En la plástica, la literatura y
la música, en el Siglo de Oro español y en la América latina contemporánea, el
barroco –señala el autor de este trabajo– ayuda a intuir “un goce más allá”,
“el arte de excederse, derrochar, derrapar” y “dejar restos”.
En el decadente período de la
España de Felipe IV, la poética barroca trata al mundo como oxímoron y, al
decir de Gracián, como “concierto de desconciertos”; lleva al uso extremo de la
antítesis, dejando la sensación de que todo es inestable y efímero. De ahí uno
de los temas obsesivos de la poética barroca: el tiempo. Aparecen muchos textos
sobre lo pasajero de la vida, sobre la caducidad de las cosas. Se trata de una
poesía sobre las ruinas y lo fugitivo de la existencia. Dice Góngora:
Si quiero por las estrellas
saber, tiempo, dónde estás,
miro que con ellas vas,
pero no vuelves con ellas.
¿Adónde imprimes tus huellas
que con tu curso no doy?
Mas, ay, qué engañado estoy,
que vuelas, corres y ruedas;
tú eres, tiempo, el que te
quedas,
y yo soy el que me voy.
De esta mirada trágica de la
existencia deriva el gusto barroco por la melancolía, por un tono de desengaño
y pesimismo, aun sobre el fondo de fiesta de la exuberancia y de la sensualidad
que le son típicas. De ahí también el gusto por las cosas materiales, el
aprecio por lo vulgar. Los objetos del mundo aparecen frecuentemente,
nombrados, enumerados, llenando el espacio de la enunciación, como la
sobrecarga de elementos que aparecen en los cuadros de los pintores del
período. Cosas más bien humanas, no tanto naturales: ropas, objetos,
herramientas. Cosas en acción, humanizadas.
Si, en la metáfora cristalizada,
el barco es llamado “vela”, el poeta barroco lo llamará “llama en fuga”,
haciendo el juego, a la vez, con la literalidad y con la extensión de la
metáfora inicial. Erupción sobre la superficie del lenguaje, la metáfora es el
grumo donde la tersura del discurso encuentra el tropiezo. Sobre el ilusorio
grado cero de la lengua, allí donde no habría ninguna figura retórica, la metáfora
es lo que delata sus límites, su peligro y su extensión. Es el síntoma de la
lengua, su patología. En la poesía barroca, en especial en Góngora, el primer
grado del enunciado, el comunicativo, cercano al discurso hablado, desaparece
del texto. Como plantea Severo Sarduy, Góngora parte de las metáforas
tradicionalmente poéticas y despliega su escritura en un registro
suprarretórico, es “una potencia poética al cuadrado”.
La metáfora al cuadrado es la
reversión de la metáfora simple, es el tambaleo de su condición significante y,
puede decirse, su graduación como escritura misma, su entrada al estatuto de la
letra. El texto barroco, como en las Soledades de Góngora, se despliega con
progresión geométrica, en una proliferación metastásica que carcome el plano
del discurso corriente. Una palabra de valor metafórico, como “cristal”, puede
desencadenar una metonimia de objetos brillantes, fríos y transparentes. Lo
legible es cercado por la proliferación de los tropos, por el tartamudeo de la
aliteración. En la literatura clásica, la distancia entre figura y sentido es
mínima, la cristalización entre significante y significado es el objetivo. La
escritura barroca, en cambio, hace imposible la coagulación del signo. Sonido y
sentido, imagen y concepto se entraman sobre las ruinas de la lengua hablada
–construida en realidad con metáforas naturalizadas– y del mundo entendido como
ilusión comunicativo.
En el barro de la América de
lengua castellana, el barroco encontró una nueva máscara en la corriente
poética llamada neobarroca, que tiene en el cubano José Lezama Lima su figura
inaugural. Este barroco latinoamericano, cercano a la experimentación pero no
con el rigor militante del concretismo, se caracteriza por su disposición
impura a entrar en mixturas e hibrideces textuales. A diferencia de la
vanguardia histórica, dominada por su preocupación por la imagen y la nueva
metáfora, la poesía neobarroca trabaja mejor la alteración de la sintaxis, la
problematización del movimiento respiratorio del texto: es difícil leer en voz
alta un poema neobarroco sin perder el aliento. Como el barroco áureo, esta
corriente repudia lo inerte y lo fijo, colmo del engaño y efecto de la
represión de la retórica oficializada por el discurso social, el “bien decir”.
Modelo del mal decir, la
maldición del barroco ya había contaminado los diferentes movimientos de las
vanguardias históricas que habían cuestionado, en su momento, los parámetros
armónicos de lo neoclásico. Con su dinámica de plegado de las formas y de la
materia del lenguaje, la poética barroca no implica un yo lírico sino su
aniquilación y, en este sentido, es antirromántica: no es la “expresión” de un
sujeto, son las fuerzas del lenguaje las que se manifiestan a través del poeta.
“Lo confusional en tanto opuesto a lo confesional”, como razona Néstor
Perlongher.
Pero, como aclara el mismo
Perlongher, la diferencia entre estas escrituras contemporáneas y el barroco
del Siglo de Oro pasa por el sustrato en el que se apoyan: el barroco áureo
pisa el suelo de la retórica renacentista y se guarda la posibilidad de que su
texto sea decodificado, como hizo Dámaso Alonso con los poemas de Góngora. Los
textos neobarrocos no permiten la traducción: la sugieren y hasta estimulan
pero, a la vez, la perturban y dificultan. Además, su sustrato es la modernidad
y ciertas retóricas vanguardistas, como el surrealismo y la crisis del
realismo.
Historieta sagrada
Lacan relacionó el barroco con lo
que él llama el “anecdotario de Cristo”, con lo que el barroco configura en
torno de una historieta sagrada, ya no historia, de la pasión de un cuerpo y,
obviamente, de la narración de su goce. Un relato casi ilegible de un cuerpo
gozando en el límite mismo de lo mostrable. Ya las escrituras místicas, como
las de Santa Teresa o San Juan de la Cruz, habían anticipado esta estrategia en
la cual lo que se escribe como íntimo, por ejemplo el poeta hablando de sí
mismo, implica ese vaivén ambiguo entre lo interior y lo exhibido, la
oscilación entre el pudor y la mostración, la profunda superficialidad de un yo
que se desdice en la medida en que el cuerpo goza en las palabras escritas. Es
el carácter éxtimo de la escritura lo que el barroco evidencia al relacionar el
goce de la lengua en tanto sustancia orgánica, parte de un cuerpo, con la
torsión de los tropos como recurso de artificialización y cifrado del discurso.
Pero esto lleva a la idea de que la escritura gira en torno de un centro
ausente: el misterio de un goce fuera del cuerpo, donde esa representación
exasperada se agota en sus ornamentos, un parloteo feroz, justo antes del
silencio.
De ahí también la tensión de este
modo barroco con la idea clásica de estilo: se trata de una escritura sin
estilo porque se apodera de todos ellos, es propensa al mestizaje. Se trata,
mejor, de hacer un cuerpo de escritura, de que asome en la frase lo real del
cuerpo que habla. En otras artes, el barroco se sirve de esto, como en las
esculturas de Bernini, donde, como señala indirectamente Lacan, se trata de
exhibición de goces, donde la carne canta en la blancura del mármol. Blancura,
en ausencia de unos colores que potenciarían, en la representación, el carácter
significante que aquí tambalea: ¿es una historia lo que se cuenta en El rapto
de Proserpina o sencillamente es el mármol que goza? (ver ilustración) ¿Es la lengua
misma la que goza en estas escrituras?
La escritura barroca configura un
contradiscurso que exhibe las entretelas del lenguaje. Es exasperación del
decir lo indecible, exhibicionismo de lo invisible, donde los tropos, llevados
al límite, terminan operando con el estatuto de letra al rebasar la función
significante del escrito. La escritura merodea su objeto. El barroco es el arte
del merodeo, expresión estética de la circunferencia de dos centros de Kepler,
representación cosmogónica del elipse, figura geométrica de la estrategia de
acecho de ese resto no significante del discurso que se vela y se revela en los
plegados infinitos, en las “volutas voluptuosas” (Néstor Perlongher dixit) del
barroco.
Es esta índole de artificio de la
escritura, su carácter cifrado, esta desnaturalización respecto al lenguaje, lo
que el barroco expone. Como si se tratara de un síntoma de la lengua. La
lengua, cuando asume una posición elidente, barroquizante, como en el delirio o
en el sueño, cuando se escribe en los bordes de lo simbólico, produce el
rebasamiento de la matriz semántica y se produce como una carnalidad, alcanza
cierta relación exasperada con el goce, cuando el placer del decir trastabilla:
“Esos híbridos del vocabulario, ese cáncer verbal del neologismo, ese
enviscamiento de la sintaxis, esa duplicidad de la enunciación, pero también
esa coherencia que equivale a una lógica, esa característica que, de la unidad
de un estilo a los estereotipos, marca cada forma del delirio: a través de todo
eso, el enajenado, por la palabra o por la pluma, se comunica con nosotros”,
plantea Lacan. Pero el artista barroco despliega esas estrategias con un fondo
de fiesta, no como la música del infierno de los enajenados. El cáncer verbal
de los locos está antes del goce fálico; el del sueño está en él; la metástasis
del verbo barroco se sostiene en un goce más allá.
Goce, brillo del objeto, lujo del
exceso, el barroco es el arte de excederse, derrochar, derrapar, dejar restos.
Es el brillo de las superficies que es toda la profundidad a la que se puede
aspirar. Es abusar del poder de las palabras, es ponerlas en tensión,
despegarlas de su propia funcionalidad. En La vida es sueño, Calderón de la
Barca habla del disparo de un arma “cuyo fuego será escándalo del aire”. Allí
animiza lo natural y, a la vez, pone en evidencia el carácter suntuario,
excesivo, de una metafórica que está al servicio de sí misma, que se sale del
cuadro del sentido y que incendia la realidad que pretende narrar.
Llama dorada como el oro de las
capillas barrocas, ornamentadas con el lujo del exceso y la lujuria de un
erotismo sagrado y metálico, sangrante y etéreo: oro como el rey mineral,
eterno, lascivo y palpitante de una forma, un estilo o una época que se animó a
proliferar con su artificiosidad y su sensualidad por sobre la tiranía del
sentido y de la ilusión de la armonía. Derroche de oro, río orondo, oropeles
del sueño, la poesía, del delirio, río dorado, olas del fuego del deseo en sus
desbordes.
* Extractado del trabajo “El
deleite de las sombras. Notas sobre escritura barroca y el orden de los goces”.
Gracias por el texto se aprende mucho!
ResponderEliminarAunque extenso es muy interesante. Gracias F.S.R Banda
ResponderEliminarGracias por colocar estos textos didácticos!!!!
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