El tema del barroco y el
neobarroco está vivo, muy vivo, en el mundo académico, en las artes y hasta en
la cultura popular de nuestros países, aunque en este último ámbito no se
exprese de manera clara y directa. Exposiciones,
películas, poesía, narrativa, congresos y estudios, eruditos o de tono más
popular, así lo comprueban. Y es que el
barroco y el neobarroco no son ideas esotéricas como a primera instancia podría
parecer y parece. Para Mariano Picón
Salas, quien bautizó nuestro barroco virreinal como Barroco de Indias, “…los
hispanoamericanos no nos evadimos enteramente del laberinto barroco. Pesa en
nuestra sensibilidad estética y en nuestras formas complicadas de psicología
colectiva.” (De la Conquista a la Independencia, 1944) Las palabras de Picón Salas están aún muy
vigentes. Pero a veces la discusión sobre nuestro barroco y nuestro neobarroco
se da en contextos que podrían parecer tener nada en común con lo que parece
ser un tema completamente elitista, aunque, por supuesto, su centro principal
sigue siendo el mundo académico. Por ello no debe sorprender la aparición de un
libro como el que recientemente ha publicado la profesora canaria Ángeles Mateo
del Pino, Ángeles maraqueros: Trazos neobarroc/cho/s/os en las poéticas
latinoamericanas (Buenos Aires, Ediciones Katatay, 2013).
De inmediato se hace necesaria
una explicación del título de este libro (*), al menos la de dos palabras del
mismo. Los términos neobarrocos,
neobarrochos, neobarrosos quedan combinados en la portada del libro con gráfica
y grafía un tanto posmodernas en neobarroc/ch/s/os. Los tres son
neologismos. Neobarroco, de más fácil
comprensión, es palabra que puso en circulación el cubano Severo Sarduy, uno de
los teóricos y cultivadores principales de esta corriente estética. Sarduy usa el término para discutir las
teorías y, sobre todo, la obra de su mentor, José Lezama Lima. Neobarroso fue invención del poeta,
antropólogo y ensayista argentino Néstor Perlongher quien también estuvo
profundamente marcado por las ideas y la obra del gran poeta cubano.
Perlongher, al postular la existencia de un neobarroco argentino, piensa en la
necesidad de crear un nombre propio que refleje su realidad nacional y la
producción estética de su país a partir de esa estética. Por ello mira al río que le da nombre a su
región, el Río de la Plata, río cuyas corrientes hoy cargan barro: la plata
virreinal es ahora barro posmoderno.
De ahí surge el neobarroso,
fenómeno artístico cuya existencia postula o propone Perlongher en varios
importantes textos. Por otro lado, la crítica chilena Soledad Bianchi,
estudiosa de las letras caribeñas y quien ha prestado atención especial a
ciertos escritores nuestros – especialmente a Edgardo Rodríguez Juliá –, se
deja guiar por Perlongher y mira a su propio río, el Mapocho, y crea el término
neobarrocho para referirse a ciertos rasgos neobarrocos, rasgos particularmente
chilenos, que la estudiosa halla en la obra de Pedro Lemebel. Postula Bianchi
la existencia del neobarrocho pues considera que se hace necesaria esa estética
para crear una categoría nacional que ayude a explicar la obra de este
importante cronista y narrador y de otros escritores chilenos. Neobarroco,
neobarroso, neobarrocho: en el fondo son manifestaciones de una misma estética
que, a pesar de sus posibles variaciones regionales o nacionales, se halla por
toda América Latina ya que en Brasil, en México, en Uruguay, en Colombia, en
casi toda nuestra América podemos hallar clara evidencia del cultivo de esta
nueva cara del viejo barroco.
Vamos al otro término del título
que requiere una breve explicación o comentario: ángeles maraqueros. Hay que aclarar que este título no es
manifestación de narcisismo de parte de la profesora Mateo del Pino. Estos
tocayos suyos que ahí aparecen vienen de Los pasos perdidos (1953) de Alejo
Carpentier, uno de los grandes pontífices del barroco y del neobarroco
latinoamericanos, en teoría estética y en práctica narrativa. En esta gran
novela el narrador, un musicólogo que se adentra en los campos de Venezuela y,
según se aleja de la ciudad, va entrando en un viaje en el tiempo, no sólo en
el espacio, ya que encuentra regiones que están aun en etapa pasadas de nuestra
historia. En ese viaje ve una iglesia
con relieves de ángeles músicos. Las imágenes de los ángeles con instrumentos
musicales se pueden hallar en las artes europeas desde la Edad Media, pero en
América Latina la misma tomó un carácter especial en el barroco, especialmente
en obras que están fuera del ámbito de las grandes ciudades donde el gusto y
las normas europeas eran predominantes o eran impuestas por las autoridades,
sobre todo por las eclesiásticas.
Recuerdo mi sorpresa al
encontrarme en la fachada de la catedral de Puno, en las orillas del Lago
Titicaca en Perú, relieves de sirenitas aindiadas que tocaban charangos,
instrumento de cuerdas típico de esa región.
¿Qué hacían esos seres mitológicos que no asociamos con la fe católica
sino con la cultura clásica griega en una catedral de la provincia peruana?
Eran claras muestras del sincretismo barroco, evidencia fehaciente de la
sobrevivencia de la cultura subordinada que la cultura dominante – española,
católica – intentaba en vano eliminar por completo y que surgía o afloraban
donde menos se esperaba, como en la fachada de esa iglesia peruana de
provincia. Las sirenitas con charango que vi en Puno son paralelas a los
ángeles con maracas que el personaje de la novela de Carpentier ve en una
iglesia de un poblado que en la obra representa el paso hacia el mundo
virreinal. (Recordemos que en la novela de Carpentier espacio y tiempo se
confunden.) De ahí y muy apropiadamente la profesora Mateo del Pino saca esos
ángeles que aparecen en el título de su libro.
Esos ángeles maraqueros son para mí como esos hoy famosos arcángeles
arcabuceros que hallamos en la pintura andina del barroco: muestra de que el
barroco latinoamericano es sincrético, híbrido, mestizo.
Explicado el título vamos al
contenido del libro. En éste se reúnen dieciséis trabajos sobre distintos
aspectos de la estética neobarroca.
Además el libro abre con un extenso e importante estudio preliminar de
la profesora Mateo del Pino. En este trabajo, donde se rastrea el desarrollo de
la estética neobarroca y su transformación en neobarrocha y neobarrosa, es de
gran importancia el comentario que hace de diversas antologías que han
aparecido en distintos países latinoamericanos y que recoge poesía que responde
a esta corriente estética. Al estudiar estas recopilaciones de poesía, Mateo
del Pino hace evidente la vigencia y la relevancia del neobarroco en nuestros
países. Ésta no es una imposición de los
estudiosos sobre la creación estética sino una realidad artística concreta que
se manifiesta en esas antologías y en obras de muchos escritores de la segunda
mitad del siglo XX y de nuestros días. Recordemos que ese tipo de libro – la
antología – representa la consolidación de una estética o la prueba de la
existencia de una forma particular de ver el arte. Las antologías muchas veces dicen aquí
estamos y proponemos una visión particular del arte: esa es una de sus
funciones y por ello son tan importante en el estudio de la historia de la
literatura.
Los dieciséis trabajos incluidos
en este libro se dividen en cuatro secciones que reúnen textos
colindantes. En la primera sección se
agrupan estudios sobre el neobarroco cubano y el brasileño. También aparece en esta sección un texto del
poeta uruguayo Roberto Echevarren que hay que leer casi como un manifiesto del
movimiento neobarroco y no como un estudio críticos del fenómeno. Hay que
recordar que Echevarren ha sido uno de los participantes más prominentes de
esta escuela poética y que sus antologías Transplantinos (1991) y Medusario
(1996), esta última producida en colaboración con el poeta cubano José Kozer y
el crítico mexicano Jacobo Sefamí, forman parte del cuerpo poético sobre el
cual se funda el concepto de neobarroco. La segunda parte del libro recoge
trabajos sobre el neobarroco rioplatense, el neobarroso, y la tercera sobre el
mismo en Chile, el llamado neobarrocho.
En la cuarta se recogen textos sobre la estética neobarroca en el
teatro, en las artes culinarias, en la música y en el cine. Aunque el centro de atención de los trabajos
recogidos en el libro parece tener un foco limitado ya que se concentran en
ciertos escritores de Cuba, de la región del Río de la Plata, de Chile y de
Brasil, en general éstos son muy sugerentes y sirven para estudiar otras
realidades estéticas desde el lente del neobarroco.
La lectura de Ángeles maraqueros…
me hizo volver a una idea que he venido rumiando desde hace tiempo: la
existencia de un neobarroco boricua o de lo que propongo llamemos
neobarroqueño: neobarroco puertorriqueño.
Los críticos e historiadores de las letras y de toda manifestación
cultural pueden construir figuras abarcadoras que sirvan para entender una
amplia gama de obras de arte. (Es lo que Henry James, el gran narrador
estadounidense, llamó “The Figure in the Carpet”, como tituló uno de sus
magistrales cuentos.) El barroco y el neobarroco son ese tipo de construcción.
Ni Góngora ni Sor Juana, ni Velázquez ni Vallalpando, ni de la Flecha ni Salas
se llamaron a sí mismos barrocos. Siglos después los historiadores de la
cultura propusieron esa categoría para entender su producción y la de su
momento. Y eso mismo es lo que propongo
que hagamos, que empleemos la categoría de neobarroqueño para entender nuestra
producción artística. El concepto no lo explicará todas nuestras
manifestaciones artísticas y no pretende así hacerlo porque todo no cabe en el
mismo, pero al menos nos ayudará a entender mejor parte del proceso de nuestra
cultura.
Creo que viene muy al caso una
pequeña aclaración de términos para no confundirnos. Barroco es originalmente
un periodo histórico (siglo XVII y parte del XVIII, aunque en Hispanoamérica
sobrevive hasta el XIX). En ese sentido
nosotros en Puerto Rico no tuvimos un barroco. Lo más cercano que tenemos a ese
sentido de barroco (más allá de algunas piezas de platería eclesiástica) es la
obra rococó (secuela del barroco) de Campeche: tímido ejemplo de barroco
histórico. Fuimos una colonia española
muy pobre para darnos el lujo de tener un gran barroco, como el de Perú, México
o Brasil. Pero barroco, para algunos, puede ser también un estilo que se
evidencia en cualquier periodo. Esta acepción es problemática, muy
problemática, y ha llevado a algunos, como a Alejo Carpentier, por ejemplo, a
postular que la cultura latinoamericana, desde siempre, aún antes de la llegada
de los europeos, ha sido barroca. Esa tesis, aunque muy poética, es difícil de
aceptar y por ello prefiero hablar de un neobarroco: una propuesta consciente y
premeditada de crear un nuevo estilo barroco para nuestros días, llámese
neobarroco o neobarroso o neobarrocho.
Mi propuesta hoy es postular la existencia de un barroqueño o un
neobarroco nuestro, boricua.
Un manifiesto neobarroqueño no
tenemos, aunque hay textos de Luis Rafael Sánchez, especialmente su conferencia
“Hacia una poética de lo soez”, por desgracia aun sin publicar, que podríamos
entender o aceptar como tal. Ese
importante texto y algunos otros de sus ensayos sobre el humor y la lengua
podrían servir la función de manifiesto del neobarroqueño. Pero lo más importante es que si vemos el
desarrollo de nuestras letras podemos ver claramente cómo se ha ido construyendo
una línea de herencia o una genealogía artística que agrupa a artistas que, sin
así decirlo, cultivan esa expresión neobarroca.
Palés, de Diego Padró, Belaval, Matos Paoli, Luis Rafael Sánchez, Ángela
María Dávila, Ana Lydia Vega, Manuel Ramos Otero, Mayra Montero: ése es,
recalco, un posible dibujo preliminar y muy incompleto de esa sucesión de
nuestros escritores neobarroqueños. Por
supuesto, el tema habría que discutirlo y analizarlo detenidamente para ver
cómo se ha ido construyendo esa secuencia que hoy propongo como herramienta de estudio.
Habría que ver si otros
escritores que a primera vista no caben en esa corriente – pienso en Tomás
Blanco, en Rosario Ferré, en José Luis Vega, en Rafael Acevedo, en Juan López
Bauzá – también tienen su puesto en esa cadena estética. Habría que pensar si esta corriente se
manifiesta también en otras expresiones artísticas, como en la música o en la
danza o en las artes visuales. Por ejemplo, ver la obra de Arnaldo Roche desde
esta perspectiva sería una forma muy válida y fructífera de entender una
pintura que clama a gritos que es neobarroca y, yo diría, neobarroqueña. La
obra de Oscar Mestey se destaca por su meticuloso rigor geométrico de
referencias neoclásicas, pero, ¿no será rasgo neobarroqueño esa alegoría que
parece extenderse a todo lo largo de su obra: el artista como arlequín? ¿No
podríamos colocar en este contexto la obra de Marta Pérez y la de Dafne Elvira?
¿Son Viveca Vázquez o Awilda Sterling danzantes y coreógrafas
neobarroqueñas? Todo está por verse;
aquí sólo sugiero vías para revisar o ver de otra manera (re-visar) nuestras
artes.
Habría que ver también qué rasgos
definen esa estética que proponemos como otro hilo unificador de nuestras
artes. Además de lo soez, rasgo que a
veces se manifiesta meramente como una agresividad política – pienso en “La
plena del menéalo” de Palés –, habría que apuntar el humor –un humor
irreverente y agresivo, como propone Sánchez en uno de sus tempranos ensayos–
como otro rasgos central de esa corriente neobarroqueña. También el manejo
esmerado pero arriesgado del lenguaje. Quizás porque a los puertorriqueños
siempre se nos ha impuesto, nos hemos dejado imponer y nos hemos impuesto
nosotros mismos el sambenito de que manejamos un español manco, tuerto, cojo y
gago, nuestros escritores han reaccionado a esa acusación con una súper
corrección – pienso en René Marqués, aunque no lo colocaría en esta cadena
estética – o con un juego muy neobarroco de combinación de la lengua popular,
el lenguaje vulgar, con un máxima corrección sintáctica. Ana Lydia Vega es un
caso ejemplar de esta tendencia neobarroqueña.
Pero, para mí, el rasgo que
distingue nuestro neobarroqueño de las otras nuevas versiones del neobarroco
latinoamericano es que, a pesar de que es una estética del exceso y que se
regodea en lo formal, especialmente en los malabarismos lingüísticos, nunca
pierde de vista su función política. Probablemente este rasgo nos venga de
nuestra situación colonial y del compromiso político que la mayoría de nuestros
artistas adoptan. Pero nuestro neobarroqueño busca una forma indirecta pero
profunda de intentar remediar este mal social.
Hay que apuntar que la propuesta
de estudiar nuestras letras y nuestra cultura desde la perspectiva de un
neobarroco que responda a nuestras propias circunstancias no es algo
nuevo. Ya en 1994, en un breve texto que
destila el saber y el pensamiento acumulados por décadas, Alfredo Roggiano, uno
de los más destacados estudiosos del barroco virreinal hispanoamericano,
apuntaba que “cada nación puede tener su propio Barroco” y que “cada investigador
o grupo de investigadores trata de rescatar al Barroco pro domo sua la
posibilidad más efectiva de los nacionalismos y razones de ser de la identidad
intrasferible de cada país, nación y continente, con todas las variedades que
se advierten y asignan”. (“Para una
teoría del Barroco hispanoamericano”.
En: Mabel Moraña (comp.), Relecturas del Barroco de Indias, 1994)
Nosotros también tenemos el
derecho a nuestro propio neobarroco, a nuestro neobarroqueño. Pero ese derecho no nos autoriza a la tergiversación
de nuestra realidad. No podemos de buenas a primeras ver toda obra como
manifestación de esta estética. Por ello
y como advertencia a no caer en el desenfreno neobarroco o neobarroqueño
debemos recordar las palabras de otra estudiosa del Barroco latinoamericano,
Carmen Bustillo, quien nos advierte que [n]inguna obra, por más “barroca” que
sea, presenta por supuesto todos los elementos anunciados, ni tampoco los
contiene con uniforme intensidad” (Barroco y América Latina, un itinerario inconcluso,
1990). Tenemos derecho a inventarnos
nuestro neobarroco, nuestro neobarroqueño, pero tenemos que tener mucho cuidado
al tratar de implementar esa óptica estética al examen de toda nuestra realidad
artística. En otras palabras, podemos
ser neobarroqueños, pero sin forzar esta categoría en toda manifestación
artística, sin convertirla en un nuevo lecho de Procusto.
Como estas breves páginas tratan
de confirmar, la excelente colección de ensayos recopilados por Ángeles Mateo
del Pino no sólo sirve para estudiar manifestaciones estéticas que ya reclaman
el nombre de neobarroco o neobarroso o de neobarrocho sino que incita a crear
nuevos campos de estudio. Por ello, propongo que exploremos la posibilidad de
crear una categoría para nuestro neobarroco que definitivamente existe, pero
que todavía está sin explorar ni bautizar. Propongo que lo llamemos
neobarroqueño. Pero, en verdad, lo que importa no es el nombre sino su evidente
presencia y vitalidad en nuestra cultura.
Sería otra manera de asociarnos a Latinoamérica y ver que somos sin duda
parte de ella. Es que evidentemente nuestros ángeles también son maraqueros,
aunque tocan a su propio son y aunque haya quien crea que tocan sin ton ni son.
(*) Ángeles maraqueros. Trazos
neobarroc-s-ch-os en las poéticas latinoamericanas. Editorial Katatay, Buenos
Aires, 2013. Edición, estudio preliminar y bibliografía a cargo de Ángeles
Mateo del Pino.