miércoles, 6 de octubre de 2010

PEDRO LEMEBEL, UN CASO APARTE - Jaime Riera Rehren

Pedro Lemebel, un caso aparte

Jaime Riera Rehren

Tengo cicatrices de risas en la espalda

Desenfadado, provocador, atrevido, irreductible, excesivo. Son adjetivos que suelen usarse en Chile en relación al personaje Pedro Lemebel. Y respecto a su obra literaria y artística los adjetivos se multiplican sin fin, mezclados con doctas disquisiciones sobre un supuesto neobarroco latinoamericano. El propio Lemebel no muestra, sin embargo, gran interés por tales discusiones y siempre ha enfatizado su orgullo autodidacta y su posición excéntrica respeto al mundo literario. ¿De dónde sale este bicho raro de las letras chilenas contemporáneas que consigue siempre desmarcarse de las tentativas de inmovilizarlo en una etiqueta identitaria? En tiempos de la dictadura militar era más fácil encasillar su figura: prócer del movimiento gay, miembro de la resistencia, comunista, protagonista de la escena artística con sus "Yeguas del Apocalipsis", travesti que desafiaba descaradamente el conformismo cultural y político de aquella sociedad sumida en la nocturnidad y mantenida a raya por el bastón patriarcal, frágil cuerpo que arriesgaba el pellejo en el espacio público de una ciudad devastada y hostil. Pero aun así, Lemebel desconcertaba a moros y cristianos: su voz delgada y desgarrada venía de los arrabales polvorientos del Zanjón de la Aguada, una de las más fétidas heridas de aquella parte de Santiago que normalmente llaman "barrios populares", una voz que no concordaba con ninguna de las listas canónicas.

Ha pasado mucho tiempo desde entonces y Lemebel, no obstante las muchas tentativas de normalización e integración en un cuadro de tolerancia represiva donde se exhiben los brillos y avances de la democracia, sigue representando un papel no previsto en la escena cultural del Chile modernizado, mientras la crítica literaria hace esfuerzos por encerrarlo en un espacio de difícil catalogación. C. Monsiváis, por ejemplo, establece una red de parentela lemebeliana: el argentino N. Perlongher, el mexicano J. Hurtado, los cubanos S. Sarduy y R. Arenas, el argentino M. Puig. Los lazos serían «la ira reivindicativa» (Perlongher, Arenas, Hurtado), «la experimentación radical» (Sarduy) y la «incorporación festiva y victoriosa de la sensibilidad proscrita» (Puig). Y añade el escritor mexicano:


En todos ellos lo gay no es la identidad artística, sino la actitud que al abordar con valor, insistencia y calidad un tema se deja ver como el movimiento de las conciencias que por valores compartidos y acumulación de obras dibuja una tendencia cultural[1].

Desde sus primeras apariciones publicas, Pedro Lemebel ha experimentado diversas formas de arte visual y teatral en escenarios y calles de Chile, ha escrito novela y cuento, ha sido publicado en España y traducido en otros países europeos, pero a mi juicio su mayor originalidad y calidad literaria - y esto lo diferencia de los autores antes mencionados - se despliegan en un género que parecía moribundo a pesar de su respetable tradición en lengua castellana: la crónica urbana. Bien mirado, Lemebel rescata la tradición de este género, pero la subvierte completamente, es decir no conserva nada del tono y de la temática del cronista del criollismo del siglo XIX y principios del XX - un estilo generalmente ceñido a convenciones costumbristas y más bien respetuoso de los salones y palacios señoriales - para adoptar resueltamente el punto de vista de los excluidos usando una lengua de prodigiosa expresividad que rompe todos los esquemas de la buena prosa descriptiva y que se nutre de una oralidad profusamente contaminada. Los chilenismos y las desaforadas metáforas de Lemebel pertenecen a un registro popular que por su potencia expresiva se han extendido al habla de gran parte de la población, pero son difícilmente traducibles incluso al castellano de otras regiones, como se podrá apreciar más adelante. Sin embargo, la musical resonancia de muchas de estas palabras permite intuir sin dificultad su significado en el contexto en el que están empleadas. Escuchémoslo.


Ahí está garabateada en el muro de su noche, con sombrero de punto, tacos y cartera roja; sola y hambrienta teje su telaraña azul lado a lado de esta calle de notarías y oficinas, a cinco cuadras de mi barrio. Oscura y delicada saca un cigarrillo; la vieja no fuma, por eso no lo prende, espera la figura del joven, que desde el fondo de la calle avanza al ritmo elástico de las zapatillas, lo piensa mientras se acerca, olfatea el aire roído de la noche buscando ese olor fresco, con los ojos semicerrados por el deleite y el alquitrán de sus pestañas, se pasa la lengua por el descolorido bigote y sueña y pasa borrosa por su entelado cerebro la historia imprecisa de sus quince años. Es la vieja, la madonna con enaguas de franela esperando a los corceles que vengan a comer de su mano; guachito venga les susurra, ya pues mijito les grita, oye cabro cómo tenís el pajarito…[2].

Los protagonistas de la noche tienen miedo, en las esquinas acechan enemigos crueles y es esta noche azarosa el campo de acción de buena parte de las crónicas de Lemebel. Muchas de ellas son recuerdos de amores fugaces iniciados en la calle, a veces no desprovistos de violencia y riesgos mortales, pero casi siempre acariciados por una ternura esperanzada. O evocaciones líricas de amigos y amigas, hermanos, que perdieron el combate contra el Sida. Sin embargo, el ojo y el cuerpo del cronista no se limitan a estos escenarios: a medida que cunden su fama y la curiosidad del barrio alto se entreabren puertas que le permiten observar otros paisajes humanos y destilar su feroz sarcasmo contra la “gente bien”, entre los cuales, por cierto, no le faltan amigos condescendientes.


Como si el reloj de la historia hubiera retrocedido a los años de la empingorotada alcurnia, por allá cerca del cuarenta. Cuando la capital era un revoloteo de familias rancias, emparentadas todas entre sí por las zetas y erres del apellido paltón […] Actualmente esa misma decadente descendencia se pavonea en el entablado público de esta enclenque democracia, porque las redes de comunicación masiva están en poder de la garra “Agarra Edwards”, multiplicando el sermón putifrunci del abolengo familiar, que cada domingo en El Mercurio luce su nariz respingada en la foto del cóctel de la vida social. El escenario público donde el país se reconcilia con una copa de champaña en la mano mordiendo un canapé tricolor […] El puñado de rostros blancuchentos refinados por la cosmética de la compostura, o por el aclarado de mechas e ideas que sutilmente blanquean el acontecer nacional. Ahí, en la franja estético-atontada del Chile público, hace nata el familión paltón que opina de todo, el familión chileno que en su incesto patrio produce de todo: políticos, músicos, curas, modelos, escritores, viejas solteronas y hasta un mariposuelo camuflado bajo corbata varonil de estos tiempos cursis[3].

Al triunfalismo de la escena pública - los medios de comunicación espantosamente conformistas, el contubernio cultural entre lo viejo reaccionario y la funambólica modernidad - el escritor y artista Lemebel opone una resistencia que recoge fuerzas en las muchas tradiciones de lo “genuinamente popular” y en una aspiración a lo nuevo que arranca desde abajo y es capaz de proponer sorprendentes variantes sintácticas a la cansada prosa del país. Quizá el aspecto más interesante de la escritura de Pedro Lemebel, en efecto, es esta explícita y lograda exposición de la diferencia social (que en América latina implica, no hay que olvidarlo, un sesgo étnico y fuertemente cultural), aspecto que en gran parte de la literatura latinoamericana contemporánea se ha esfumado por completo tras el ocaso del costumbrismo naturalista de la primera mitad del siglo XX. Digamos que frente a las corrientes actuales que buscan con mayor o menor fortuna un lugar bajo el sol de la respetabilidad y la negación mentirosa de las barreras de clase, la figura de Lemebel se sitúa en una línea de sombra que demarca con insistencia y orgullo la división clasista de la sociedad y de la lengua.


Y si a esta ciudad le pusieron Santiago de Nueva Extremadura, y en aquel valle fértil del Mapocho se arranchó la casta mestiza que dio origen a sus habitantes paliduchos de pobreza, medio negros de hollín, paticortos y mechas de clavo por la aindiada herencia mapuche, más algunos castaños koleston y otros rubiecitos pituquines que jamás bajan de Santa María de Manquehue y La Dehesa. Nunca han tomado una micro y menos se han subido al metro para no pegarse la lepra asalariada. Total, en el sector alto de la ciudad lo tienen todo: sus cines, sus saunas, sus gimnasios, sus shoppings, sus universidades, sus centros comerciales. Y aunque todo es tres veces más caro, el pirulaje engominado de Apoquindo arriba adora este paisaje postizo donde los cucuruchos de vidrio y cemento parecen decir: “I love you Sanhattan”[4].

No es difícil apreciar que las crónicas de Lemebel dejan de lado la categoría de “objetividad” en la descripción de la vida de la ciudad: en cada una de ellas palpita un estado de ánimo - entusiasmo, depresión, agresividad, ternura - o una calculada opción de ataque o defensa frente a los incontables adversarios. En el panorama actual de la literatura de su país, Lemebel trabaja en solitario, no hay redes de influencias, ni maestros ni discípulos. Pero desde un punto de vista cultural más amplio, este escritor es ampliamente representativo de un cierto tipo de sensibilidad fácilmente perceptible en la vida nacional, que se mueve al interior y a contrapelo del proceso de modernización que en el Chile de los últimos veinte años está desarticulando las viejas coordenadas de la provincia chilena. Los lectores de Lemebel - uno de los escritores más leídos en un país que lee muy poco - son por una parte los descontentos que van quedando a la vera del camino en la distribución de la riqueza y por otra los atrevidos que leen la modernidad como avance de ruptura radical de las convenciones sociales y culturales. Y no se trata de una minoría irrelevante: la circulación de sus libros se ve multiplicada por las editoriales clandestinas que lanzan a la calle miles de ediciones pirata cada año, mientras sus crónicas en las columnas dominicales del diario “La Nación” de Santiago cuentan con un gran número de aficionados seguidores. Y con la notoriedad creciente comienzan a llegar las invitaciones. Así, las crónicas de Lemebel se internacionalizan en crónicas de viaje latinoamericano:


Ocurrió uno de esos días en que el amor es una boca ardiente respirando su vaho por las veredas de La Habana. Se inauguraba la Sexta Bienal de Arte y como invitado oficial me calcé los tacoagujas encaminándome a la plaza de la catedral por el empedrado disparejo de la ciudad vieja. Ya los chicos jineteros no me pedían dólares. Se habían acostumbrado a los continuos paseos de una loca chilena tambaleándose en los adoquines coloniales de esas callejuelas estrechas, donde no cabían autos pero sí el jolgorio fiestero de los mancebos mulatos, balanceando sus presas en el cañaveral erótico de la tarde. ¿Princesa, adónde va, reina, adónde quiere ir?, murmuraba ese tropel de jóvenes refrescándose en la vereda. Con esa forma dulce que usan para piropear los habaneros. Con ese cántico querendón que te arrulla, que te sonroja como una orquídea quinceañera[5].

Pocos escritores latinoamericanos como Pedro Lemebel (y como no dejó de hacer su gran amigo Roberto Bolaño) documentan y enriquecen las huellas de la diferencia lingüística de esta parte del castellano y de las muchas contaminaciones posibles en la hora actual. Sin conceder nada al realismo costumbrista o al naturalismo, hay aquí un respeto de la diferencia y de la riqueza de la lengua que desgraciadamente se está perdiendo en buena parte de los escritores jóvenes de esta región del mundo, en aras del mercado y la traducción. Y es también posible que este talento suyo para la hibridez y la búsqueda de las resonancias esté íntimamente relacionado con la manera como se expresa su propia ambigüedad sexual, ya que su amor por la diferencia está muy alejado de esa obsesión por la identidad que carcome a cierta paradójica versión del posmoderno. A ello apunta Monsiváis cuando anota:


Un escritor y un freak indisolublemente unidos, los que están fuera, en la desolación y la energía de los que sólo se integran a su modo, en los márgenes que ya no tienen el peso arrasador de antaño. A Lemebel le ponen sitio las miradas (las lecturas) de la admiración, el morbo, el regocijo de los "turistas de lo inconveniente", la extrañeza, la solidaridad, la normalidad de los que están al tanto de la globalización cultural, esa que para los gays se inició dramáticamente con los juicios de Oscar Wilde en 1895 y jubilosa y organizativamente con la revuelta de Stonewall en 1969[6].

A un cierto punto de su carrera literaria Lemebel decide no repetir la experiencia de escribir ficción y se dedica exclusivamente a las crónicas urbanas y a los relatos de viaje. Le parece inútil volver a la mediación ficcional, porque la crónica le permite ejercer directamente la provocación y mostrar la abyección de un modo, si se puede decir así, más creativo. La imagen grotesca, la ridiculización y el manoseo de los fetiches asumen una connotación inmediata en el sacar a relucir la memoria y la verdad, dos categorías que el cronista no pierde nunca de vista. Lemebel nos dice que siempre dice lo que piensa y no cesa de denunciar la figura predominante del literato encumbrado como una figurón que privilegia la recitencia y la complicidad con la ideología del poder, que habla para justificarse o se queda callado. Por otro lado, en Lemebel el problemático dilema escritor-militante aparece resuelto de una manera diferente que en el pasado, ya que es la forma misma de la escritura la que denota la libre e informal pertenencia política, y la elección del género no es ciertamente ajena a esta opción. Elección que rechaza, por cierto, la definición de género-gay, considerado una etiqueta- refugio conformista[7].

Pero la hibridez no se relaciona sólo con la sexualidad o la escritura. Lemebel ha incursionado a menudo en la genealogía bastarda de su país, en la espinosa y crucial cuestión mapuche, en los símbolos originarios que la historia oficial ha utilizado al inventarse respetables tradiciones o al “blanquear” convenientemente la “raza” que construyó la nación. Y se detiene en la figura de Caupolicán - jefe militar araucano cuya virilidad y coraje fueran ensalzados por Alonso de Ercilla en su epopeya fundadora - intentando como siempre desmistificar la versión legendaria y recuperando la experiencia concreta referida a una posible historia real:


Puede ser peligroso componer una estampa del héroe de Millarahue, el generalísimo Caupolicán, luego de tanta leyenda sobre una minoría étnica que no le dio entrevistas a la historia. Y con respeto al gran toqui, su popular y conocido retrato, la escultura que está en el cerro Santa Lucía, fue una copia de un souvenir vendido en París y que en ese entonces representaba al último mohicano. Así, si no esiste una versión mapuche de su propia historia, y solo la oralidad de su lengua lo guarda y encapulla con el celo de su atávico secreto, ¿desde dónde extraer su autoría? ¿Desde qué memoria se podría reafirmar o desmistificar la cárcel extrema sobre la virilidad semental que acuña el escrito castellano? ¿Desde qué retazo, mestizado por cierto, habría que nombrarlo hoy? Quizá para esto deba acudir a mi propia biografía colihue o colipán y actualizar la memoria desde mis juegos eróticos con hijos de panaderos en la lejana adolescencia de mi india población. Es posible que desde esas relaciones íntimas y secretas que tuve con mi pueblo y que permanecieron calladas y clausuradas en su mutismo ancestral. Pero ese es otro capítulo privado, tal vez necesario para ahondar un poco más sobre la actual masculinidad de nuevos caupolicanes, más altos, más claros, con jeans y personal stereo que se llaman Boris, Walter, Gonzalo o Matías y que bajan la voz cuando dicen su apellido mapuche, escondiendo tímidamente las cenizas castigadas de su brava estirpe[8].

Como toda Latinoamérica, Chile es en su inmensa mayoría un país mestizo, en el que poco menos de la mitad de los habitantes nace fuera de la institución matrimonial y a menudo sin certeza de paternidad. El uso del término “huacho” sigue teniendo una connotación ofensiva pero esconde una realidad muy común[9]. Pedro Mardones, nacido en Santiago en 1955, sabía quién era su padre, pero ya desde muy joven adoptó el apellido de su madre, Lemebel, y reivindicó su “huachitud”. Podemos decir que en su caso la persona encierra ejemplarmente mucho del carácter de fondo de la comunidad, y que su talento literario, sus excesos, su permanente coqueteo con lo patético y lo cursi crecieron en el combate contra la censura interiorizada y la falsa autorepresentación de sobriedad recatada que al país le gusta exhibir. En un mundo acosado por pudores y ocultamientos, por un familismo proyectado a la política y a la cultura y a toda manifestación de vida pública, dominado por dinastías al poder desde la fundación de la república, nadie se atreve hoy a criticar abierta y públicamente a Pedro Lemebel, quizá porque saben que el Chile por él desmenuzado configura una imagen peligrosamente cercana a la realidad.


Así, los conceptos de patria, orden y resguardo familiar, les llenan la boca a los propagandistas de esta carbonada parentela que aliña sus complicidades en la vitrina sofisticada del cóctel, del seminario, de la exposición de pintura en la CTC, no importa que sea de Guayasamín, Balmes o Matta, porque allí reunido el compadrazgo chilensis, al resplandor de los flashes, da lo mismo codearse con la milicada fascista, con el socialismo reciclado, con el exilio perfumado a ciénaga parisina, y ver respirando el mismo aire, los mismos humos, al presidente Lagos, a Hortensia Bussi y a Lucía Pinochet….

Ya en el lejano 1982 Lemebel ganó el primer premio de cuento en el Concurso nacional Javiera Carrera, relatos publicados en el libro Incontables (1986). En orden de aparición los libros de crónicas son: La esquina es mi corazón (1990), Loco afán, crónicas de sidario (1994), De perlas y cicatrices (1998), Zanjón de la Aguada, (2003), Adiós mariquita linda (2005). A partir de 1994 sus crónicas aparecen semanalmente en el diario “La Nación” de Santiago de Chile y ocasionalmente en las revistas “Punto Final”, “Rocinante” y “The Clinic”. Y a partir de esa fecha las primeras traducciones de las crónicas al inglés en las revistas “Grand Street” y “Nacla Report”. La novela Tengo miedo, torero se publica en el año 2000 y es traducida al francés y al italiano. La cronología de obras de “Las Yeguas del Apocalipsis” incluye algunas memorables intervenciones como: “Refundación Universidad de Chile”, Facultad de Arte, 1988; “Tiananmen”, performance, Sala de arte “Garage Matucana”, Santiago 1989; “¿De qué se ríe Presidente?”, intervención en sala Carlos Cariola, Santiago, 1989); “La conquista de América”, instalación y performance, baile nacional descalzo en mapas y vidrios, en Comisión chilena de derechos humanos, Santiago, 1989; “Lo que el Sida se llevó”, instalación, fotografía y performance, Instituto chileno-francés de cultura, Santiago, 1989; “Suda América”, instalación y performance en el Hospital del Trabajador, Santiago, 1990; “Cuerpos contingentes”, performance y exposición colectiva, Galería de arte CESOC, Santiago, 1990; “Las dos Fridas”, instalación y performance, Galería Bucci, Santiago, 1990; “De la nostalgia”, instalación y performance, cine arte Normandi, Santiago, 1991; “Tu dolor dice minado”, performance, Facultad de periodismo, Universidad de Chile, Santiago, 1993; “La mirada oculta”, exposición colectiva, Museo de arte contemporáneo, Santiago, 1994; “Yeguas del Apocalipsis”, Bienal de La Habana, 1997). Lemebel ha dictado además seminarios en universidades chilenas y norteamericanas.






Notas


[1] Carlos Monsiváis, “Pedro Lemebel en su mejor momento”, Prólogo a Pedro Lemebel, La esquina es mi corazón, Santiago, Seix Barral, ed. 2001.

[2] Pedro Lemebel, en Diego Muñoz y Ramón Díaz Eterovic, Andar con Cuentos - Nueva narrativa chilena, Santiago, Mosquito Editores, 1992.

[3] Pedro Lemebel, Zanjón de la Aguada, Santiago, Seix Barral, 2003.

[4] Lemebel, Zanjón de la Aguada, cit.

[5] Pedro Lemebel, Adiós mariquita linda, Santiago, Editorial Sudamericana, 2005.

[6] Monsiváis, cit.

[7] Sobre el compromiso político de Lemebel, es elocuente su Manifiesto, leído como intervención en un acto político de la izquierda en septiembre de 1986, en Santiago de Chile, y publicado en innumerables revistas y panfletos.

[8] En la revista “Nefando”, sin indicación de lugar y fecha de publicación.

[9] Revista “Rocinante”, Santiago, junio 2000.

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