miércoles, 5 de enero de 2011

LA EXPRESION LEZAMEANA - Rafael Rojas

José Lezama Lima, La expresión americana, 1993, México, FCE, Tierra Firme, 183 p.

Era tiempo ya de hacer justicia y desempolvar este texto fugado del discurso de la identidad americana. Y justo aquí, al encontrarlo, recibimos la primera noticia grata: en La expresión americana, como indica el título, Lezama no recurre a definiciones de lo ibero.... lo hispano... o lo latino.... sino que rastrea una posible lógica cultural de las Américas. Haití, el Brasil y los Estados Unidos salen esta vez de la marginalidad que les impuso un secular relato identificatorio. El corte, el trazado de frontera en La expresión americana no es horizontal, como en Sarmiento, Rodó, Marti y Reyes. Aquíno se trata de desagregar el Sur y el Norte, los latinos y los sajones, los vagos de Colón y los puritanos del May Flower, Nuestra América y la de ellos. Lezama dibuja un límite vertical, móvil y permeable, entre el mito europeo y la ficción americana, entre el cansancio clásico y la curiosidad barroca, entre el romanticismo y sus actos, entre la naturaleza y el paisaje.

Antes de llegar a estas revelaciones Lezama realiza un desplazamiento conceptual que es el eje de su sistema poético. "Hay que desviar -nos dice el énfasis puesto por la historiografía contemporánea en las culturas para ponerlo en las eras imaginarias" (p. 58). Para 1957, cuando este texto se leyó en el Instituto Nacional de la Habana, hacía ya cuarenta años que Marc Bloch, Lucien Febvre y Fernand Braudel conducían la escritura histórica por otros rumbos. En su sublime atraso Lezama aludía más bien a la escuela anterior, es decir, a la morfología de las culturas practicada por Jacob Burckhardt, Oswald Spengler, Arnold Toynbee y Alfred Weber. Pero es curioso que el contrapunto de Lezama con esta tradición coincida en el tiempo con la crítica a la historia de las civilizaciones de Fernand Braudel.El célebre ensayo de Braudel Aportación de la historia de las civilizaciones se publicó en 1959, es decir, dos años después de La expresión americana. Fernand Braudel, La historia y las ciencias sociales, 1989, Alianza Mexicana, p. 130-200. Y es asombroso el parecido entre la propuesta de Braudel de entender las culturas como áreas, espacios o alojamientos donde se da un "re ertorio de bienes yla idea lezameana de la cultura como imagen en el paisaje.[Nota 1] Esta confluencia es una prueba más, en su propio caso, del lúcido recelo de Lezama hacia el mecanismo de las influencias, ya que, como solía decir, "entre la voz y el eco se interponen infinitas lluvias y cristales".

El desvío hacia las eras imaginarias es algo más que definir una escala de imaginaciones etrusca, Carolingia bretona, barroca, clásica y romántica. Es concebir la historia como participación de metáforas, como una sincronía de imágenes. Y aquí aparece un error común en los estudios sobre Lezama, del que no escapa la editora Irlemar Chiampi: el de creer que la ¡mago lezamiana es un sustituto de la idea total de Hegel y que con arreglo a ella la historia sigue un devenir en ascenso de hipóstasis y certeza. Las imágenes, según Lezama, se manifiestan propiciando el azar concurrente, el nexo incondicionado, y no para generar sentido en la historia.[Nota 2] Es por ello que el desplazamiento de las culturas a las eras imaginarias es su estrategia para burlar la teleología occidental, la razón-tiempo europea, y conceder otra historicidad al mundo americano. Los conceptos de imagen y paisaje no son, como los ve la editora en la nota 20 del último capítulo, remedos de Espíritu y Naturaleza que intentan "reintroducir América en la Histori0, son sus antípodas deshaciendo la temporalidad histórica y creando otra.

Lezama piensa que la teleología europea acompleja al americano haciéndole creer que su expresión es inconclusa y deforme. De este regodeo marginal salen todas las maniobras del libro. Seguir el enlace del Popol Vuh con las teogonías chinas y budistas, a través de los escribas jesuitas del siglo XVIII, es jugar en los bordes de Occidente. Observar cierto plutonismo en la arquitectura barroca, desde las "indiátides" del peruano Kondori hasta las grotescas esculturas del brasileño Alejaidinho, es convertir la maldad encarnada en la piel, ya sea por la raza o la lepra, en un signo americano. Describir la tensión entre el saber, el sueño y la muerte que se extiende en la poesía mexicana, de Sor Juana Inés de la Cruz a José Gorostiza, es hallar el testimonio de una cultura marcada por la curiosidad y el vértigo. Siempre en los márgenes, cual escritura última de su propia otredad, se resuelve la expresión americana.

El americano es más proclive a la ficción barroca que al mito el clásico. Las criaturas verbosas y asombradas que encontró Colón han evolucionado sin abandonar el orbe de imágenes que los rodea. Este entorno es el paisaje, "la naturaleza amigada con el hombre" y la única condición de existencia para la cultura. La "maestra monstruosidad" del paisaje en América anima por ello una cultura inquieta y elocuente que escapa al "cansancio de los crepúsculos críticos al estatismo de la racionalidad occidental. Así la dimensión histórica propia del continente, según Lezama, se inicia con un diálogo voluptuoso entre el criollo y su paisaje. De este intercambio surge el señorío barroco americano: primera hipóstasis de nuestra imagen en la historia. Luego, en el tránsito del siglo XVIII al XIX, el americano cambia el paisaje de la sorpresa natural por el de la independencia política. En la persecución de Fray Servando Teresa de Mier, el peregrinaje de Simón Rodríguez al lago Titicaca y el calabozo de Francisco Miranda, Lezama observa la génesis de la soberanía americana en tanto paisaje político. La tradición romántica del siglo XIX crea entonces, por medio de lejanías, calabozos, ausencias, imágenes y muertes, el hecho americano.

Ésta es una de las coordenadas del libro: el hallazgo de la historicidad imaginal del mundo americano. La otra es el enunciado mínimo de su expresión: la suma discursiva de las Américas. Aquí Lezama enarbola otra vez los signos del lenguaje americano contra la "cadena mimética" que Europa le tiende al Nuevo Mundo. La lógica de las influencias concede a los americanos el triste privilegio de "la virtud recipiendaria". Según ella el discurso americano deriva su valor de las referencias occidentales que contiene. Lezama se rebela contra este argumento desde la idea de «espacio gnóstico". América, a diferencia de Asia y Africa, se dejó penetrar por el espíritu europeo. Pero esta apertura al saber exterior ha sido siempre el acto previo de una intelección doméstica. Es decir, la incorporación de lo europeo en lo americano no es el indicio de un vacío espiritual o una voracidad implacable, sino la prueba de una mirada fecunda que contempla la naturaleza y crea el paisaje. Para Lezama cuando el americano observa al europeo le otorga otra forma, lo registra dentro de una imagen que sale de sus ojos y confirma su identidad.

Pero la mirada que configura la expresión americana evita el espejo. Hay en el americano cierto temor al encuentro con su propia imagen. Y en el caso de Lezama ese miedo a tocar las revelaciones más cercanas se manifiesta en sus temblorosos contactos con José Martí. La figura de José Martí es una presencia latente en el libro y de los cinco ensayos tres terminan con su alusión. Junto a él, el otro personaje insular que se introduce en el hecho americano es el cura habanero Félix Varela y Morales, fundador de una tradición moral que combinaba en forma tensa la patrística y el liberalismo.[Nota 3] Martí fue el destino histórico de esta moral y Lezama y los intelectuales del Grupo Orígenes lo veían como el monarca de la imaginación cubana. Toda la dialéctica de participaciones y ausencias de la imagen en la historia insular estaba ligada a Martí. Por eso al entrar en la tienda del desierto, la casa del alibi divino, Marti integra con una mirada toda la historia de Cuba y trueca esta visión en realidad nacional. Entonces Lezama se aterra, como Pascal, en la vastedad de los espacios infinitos y al decir Martí dice "su final, no su referencia, con temblor".

Después de Martí viene el silencio para Lezama. La expresión de las Américas encierra ciertos misterios que unas veces la hacen callar y otras desvariar. Hay mitos americanos indescifrables, como el de las ruinas de Nasca, las mutaciones del Valle de México, el triángulo de las Bermudas, el padre Mier entrando en una sinagoga en Bayona, el desarraigo de las culturas de plantación que afecta por igual a Bolívar y Martí o el espíritu de Juárez dictando políticas al oído de Madero, que sólo pueden ser recorridos a través de la ficción. La creencia en una historicidad mágica inspira la propuesta de Lezama de destituir la razón con la imagen al observar lo americano. El desafío a la racionalidad que supone este procedimiento lo hace objeto fácil de rechazos e invalidaciones. Pero al menos la obra de Lezama resulta inaccesible sin el ejercicio de esta hermenéutica. El oscuro habanero no escondió, como los pitagáricos, las claves para la comprensión de su discurso. Hablando de América o Egipto, de la cantidad hechizada o los vasos órficos dibujó siempre la imagen de su poética y expuso el cuerpo de su escritura.

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