todos participaban sin mezclarse” (Bravo 2005,434). El deconstruccionismo barroca prefigura planos de representación de la fiesta y revela la actividad ficcional y teatral de la misma, siempre en función de sostener el poder del patriarca.

La fiesta permite que la opinión ambigua de lo popular se revele con todo su vigor y potencialidad. Así, toda fiesta conlleva a la anagnórisis del Patriarca. Quizá, el aspecto más llamativo de la fiesta en El otoño del Patriarca sea la resurrección que instiga toda fiesta. En cada una de las ocasiones festivas en donde se celebra la muerte del Patriarca se expían los sentimientos colectivos y se renueva el poder central. Este periplo de fénix refracta el sentido de renovación de un poder que tiene el carnaval. Sin embargo, la fiesta popular en la Edad Media también celebraba la desaparición de un poder y el advenimiento de otro. Este cambio necesario y natural se puede lograr en la novela a la conciencia futura que indica que el narrador colectivo duda de la muerte del dictador.

Finalmente, debe recordarse que la complejidad de la fiesta en la fusión de lo popular y lo barroco permite mostrar la fragilidad y la pantomima del poder, pero, precisamente, iluminando el ámbito popular y la fragmentación de la historia en discursos cuestionables: “He aquí el poder de la alegoría neobarroca: revelar lo escondido detrás de la incertidumbre. La representación saturada de la mitología del poder hace posible su deconstrucción” (Figueroa 2000, 221). Así, la fiesta de la novela se enriquece con esa doble fuente estética de lo popular: el barroco y el carnaval. Las dos concepciones poseen fiestas radicalmente distintas que se complementan en el tratamiento narrativo para crear una fiesta particular del poder.

BIBLIOGRAFÍA

Bajtín M. Mijail. Problemas de la poética de Dostoivski. Fondo de Cultura Económica. 1993.

Bajtín M. Mijail. La cultura popular en la edad media y renacimiento. Barral Editores. Barcelona. 1974.

Bravo, María Dolores. “La fiesta pública: su tiempo y su espacio”. La Ciudad Barroca. Coordinador: Antonio Rubial Garcia. Fondo de Cultura Económica. 2005.

Figueroa Sánchez, Cristo Rafael. Barroco y neobarroco en la narrativa hispanoamericana. Editorial Pontificia Universidad Javeriana. 2000.

Figueroa Sánchez, Cristo Rafael. Barroco y neobarroco en la narrativa hispanoamericana. Editorial Pontificia Universidad Javeriana. 2000.

Rama, Ángel. La ciudad letrada. Tajamar Editores. 2004.

Vovelle, Michel. Ideologías y mentalidades. Editorial Ariel. 1985.

No hay comentarios:

Publicar un comentario