Resumen
Este ensayo analiza las nociones
estéticas principales que definen la llamada poética neobarroca. Al respecto,
presenta elementos para justificar la utilización de los vocablos
neo-no-barroco y barrococó en vez de “neobarroco”, por considerar a este
término erróneo, pues proyecta la idea –por el uso del prefijo– que es
descendiente directo del barroco español, algo que es una verdad incompleta. La
relación del neo-no-barroco/barrococó con la idea fundacional del Romanticismo,
de que la poesía debe pensar sobre el pensamiento, es obvia y sin embargo no ha
sido debidamente analizada. Por lo tanto, al haber una reconfiguración
etimológica de la estética asociada con la dificultad y la superposición de
escollos retóricos que le exigen al acto de la lectura una mayor concentración,
la poética neo-no-barroca o barrococó podrá alcanzar una más exacta definición
y permitirá incluir voces poéticas hasta ahora no consideradas neobarrocas.
Por carecer de un término preciso
para definir y tratar de entender el complejo y desconcertante tiempo histórico
y estético situado entre ambos siglos, el XX y XXI, y lo que vino después
–donde estamos–, la crítica ha recurrido al término neobarroco a la hora de
determinar todo aquello que supuestamente genera dificultad de comprensión o
presenta una versión fragmentada y expansiva de la realidad, sea empírica o
literaria. El término, de extraordinaria ubicuidad, tiene hoy en día tanto uso
como en un momento –décadas de 1980 y 1990– lo tuvo la palabra “posmodernidad”.
Sufre el mismo manoseo. Si algo no se entiende, es llamado “neobarroco”. Ante
cualquier espesor o lugar a dudas de difícil acceso mediante el raciocinio, se
recurre con gran liviandad a la polifuncional locución. Por ejemplo, al menú de
un restaurante que por ser fusión de distintas gastronomías hace inclasificable
al tipo de cocina, se le llama “neobarroco”; un tipo de indumentaria
prêt-à-porter que mezcla indiscriminadamente tendencias es considerada
“neobarroca”; a un rascacielos donde estilos pasados y presentes coinciden sin
una funcionalidad precisa se le denomina “neobarroco” (se utilizó el término
para referir a la arquitectura de Frank Gehry), etc.
Hasta los medios informativos y
las redes sociales se han apropiado antojadizamente del vocablo, lo han
avasallado. Y como si el uso viral del mismo fuera poco, la exageración
reiterada ha llevado a articular una clasificación imprecisa y espuria, esto
es, a suponer que el neobarroco literario desciende directamente del barroco
español, y que el neobarroco latinoamericano habría tenido un comienzo en
cierto momento del siglo XX y también un único iniciador (José Lezama Lima).
Nada más inexacto y apresurado que ambas reducciones. Se ha ido por el camino
más fácil. Por la tangente. El presente ensayo busca aportar, por lo tanto, una
perspectiva más próxima a los reales ingredientes discursivos, al repertorio
unificador de la única escritura original de nuestra época, una que tiene
infinidad de procedencias, perspectivas y resoluciones formales, y presenta
asimismo características vinculantes y comunes a determinadas prácticas de
escritura poética ocurriendo en nuestro tiempo de manera simultánea.
Tal pareciera –y el presente de
indicativo podría con facilidad sustituir al subjuntivo– que el neobarroco está
de moda. El siglo XXI comenzó bajo el aura de ese ímpetu. Hasta la crítica
marxista le presta atención al fenómeno. Por consiguiente, si para que fuera
tema de estudio mejor tratado el neobarroco debería pasar de moda, entonces,
bienvenido eso. Aunque, dadas las circunstancias, y considerando que por ser
residentes de una muy vigente “era neobarroca” eso difícilmente vaya a suceder,
convendría afinar el oído para interpretar la melodía de la época de acuerdo a
su tono y no a la interpretación incompleta que se le pueda ocurrir al escucha.
En carta fechada el 28 de noviembre de 1914, y escrita en respuesta a un amigo
que le había enviado los poemas “Helian”, “Kaspar Hauser Lied”, y “Abendland”
de George Trakl, Wittgenstein, a quien la poesía de Rilke le parecía
artificial, afirmó: “Le agradezco por el envío de los poemas de Trakl. No los
entiendo, pero su tono me pone feliz. Es el tono del hombre verdaderamente
genial” (Von Ficker 53). Pues, muy simple, se trata de eso; de acceder con
argumentos válidos al “tono” detectado de una genialidad que no necesita ser
comprendida, pero que es propia, intransferible, de una forma de escritura que
tiene confianza absoluta en el lenguaje y en su alcance más allá de la
comunicación inmediata. No en vano, una y otra vez oímos al yo del lenguaje
adquirir su personalidad, recuperar una capacidad elocutiva anterior o no
existente, la cual confirma la “desaparición elocutiva del poeta” a la que
hacía referencia Mallarmé.
Verdadero mecanismo de
reanimación que le ha permitido al idioma dar un paso adelante, el neobarroco,
al que de aquí en más convendría llamar neo-no-barroco o barrococó para
otorgarle más precisión a un ente estético impreciso y absorbente, es el sitio
efusivo donde ir a escuchar lo indecible. La poesía como neolengua y retrato
oblicuo de la escritura; con sus consecuencias preferibles, con su afán por
llevar la expresividad hasta las últimas consecuencias, impone una profundidad
exterior, una excepcionalidad al alcance de lo inadecuado, según la cual el
raciocinio pasa a tener representatividad limitada. Triunfan las bifurcaciones
con trayectoria a cualquier recoveco del pensamiento; el enmascaramiento, la
sobredeterminación. También, la reconstrucción en dirección opuesta de las
palabras, tal cual consiguen ser una vez libradas de su condición de
intermediarias de un posible mensaje y de una comunicación específica, pasando
ahora a moverse mediante sustituciones sintácticas sin causalidad. En medio de una
distorsión poética acústica saturada de riffs, afín a la del rock heavy metal
(pero con mucho de jam session), de una dicción polifónica a la cual le salen
acontecimientos, lo sublime emerge como preservación de efectos y suma de
intervenciones en la incertidumbre. A esa experiencia radical del habla los
estadounidenses la llamarían “experimental”, performativa. Recurrirían al
vocablo acumen: el punto de vista tiene la capacidad para existir por su propia
cuenta.
En el que fue denominado “Primer
Encuentro de la Poesía Neobarroca”, organizado por el poeta colombiano Armando
Romero, realizado con gran asistencia de público en la Universidad de
Cincinnati en 1988, varios años antes de que se publicara Medusario: muestra de
poesía latinoamericana (1996), y en el
que participaron como poetas invitados José Kozer, Roberto Piccioto y quien
esto escribe, Samuel Gordon, catedrático de poesía contemporánea de la
Universidad Nacional Autónoma de México (UNAM), y uno de los primeros en
destacar que la novedad neobarroca se extendía por distintas partes del
continente hispano-hablante con incontenible furor, afirmó, en lo que es hoy
una frase de marca registrada: “Atacan tanto al neobarroco pues temen que entre
al canon; pero los ataques llegan tarde; el neobarroco ya entró al canon”. La
profética afirmación de Gordon vino a quedar demostrada en la realidad de los
hechos permanentes cuando en 2012 se publicó la cuarta edición del Princeton
Encyclopedia of Poetry and Poetics, y en la cual el término “neobarroco” tiene
su propia entrada (páginas 927 y 928).
Desde la aparición del boom de la
novela latinoamericana, en la década de 1960, ninguna otra expresión referida a
la literatura latinoamericana había recibido un destaque similar en dicha
enciclopedia. El neobarroco quedaba confirmado como el modernismo de nuestra
época, una convergencia de poéticas en diálogo mutuo. Tal cual la más
prestigiosa publicación en el mundo de términos literarios lo atestigua, el
neobarroco ha entrado en el vocabulario crítico de la academia y es parte
irrefutable del canon. Las revoluciones difícilmente pueden ser
institucionalizadas (el Partido de la Revolución Institucional, el PRI
mexicano, quizá sea la excepción o el colmo, depende de cómo se lo vea), pero
las revoluciones lingüísticas de orden literario pueden tener presencia
destacada en las ordenaciones taxonómicas de raigambre académica, designadas
para entender un determinado periodo de la historia y una manera de escribir
con su propio peso. Gertrude Stein dijo en 1926 que el creador de la “nueva
composición en las artes es un proscripto hasta que es un clásico, sin que
difícilmente haya un momento en medio”. Pues, bien, sin que hubiera habido “un
momento en medio”, el neobarroco ha dejado de ser y de estar “proscripto”.
Sin embargo, más allá de su tan
frecuente uso, el término neobarroco ha sido víctima reiterada de la
arbitrariedad etimológica y del destrato retórico cercano a la ignorancia en
acción (producto de esta). Posiblemente la ignorancia y las lecturas de
superficie hayan sido cómplices para conformar un espectro de interpretaciones
erróneas, inexactas, y para peor, peligrosamente generalizadoras. Hablar de
neobarroco hoy en día implica activar una vaguedad, darle cabida a un término
en fuga. La definición –algo también muy cuestionable– solo podría aceptarse
para detectar y advertir “lo que no es”; para distanciarse de obras y poetas
que no son neobarrocos, que nunca lo fueron, y que sin embargo más de uno se
animó a etiquetar de esa forma, por haber notado ciertos gestos afines a la
fachada de su escritura. De noche todos los gatos son pardos. Algo así. Pero
cuidado.
Pablo Neruda no es neobarroco (le
hubiera gustado, pero su adicción a las metáforas lo afectó); Vicente Huidobro
no lo es; tampoco Jorge Luis Borges (es barroco en sus ensayos, un Baltasar
Gracián moderno, también en el cuento “Pierre Menard, autor del Quijote”,
aunque hablara con desprecio de toda literatura donde hubiera “barroquismo”);
no es neobarroco César Vallejo (solo y en parte lo es en Trilce, en el resto su
lacrimoso sentimentalismo es de bolero); Oliverio Girondo ejerce una escritura
neobarroca en cuotas y de manera acotada (aunque por el furor entusiasta que
recorre su obra debería ser considerado miembro privilegiado del elitista
club), y Julio Herrera y Reissig y José Lezama Lima, claro está, pueden ser
considerados referentes neobarrocos en épocas diferentes, cada uno con distinto
arsenal sintáctico y retórico, por más que el poeta cubano suele ser presentado
como supuesto iniciador de lo neobarroco “latinoamericano”, tal vez por el gran
trabajo de ‘branding’ que hizo Severo Sarduy.
Herrera y Reissig y Lezama Lima
provienen del barroco español (sería una majadería intentar argumentar lo
contrario), pero ambos pasaron como esponjas en actividad por la poesía
francesa del siglo XIX, que con Baudelaire, Rimbaud, Lautréamont y Mallarmé
inventaron un habla furiosa nada renuente, a la que se le fueron agregando
luego nuevos componentes, siendo precisamente eso lo que ha hecho la poesía
posterior añadir ingredientes, tal como lo hizo la de la primera modernidad,
incluida la anglosajona (algo que la crítica inglesa y estadounidense suele
olvidar con frecuencia), pues T. S. Eliot, el primer poeta moderno en lengua
inglesa (“The Love Song of J. Alfred Prufrock” se publicó en 1915), es
descendiente directo, primera generación, de Jules Laforgue, y así
sucesivamente, para atrás y para adelante.
Herrera y Reissig conoció y
tradujo antes que nadie a Saint Pol-Roux (uno que se le pasó a Rubén Darío,
quien conoció a Lautréamont, pero lo leyó mal o no quiso leerlo bien),
considerado el “padre del surrealismo” por André Breton y el grupo surrealista.
Herrera y Reissig (1975-1910), un desquiciado intencional, vio en el
inconsciente, que por esa misma época desvelaba a Freud, a un amigo ideal para
revitalizar el habla de la mente, pero justo cuando estaba por seguir
descubriendo territorios verbales inéditos se murió muy antes de tiempo,
dejando a medio terminar una obra prevanguardista y neobarroca. Sin haberlos
nunca usado, fue el precursor de los prefijos modernos.
Doce años después de la muerte de
Herrera y Reissig, César Vallejo radicalizó en Trilce la tarea de
desmantelamiento y reversión iconográfica, retórica y sintáctica dejada
inconclusa por Herrera y Reissig (por más que “La Torre de las Esfinges”,
primer monumento neobarroco de la poesía latinoamericana, pueda verse como un
logro fenomenal y acabado), algo que el propio poeta peruano reconoció en carta
a su compatriota, el poeta Xavier Abril. Vallejo amortizó con continuidad de
ruptura la deuda contraída con las invenciones, sobre todo en el plano
sintáctico y prosódico, del poeta uruguayo, quien llevó al torrente verbal del
inconsciente –y su relación con la vida onírica– en un vertiginoso viaje de
solo ida por la empinada montaña rusa. Lezama Lima, en cambio, nunca entendió
bien al surrealismo, incluso lo vio con reiterado desdén, habiéndose aproximado
en esa misma época, cosa aún inaudita y difícil de aceptar (incomprensible),
más a la poesía de Juan Ramón Jiménez que a la de Antonin Artaud, por ejemplo.
Que alguien, si puede, lo explique.
En fin. Por lo tanto, ¿de qué
hablamos cuando hablamos de “neobarroco? ¿A qué le llamamos “neobarroco”? El
término engaña por una cuestión de fondo: hace creer, por ejemplo, que la
poesía neobarroca, surgida en el Río de la Plata a principios de la década de
1980 (con casos muy contados con la mano) y cuyos puntos de afinidad en el
continente americano eran las poéticas de José Kozer (cubano viviendo en Nueva
York) y Gerardo Deniz (español viviendo en la Ciudad de México), es decir,
escribiendo “lo mismo” en otras partes, esa poesía pues, que rápidamente fue
metida en la bolsa de lo inclasificable y considerada parte de un “movimiento”
literario aunque no lo fuera (nunca se escribió un manifiesto, tal como
hicieron los surrealistas), provenía directamente del barroco español. Si bien
hay vasos comunicantes con parte del barroco español y con barrocos en otras
lenguas (el trato riguroso de la sintaxis, la eufonía, los ritos prosódicos),
el resultado final incluía orígenes diversos, como también propósitos
indeterminables y de dispersa multiplicidad, la mayoría sin relación alguna con
el barroco español.
Considerados los antecedentes, y
por respeto a una definición menos anfibia del fenómeno literario y sus
especificidades, cabría tal vez, mejor dicho, convendría, hablar de
neo-no-barroco o barrococó, en vez de neobarroco para definir el espectro en
constante aparición y disolución de una poética multiforme y coral que
atraviesa el lenguaje como excavadora y máquina demoledora, convencida de que
solo al “otro lado” de las palabras la mente tiene algo para decir y va a
decirlo como quiere, sin sentirse responsable de la “comunicabilidad” o no de
las palabras elegidas para interpelarla. El emprendimiento de interpretación
saca de quicio a cualquier intento por hallar significado donde no es cuestión
de que lo haya o no, sino que siempre hay más de uno. En ese plus de desbordes,
pero también de autocontención (en la fina línea en medio corre la veta
neo-no-barroca: al exacerbar su cometido, el lenguaje se intelectualiza). Todo
pasa por la mente, por lo que la poesía pasa a ocuparse del todo justo cuando
está pasando.
En esta acometida de la
simultaneidad, esto es, en el desafío por acomodar el habla a todo lo que le
ocurre cuando entra en actividad, resulta imposible resumir la totalidad del
pensamiento en un solo punto de vista. ¿No fue eso mismo lo que hicieron, por
nombrar solo a algunos, Hieronymus Bosch, Pieter Brueghel, Giuseppe Arcimboldo,
Arnaut Daniel, Maurice Scève, Lautréamont, Robert Browning (en Sordello), Lewis
Carroll, Alban Berg, Arnold Schoenberg –de cuyas composiciones Janik y Toumlin
afirmaron que “representan ataques en contra de la pseudosofisticación del
esteticismo burgués” (66)–, o el cine de David Lynch, sobre todo su filme
Inland Empire? ¿Son considerados neobarrocos? No. Entonces, ¿deberían ser
considerados? Por qué no. ¿Por qué no ir para el otro lado y agregarle al
neobarroco otras acepciones terminológicas, otras prácticas estéticas lindantes
o análogas? ¿Por qué no darle un nombre más receptivo a desvíos y variaciones
que lo sitúe en su real dimensión en el siglo XXI, por donde transita
esparciendo su aura como sinónimo de “hálito de la época”?
Aunque neo-no-barroco o barrococó
resulten términos más propicios para contener en su multiplicidad de opciones
formales la poética a consideración, al mismo tiempo el presente destaca que
cambiarle en estos momentos el nombre al producto, y dejar de llamarlo
neobarroco, sería una mala idea. Después de haber llegado al Princeton
Encyclopedia of Poetry and Poetics sería contraproducente. Además, la palabra
“neobarroco” es una señal identitaria de un determinado momento de la historia,
con tan amplio uso como rock and roll. Sin embargo, al mismo tiempo mantener la
etiquetación, tan imprecisa en contenido y procedencia, podría acelerar el
proceso de desgaste anfibológico y acuñar un vocablo similar a, por ejemplo,
“supermercado”, en el cual formas y argumentos diversos conviven en una forma
excesivamente democrática, favoreciendo a fin de cuentas la indefinición y el
todo vale denominativo. El neobarroco es hoy un ente, un camaleón etimológico,
al que no es fácil entrar ni salir con una definición precisa, por más que la
mayoría sepa de qué hablamos cuando hablamos de neobarroco. Es una especie de
alien que genera réplicas, siendo la mayoría de ellas falsas impostaciones,
copias no certificadas de lo que no es, pero podría llegar a ser. A diferencia
de la tan repetida premisa de Marshall McLuhan, “el medio es el mensaje”, aquí
“el lenguaje es el mensaje”. La fe en este, en el lenguaje, hizo del neobarroco
una teología carente de sustitutos.
El neobarroco es la aceptación de
todo lo que no puede ser de otra manera, y como esa certeza salta rápidamente a
la vista (la estrategia de ocultación de evidencias es una de las bases de esta
poética) conduce a una intolerable generalización de la forma de ver las
formas, de ocupar el sentido del sinsentido. No obstante, pese a la invitación
que la escritura mantiene permanentemente abierta, en términos generales
(salvadas las honorables excepciones), crítica y academia no han sabido hasta
ahora poner en perspectiva los alcances de esta poética contemporánea en
expansión, que venía de antes y que ha seguido después (en el ahora donde
estamos). Ante el defecto metodológico consecuencia de la falta de una
clasificación precisa, tal parece que se hubiera comenzado a usar el primer
nombre disponible, “neobarroco”, al cual en el idioma español, en el castellano
de América al que refería Andrés Bello, se le han asociado las poéticas de la
dificultad. En muchos aspectos aún estamos en un constante punto de partida, en
un empuje originario que no cesa ni nos deja. Convendrá entonces referir a los
materiales que componen los pilares del tipo de escritura a consideración.
El neobarroco poético
latinoamericano, orquesta de muy pocos miembros, tuvo su eclosión a principios
de la década de 1980, sin haber todavía perdido vigencia. Fechas y periodo
histórico no son arbitrarias ni pueden ser soslayadas. La época comenzaba a
evidenciar un agotamiento de las formas literarias que por entonces eran moneda
corriente, asfixiadas en el Cono Sur por los gobiernos de facto, pero también
por la falta de alternativas formales a corto plazo. Ya entonces se vivía
(¿“pre-vivía”, ya que transitamos la era del prefijo?), la angustia del fin de
siglo y de milenio, la cual llevó a creer que con el siglo se acababa una época
de la historia, y que una suma de posibles catástrofes separadas venían a tomar
control de la realidad. No en vano hubo un verdadero boom (aún no estudiado) de
libros alarmistas referidos al estado de la realidad al fin de milenio, la
mayoría de ellos de origen anglosajón; The Closing of the American Mind (1987),
de Allan Bloom, El fin de la Historia y
el último hombre (1992), de Francis Fukuyama, El choque de civilizaciones y la
reconfiguración del orden mundial (1996), de Samuel P. Huntington, y
Fashionable Nonsense: Postmodern Intellectuals’ Abuse of Science (1998), de
Alan Sokal y Jean Bricmont, sin olvidar al pensamiento académico francés,
popular en esos días de ansiedad global, con libros de amplia circulación como
La condición posmoderna (1979), de Jean-François Lyotard, El imperio de lo
efímero (1987), de Gilles Lipovetsky, y La Ilusión del Fin (1993), del por
entonces omnipresente Jean Baudrillard, entre otros varios.
Con la época se acababa la
originalidad. La imaginación claudicaba. En ese contexto de fatalismo mundial,
el neobarroco vino a traer una estética de originalidad en varios frentes,
saliendo airoso incluso de las mecánicas lecturas de los críticos que lo
situaban en un espacio de continuidad manifiesta, procedente a grandes rasgos
del barroco europeo (el neo apunta a una descendencia directa), sobre el cual
Gilles Deleuze reflexionó en su libro Le pli: Leibniz et le Baroque, ambicioso
pero incompleto intento de comprensión, pues el bien argumentado análisis se
queda corto a la hora de entrar al fondo de la estética neobarroca y de los
registros formales que marcan su diferencia, quedándose en abstracciones
demasiado generales, desprovistas de argumentos minuciosos aplicables con mayor
especificidad a la poética a consideración, sin conseguir por ello dar en el
blanco y demostrando una reticente capacidad de entendimiento (aunque sí de
empatía) del des-pliegue retórico y del re-pliegue sintáctico, los cuales, a
fin de cuentas, son el principal sostenimiento de la poética neobarroca, en
tanto ahí se establecen los principios fundacionales del procedimiento de
escritura, del pensar sobre un pensamiento que sale a buscar lenguaje equipado
únicamente de lenguaje.
El barrococó o neo-no-barroco
(por no venir sola y directamente del barroco ni ser tampoco un mero apéndice
de este) latinoamericano de la década de 1980 fue una “coincidencia” o
“convergencia” de originalidades. De ahí que no sea arbitraria la relación que
tienen con el modernismo, en el cual pasó algo similar. Decir que el neobarroco
fue o es un exclusivo Club de Toby no implica modificar la verdad, pues las
tres mujeres que aparecen en Medusario (muestra que incluye un total de 22
poetas), Marosa di Giorgio, Tamara Kamenszain y Coral Bracho, poetas con obra
valiosa las tres, parecen haber sido incluidas en cumplimiento de un requisito
de representatividad de género, tal vez para cumplir con algo parecido a
aquello que respondió Mick Jagger cuando le preguntaron por qué habían invitado
a Tina Turner a participar en el documental Gimme Shelter (en donde solo cantó
una canción: “I’ve Been Loving You Too Long”), y si era únicamente por una
cuestión de afinidades musicales: “Siempre tiene que haber por lo menos una
mujer”. Además de la exigua cantidad de poetas antologados en Medusario (el
libro incluye una larga lista de poetas que fueron nominados –tal como pasa en
el Oscar–, pero al final quedaron excluidos), por el camino se rezagaron unos
cuantos cuyos lenguajes perdieron espesor prosódico y sintáctico, o bien su
poesía se hizo ‘mellow’ (melosa), comunicativa de una inmediatez que no viene
al caso; qué alarmante ironía: los cantantes de heavy metal terminaron cantando
baladas sentimentales. La resistencia incluyó a pocos, y son esos pocos los que
llegan activos hasta el día de hoy, validando descendencias y maneras de
adentrarse en las posibilidades de la escritura.
A fines del siglo XX y principios
del XXI, con la eclosión de la cibernética y de los nuevos usos industriales,
el paisaje de las ciudades se llenó de acontecimientos. El ser humano se
acostumbró rápido a “ver más”, sin poder determinar cuánto más era lo que veía.
Lo que “estaba” dando la impresión de ser todo ya no le alcanzaba para definir
su contenido y determinar qué era lo especifico de lo específico. En verdad, no
era un asunto nuevo. Hemos arrastrado esa tendencia desde que la modernidad se
pobló de desvíos y atajos cómplices con una discontinuidad acelerada. El ciclo
conduce a un caudal insatisfecho que no para de agregar realidades, imágenes,
vacíos de la plenitud, estados delicados de la complejidad. Del otro lado del
lugar observado terminamos aceptando que hay tanto nuevo, que son tantos los
elementos que rigen la cotidianeidad, que la originalidad tiene problemas para
sentirse determinada. Le ponemos nombres, ponemos atención a sus metamorfosis,
y la sobrecargamos de prefijos. Hay para todos los gustos: pre-modernidad,
post-modernidad, neo-historicismo, neo-barroco, poscolonial, post-industrial,
neo-con, post-industrial, posvanguardista, pospornografía (expresión utilizada
por primera vez por Annie Sprinkle en 1990), biocapitalismo, post-neoliberal,
neomanierismo, post-contemporáneo y este, insólito, divertido: post-crítica
(que suena a crítica proscrita), etc. Muchos “post” para decir que hoy todos es
posterior. En fin, aún no hemos llegado a la era de los post-prefijos, pues estos
siguen proliferando, desafiando la hegemonía terminológica. La sobredosis de
prefijos evidencia, entre otras cosas, el agotamiento del vocabulario
disponible para entender los cambiantes alrededores (buscando entrar o seguir
de largo) de la época actual.
Un sino de indefinición ha
marcado a fuego a nuestra época. Hemos tenido problemas para entender la
dispersión acumulativa y situarla en un horizonte histórico siempre a
continuación. ¿O en verdad la continuidad se ha roto y desde los núcleos del
corte emigran realidades autónomas a las cuales no todo les da lo mismo, y por
eso se aferran a su expansión disolutoria? Las palabras arremeten contra las
evidencias del mundo empírico para dejarlas incumplidas. Pasan al lado de la
realidad para mirarla fijamente desde lejos. De su perspectiva, la sintaxis y
el vocabulario salen con sus propósitos transformados por la actividad. Las
rigurosas construcciones, que en algunos casos pueden pasar por proposición
matemática, hacen creer al lector que asiste a la película de un pensamiento
indirecto en tiempo real. Hay un acto de liberación lingüística aconteciendo
donde las palabras se reúnen para dar cabida a un habla espástica. Las
palabras, precisamente, también ellas, tienen derecho a expresar lo que más
tarde solo ellas serán capaces de entender.
El principio de la irrupción
(principio tanto como punto de partida y causa primera de algo) hace hablar a
las palabras en primera persona, desatendiendo cualquier responsabilidad que
tuviera que ver con reivindicar un haz de significados que caracterizarían de
manera sintética, pero definitiva, el ‘contenido’ de los poemas. No en vano, el
énfasis sostenido en la digresión consigue sacar de sus casillas a la
taxonomía, a cualquier intento por clasificar (aunque sin sistematizar, pues es
lo que todavía falta) a ciertas poéticas con patrones comunes y catalogadas
bajo el término “neobarroco”. La poesía, el acto poético, es decir, la pauta de
un orden acompañado de introducciones al caso, no ha logrado escapar a este
proceso hoy tan largo como tedioso de etiquetar para poder comprender en
“términos generales”.
En tanto proclama de originalidad
en voz alta, el neo-no-barroco (o barrococó) es contraseña de acceso a avatares
del habla hasta entonces no permitidos o sin visitar. La escritura como
consecuencia de un desarrollo y seguidamente de una singularidad, pero también
entrada en puntas de pie al último escenario por ocupar de la modernidad
concluyente. La entronización de actos reunidos incluye la adaptación a
nociones irreductibles, a una disciplina de aptitudes que ejemplifica un pensar
sobre el pensamiento. Cabría pues considerar al neo-no-barroco un romanticismo
después de la abolición del Romanticismo, algo que por cierto todavía no ha
sido decretado del todo. La escritura como acto de rodeo. El derecho a la
palabra sin fines utilitarios y el rechazo a la ideología dominante, cualquiera
sea, es una de las tesis principales. Además, queda destruida la noción de
representatividad autoral, esto es, la falsa noción de que el poeta tiene algo
para decir sobre el mundo y sobre sí mismo. Lo autobiográfico es
desaconsejable. De ahí que una y otra vez se constata la persistencia de una
clandestinidad del yo, ayudada en todos los casos por la proliferación de
imágenes sacadas de quicio; las echan por la puerta y regresan entrando por la
ventana.
La carga de escritura situada por
encima de la desmesura, con enorme cantidad de dispositivos atribuidos a la
aprobación de un mecanismo, apela a la capacidad atencional límite del lector,
y hasta la rebasa. El efecto de saturación logra su objetivo. El poema es un
objeto inasible. Es una creación absoluta, carente de ideología y sin relación
alguna con la historia. En ese coloquio de interioridades disolventes queda
abolida la ilusión de paradigma, destacándose la preeminencia del lenguaje como
solitario acontecimiento en construcción. Una insistencia salta a la vista; el
lenguaje se desplaza en tiempo irreal, todo lo opuesto a lo que ocurre, por
ejemplo, con los reality shows, los cuales, por imponer una proliferación de
puntos de perspectiva (dada por la multiplicidad de cámaras), una manera
innumerable, exacerbada, de adentrarse en cierta realidad considerada la única
realidad, también podría ser considerado un hecho neobarroco, aunque de
carácter absolutamente efímero.
En la poesía neo-no-barroca
advertimos la aparición de un pensamiento escrito que entroniza la forma de su
diversidad, para permanecer en el “a través”, en la visión donde coinciden un
acto de composición y un paisaje retórico inconcebible sin su indeterminación,
sin su paso por una combinación simultánea de factores. El histrionismo
clausular lleva a las frases a vivir en una acelerada hipérbole, en una
emboscada del exceso. Desde el interior de una gramática intransigente, el
poema, en tanto ficción de su propia propuesta y representación de sus dudas,
magnifica su solipsismo en la proliferación como destino reinventado una y otra
vez, al cual todavía no pertenece y sin embargo, ya está ahí. Asume el
propósito de ser la proposición que aún no consta, pero que impide ser
sustituida.
Apegado a su rutilante actividad
en la sintaxis, el poema neo-no-barroco acelera un salto de secuencias, donde
factores itinerantes se combinan para crear una perspectiva, que es la del
pensamiento mientras piensa. En su incesante continuidad, las evidencias –de las
que vive la interpretación– quedan reducidas al máximo y refieren a lo que
luego serán antes de haberlo dicho por completo, confirmando la incertidumbre
que al privilegiar esparcen. Las palabras están de este lado de lo que sucede,
haciendo lo imposible para que el periplo a través de la escritura se agote,
existiendo como punto de partida sin saber cómo o por qué, y menos para qué, si
igual son la posposición de un llegar a ser en la preexistencia de las frases.
En el mundo, tal cual lo han encontrado, la suya es una evidencia
circunstancial. En todo caso, es una variación a partir de su influencia.
El poema es una cámara
captrópica, en donde una multitud de espejos clausulares reflejan significados
cada uno perteneciente a una frase aislada que no se siente subordinada a la
totalidad. El lingüista estadounidense Bruce Stiehm, en un artículo escrito
sobre mi poesía ha dado en la tecla al hacer una afirmación aplicable a unas de
las especificidades operativas clave del neo-no-barroco en sus diversas acepciones:
Es más bien un simulacro de
sintaxis que utiliza estructuras sub-oracionales para dar la impresión de
apuntar hacia una unidad sintáctica. Cada frase desemboca ilógicamente en otra
función incongruente. El resultado es una oración inacabable, siempre abierta a
extenderse en contacto con la continuidad de la experiencia (Stihem 120-121).
El poema escapa de sus trampas
eludiendo las respuestas definitivas; sus descubrimientos están fuera de toda
intención totalizadora, en todo caso, su asimétrico escenario es el único afán
totalizante. Los límites del lenguaje están más allá de los límites del mundo
donde las ideas representan la posposición del contenido, y también la
interrogación de un proceso inagotable. Cancelación y continuidad anteceden al
argumento de los ejemplos a ser encontrados. En más de un sentido, los poemas
se defienden “de” sí mismos para conservar su forma, su estado de cambiante
posibilidad sobre la cual el lenguaje insiste, para confirmar así su voz entre
sus voces y la resonancia anterior al habla. La importancia de lo poco familiar
se apoya en una estructura de sonidos, en una lógica fuera de la epistemología
de las circunstancias de su existencia. Frases y sentido quedan incluidos en la
situación de irrepresentabilidad que originan. De esta manera, el lenguaje
rechaza la noción de absoluto, contentándose con integrar la poética de una
situación a la cual antecede sin obedecer ni describir.
Acción de epifenómenos, de
singularidades indirectas, el poema neo-no-barroco (barrococó) borra y
reintroduce, manteniendo una ambivalente posición respecto al presente real
donde interviene (no hay definición teórica, nada más que un modo de sospecha),
exhibiendo aquello mismo ante lo que se rebela por ser lo contrario.
Contemplación de una práctica de la cual procede la torrencialidad verbal, el
poema representa el aprendizaje de la interrogación de todo aquello que es y
que al mismo tiempo puede ser implicado por la falta de explicación y de tiempo
específico donde situar su periplo por algún sitio, cuyo único compromiso es
con la disimilitud. ¿Va o se queda y en su núcleo expande su ciclo?
La poesía neo-no-barroca hace
colapsar la gama de certezas previas de quienes leen pensando que un contenido
los guiará hasta un lugar del entendimiento con suficientes motivos como para
complacer a la razón. La poesía, como acto de velocidad reinventada, no puede
ser otra cosa que el momento culmen de un pensamiento peligrosamente sano, que
deja los contenidos de la razón al borde del abismo, de un lugar carente de
moderación. Salir de la uniformidad, de aquello que los formalistas rusos
llamaban “el mundo tal cual es”, significa producir variedad expresiva para
darle cabida a la excepción, la que a su vez origina otras. Se escribe para
cambiar los rasgos de la “poeticidad” contemporánea, para instalar frases no
preposicionales ni parentéticas que observan al mundo como posibilidad
distante, como epifanía imposible, pues no hay ninguna particular intención en
hacer accesible al pensamiento, presentando de zigzagueante manera los
fenómenos de la conciencia, en caso de que haya control autoral posterior a las
primeras versiones de la escritura. El afán apunta a que el lector no se sienta
confortable, ni que llegue con agenda previa al lenguaje ofrecido. El poema ya no
puede ser como era, ni tampoco significar un mero intento por acceder a un
interior blindado. Por supuesto, todo esto lleva a cuestionar qué es lo que
convierte a un determinado texto en poema, y a replicar la idea de que todo
puede ser poema y al mismo tiempo no serlo.
Conviene recordar al respecto que
el neo-no-barroco (barrococó) coexiste con prácticas de escritura poética
alejadas de lo común, con computadoras programadas para escribir un poema, y
reafirmar la noción lúdica de que fuera del control autoral del lenguaje
suceden cosas lo más distantes posible de lo autobiográfico. Los desafíos
intrínsecos de la poesía se han cargado de incertidumbre respecto a la
dirección de la producción del poema y de ejecución de un habla directa con
aspiraciones de “transparencia”. Como contrapartida, la deriva sin inclusión de
contenidos hace del lenguaje el ejemplo a replicar, sin anteponerle una
definición a los resultados de su acto; el optimismo de la complicación
triunfa; el yo autoral o poético se presenta desestabilizado, ilógico y
experimental, fuera de la elocuencia secuencial, tras haber convertido la
sintaxis en un campo minado de interrupciones, pues de lo que se trata es de
llevar al lenguaje más allá de lo que dice; hacia un interés renovado en una dicción
estricta, hacia un lugar del pensamiento con otras expectativas formales.
El acercamiento a lo arbitrario
es bajo control, en estado restrictivo, siguiendo un compromiso no emocional
con las formas que surgen “entre” y cuyo propósito es hacer que el poema sea
algo más que una reunión azarosa de fragmentos bellos, tal como veía W.B. Yeats
a la poesía moderna. Marjorie Perloff afirma que “las elecciones formales no
son nunca sin implicaciones ideológicas” (3). Las implicaciones ideológicas de
la desaparición del yo atañen a un cambio contrastante en la sociedad
digitalizada, donde las reflexiones líricas sobre la sensibilidad de quien
escribe carecen de importancia, pues ese espacio de comunicación ha sido
ocupado por las redes sociales, por la rápida ventilación de las intimidades,
como si la noción de existencia hubiera pasado a estar relacionada con el acto
de hacer públicas las conductas, y de validar los propósitos para estar “en
exposición”. El cuerpo dejó de ser locatario de su intimidad. El yo, pues, se
ha transformado en una entidad inquietante; es una evidencia demasiado natural
como para ser continuada en el lenguaje. El deterioro de la revuelta personal,
la sustitución del sujeto por la objetividad de perspectiva, empaña la
linealidad lógico-deductiva, modificando cualquier gesto implícito de
contención. Al sentirse restringida, la subjetividad se exacerba.
La poética neo-no-barroco
(barrococó) resiste, se niega a ser un medio informativo de sentimientos y
pareceres sobre la realidad empírica, la de los datos conteniendo los hechos de
la historia. Hacerlo sería caer en una incongruencia, pues, ¿qué aspecto de la
intimidad queda aún por exhumar en un poema de hoy en día, cuando la vida se
acostumbró a vivir al descubierto, con redes sociales siempre prontas para
profundizar en el strip tease y con comunicaciones personales hackeadas por
piratas informáticos imposibles de localizar, quienes buscan conocer gustos y
preferencias de los usuarios de internet, o bien a sentirse fisgoneada por
servicios secretos al servicio de ideologías diferentes? En esa coexistencia de
realidades intimidantes de la intimidad, ¿cómo hacer hablar a un yo
interesante? Poca tolerancia hay para las confesiones, para el paradigma del
sujeto hablando de cosas cotidianas y de los placeres o tristezas del presente,
presentando un reportaje de sus actividades con emociones in crescendo que a
nadie interesan, pues han sido oídas infinidad de veces en otra parte. La
paradoja se instaló en la escritura: a la civilización del yo en estéreo,
caracterizada por la súper información y la instantaneidad como concepto
empírico, le ha dejado de interesar, por tanta sobreabundancia de intimidades
expuestas, las comunicaciones personales de la poesía.
En la era digital, en la cual la
recepción de la poesía es de por sí un acto creativo, la poesía no puede ser un
confort para el entendimiento, un lugar a donde las voces vienen a hablar de
sentimientos y relatar la vida cotidiana. De ahí que el poeta neo-no-barroco
componga por apropiación y que su poesía sea una investigación que representa
el estar vivo del ser. Es una práctica “creativa” no sujeta al sujeto; el poeta
pasa a ser el otro que se incorpora al habla y es apropiado. Puesto que cita
con variantes, apela al reciclaje, a la transcreación de otras fuentes, a la
fotocopia de su propia poética, a comentarios abstractos sin informar su
procedencia y ordenados arbitrariamente. En el lenguaje empresarial se habla de
merger (fusión) de dos compañías. También en el poema neo-no-barroco (barrococo)
constatamos un procedimiento fusional, aunque no efusivo. De ahí que esta pueda
ser considerada una poesía intelectual a costa de sí misma, con mínima
presencia de emociones, como si las palabras hubieran sido utilizadas para
hacer desaparecer a quien las utilizó. Lo “lírico” (en tanto predominio de una
realidad textual ocupada por la persona autoral) es puesto en tela de juicio;
se le ha otorgado una fisonomía elíptica en lo expansivo, con estrofas de final
repentino, carentes de instrucciones sobre cómo deben ser leídas.
El lenguaje arremete contra sí
mismo para establecer un diálogo obstaculizado que impide el cumplimiento
completo del acto comunicativo. La innovación se muestra de peculiar manera.
Está en la repetición eufónica, en las fuentes primarias y secundarias
eliminadas, en la yuxtaposición de partes recortadas a las que les dejó de
interesar la regla dorada de la comunicación: que el mensaje sea rápidamente
codificable. La poesía neo-no-barroca es una visualidad acústica que se
descentra, una estructura autoconfesional, en el sentido de que solo habla de
ella, no de quien la escribió. El tiempo del sonido y el sonido del tiempo
cumplen con el mandato de John Cage respecto a que la poesía no es poesía “por
razón de su contenido o su ambigüedad, sino en razón de permitir que sus
elementos musicales (tiempo, sonido) se introduzcan en el mundo de las
palabras”. Según Cage, “algo” es un poema cuando no puede ser convertido en
prosa, evitando, tal cual acota Perloff, “el paradigma del verso libre (observación,
memoria desencadenante, entendimiento)” (8). Puesto que el poema es un ritmo y
una melodía que quedan bien incluso en su ausencia, la página, las analogías,
metáforas y símiles fácilmente pueden pasar a ser víctimas inmediatas del
silencio. Algo rima dentro suyo sin decirlo. Hay que acercar el oído. ¿Qué
quiere decir la sintaxis?
El poema se carga de una
constelación de frases irreconocibles que prestan la misma atención al ojo que
a la escucha, haciendo irreconocible al paisaje de las preposiciones y situando
al acto de la lectura en los límites de la ilegibilidad; ¿cómo leer un paisaje
sonoro, cómo hacer para que las palabras dejen de exceder a la incertidumbre?
El poema, por ser una hipnótica máquina librada de cualquier responsabilidad
paradigmática, reconstruye su trayectoria de sentidos y vacíos, haciendo que su
énfasis recaiga en la arquitectura morfémica, en la voz implosiva que
eclosiona; se borra y vuelve a surgir como instrumento anterior al significado.
La espesura etimológica, la densidad sintáctica, son los materiales que
componen el método, el pivot giratorio, su función en las antípodas de la
funcionalidad.
El desdén por los hechos
empíricos, por cualquier tipo de mirada fiel a lo supuestamente cierto de lo
real, coincide con un rechazo a la poesía locutoria, en la cual el poeta emerge
convertido en ventrílocuo de emociones; como heraldo epifánico y confesional de
un yo con veleidades exhibicionistas. El poema neo-no-barroco instala en su
interior un estado de alerta itinerante para crear por otros medios una belleza
exclusivamente lírica, dando cabida a una sintaxis disyuntiva en donde emergen
formas inesperadas de formalizar las formas, de situarlas a contramano del
sentido. La poesía es una práctica de interferencia, aunque haya ejemplos
recientes que indican, y redimensionan, la necesidad de recurrir en
determinadas ocasiones a las voces de los sentimientos inmediatos (como los
poemas de José Kozer dedicados a la muerte de su madre y de su padre), más no
sea para generar una versión anti-sentimentalista de aquello mismo sobre lo
cual se está escribiendo.
En el itinerario con destino a un
yo exclusivamente lingüístico se constata de manera unánime la inscripción de
un decorado y el estímulo de un procedimiento que han logrado desterrar las
semejanzas y que incluyen la coartada preparada para acceder a un interior que
se nota mucho por ser incomparable, pero que no deja atraparse por la
interpretación, en todo caso, por un razonamiento exclusivamente rítmico. Ni
siquiera en los momentos frásticos cuando pareciera que va a esbozarse una
historia, un relato cuya verdad es de antemano relativa y puede ser negada por
un método exclusivamente poético, puede hablarse de una secuencialidad en plan
disertativo, la cual caracteriza a la mayoría de la tan previsible poesía de
este comienzo de siglo, ‘yoica’ y referencial, y que proyecta la idea de estar
diciendo algo importante, incluso cuando no lo dice (que es la mayoría de las
veces). Con su linealidad dispersiva, preocupada en ir a todas partes, la
poética neo-no-barroca impulsa su unidad en la fragmentación, en las lecciones
de distracción carentes de objetividad, en su constante recurrir a la
impersonalizacion del sujeto autoral. La transitividad y lo desiderativo
establecen un habla asistemática, única manera de librar a la creatividad de su
acotamiento.
En la conferencia “The Poet”,
dictada en Nueva York el 5 de marzo de 1842 y publicada en el libro Essays:
Second Series (1844), Ralph Waldo Emerson consideró a los poetas “dioses
liberadores”. Algunos aún lo son. Han venido a liberar a las palabras de
cualquier responsabilidad comunicacional inmediata y al mismo tiempo a
incluirlas en desplazamiento admonitorio, dentro del cual las frases no dan
nada por hecho. Al establecer una normativa rítmica y lexical, un
amontonamiento sintáctico, el poema neo-no-barroco se transforma en un
verdadero parque de atracciones clausulares. Tal vez únicamente esté
representando la forma de comportarse de un optimismo o el advenimiento de una
pretensión de totalidad innovadora. Proyecta la idea de que lo que está
sucediendo en su interior sucede por primera vez en el momento que lo está
leyendo el lector. Este siente que ha logrado hackear el blindado sistema
frástico. En medio de la neurosis digital, de la utopía del avatar y de la
estética del Photoshop que caracterizan a nuestra época, las frases no dan nada
por hecho y en sus modulaciones reafirman una permanencia en la sintaxis, pues
allí las frases ejercen un pensamiento propio, que hasta el momento mismo de ser
escrito no tenía la más remota idea de su existencia.
El poema neo-no-barroco
(barrococó) es por consiguiente una instancia que suscita y satura, indicio
recuperado de un detalle expansivo que solo puede ser verificado en la
continuidad de la cual se ocupa, como diciendo que no estamos tan lejos de
inventar “nuevas lógicas” de escritura y lectura. En medio de la mecánica
incomprensible de la época, la misma que ha hecho imposible imaginar la vida
más allá de la tecnología, descuella una realidad textual que ha llegado cuando
menos se la esperaba. Al privilegiar los desaires de lo incompleto, de
presentar una panorámica del futuro con sus “incongruencias” y datos que
dejaron de coincidir con lo esperado, el poema representa una tentativa de
indecisión ocupada por realidades diversas ocurriendo a la misma vez y sin
parar de ocurrir.
Al evitar las verdades
sensacionalistas del yo, el poema privilegia un material abierto cuya
descripción cambia de significado y adquiere otros a medida que las frases
transcurren sin avizorar condiciones. La cartografía de lo aparentemente
incomprensible permite rastrear en la enunciación lugares distantes de lo
común. Como si fueran abejas agrupadas en apariencia caótica al entrar al
panal, los tramos clausulares acontecen de manera yuxtapuesta, y al
superponerse dan la impresión de estar borrándose. La probabilidad de
verosimilitud queda en manos de los acontecimientos lingüísticos. De ahí que la
poesía neo-no-barroca proyecte con insistencia la idea de ser la invención de
una perspectiva: a través de una ventana no está viendo la realidad, sino el
paisaje de un pensamiento.
Hemos insistido en la necesidad
de aclarar el término “neobarroco”, de agregarle acepciones que lo alejen de su
mentado parentesco directo con el barroco español y llamarlo mejor
neo-no-barroco o barrococó, pues sus puntos de contacto con una diversidad en
desarrollo son más plurales y no han sido tan tenidos en cuenta hasta el
presente, como su más que evidente relación con la poesía post-romántica
francesa, Lautréamont sobre todo, pero también con la literatura innovadora,
críptica y original de Lewis Carroll, especialmente el poema “Jabberwocky”.
Epítome del non-sense, “Jabberwocky” aparece incluido en A través del espejo y
lo que Alicia encontró allí (1871). Gran cuota de los vocablos que lo componen
fue inventada por Lewis Carroll, palabras (fusiones y neologismos) que luego
quedaron incorporadas al idioma inglés, no sin antes generar desconcierto y
frustración en el receptor que entra (mal entrenado) al poema, como si este
fuera un reservorio a donde ir a encontrar respuestas a las expectativas
generadas por la lectura. Alicia lee un libro de poesía, pero las palabras
están invertidas, por lo que solo podrá leerlas (aunque no necesariamente
entenderlas) si las refleja en un espejo. Comienza leyendo esto: “Twas brillig, and the slithy toves/Did gyre and
gimble in the wabe; /All mimsy were the borogoves, / And the mome raths
outgrabe”. Después de ese comienzo, traducido también como “Asurraba.
Los viscovivos toves” y “Asardecía y las pegájiles tovas”, ¿cómo seguir? Mejor
dicho, ¿hacia dónde?
En “Jabberwocky” las palabras, en
tanto unidades morfológicas trascendentes por sí solas (sin estar obligadas a
acoplarse con finalidad teleológica a las cláusulas), imposibilitan la búsqueda
de un significado, dificultando incluso la pronunciación. De la misma forma, la
poesía neo-no-barroca actúa como divertimento del pensamiento que sigue las
trazas de las redes semánticas que el lenguaje va emitiendo en busca de
preguntas para la respuesta que ya encontró. El lenguaje entra muy campante a
un pensamiento que rechaza la linealidad lógica-deductiva, siendo por lo tanto
crítico del logos y no lapsus de este. Magma de yuxtaposiciones recargadas de
volutas sin jerarquías previas, tiovivo no obediente a pautas racionales, el
poema enfatiza las torsiones de un idioma reinventado que parece ir a la deriva
a toda velocidad, cabal sprinter de sus filologías, pero que sigue con firmeza
proteica el rumbo impuesto desde el primer verso, caracterizado por un borroso
fondo abstracto y por el atonalismo musical, por frases a las que todo no les
da lo mismo, porque ponen en jaque incluso lo que supuestamente expresan,
aunque respetan las indicaciones de un pensamiento inquieto, itinerante, que
solo piensa sobre aquello que quiere decir, por más que lo piense recién
después de haberlo dicho.
La poesía neo-no-barroca complace
las manías de polivocidad de frases y palabras, en consonancia con un ritmo no
relegable y de movimiento pendular, que desaparece y reaparece, como si en el
no pero quizá si, en ese intersticio tan inasible, residiera el núcleo de la
poética. Quintaesencia de un magistral manejo de la ambivalencia, la poesía
neo-no-barroco o barrococó (a partir de ese pionero registro que fue “La Torre
de las Esfinges”, de Julio Herrera y Reissig, en 1909) muestra el progreso de
la melodía de frases con algo no decible, para las cuales los límites de la
expresividad se han corrido, con todo el terreno despejado por delante.
Mensajero de una exageración condescendiente, de una distracción intencional y
ampliada, lo mismo que el poema de Carroll (de quien también podría mencionarse
The Hunting of the Snark, libro muy bien leído por Neruda para escribir
Residencia en la Tierra y tal vez por ello lo mencione en Confieso que he
vivido), el caudal lingüístico sale a la caza de acontecimientos fuera de lo
habitual en su versión inicial. El lenguaje se hace eco de sentidos y
pensamientos presentados como distinción de una sintaxis, que es la fuerza instructiva
del procedimiento.
Situada en circunstancias
efímeras, en una zona temporal implacable sin dejar de ser inmediata, la
escritura se carga de indicaciones persuasivas, cuyo objetivo no es ni por
asomo domesticar lo aún no resuelto, ni tampoco incluirlo en un relato. Quizá
ya no estemos en el “ciclo de los nervios”, como creía Vicente Huidobro, pero
la poesía sigue anhelando que la mente establezca ciclos, esta vez alguno
correspondiente a la era de la hipertextualidad, la que acecha con preguntas intermitentes,
entre otras la siguiente: ¿de qué manera, cómo, “ver” la escritura desde un
instante fenomenológico que rehúsa ajustarse al proceso de la atención? Las
únicas responsabilidades de la poesía, tal como esta poética tan contundente lo
destaca, son con la forma de percibir al lenguaje en actividad y de resolver de
manera menos específica las descripciones de lo real y de lo imaginado, como si
se tratara de cambiar los muebles de la casa para que haya más espacio, o dar
al menos esa impresión.
Algo similar a la recordada frase
dicha por Johnny Carter en “El perseguidor”, de Julio Cortázar: “Esto lo estoy
tocando mañana (…) Esto ya lo toqué mañana”, podrían decir los poetas
neo-no-barrocos. Trajeron a su época de presente continuo una poética futura. En
tiempos como los actuales, de excesiva tranquilidad estética, cuando todavía se
sigue leyendo la poesía mediante la “explicación del texto”, la poética
neo-no-barroca representa un zarpazo de innovación, de originalidad en cuanto
inventa perspectivas, imponiendo una ahistoricidad metódica, autosuficiente,
atemporal. Un enjambre sintáctico depredador dificulta la referencialidad, en
todo caso, la hace aparecer en otro nivel de dicción, como propuesta de lectura
crítica al borde de la descalificación. A ese ritmo sin contradicción, con el
cual la poética se identifica, viene a unírsele una diversidad de factores
convocados para resistir la descripción, como también el traslado de
significados de una zona a otra del poema.
Dando cuenta de la transitoriedad
de un trance (dentro del cual puede oírse la “música interior del habla”
aludida por Paul Valéry) desprovisto de contraseñas, de un movimiento que
activa más movimiento (del pensamiento), la escritura neo-no-barroca o
barrococó logra permanecer resonante, incluso cuando se dejó de prestarle
atención. Ese resultado sin específicos, de apelación inmediata a la mente y a
una tonada librada de sentimentalismos, y que produce interferencias en las
cosas que le pasan al lenguaje, no tiene un origen exclusivamente barroco, tal
como es evidente. Ya no es solamente neobarroco. Entonces, ¿qué nombre darle a
lo que no se había hecho y que camino a su resolución como tesitura difícil se
fue cargando de procedencias diversas? ¿En qué tradición literaria incluirlo?
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