viernes, 31 de diciembre de 2010

ULTRABARROCO: UN CATECISMO PARA CRIOLLOS CONVERSOS - José Manuel Springer

No cabe duda, vivimos la historia de nueva cuenta aun con la conciencia de la repetición. Volvemos al barroco, o sería más preciso decir que no hemos salido de él, excepto para darnos cuenta de cuán barrocos somos cuando nos vemos con ojos de europeos y norteamericanos. Por ende, no deja de asombrar que finalmente, en este siglo que empieza, hayamos decidido hacer del barroco nuestra propia escuela artística, pues finalmente la cultura de Latinoamérica es y ha sido barroca en su exhuberancia, tensión, enfrentamiento, barbarie, mediana civilidad (según estándares ajenos), y en su caprichosa autoafirmación.

La exposición Ultrabarroco, aspectos del arte post latinoamericano, parece descubrir una esencia, quizá no para los propios (esperemos) sino para los extraños, que siempre nos han visto como un subcontinente exótico, rico, incomprensible, mágico. Sus curadores, Elizabeth Armstrong y Víctor Zamudio-Taylor (qué barroco resulta el guión entre apellidos), se dan a la tarea de hacer obvio lo evidente: para Norteamérica, donde el barroco nunca existió, América Latina es una caja de Pandora, llena de hechos y costumbres incomprensibles pero atractivos a los sentidos. Simultáneamente, la exposición parece embriagada por el deseo de asumir lo que la región es desde siempre: barroca. En la presente coyuntura global este hecho tautológico parece dar sentido a una identidad, pues si bien es cierto que Latinoamérica es inclasificable (de ahí que se sugiriera el fin de la coordenada histórica, al utilizar el prefijo post), los post latinoamericanos puede ser apreciado desde la óptica estética barroca, que hoy día conecta perfectamente con la exhuberancia de imágenes, canales de comunicación y vinculaciones momentáneas.

Al ver la exposición, como post latinoamericano, uno se siente más a gusto con su modus vivendi. Sentimos que en este espacio geográfico se han reinventado formas de vida particulares, se crearon costumbres extrañas pero muy nuestras (valga la paradoja) y, quizá lo más fortalecedor, es que nada ni nadie puede explicarlas porque equivaldría a desmoronarlas. En otras palabras, el producto jamás sería explicado por la suma de las partes.

No obstante, como buenos latinos preocupados por el peso del qué dirá la historia, no salimos tan bien librados de la exposición. Inmediatamente al abandonar el museo nuestra mente barroca nos lleva a pensar en problemas de la representación, de lo políticamente correcto, de la falta de pudor que conlleva el desnudarnos ante los ojos de cualquier gringo que no sabe ni siquiera que Texas, Arizona, Nuevo México y California eran parte de Hispanomérica.

Es entonces cuando la exposición falla porque quizá lo que trata de hacer es recoger los pedazos de una historia demasiado viciada, demasiado narcisista. Es precisamente eso lo que no queremos ver; la exagerada importancia que le ponemos a nuestra identidad. Quizá un japonés o un talibán no estén tan preocupados por decirle al mundo que son producto de una mezcla o choque de culturas. Quizá para ellos su historia es producto de la misma hibridez que la de un panameño o un regiomontano, pero ellos no andan por ahí haciendo exposiciones de sus debilidades y fortalezas. Se dedican a conquistar el mundo con lo que tienen: la electrónica o los aviones secuestrados al imperialismo.

La cosa es que a los latinoamericanos nos gusta ir por la vida diciendo que somos mestizos, sobretodo cuando tenemos una audiencia de criollos norteamericanos que nos miran con curiosidad. Pero cuando no estamos entre extranjeros, en el laberinto de nuestra soledad, entonces nos sentimos más criollos que cualquier “indio jijoesú mala madre”.

Ultrabarroco tendría que ser por necesidad una exageración de la exageración y esa es su meta expresa. Veamos cómo lo logra. En primer lugar tiene que subrayar el oropel de la cultura para filtrar entrelíneas el resentimiento de la conquista. La obra de Einar y Jamex de la Torre, dos artistas barrocos del reino de la Baja California, nos muestra las dos sendas a seguir: la vagina (apertura oprobiosa, herida sangrante, locus del placer, “vergonzante pieza de la anatomía femenina”, poema barroco carnal) y la cruz (falo aterrizado, espada del español, garrote del clero, poste de los lamentos, faro de las de buenas intenciones, locus del sufrimiento, tortura hecha delicia). Sobre un fondo de peluche blanco brillante, están colocadas vaginas multicolores sopladas en vidrio con infinidad de añadidos simbólicos, por supuesto guadalupanos y tonantzianos; por cada representación semiológica de los genitales femeninos hay una cruz también de vidrio bulboso y semitransparente, incrustada con clavos enormes, refulgente y aerodinámica, asimétrica y desproporcionada, pero a fin de cuentas inequívoca. Por aquí entramos al barroco.

Al final de la exposición llegamos al neobarroco: un payaso pintado nos mira con su cara de idiota y un enfermo mental, representados en las pinturas ilusionistas del mexicano Yishai Jusidman, también nos mira con cara de interrogación. Pareciera como si entre el principio y el fin de la muestra, los curadores hubieran trazado una epifanía psicoanalítica, como una gracia recibida de La pietá, esa virgen del venezolano-ucraniano Meyer Vaisman (todos estos nombres resultan tan barrocos), que está vestida con un velo rosa mexicano y ocupando el lugar del Cristo, un uniforme de milico en su regazo. -Qué buen guión museográfico, me siento como todo un neobarroco regenerado- fue lo primero que me dije al salir.

Si bien es cierto que en ese descubrimiento o desdoblamiento de nuestra latina personalidad nos sentimos reflejados, también es cierto que nuestro platonismo reaccionario, nos impide ver ese reflejo. Los latinoamericanos son así, suelen explicar a Latinoamérica como al otro, no como a sí mismo. A menos de que se trate de arte conceptual o de una versión degenerada del modernismo de Duchamp, tenemos facilidad para usar la fenomenología para encontrar rastros del espíritu que nos identifica. Prueba de ello es la obra Kant (Emmanuel Kant, filósofo que dio a luz a la "mothernidad" de todas las representaciones virtuales) del animista venezolano José Antonio Hernández-Diez (nuevamente con guión). ¿Quién podría imaginarse siquiera que la clave de toda filosofía latinoamericana estaría conceptualizada en unos tenis apilados, una patineta con 18 pares de ruedas o en el video de un puño derecho cabalgante sobre ruedas?

El barroquismo en que vivimos conspira contra cualquier plan que podamos hacer. Nuestra interpretación de la historia suele ser descarnada, como un costal de vísceras sobre el cual sobreponemos la cara elegante de la civilidad, la buena educación y el realismo mágico, como sucede en las pinturas de la brasileña Adriana Verejão. A través de una metáfora constante -unas tripas que quedan al descubierto sobre superficies de azulejos pulidos o bajo el lienzo de cuadros dieciochescos- la pintora expurga el abismo rojo de nuestra entraña. Lo revela, pero sin explicar nada, solo mostrándolo. Por mucho que nos la demos de conceptuales globalifílicos, las viejas estrategias del barroco pictórico siguen influyendo el proceder simbólico de los artistas contemporáneos.

Y es que en realidad la modernidad iluminada, kantiana en lo espiritual y cartesiana en lo material, nunca se dio de manera completa en Latinoamérica. El arte moderno fue una burbuja de jabón en un campo de magueyes. El cubismo a la Diego Rivera era un simbolismo mal acomodado, como lo demuestra el Bart Sánchez cubista de Rubén Ortiz, un óleo que por cierto es de lo más viejo del autor (1991). Pero lo bonito es que aunque fuera una burbuja, el arte moderno tenía el encanto de ser tropicalizado para que fuera del gusto del burgués local, y así fue como vimos surgir el abstraccionismo tropical o el minimalismo guadalupano, interpretaciones autóctonas de algo que estaba pasando en el Norte.

Entre la contrarreforma vaticana y el evolucionismo darwinista existe una distancia que en Latinoamérica sigue siendo de un paso. Pasamos de ser guadalupanos aparicionistas convencidos, que se hinchan como guajolotes con la canonización de “San” Juan Diego, a ser los ejemplos de la praxis política neoliberal, una mezcla económica del boldness que inspira la moda británica con la doctrina salinista cínica, agresiva y ramplona. Anfibios, axolotes, como nos describe Roger Bartra desde su Jaula de la melancolía, utilizamos el festejo, el colorido y la simulación, como Franco Modini Ruiz usa la mesa de una boda para representar nuestro gusto estético por el cristal cortado, el plástico de colores y las flores artificiales. La contradicción es nuestro signo, lo sabemos y lo disimulamos.

Por otro lado (hay tantos lados que explorar), seguimos siendo víctimas devotas de nuestros verdugos. Para presentarnos ante el otro escogemos medios que pueda entender. Nos dedicamos a la pintura con una vocación que hace dudar sobre quiénes fueron los albañiles que hicieron las pirámides y las catedrales o los talladores que concibieron a la Coatlicue o la Malgré Tout (una escultura de Chucho Contreras, que se encuentra desnuda y arrodillada en La Alameda). Sinceramente nos gustan las imágenes y entre más rápido podamos producirlas y consumirlas, pues qué mejor. La pintura (escuchen esto instaladores) tiene fe de bautismo desde 1531, es imposible pensar que un rotulista deje de pintar con brocha porque ya tiene una computadora con impresora de ploter.

Arturo Duclós, pintor chileno que saltó a la fama en los 90, nos presenta ese ilusionismo simbolista que tanto gusta por debajo del Trópico de cáncer. Sus obras son un dechado de signos oscuros para el novato, pero que comparten el atractivo visual de la mejor decoración de una ostionería mexicana, repleta de tipografía, criaturas marítimas, rostros de la farándula, frases sentenciosas y representaciones infames de las musas culinarias. Entrarle a explicar las pinturas es desplegar la capacidad de argumento para definir porque el castellano nunca ha sido lingua franca de Hispanoamérica. Las imágenes del pintor dicen mucho más que un discurso encendido del presidente venezolano Chávez, o quizá dicen lo mismo pero se ven más bonitas. En última instancia comparten la saturación de significados.

En la muy barroca ciudad de Tijuana hay un salón, cantina de reconocida reputación que se llama La estrella. Es una verdadera academia de baile de cartoncito de cerveza y de la ética profesional. Decenas de mujeres se alinean en los cuatro costados de un enrome salón, en espera de ser solicitadas por la asistencia masculina. Los clientes, jóvenes candidatos a la emigración en su mayoría, suelen encontrar en las carnes viejas y abultadas de las bailarinas, un rato de solaz esparcimiento salpicado de alcohol. Ningún hombre osaría romper el contrato social de esa noche tratando de sobrepasarse con las de vestido entallado, ni tampoco estas dejarían que un cliente se fuera sin consentir maternalmente a sus caricias. Eso es algo que para la mente cartesiana equivaldría a una hoguera de la teoría empresarial del costo-beneficio, o sea la ética protestante. Para la mente barroca es una oportunidad de regatearle a la vida un atisbo al paraíso.

Guiado por paradigma similar al que gobierna en La estrella, el artista post-latino no tendría que ser esclavo de la representación de un principio (cualquiera que fuera éste: filosófico, artístico, estético), sino que puede jugar y divertirse, aullar de locura y pitorrearse de cualquier cosa que huela a arte. Es el caso de nuestro Miguel Calderón, un crápula con buenas ideas que suelen converger en obras maestras de la acidez. Sus fotografías toman como punto de partida el cliché del empleado del mes y retratan a los afanadores (as) del Museo Nacional de Arte en poses tomadas de cuadros de Rubens, Velásquez o de cualquiera de ellos. La estética resultante es complaciente con el imaginario Barroco, incluso podría decirse condescendiente, si no fuera porque en México los museos son las jaulas de las locas y esto, sospecho, podría ser el contexto al que se refiere Calderón..

Y para hacer de esta exposición el paño de lágrimas de la búsqueda de identidad, nada más oportuno que ofrecer al público una alternativa individual decorosa, casi casi decorativa. La obra de la carioca Lia Menna Barreto, que estaba colocada frente a la de su paisano Nuno Ramos, presenta la imagen emblemática de la muestra: una muñeca de peluche rosa, de esas en las que son más bien como un pijama de tamaño familiar (que me recordó a los trajes espaciales que hacía Lygia Clark para que el público se metiera en ellos), con una cabecita de muñeca de hule que cuelga con los brazos en cruz sobre el muro. Parece que después de todo la personalidad barroca es individualista, toma lo que le conviene y se apropia de lo que no. La misma Lía reconstruye sobre velos la fauna y flora tropical, con muñecos y juguetes de plásticos adheridos a la tela. Qué elegantes y qué sublimes resultan estos cortinajes, dignos de cualquier partenón latinoamericano. Frente a estas obras, el barroco abstracto de Nuno Ramos, un retablo que muestra toda una filigrana de desperdicios industriales, espejos rotos y retazos de tela, se ve francamente decadente, como una imitación barata de los ensamblajes de Frank Stella o Robert Raushenberg.

Quisiera llegar al final de esta nota, aunque falten tantos otros temas barrocos que reseñar, pero antes de tener la obligación con los artistas y curadores de la muestra mi deber es concluir. Podría seguir hablando de las habitaciones que retrata Rochelle Costi, las covachas donde no puede llegar ni siquiera el Big Brother porque sale corriendo, o los ramos de flores de María Fernanda Cardoso, homenaje póstumo al buen gusto clásico, o los ambientes tecnológicos de Iñigo Manglano-Ovalle (también con guión). Pero nada podría igualar un domingo en la Alameda de la ciudad de México, como experiencia límite del Barroco. Me siento bien a pesar dejar este texto a medias, inacabado, repujado de dudas, ese es en sí mismo la mejor explicación de algunos aspectos del Barroco, que parece inacabable.

http://www.replica21.com/archivo/articulos/s_t/100_springer_barroco.html

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