"Al escritor sólo se le puede pedir cuenta de la fidelidad o no a una imagen: de ello depende no sólo su destino sino también su ética". José Lezama Lima.
"No hay nada en el universo que no sirva de estímulo al pensamiento". Jorge Luis Borges
Chesterton dijo: "Voy a envejecer para todo. Para el amor. Para la mentira. Pero nunca envejeceré para el asombro. Siempre me seguirán asombrando las cosas elementales". Quevedo argumentó algo parecido: "Nada me desengaña, /el mundo me ha hechizado". Asombro: reacción de la inteligencia ante las sorpresas que el universo propicia. Vivir es recorrer diversas perplejidades. Hacer arte es una forma de expresarlas. Muy pocos son capaces de hacer arte de sus asombros. Jorge Luis Borges y José Lezama Lima lo hicieron. Tan extraña fue su vida como su obra. Los dos convirtieron su escritura en espacio integrador de todos los espacios. El sedentarismo de sus vidas fue casi un tributo a la pasión del pensamiento, a su fervor por todas las fascinaciones, al vigoroso aliento de la creación. En el mundo de Borges y de Lezama, todo pareció girar alrededor de la especulación poética. Los grandes poetas abstraen de su conciencia la intuición de instantes singularísimos: fusión del alma y la palabra en el espacio definitivo e intemporal del arte.
La Revolución Cubana separó para siempre a la
familia de Lezama. Casi todos salieron de la isla a comienzos de la década de
los sesenta. Casi todos menos el escritor y su madre. En la abundante
correspondencia que durante largos años se cruzó entre él y el resto de la
familia ausente, exiliada en Miami, se reitera el inmenso dolor de una
separación que cambió los destinos de todos. En una carta, una de las hermanas
de Lezama, le dice en relación a los años juveniles de un tiempo común
transcurrido en La Habana y desaparecido para siempre: "éramos felices y
no lo sabíamos". El mundo fue pequeño para Lezama: su isla, su madre, sus
hermanas, su casa, sus libros... El cubano universal que él era dijo cosas como
éstas: "no concibo otra cosa que ser cubano". "No podría
escribir fuera de Cuba".
Ecos de la biografía de Lezama resuenan,
también, en la de Borges. El universo de Borges fue el mundo de su casa:
pequeño espacio compartido con la madre, con la hermana y algunos pocos amigos
que parecieron durar siempre. Su sedentarismo giró en torno a los libros y al
infinito placer de su lectura. Todo, cualquier cosa, podía postergarse ante el
irremplazable goce de leer un libro, escribir una página o asistir a una
tertulia donde escuchar y expresar ideas. "Vida le ha faltado a mi
vida", dijo en algún momento. La célebre frase expresa la voluntad de
vivir sólo para el conocimiento. Borges convirtió su lucidez, su inteligencia,
su imaginación, su genio, en reflexión que escribía todas las ideas, que
dibujaba todas las imágenes, que exploraba todos los conceptos.
Borges y Lezama son inconcebibles fuera del
ámbito latinoamericano. Recuerdo una anécdota que le leí a Mario Vargas Llosa.
En una oportunidad, ante un grupo de estudiantes ingleses, éste comentó acerca
de la imagen europea que de Borges se tenía en nuestro continente, de cómo se
lo consideraba un escritor poco representativo de América Latina y de su
cultura. Los jóvenes ingleses se echaron a reir. Para ellos, Borges era
imposible fuera de nuestro subcontinente. Su desenvoltura al abordar la cultura
universal; su forma de conjeturar sobre cualquier tradición; su estilo al
parodiar todos los saberes; su manera de relacionar sabiduría y método,
filosofía y literatura, fantasía y verdad, ensayo y ficción, no podían ser sino
producto de una mentalidad latinoamericana: marginal, fronteriza, excéntrica.
Escritura y eternidad: todo el saber del
mundo, la sabiduría universal de todos los tiempos precede al instante de cada
nueva creación. El acto creador es conjuro que repite infinitos instantes ya
vividos por la humanidad. Las culturas no sólo se comunican; eventualmente, se
repiten, desarrollan nuevas combinatorias de acción sobre viejísimos conceptos.
La historia universal es una continuidad hecha de repeticiones. El arte es el
grandioso crisol donde todo se comunica, disuelve y amalgama. Es la tesis
lezamiana, por ejemplo, de ciertos ecos que parecen resonar, similares, en
imágenes de las más diversas civilizaciones. Borges y Lezama intuyeron,
vivieron, respiraron, esa universalidad. Como latinoamericanos, supieron
imaginar la grandeza cierta de cualquier cultura y de todas las formas del
arte. Parafraseando a Julio Cortázar cuando éste habla de Lezama, fueron dos
latinaomericanos con "un mero puñado de cultura propia a la espalda y el
resto es conocimiento puro y libre".
Borges fue autor de una escritura
intelectual, hecha de palabras que son imágenes que son ideas. Poeta-filósofo
que amó la belleza del pensamiento y gustó de los conceptos por su estética.
Natural diferencia entre filósofos y poetas es la más urgente preocupación de
los últimos por hallar la forma exacta con que expresar sus pensamientos. El
filósofo asigna menos importancia a la transcripción literaria de la idea. En
un breve ensayo sobre la poética, Antonio Machado postulaba como necesaria la
identificación entre poesía y filosofía. Su idea: "todo poeta debe crearse
una metafísica que no necesita exponer, pero que ha de hallarse implícita en su
obra", invoca la escritura de Jorge Luis Borges. La historia de la
humanidad es la historia de sus ideas. En esta verdad podría apoyarse ese
extraordinario laberinto narcisista que fue la escritura de Borges. Le
maravillaron las ideas intuidas en libros no escritos, en argumentos de
filósofos, en la retórica de sofistas, en bocetos dibujados por la fantasía de
algún novelista eventualmente menor.
Borges supo, como nadie, disfrutar del saber
y de la lectura. "La idea de que la lectura es obligatoria -dijo- es
absurda: tanto valdria hablar de felicidad obligatoria". Literatura y
dualidad; a un tiempo escritura y, también, lectura. La creación del escritor
que escribe se acompaña de la creación del lector que lee. Borges se
enorgulleció, primero, de las cosas que leyó; de lo que escribió, después y
-según él- casi secundariamente. Lectura y escritura como procesos
complementarios de una misma inteligencia. El saber nos descubre a nosotros
mismos a través de lo que otros supieron, de lo que otros descubrieron.
Pensamiento como metáfora: de lo que se trata, es de saber; leer y escribir
para saber; conocer más para llegar a admirar lo admirable. Admirable es, para
Borges, La Divina Comedia. Su asombro ante la Comedia es el asombro ante la
perfección. "¿Por qué negarnos la felicidad de leer la Comedia?" -se
pregunta- Para responderse inmediatamente: "Nadie tiene derecho a privarse
de la felicidad de leerla de un modo ingenuo".
En Lezama, es la pasión de una escritura que
se hace cuerpo. Vitalidad de los sentidos reproduciéndose en un saber hecho de
imágenes. Espacios culturales que se hacen presencia múltiple y multiplicadora,
fuerza ingotable de sugerencias. No existen límites para el saber. El saber impregna
saberes, se interrelaciona con saberes. Tiempos, obras, autores, temas, épocas,
ideas, son totalidad, olla podrida, profusión bullente en la que todo convive
con todo: lo religioso con lo profano, lo antiguo con lo moderno, lo inmenso
con lo minúsculo, lo bello con lo feo, lo trágico con lo cómico, lo grotesco
con lo sublime. Lezama fue escritor de una palabra golosa, henchida de
barruntos sobre las más extraordinarias imaginerías. En él, el vocablo se
hunde, como inmenso cucharón, en un caldo que contiene todos los saberes y
todos los sabores y logra extraer, inimaginablemente entremezclados, bocados
que son imágenes, que son poesía. Lezama es un poeta de lo sensual; escritor de
una palabra que es deleite, que es placer, que es plenitud. La estética de
Lezama es la estética de la intuición y de lo intuitivo: percepción primaria
donde se encuentran todas las clarividencias.
El conocimiento es siempre suma. Cualquier
cosa puede ser información válida sobre cualquier cosa. Al leer a Lezama,
sentimos que su palabra proporciona información excesiva y, a veces,
impertinente: saber multiplicador apoyado en una verbalidad abrumadora que
inunda todos y cada uno de los espacios de la página. En Borges, percibimos la
parquedad absoluta del término exacto: precioso y preciso (precioso por
preciso). En sus páginas nada falta, nada sobra. Magnífico designio de la
palabra de Borges: decir el término irremplazable y único, expresar con justeza
las más disímiles facetas del universo. Inteligencia irreverente de Borges en
la que todo es susceptible de reflexión, de parodia. Todas las curiosidades,
todos los asombros forman o pueden formar parte de la condición humana. El
asombro de Borges se asemeja al hechizo de Lezama, al hechizo de Quevedo:
actitud expectante, consecuente reflejo de inteligencias enfrentadas a un
universo que no cesa de maravillar.
Actitud lúdica ante el saber. Desacralización
de la cultura. No hay centros culturales únicos o definitivos. "¿Cuál es
la tradición argentina?" -se pregunta Borges-. Su respuesta es la que
podría dar cualquier otro latinoamericano: la cultura occidental toda, el
tiempo universal de la humanidad. En la comparación que Borges hace entre el
argentino Macedonio Fernández y el español Rafael Cansinos-Assens, hay una
oposición ilustrativa: una solitaria y gastada Europa frente a una juvenil y
plural América. Europa recuerda; América, crea. Europa mira en ella, dentro de
ella; América, dentro y fuera de ella. "En Cansinos -dice Borges- estaban
todas las lenguas y todas las literaturas, como si él mismo fuera Europa y
todos los ayeres de Europa. En Macedonio hallé otra cosa. Era como si Adán, el
primer hombre, pensara y resolviera en el Paríso los problemas fundamentales.
Cansinos era la suma del tiempo; Macedonio, la joven eternidad".
Lezama descubrió en lo americano un punto de
partida hacia lo universal. Nuestra América era, para él, desconocimiento,
figura nueva, espacio hechizado, encuentro de asombros. "Lo desconocido es
casi nuestra única tradición", dijo en algún momento. Originalidad
latinoamericana era, también, cercanía entre poesía e historia. La historia de
América se confunde con la de su poesía. Recordar es poetizar el pasado,
imaginarlo. Historia como imagen: figura y representación de diversos signos en
el tiempo. "Recordar -dice Lezama- es un hecho del espíritu, pero la
memoria es un plasma del alma, es siempre creadora, espermática, pues
memorizamos desde la raíz de la especie". Nuestra historia americana posee
la continuidad que posee la poesía, que posee el arte. Continuidad de un saber
original hecho de realizaciones y aspiraciones.
Lezama dividió nuestra historia americana en
cinco grandes etapas. A la primera la llamó la del "mito y cansancio
clásico": época de la Conquista y de los viejísimos mitos volcados sobre la
novedad americana. La segunda es la que define como el tiempo de la
"curiosidad barroca"; la colonia y sus signos: importancia de la
ciudad, inamovilismo de los grupos sociales, síntesis o mestizaje cultural,
poderosísima fuerza de la Iglesia y de los criollos hacendados; mundo cerrado,
medieval y estático. El tercer momento americano es el del romanticismo;
conflicto de las autonomías: las regiones alzadas contra poder central español.
(Lezama recuerda que algunas de nuestras principales figuras históricas son
prototipos del héroe romántico: Miranda, Bolívar, Martí). Después, el tiempo
del "nacimiento de la expresión criolla"; importancia de lo literario
dentro de nuestra cultura. En Latinoamérica, la literatura ocupa espacios muy
amplios: compañera de tiempos, de personajes, de comportamientos; trazo
exquisito o chascarrillo burlesco; grotesca belleza que recrea a la vez lo
espantoso y lo extraño, la sátira cruel y los arrebatos de sensibilidades
explosivas. Por último, el tiempo presente americano: sincretismo de nuestra
más vieja originalidad, encuentro de todas nuestras anterioridades. De
"sumas críticas del americano", bautiza Lezama nuestra realidad de
hoy; realidad a la que identifica con el esencial inicio de América, con la
irrefutable autenticidad del paisaje, de la tierra. "En América -dice-
dondequiera que surge posibilidad de paisaje tiene que existir posibilidad de
cultura. El más frenético poseso de la mímesis de lo europeo, se licúa si el
paisaje que lo acompaña tiene su espíritu y lo ofrece, y conversamos con él
siquiera sea en el sueño".
"El arte y nada más que el arte. Tenemos
el arte para no morir de la verdad", dijo Federico Nietzche. La frase
hubieran podido firmarla tanto Borges como Lezama. Para ellos, arte y
literatura, son disfrute y, sobre todo, son verdad, suprema verdad; religión y
fe. Escritura como ceremonia: rito sacralizado; también placer, juego y
entrega. La palabra desdobla el universo; se hace, ella misma, universo,
totalidad. En el caso de Lezama, cubano universal que, fuera de un corto viaje
a México durante su juventud, jamás salió de su isla, la escritura suplió
viajes y suplió experiencias; fue conocimiento y fue placer. Placer de la
escritura, placer del arte. Para Borges, por muchos años ciego, la palabra fue
luz y sabiduría dentro de un mundo oscuro y suyo que lo apartaba del resto del
mundo. Alguna vez, definió la ceguera como "estilo de vida". Soledad,
escritura y ceguera forman parte, en él, de un mismo símbolo. Borges hizo de la
palabra un espacio de sí mismo: vitalidad que magnificaba todos los argumentos
y sublimaba cualquier tópico.
El saber y el arte son eternos, como eternas
son las ideas, como lo es la belleza. De esa reflexión, de esa imagen, se
desprenderá una proposición muy reiterada en Borges: estudiar, dentro del
tiempo, la evolución de una idea a partir de los heterogéneos textos que ella
generó en autores separados por los años. Es, también, la imagen de las
traducciones (según Borges: reescrituras y recreaciones). Una obra -una idea-
es traducida por alguien en otro lugar, en otro tiempo; y en ese encuentro de
dos hombres alrededor de un texto, se produce una de las más maravillosas
formas de comunicación, de encuentro de espíritus. Es el caso, por ejemplo, de
Edward Fitzgerald y Omar Kayam. La traducción que el primero hace del segundo
es, para Borges, prueba de la atemporalidad universal del espíritu literario.
Éste se deposita en distintos destinos: el de Kayam, el de Fitzgerald.
"Toda colaboración -concluye Borges- es misteriosa. Ésta del inglés y del
persa lo fue más que ninguna, porque eran muy distintos los dos y acaso en vida
no hubieran trabado amistad y la muerte y las vicisitudes y el tiempo sirvieron
para que uno supiera del otro y fueran un solo poeta". El encuentro de las
ideas en la inseparable distancia del tiempo, no es sino una prueba más de la
eternidad del pensamiento. Implica que el hombre pueda trasladarse a diferentes
realidades: el futuro, el pasado, un sueño... El espíritu de la literatura está
en todas partes: aparece en medio del sueño o en la vigilia, genera pesadillas
o placidez, produce grandes obras literarias u obras mediocres. Nos acecha
siempre. Acompaña al hombre, testimonio indeleble de su paso por el tiempo.
Sabiduría y arte, belleza y verdad. El arte,
la escritura, son formas de poseer la verdad: de aprehenderla, de abarcarla.
Arte y perfección: evocación de las experiencias de los alquimistas en los
tiempos medievales. Búsqueda de la pureza, búsqueda del oro; trabajoso hallazgo
del objeto perfecto. Borges encuentra en la poesía un objeto de culto, de
pasión casi mística. El mismo, pervive en la memoria de sus lectores como un
laborioso demiurgo que confundió su vida y sus imágenes personales con
atemporales símbolos que el mundo ha repetido, repite y repetirá. Lezama, por
su parte, perdura en el recuerdo dibujado en la figura de un esotérico poeta
ocupado, a todo lo largo de su sedentarísima vida, en construir un mito
descomunal e incomparablemente propio.
Cercanía e indefinición de los límites que
separan la realidad de la literatura. Formulación de la vieja pregunta ¿Quién
es más real, Don Quijote o Cervantes? Personajes y seres humanos pueden
concebirse como producto de una mente superior que los piensa y los crea. Esa
sería la imagen más certera de la divinidad para Borges: una mente que piensa,
una mente que hace; una mente que, al pensar, hace nacer. Ese es el Dios que
Borges descubre: un ser que imagina a todos los hombres, a todos los seres, a
todas las cosas. Por eso El Quijote expresa para él la perfecta interrelación
entre la realidad y la ficción, la verdad verdadera y la verdad literaria.
Inquietud ante una escritura que juega con el mundo real y el mundo de ficción,
que introduce al uno dentro del otro. "¿Por qué nos inquieta -se pregunta-
que Don Quijote sea lector del Quijote. Creo haber dado con la causa: tales
inversiones sugieren que si los caracteres de una ficción pueden ser lectores o
espectadores, nosotros, sus lectores o espectadores, podemos ser
ficticios".
"Los poetas -dice Borges- son amanuenses
de un dios, que los anima contra su voluntad..." La escritura es un acto
sagrado, instante mágico en el cual un elegido -el poeta- reproduce la palabra
de un dios que habla por él. Vieja analogía entre dioses y poetas. Los dos
nombran. Los dos dicen. Al nombrar, hacen nacer; dibujan líneas de vida sobre
las cosas dichas. En la poesía, está el origen de una irremplazable explicación
de lo humano. Ella es anterior a la historia y su memoria. "Lo mitológico
-dice Lezama- es siempre esclarecimiento, árbol genealógico, combate donde los
dioses visitan a los guerreros, prole engendrada por los dioses y los
efímeros". En el estupor del hombre ante el universo, en su necesidad de
entender y conocer, está el origen de la literatura. Ella es ilustración, enseñanza,
saber anterior a todos los saberes; realidad otra, verdad particular, segunda
naturaleza. "Si digo piedra -explica Lezama- estamos en los dominios de
una entidad natural, pero si digo piedra donde lloró Mario, en las ruinas de
Cartago, constituimos una entidad cultural de sólida gravitación".
Obra total, libro único, texto sagrado:
imágenes similares de páginas irrepetibles que trascienden el tiempo y se
identifican a la eternidad. Página definitiva, libro definitivo: emblema de lo
humanamente inalcanzable; tarea sólo permitida a los dioses. Es la admiración
de Borges por la palabra que contiene la Verdad, única, con mayúscula. Palabra
síntesis del universo. Palabra final que encierre todos los saberes y todas las
devociones. Es la evocación de la Biblia o de la cábala judaica. Identificación
entre poesía y palabra de Dios; palabra escrita por Dios: absoluta, indudable,
irrefutable, única. Dios habla por ella, a través de ella. "La sola
concepción de ese documento (la Biblia) es un prodigio superior a cuantos
registran sus páginas. Un libro impenetrable a la contingencia, un mecanismo de
infinitos propósitos, de variaciones infalibles, de revelaciones que acechan,
de superposiciones de luz..." En la Cábala, existe una imagen que es
expresión máxima del poder del verbo: el mito del Golem; imagen de un hombre
hecho de barro que vive gracias a la palabra del Dios que lo nombra y lo
alienta. La sugerencia es fascinante para Borges. Repite -y magistralmente
resume- la milenaria imaginería de nuestra tradición judeocristiana: el
universo existe por el deseo de un Dios que es, ante todo, palabra; fuerza del
nombre, de un Nombre.
Ensayos, cuentos y poemas de Borges, juegan
con el tema de una aspiración: hallar la palabra que abarque, que cubra a todas
las otras; saber compendio de todos los saberes. Fetichismo de la palabra,
fetichismo de la escritura, fetichismo del libro que las contiene. Recuerdo la
novela de Umberto Eco, El nombre de la rosa y uno de sus temas esenciales: el
saber, la fuerza del saber y, también, la soberbia del saber. Como dice uno de
los personajes de la novela: "¿Cuál es el pecado de orgullo que puede
tentar al monje estudioso? El de interpretar su trabajo, ya no como custodia,
sino como búsqueda de alguna noticia que aún no haya sido dada a los
hombres". Querer saber lo que la mayoría ignora es el exceso del custodio.
Plenitud de la escritura. Un libro -una página, quizá sólo una palabra- puede
convertirse en el fin absoluto de una vida. Por hallarla, por ser el primero en
descubrirla, se es capaz de todo, incluso del crimen. Al mismo tiempo, la
biblioteca, lugar que protege la milenaria sabiduría de los libros, es el alma
y centro del monasterio. La misión sagrada del intelectual es perpetuar el
conocimiento, preservar las palabras, recoger su memoria. La representación que
hace el libro de Eco de la biblioteca es particular: inexpugnable,
todopoderosa; puede, incluso, ocasionar la muerte de quien la profane. Ella es,
también, un peligroso laberinto: el no iniciado corre el riesgo de perderse en
su interior para siempre. Biblioteca y universo, orden y azar (o azar dentro
del aparente orden): sin duda, cuando Eco escribía El nombre de la rosa fueron
muchos los símbolos borgianos que han debido acudir a su mente.
Frecuentemente Borges y Lezama juegan con
definiciones que les dictan su inteligencia y su imaginación. El ingenio
establece nuevos códigos, referencias otras que quiebran el terrible y estéril
espacio del lugar común. El placer de la escritura encierra el placer de lo
nuevo: hallar ideas, descubrir imágenes, idear conceptos con que definir
parcelas dentro de la infinita complejidad universal. Coincidencia y, a la vez,
diferencia entre Borges y Lezama: para el primero, escribir es conjurar
asombros, multiplicar razonamientos; para el segundo, la escritura es
elaboración de sentimientos e imágenes, articulación de una sensualidad
abrumadora superpuesta al concepto. En Borges, es la inagotable validez de la
especulación y la conjetura (sin conclusiones, especulación que deja todas las
puertas abiertas, todos los caminos libres; por otra parte, recuerdo que la
palabra "conclusión" le horrorizaba). En Lezama, es el estímulo de la
acumulación y del desciframiento. Sólo lo difícil es estimulante, dijo alguna
vez. Inteligencia y palabra identificadas en una correspondencia que se
esfuerza por comprender -¿abarcar? ¿repetir?- la vastedad del universo. La
palabra, la escritura, se convierte en diálogo del yo consigo mismo, empeñado
en aclarar -o al menos, ilustrar, convertir en figuración- el inacabable
asombro. Para Lezama la palabra, igual que la belleza, era un potens: fuerza,
inagotable posibilidad, creatividad acrisolada en el fuego de la sensibilidad y
de la inteligencia.
La palabra literaria, además de placer, es
también poder. Poder de la soledad. Poder de una expresión que nos pertenece y
ha sido tallada en la soledad de un espacio sólo nuestro. Trascendencia de la
palabra: capacidad de identificarnos verbalmente al interior de lo universal.
"No escribo para una minoría selecta, que no me importa -dice Borges en El
libro de arena- ni para ese adulado ente platónico cuyo apodo es la Masa.
Descreo de ambas abstracciones, caras al demagogo. Escribo para mí, para mis
amigos y para atenuar el curso del tiempo". Igual que Borges, tampoco
Lezama pareció preocuparse demasiado por la comprensión de sus lectores. Su
escritura luce como un acto indeclinablemente personal que, constantemente,
señala derroteros únicos, descifra enigmas particulares que sólo a su autor
pertenecen. En suma, no pareció sentir Lezama demasiada urgencia por ser
comprendido, por gustar, por hacerse entender dentro de usos convertidos en
códigos a la moda. No preocupó ni a Borges ni a Lezama el participar de una
modernidad hecha clisé. Sus obras penetran en la eterna atemporalidad de la
inteligencia y la belleza.
Borges hizo muy perceptibles sus afinidades
con algunos autores de la literatura universal. Abiertamente indicó sus
principales deudas literarias. "Quienes minuciosamente copian a un
escritor -dice- lo hacen impersonalmente, lo hacen porque confunden a ese
escritor con la literatura, lo hacen porque sospechan que apartarse de él en un
punto es apartarse de la razón y de la ortodoxia. Durante muchos años, yo creí
que la casi infinita literatura estaba en un hombre. Ese hombre fue Carlyle,
fue Johannes Becher, fue Whitman, fue Rafael Cansinos-Asséns, fue De
Quincey". Borges convirtió a temas y autores en símbolos a los que acercar
su propio rostro para dibujarse a sí mismo. Se metaforizó en sus proclamadas
devociones por ciertos hombres-nombres de la literatura universal. Figuras como
Quevedo, Flaubert, Valéry, Whitman, se convierten en particulares facetas del
eterno y universal espacio literario. Whitman: encarnación de una literatura
genésica, canto vital, himno primario de un mundo descrito con voz bíblica que
habla de fraternidad entre los hombres. Mallarmé: imagen de una exquisita
alquimia literaria, búsqueda solitaria de una obra única, escritura del libro
irrepetible en el que confluyen todos los actos, todas las experiencias, todos
los instantes de una vida. Quevedo: arrolladora palabra que, incluso en los
momentos más banales, apunta hacia la perfección. Swift: símbolo de una palabra
mordaz, amarga, siempre desenmascaradora de una estupidez humana abrumadora y
repetitiva; imagen también de un rostro: el de la destrucción final del artista
en el interminable abismo del deterioro, físico y mental. Flaubert: artífice de
una obra tallada en el fervor parsimonioso de muchos años. En toda esta galería
borgiana, destaca, particular, la imagen de Paul Valéry: encarnación de una
forma de vivir lo literario, de convertirse, él mismo, en literatura. La
identificación de Borges con Valéry alude, además, al horror que siempre sintió
el primero por los "énfasis" -teorías demasiado vociferadas o
vociferantes, dogmas, fanatismos e ideas defendidas con exceso de
grandilocuencia o de estupidez. La mesura, la lucidez, la inteligencia,
apartaron a Borges de las vehemencias excesivas. Terror del énfasis mas no de
la pasión. La pasión literaria lo acompañó durante toda la vida, y a ella supo
servirle con delicado fervor. Como ha dicho Drieu La Rochelle escritor que muy
tempranamente lo admiró: sólo los idiotas tienen miedo de sus pasiones. Los
genios no les temen: las convierten en símbolo trascendente, memoria
compartida, encuentro con el otro, con los otros.
Dice Borges: "Has gastado los años y te
han gastado,/ y todavía no has escrito el poema"... Vida y escritura:
tanto Borges como Lezama fueron precoces literatos. Nacieron a la literatura y
a la vida, casi a un mismo tiempo; hicieron, de sus vidas, literatura. Mito de
Borges y mito de Lezama: escritura convertida en rostro de sus rostros: vida y
palabra identificadas. La afirmación de Borges sobre Quevedo -"es menos un
hombre que una dilatada y compleja literatura"- es aplicable a él mismo y
a Lezama. Los epítetos "borgiano", "lezamiano", identifican
complejas vastedades literarias que, directamente, iluminan dos rostros. Los
rasgos de esos rostros evocan fe en el arte, convicción en la literatura como
la más auténtica de las certezas, devoción por la inteligencia creadora. Borges
y Lezama escribieron con sus vidas un texto interminable que creció hasta
cubrirlos convirtiéndolos en una más de sus páginas; texto-rostro de sus
rostros. En los dos, vida y literatura se unieron en temprano y definitivo
abrazo. La pasión que guió sus vidas fue literaria; y los dos sirvieron a esa
pasión, convirtiéndola en razón esencial de sus existencias: una sola y
definitivamente única, faz del hombre y del poeta.
© Rafael Fauquié 2005
Profesor Titular Jubilado
Universidad Simón Bolívar de Caracas
Espéculo Nº 29 marzo - junio 2005 Año X.
Revista de estudios literarios. Universidad Complutense de Madrid