Célebre por haber sido uno de los autores principales de la segunda
mitad del siglo XX latinoamericano, el Fondo de Cultura Económica publica un
tomo con los principales ensayos del cubano Severo Sarduy, un autor notable que
renovó la lengua y expandió, como pocos en el continente, las posibilidades
reales del barroco literario.
Entre la afanosa muchedumbre de
escritores, se cuentan con los dedos de una mano aquellos que iluminan el
firmamento de su época con una luz audaz y verdadera, transformando la manera
en que leemos, cambiando la manera en que miramos. Son ellos, auténticos
meteoros peregrinos, quienes incendian la manera en que pensamos, vertebrando
formas nuevas de sentir. Empero, fieles a su sino de centellas, su designio es
no durar y consumirse: alumbrar sólo un pedazo de la noche, como los cocuyos en
el campo.
A dicha estirpe perteneció el
cubano Severo Sarduy (1937-1993), un poeta de primera que exploró, al amparo de
Lezama, las posibilidades insondables del barroco, una visión de mundo que
trasciende la estética, y configura, en la tierra americana, toda una visión del
universo.
Poseedor de una obra original y
sensible, así como protagonista indudable de la literatura latinoamericana de
la segunda mitad del siglo XX, Sarduy es un autor extraordinario al que, estoy
seguro, cada vez se acercan menos los lectores (de poco ha servido, para el
caso, que sus obras completas hayan sido editadas por la estupenda colección
Archivos de la Unesco).
Por tanto la publicación del tomo
Obras III. Ensayos por parte del Fondo de Cultura Económica es el pretexto
obligado para recordar a un artista nacido con corazón de rumbera.
Un testigo fugaz y disfrazado.
Sarduy, cubano por nacimiento y parisino por vocación, fue uno de los
exponentes principales del barroco literario, en compañía de Cabrera Infante y
Reinaldo Arenas, siempre bajo la sombra luminosa de José Lezama Lima. Todo en
su obra es un signo que encubre un signo, un abuso y un excedente: megáfono
para la significación. Todo en Sarduy es emblema, lectura y construcción del
(neo)barroco. Proveniente de la exuberancia tropical de Camagüey, no es de
extrañar que, durante su visita al puerto de Buenos Aires en 1968, se hubieran
referido a él como “el millonario del lenguaje”.
Siendo muy joven marcha en 1956 a
La Habana para estudiar medicina, carrera que abandonará para abocarse a su
carrera literaria, que entonces apenas iniciaba al amparo de la revista Ciclón
(célebre publicación antagónica a la revista Orígenes y al grupo comandado por
Lezama Lima), cuyo cabecilla intelectual era el poeta Virgilio Piñera, otro
vagabundo que supo andar por Buenos Aires.
No tardará mucho en colaborar con
la página cultural de Diario libre y con el magazín Revolución. Finalmente,
trabajará en el mítico Lunes de revolución, suplemento dirigido entonces por
Cabrera Infante.
En diciembre de 1959, con una
beca otorgada por el gobierno cubano, partirá a París con la finalidad de
estudiar crítica de arte en la Escuela del Louvre. Será un viaje sin billete de
retorno. Durante los años que le resten de vida, jamás volverá a la isla.
Ya instalado en Francia entablará
relaciones estrechas con François Wahl, Roland Barthes, Jacques Lacan y
Philippe Sollers; situación que lo llevará a sumergirse en la moda
estructuralista de la época y a colaborar en su órgano representativo: la
revista Tel Quel. Sobre su relación con este grupo, pero sobre todo con Wahl
que fue su amante, algo se ha dicho, pero no lo suficiente. Son varios los
testimonios que cuentan la ascendencia nefasta que tuvo el intelectual de
segundo orden sobre la visión y la vida de Sarduy, quien fue presa de modas y
amaneramientos, lo que, tristemente, dificulta la lectura de algunos de los
ensayos publicados por el Fondo. En una extensa entrevista, disponible por la
red, el artista cubano Ramón Díaz Alejandro destaca que Sarduy vivía sofocado
por la presencia intrusiva de su compañero, quien lo “alfabetizaba” en sus
prejuicios mediocres de francés insoportable, por lo que Sarduy confiesa con
amargura “¿te das cuenta que yo me tengo
que leer a todo Freud y a todo Marx para no ser nada más que la mulata que se
acuesta con él?”. Tales personajes han sido definidos por Edgardo Cozarinsky
como “esas nulidades de quienes dependía el escritor para su subsistencia, que
le imponían aliados ideológicos y mundanos”.
Tiempo después sería editor de
literatura hispanoamericana para Editions du Seuil y también para Gallimard.
Sin contar un primer libro de
poemas titulado Tres publicado en Cuba cuando el autor tenía 15 años, en 1962
publicará su primera novela Gestos, a la que seguirán De dónde son los
cantantes, Cobra, Maitreya, Colibrí, Cocuyo y de manera póstuma Pájaros de la
playa.
Como ensayista escribirá los
tomos Escrito sobre un cuerpo, Barroco, La simulación, Nueva inestabilidad, que
son los que agrupa la edición del Fondo, y donde brilla la ausencia del que
probablemente sea uno de los mejores textos híbridos jamás escritos en
castellano: El Cristo de la Rue Jacob.
Como poeta, la parte más dura,
viva y decantada de su obra publicará Big Bang, Flamenco, Mood índigo, Un
testigo fugaz y disfrazado, Un testigo perenne y delatado y Poesía bajo
programa, entre otros.
Escribió también algunas obras de
teatro y piezas radiofónicas que, en definitiva, no se encuentran entre lo más
logrado de su producción.
En el corazón de sus intereses,
que se ven abordados por una mirada inteligente, travestida y humorística, se
encuentra el barroco y sus implicaciones estético-históricas en América latina.
El mismo se asumió como el heredero de Lezama y contribuyó, con el conjunto de
su obra, a ensanchar una lectura sobre una de las obras capitales de la
literatura hispanoamericana del siglo pasado, aunque, como la suya, ahora
apenas cuente con lectores.
Al margen de su notorio interés
en la historia de la ciencia (durante su vida en París trabajo como
corresponsal en dicha área para Radio Francia Internacional), es evidente que
entre sus preocupaciones recurrentes la relación entre cuerpo y escritura ocupa
un lugar fundamental. Para Sarduy “sólo cuenta en la historia individual lo que
ha quedado cifrado en el cuerpo y que por ello mismo sigue hablando, narrando,
simulando el evento que lo inscribió”; por lo tanto escribir es similar a
tatuar –en los límites, en la superficie del lenguaje– al mismo lenguaje.
Siguiendo el desarrollo de sus
ideas, es evidente que en Sarduy la escritura es una experiencia corporal,
ramalazo permanente de fascinaciones sensibles, “recorriendo esas cicatrices,
esbozo lo que pudiera ser una autobiografía, resumida en una arqueología de la
piel. Sólo cuenta en la historia individual lo que ha quedado cifrado en el
cuerpo y que por ello mismo sigue hablando, narrando, simulando el evento que
lo escribió”. Para él, “la escritura sería formulada en tanto que inscripción
corporal, en tanto que jeroglífico somático. Utilizando un juego de virajes muy
gráfico podría decirse que todo libro es un cuerpo, un volumen en el espacio,
pero al mismo tiempo el cuerpo puede ser vivido fantásticamente como un libro,
como una topología en que se inscriben signos”.
La escritura como cicatriz, como
inscripción y como tatuaje. Un cuerpo que llama a otro cuerpo. Invocación.
Deseo de hacer el amor a través del texto: Sarduy es una experiencia trémula
que se resuelve en la fascinación y sensualidad del lenguaje. Un espasmo. Un
orgasmo: el lenguaje enfebrecido por el delirio tropical.
Exiliado de su patria, y acaso
también de sí mismo, Sarduy es un enormísimo poeta y, precisamente por la
distancia elegida y asumida, profundamente cubano; circunstancia que nutre sus
efluvios gongorinos de botella, rumba y bofetá. Fue García Márquez quien expresó,
en una de esas frases venenosas que lo caracterizaron, que Severo era el mejor
escritor de la lengua castellana pero el menos leído.
Y es que, para un autor
transterrado –que encima cultivó un género exigente como el barroco– es más
complicado hallar a sus lectores. Severo, también, es una de las caras tristes
del exilio: “No es que decidiera quedarme: me fui quedando… Hoy en día el balance
es paupérrimo. No tengo nada y los que debían leerme, que son los cubanos, no
me conocen ni me pueden leer. Hace poco me llamó un amigo para comunicarme la
infausta noticia de que yo no existía, al menos en los anales recientes de la
literatura nacional. Ese olvido pre-póstumo no me asombró.
El exilio es también eso: borrar
la marca del origen, pasar a lo obscuro donde se vio la luz”.
En El estampido de la vacuidad,
otro texto memorable, relata una de sus cuitas a Gombrowicz: “Estoy perdido y
solo, escribo en español, y más bien en cubano, en un país que no se interesa
en nada que no sea su propia cultura, sus tradiciones y en el que, lo que no es
ya notorio, o puede ser asimilado totalmente, sin dejar residuos de la pasada
identidad del autor, es como si no existiera”, a lo que Witold le responde: ¿Y
qué dirías, Nene, de un polaco en Buenos Aires?”
Virtuoso indiscutible de la
forma, hay en Sarduy un rigor estructural, una fascinación por la imaginación
articulada, como puede leerse en uno de los sonetos más bellos jamás escritos
en nuestra lengua: “Ya no soy el de ayer, el tiempo pasa./Mi verso se ha
tornado transparente. Por las tardes me vienen de repente/bruscos deseos de
volver a casa./La pasión que ensimisma y la que abrasa/se alejaron de mí; ahora
es la mente/quien disfruta, nocturna, indiferente,/ con los cuerpos que el día
me rechaza./No deploro el amor, que me fue ajeno;/sino el deseo, que redime,
invierte/ y modifica todo lo que toca./Escrituras, pasiones y veneno/faltaron a
mi vida y a mi muerte./Y el roce de unas manos, y una boca”.
Espíritu del trópico que sabe que
no hay arte sin engaño, para Sarduy la escritura es la operación de travestismo
por excelencia, la divina pareja, el juego de simulaciones sensuales que
revelan lo que esconden: barroco descarado, como se lee en esta décima, que
acaso resuma su estética: “Convenzo más cuando engaño/soy más creíble si
miento/–simulado sentimiento/si persuade, no hace daño–./ Así transcurro, y el
año/ torna menos torvo y cruento/ si el afuera es un adentro/y el adentro es un
afuera/Más fingiría si no fuera/ que aparentar aparento”.
En caso de que el lector de este
artículo aún sienta, al confrontarse con la poesía, la fascinación rabiosa del
encanto, no me queda sino felicitarlo: la vida nos habita y es síntoma
inequívoco de que la sangre corre todavía desbocada por el cuerpo.
Por mi parte, al sentirme tan
desnudo, tocado y representado por un autor inteligentísimo y sensual, de
mestizaje absoluto y a todo luces sexual, no puedo sino decirlo en voz alta,
para invocar a Severo: “Que den guayaba con queso/ y haya son en mi
velorio./Que el protocolo mortuorio/se acorte y limite a eso./Ni lamentos en
exceso/ni Bach: música ligera./La Sonora Matancera./Para gustos los colores./A
mí no me pongan flores/si muero en la carretera”.
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