martes, 23 de julio de 2013

De dónde son los neobarrocos - Gonzalo Celorio


Hace poco más de quince años, Severo Sarduy publicó un ensayo inaugural, titulado "El barroco y el neobarroco" en el ahora imprescindible libro América Latina en su literatura.(1) En él advierte, sin pretender explicarla en términos históricos o ideológicos, la señalada presencia de la estética barroca en algunas manifestaciones artísticas de la cultura hispanoamericana -particularmente literarias y de origen cubano-, y se propone precisar formalmente el concepto "barroco", que ha ampliado su espectro semántico hasta la metáfora generalizada: "la tierra es clásica y el mar es barroco", recuerda José Lezama Lima; "el Popocatépetl es clásico y el Iztaccíhuatl es barroco", creo haberle oído decir a Fernando Benítez.

Como ejemplos de la utilización de los diversos recursos del barroco que ha consignado en su estudio, Sarduy hace referencia a Alejo Carpentier, José Lezama Lima, Guillermo Cabrero Infante. Estos mismos escritores cubanos han aludido en sus trabajos ensayísticos y en sus propias novelas a su filiación barroca.

Lezama Lima, en un brillante capítulo de La expresión americana, considera que el barroco, entre nosotros, más que un arte de Contrarreforma, es un arte de Contraconquista: el barroco adquiere en nuestro continente un carácter propio no sólo por las peculiaridades que imprimen los criollos en los modelos peninsulares sino también por el influjo de las culturas prehispánicas en el arte colonial, y por tanto es - piensa Lezama- signo de identidad y requisito de madurez para alcanzar nuestra emancipación cultural. Por así decirlo, el barroco es nuestro clásico, nuestro paradigma.(2)

Sin reprimir su libertad metafórica (aquella que lo lleva a hablar, por ejemplo, de barroquismos telúricos y de mulatas barrocas en genio y figura), Alejo Carpentier, por su parte, ha reiterado en sus novelas y en abundantes ensayos que nuestras manifestaciones culturales y literarias y aun nuestra naturaleza son y han sido barrocas.

Y Cabrera Infante, en novelas como Tres tristes tigres y La Habana para un infante difunto, ha exacerbado de manera explícita, a través de reflexiones metaliterarias, recursos que forman parte sustantiva del código estético del barroco, tales la parodia, la hipérbole, la paronomasia.

Contrariamente al intento de rigurosidad formal de Severo Sarduy, los términos barroco y neobarroco se han empleado, a partir de la publicación de dicho artículo, cada vez con mayor dispendio. Y es que los postulados de Sarduy, enriquecidos dos años después en su libro Barroco, que originalmente fueron aplicados de manera prioritaria a escritores cubanos, constituyen una tipificación, basada en la parodia y en el artificio, a la que virtualmente pueden responder muy diversas obras de la narrativa hispanoamericana contemporánea. Pienso, por ejemplo, en novelas que se sustentan en un lenguaje paródico como Los relámpagos de agosto de Jorge Ibargüengoitia y Terra nostra y Cristóbal Nonato de Carlos Fuentes; pienso en textos cuya referencialidad estriba preponderantemente en la cultura libresca (arte del arte = artificio), como ciertas ficciones de Borges y de Bioy Casares o numerosos capítulos de Rayuela; pienso en las grandes construcciones verbales a la manera de Paradiso, como El otoño del Patriarca de García Márquez o el discurso de Carlota en Noticias del Imperio de Fernando del Paso; pienso en la superposición de discursos en El libro de Manuel de Cortázar o en Cien años de soledad, donde Artemio Cruz o el bebé Rocamadour se suman a la prolífica lista de Aurelianos y José Arcadios... En fin, el propio modelo teórico de Sarduy propicia la extensión del término neobarroco a obras muy diversas, al grado de que no sería una exageración tomar la barroquicidad -si así se puede decir- como una de las señas de identidad de la narrativa hispanoamericana contemporánea.

Ignoro si mis apreciaciones contribuyan a precisar el término neobarroco o, por lo contrario, incrementen su dilatación. Como quiera que sea, creo conveniente mencionar algunos aspectos que rebasan las tipificaciones estrictamente formales y que aluden a ciertos rasgos de su contenido ideológico para enriquecer su significación. Sin comprometerme por ahora a desarrollar tales aspectos, de suyo complejos, me limitaré a enunciarlos y a aventurar un par de reflexiones al respecto. Voy a referirme primeramente a la deliberada intención de los escritores neobarrocos por articular un discurso que incluya elementos propios de la estética barroca -particularmente la parodia-; y, en segundo término, a las posibles implicaciones de tal intencionalidad. Quizás una diferencia entre los barrocos del siglo XVII y los neobarrocos de nuestros días consista en que aquéllos no sabían que eran barrocos y éstos vaya que sí lo saben. Gracián escribe su Agudeza y arte de ingenio pensando, acaso, que formulaba un tratado de preceptiva clásica (es decir ortodoxa). Los escritores neobarrocos, en cambio, se saben afines a la estética del barroco y utilizan propositivamente sus ingenios y sus agudezas. Tal intencionalidad puede antojarse artificial, pero digamos, en descarga de sus autores, que el barroco tiene como signo distintivo precisamente el artificio, y que por encima de la aventura, del abandono placentero a la proliferación, de la libertad y del capricho personal, el barroco es un arte prefabricado, como lo ha visto espléndidamente José Antonio Maravall: es un arte dirigido -esto es preconcebido y generalizado a través del Kitsch y es un arte conservador en tanto que la movilidad y la ruptura que parecen determinarlo son vanas apariencias; en tanto que su objeto primordial es la preservación de un sistema de valores culturales-. Así pues, la intención barroca, previa a la escritura, es parte de su barroquicidad. Pero, cuál es la finalidad de tal intención en el caso de los escritores considerados neobarrocos. Próximo a las tesis de Mijail Bajtin sobre la carnavalización, Severo Sarduy destaca la parodia como recurso pertinente del barroco. Dos son los mecanismos que, según el teórico cubano, utiliza el lenguaje paródico: la intertextualidad, que consiste en "la incorporación de un texto extranjero al texto, su collage o superposición a la superficie del mismo", y la intratextualidad, que se refiere a los textos "que no son introducidos en la aparente superficie plana de la obra como elementos alógenos -citas y reminiscencias-, sino que, intrínsecos a la producción escriptural, a la operación de cifraje -de tatuaje- en que consiste toda escritura, participan (...) del acto mismo de la creación".(3)

La intertextualidad se manifiesta en la inclusión, ya literal, ya modificada aunque reconocible, de otros textos. Pero más que en estas manifestaciones exteriores, visibles en la superficie del discurso, es en la intratextualidad donde habita entrañablemente el espíritu paródico del barroco. Así considerada, la parodia implica un doble discurso, una doble textualidad: un discurso referencial, previo, conocido y reconocible, que es deformado, alterado, escarnecido, llevado a sus extremos por el discurso del barroco. Tal operación supone un retorno; es en sí misma un retorno. La parodia, según entiendo, no es otra cosa que llegar, de regreso, al punto de partida y recuperarlo -esto es preservarlo, enriquecerlo- con los beneficios adquiridos en semejante periplo: la crítica (el sentido del humor, el homenaje) que la distancia y la perspectiva otorgan. La parodia, pues, no se limita a la burla del discurso de referencia: la parodia implica una actitud crítica que pondera, selecciona, asume, fija, recupera y preserva los valores culturales. En La rosa púrpura del Cairo, si se me permite poner un ejemplo cinematográfico, Woody Allen no orienta su discurso paródico a escarnecer el discurso fílmico hollywoodense de los años treinta; al parodiarlo, lo critica, le confiere un estatus, lo recupera para su propio discurso y le rinde el más amoroso de los homenajes: rescata su vigencia, es decir su dimensión y su valor históricos.

Esta parece ser, en la narrativa hispanoamericana contemporánea, la intención del discurso paródico: sentirse en posesión de una cultura y manifestar tal seguridad mediante la crítica: el juego, la reflexión, el reconocimiento. En efecto, nuestra narrativa se entretiene y se afana en articular un discurso parodiado, en que más abisme la distancia entre la ida y el regreso. Algunos ejemplos de este viraje extremo: En Paradiso, Lezama Lima llama al miembro viril "el aguijón del leptosomático macrogenitoma" distanciando así, gongorinamente, la relación entre el significado y el significante. Carpentier, en Concierto barroco, no se conforma con relatar la de suyo paródica mise en scene de una ópera con tema de Moctezuma, dirigida por Vivaldi en un teatro de Venecia, sino que llega a introducir carnavalescamente, al lado de Vivaldi, Haendel y Scarlatti, la batuta de Stravinsky y la trompeta viva de Louis Armstrong. En El mundo alucinante, Reinaldo Arenas hace que Fray Servando Teresa de Mier, si no lo estoy inventando motivado por la proliferante concatenación de hipérboles en la novela, se escape de la cárcel disfrazado de rata -así de grandes eran los roedores de las Caldas de Cádiz-. Severo Sarduy llega a identificar a Fidel Castro con el mismísimo Cristo Redentor en el capítulo titulado "La entrada de Cristo en La Habana" de la novela De dónde son los cantantes.

Es en esta medida extrema, arriba ejemplificada con casos de la literatura cubana, donde el neobarroco se aproxima a un tipo de producción artística cuya esencia estriba precisamente en la diferenciación entre la ida y el regreso. Hablo de lo que Susan Sontag denominó Camp y que Carlos Monsiváis aplicó con acierto a diversas manifestaciones de la cultura mexicana:

Camp es -reconociendo la falsedad, el anacronismo y la vigencia de esta división- el predominio de la forma sobre el contenido. Camp es aquel estilo llevado a sus últimas consecuencias, conducido apasionadamente al exceso. Camp es la extensión final, en materia de sensibilidad, de la metáfora de la vida como teatro (...) Camp es el amor de lo no natural, del artificio y la exageración (...) Camp es el fervor del manierismo y de lo sexual exagerado. Camp es el aprecio de la vulgaridad. Camp es la introducción de un nuevo criterio: el artificio como ideal. Camp es el culto por las formas límite de lo barroco, por lo concebido en el delirio, por lo que inevitablemente engendra su propia parodia. Camp en un número abrumador de ocasiones es (...) aquello tan malo que resulta bueno.

Algunas características que Monsiváis, siguiendo a Susan Sontag, atribuye al Camp son evidentemente afines a la estética del neobarroco y aplicables a diversas obras narrativas hispanoamericanas. Además de pensar en novelas como De dónde son los cantantes del propio Sarduy o El mundo alucinante de Reinaldo Arenas, pienso en otras que, hasta donde entiendo, no han sido estudiadas a la luz del neobarroco pero que podrían responder a los postulados de Sarduy, como Tres novelitas burguesas y La misteriosa desaparición de la marquesita de Loria de José Donoso u otras de Manuel Puig tales La traición de Rita Hayworth o Pubis angelical. Es evidente en ellas, para seguir con la dicotomía meramente didáctica de Monsiváis, el predominio de la forma sobre el contenido, amén de otros signos comunes al Camp y al neobarroco. Un lenguaje abundante, generoso y exquisito parece desperdiciarse en la frivolidad o decadencia de sus temas. Pero ¿no es el barroco, acaso, el arte del desperdicio, de la excrecencia?: "La exclamación inefable - dice Sarduy- que suscita toda capilla de Churriguera o del Aleijadinho, toda estrofa de Góngora o Lezama, todo acto barroco, ya pertenezca a la pintura o a la repostería: íCuánto trabajo! implica un apenas disimulado adjetivo: íCuánto trabajo perdido!, ícuánto juego y desperdicio, cuánto esfuerzo sin funcionalidad!"(4)

Precisamente tales signos de desperdicio garantizan que el objeto de la parodia ha sido asumido y superado. Estas novelas que pudieran considerarse neobarrocas son testimonio de que nuestro discurso novelístico goza ya de los saludables tributos de la crítica: el humor, el juego, la ponderación. Acaso por primera vez en nuestra historia literaria, toda una narrativa se significa por expresar abundantemente, generosamente -hasta el desperdicio- que va de regreso de las cosas; de regreso de su propia historia.

Agosto, 1988.

1 Severo Sarduy "El barroco y el neobarroco" en América Latina en su literatura. Coordinación e Introducción de César Fernández Moreno. 4ª ed. Siglo XXI. México, 1977. pp 167-184.

2 Cf. José Lezama Lima. La expresión americana. Alianza Editorial. Madrid, 1969. p. 78.

3 Severo Sarduy. Op. cit. pp 177 y 178.


4 Severo Sarduy. Op. cit. p. 182

viernes, 19 de julio de 2013

Sarduy, apoteosis del Neobarroco - Luis Álvarez Álvarez



El tema del neobarroco, tan importante en los estudios sobre el arte en el siglo XX, ha tenido un lugar importante en la reflexión ensayística cubana de ese mismo siglo. El asunto tiene un interés peculiar, pero no simplemente porque se haya producido, en el tercio final de la centuria pasada, una especie de auge intensificado de reflexiones europeas sobre el tema. No se trata meramente de una cuestión de resonancia con el pensamiento europeo, ni tampoco de simple presencia del tema en la ensayística de la Isla, sino de que, desde las diversas aristas en que ha sido abordado, se considera un componente de importancia en la cultura cubana e, incluso, de toda Hispanoamérica. Su interés mayor radica en que no ha sido abordado desde una perspectiva única y compacta, sino que, por el contrario, ha sido objeto de consideraciones de variado calado e intensidad. Como se indicó antes, la revitalización del Barroco como encuadre estético-estilístico, se viene produciendo, incluso, desde inicios del siglo XX: basta recordar el entusiasmo, que llegó incluso a la pasión, con que grandes figuras de la generación del 27 en España acogieron la relectura de Góngora, y sus inmensas consecuencias para la renovación poética en lengua castellana, no solamente en la Península, sino incluso en Hispanoamérica. La investigadora brasileña Irlemar Chiampi ha comentado acerca de este revival del Barroco:

Las revisiones, las relecturas y, sobre todo, las reivindicaciones del barroco han propiciado, en las últimas décadas, la aparición de varios puntos de vista para reconsiderar la crisis de la modernidad, así como para prestar apoyos teóricos para investigar el fenómeno del postmodernismo. Ensayos recientes como el de Gilles Deleuze (Le pli, 1988) o el de Guy Scarpetta (L’impureté, 1985), análisis incitantes como el de Christine Buci-Glucksmann (La raison baroque, 1984, y La folie de voir, 1986); o el panorama interpretativo de Omar Calabrese (L’etá neobarroca, 1987), para mencionar tan solo el “boom” europeo del Barroco, confirman el creciente interés por reevaluar el potencial productivo que tiene en la cultura actual una estética tan largamente  relegada al olvido.  Pero acaso sea más correcto decir que, en vez de un “boom”, tenemos más bien un nuevo “síndrome” del Barroco (a comienzos del siglo XX ocurrió el primero), muy revelador del malestar y —por qué no— de las patologías de la cultura moderna.[1]

La fascinación de la escritura barroca ha ejercido su fuerza a través de diversos momentos y autores de la literatura cubana. El propio José Martí, por ejemplo, al valorar las celebraciones realizadas en Madrid por el centenario de Calderón en la década del 80 del siglo XIX,[2]

Asumía, por momentos, modalidades estilísticas que recordaban la época barroca, pero que no incorporaban, de manera directa y nítida, una escritura a la suya propia: se trataba de un juego de ingenio, de un adorno erudito de la propia escritura, no confundida en absoluto con el texto calderoniano.

Uno de los grandes ensayistas cubanos del Barroco y el Neobarroco ha sido Severo Sarduy. Pero su diferencia con Lezama y Carpentier —con quienes forma Sarduy la tríada fundamental de la teorización cubana sobre el Barroco en el siglo XX— es esencial: tomando pie y arranque en las realidades culturales que contextualizan el arte barroco —ya europeo, ya hispanoamericano—, Sarduy ha construido un discurso teórico de firme acabado conceptual, donde la reflexión semiótica y culturológica en general se mantiene en primer plano por encima de la vivencia del poeta o el entusiasmo del narrador. Como Lezama, y más aún como Carpentier, Sarduy asume el artificio barroco como inseparable de la lengua literaria en español. En acotación a su obra teatral La playa, Sarduy consigna: “He tratado de significar este universo con el mínimo de elementos: un vocabulario reducido, repetitivo, ‘vaciado’. El barroco es la tendencia natural del español. Vaciar la frase es postular, otra vez, la literatura como artificio”.[3]

Si Lezama y Carpentier habían tomado como punto de referencia ocasional y epidérmico el Barroco histórico, Sarduy procede de una manera muy diferente: su visión no es ni vivencial ni sintética, su mirada es esencialmente culturológica, explicativa, cultural en un sentido amplio que incluye y valora profundamente el componente de la ciencia que coexiste con el Barroco histórico. Si Sarduy, como Carpentier, comprende que el Barroco se relaciona intensamente con una concepción del espacio, en cambio percibe con nitidez que el Barroco, en tanto arte, no es la única reflexión humana que, en los siglos XVI y XVII, se concentra en este tema. La Astronomía, que emerge con fuerza especial entre las germinales ciencias humanas, se lanzaba entonces a definir, a la vez, el espacio de la Tierra y el del Cosmos. Sarduy considera que los hallazgos astronómicos interactúan con la actitud estética y, en general, gnoseológica:

La reforma copernicana y la sumisión del espacio a la ley termina con esta concepción de la Tierra como extensión propicia a lo casual, a lo discretamente irracional. El planeta dejará de ser un escenario borroso que duplica sin acierto al celeste, ámbito del fenómeno opacado, cubierto —como el cielo se cubre—; al mismo tiempo que postula su marginalidad, el Cosmos copernicano, heliocéntrico, afirma su autonomía: no refleja ningún exterior, no es una región; lo que en él ocurre no es una repetición degradada. Ninguna esfera ideal lo modela.

La retombée de este gesto epistémico —su preparación mediata, su etiología inconexa— está, rigurosa isomorfía, en la transformación radical de sentido que tiene lugar en el espacio urbano y notablemente en el discurso que lo enuncia y así lo objetiva [...].[4]

De ese modo, su visión de la perspectiva barroca adquiere una dimensión más ancha, a la vez culturológica y noética. En tal sentido, se produce un desarrollo importante respecto al pensamiento de Lezama y Carpentier, y no solamente porque la teorización del Barroco encuentra en Sarduy un espacio más dilatado de meditación. Sarduy, por una parte, suscribe igualmente la, por así llamarla, vocación barroca y neobarroca de la América Hispánica; de modo semejante, las transculturaciones del Continente también son consideradas terreno especialmente fecundante para la aventura barroca de la cultura hispanoamericana. Ahora bien, Sarduy cala más hondo, tanto por su interés obsesivo en explicar la curiosidad barroca que Lezama había vivenciado poéticamente, como por su utilización inteligente de una serie de teorías que, en la segunda mitad del siglo XX, adquieren un enorme prestigio y funcionalización en la reflexión sobre la cultura. Sarduy, por tanto, no se detiene en la superficie temática del mestizaje, sino que se proyecta hacia un substrato cultural que Carpentier había intuido, pero no teorizado: la profunda transculturación hispanoamericana ha conducido a una carnavalización intensa, pues se han producido y continúan apareciendo inversiones socializadas de valores culturales, que son aprovechadas, de manera evidente o subrepticia, en la maquinaria cultural del Continente. A ello añade Sarduy una percepción eminente del dialogismo, es decir, de la peculiaridad hispanoamericana mediante la cual se intensifican, de manera imprevisible, los cruces de códigos, las transcodificaciones, la hipertelia semiótica. Más allá de la novela, espacio dialógico favorito de Bajtín, en nuestra América se construye un ámbito destinado a una multiplicidad de dialogismos (lingüísticos, míticos, rituales, arquitectónicos, culinarios, etc.). Todo eso llegó, incluso, al paroxismo del diálogo imposible, de la autonomía nómica del mensaje escrito, de manera que que, como expusiera Martin Lienhard en La voz y su huella,[5] el proceso de la Conquista resultase acompañado por una desmesura de la palabra, y en particular de la escritura, de manera que un puñado de españoles pusiera pie en la Tierra Descubierta, y minuciosamente uno de ellos leyese el acta de fundación de una ciudad inexistente, ante otro puñado de indígenas, que, siendo ágrafos, no percibían sino un diálogo enigmático entre un hombre y un pliego misterioso. Sarduy percibía, pues, en la aventura astronómica y en la aventura estética de la época barroca, una verdadera epopeya cosmológica:

Espacio del dialogismo, de la polifonía, de la carnavalización, de la parodia y la intertextualidad, lo barroco se presentaría, pues, como una red de conexiones, de sucesivas filigranas, cuya expresión gráfica no sería lineal, bidimensional, plana, sino en volumen, espacial y dinámica. En la carnavalización del barroco se inserta, trazo específico, la mezcla de géneros, la intrusión de un tipo de discurso en otro —carta en un relato, diálogos en esas cartas, etc.—, es decir, como apuntaba Bakhtine, que la palabra barroca no es solo lo que figura, sino también lo que es figurado, que esta es el material de la literatura. Afrontado a los lenguajes entre cruzados de América  —a los códigos del saber precolombino—, el español —los códigos de la cultura europea— se encontró duplicado, reflejado en otras organizaciones, en otros discursos. Aún después de anularlos, de someterlos, de ellos sobrevivieron ciertos elementos que el lenguaje español hizo coincidir con los correspondientes a él; el proceso de sinonimización, normal en todos los idiomas, se vio acelerado ante la necesidad de uniformar, al nivel de la cadena significante, la vastedad disparatada de los nombres.[6]

Mientras Lezama y Carpentier encararon el Barroco histórico de manera que su imagen sirviese como fundamentación y nutrimento de la cultura hispanoamericana, Severo Sarduy, colocado más cerca que ellos —y no se trata meramente de un caso de ubicación geográfica, sino, sobre todo, intelectual— del puente conector entre la reflexión hispanoamericana y la euroamericana, anticipa también, en esa década del 70 en que apenas comenzaba a discutirse el asunto, la reflexión sobre la crisis de la cultura moderna. Su pensamiento sobre el Barroco histórico, tanto europeo como hispanoamericano, se proyecta inconscientemente a preparar el camino, ya inminente, al debate sobre la postmodernidad —en el cual prefiero personalmente asumir la idea de que se trata de una fase autocrítica de la Modernidad—. Irlemar Chiampi comenta: “Artificio y metalenguaje, enunciación paródica y autoparódica, hipérbole de su propia estructuración, apoteosis de la forma e irrisión de ella, la propuesta de Sarduy —sobra decirlo— selecciona entre los rasgos que marcaron el barroco histórico los que permiten deducir una perspectiva crítica de lo moderno”.[7]

Es interesante notar que Sarduy merece la sospecha de ser, en efecto, portador de una lectura interesada del Barroco histórico, que, más allá de la enunciada aspiración a vivenciar, intuir, explicar culturalmente América, procura, al fin y al cabo con pleno derecho, aventurar un autoreconocimiento de los modos peculiares de creación artística del gran escritor camagüeyano. Sarduy especifica, de manera más insistente que Lezama y Carpentier, la relación entre Hispanoamérica y el Barroco, puesto que adelanta una explicación asentada en su propósito culturológico de ancho aliento y, al hacerlo implícitamente, subraya la cuestión de la interrelación entre el exceso y el vacío, entre el horror vacui y el mero juego despojado de solemnes significaciones referenciales, la agresión continua al lenguaje y la ambición de establecer una gramática:

El barroco, sobreabundancia, cornucopia rebosante, prodigalidad y derroche —de allí la resistencia moral que ha suscitado en ciertas culturas de la economía y la mesura, como la francesa—, irrisión de toda funcionalidad, de toda sobriedad, es también la solución a esa saturación verbal, al trop plein de la palabra, a la abundancia de lo nombrante con relación a lo nombrado, a lo enumerable, al desbordamiento de las palabras sobre las cosas. De allí también su mecanismo de la perífrasis, de la digresión y el desvío, de la duplicación y hasta de la tautología. Verbo, formas malgastadas, lenguaje que, por demasiado abundante, no designa ya cosas, sino otros designantes de cosas, significantes que envuelven otros significantes en un mecanismo de significación que termina designándose a sí mismo, mostrando su propia gramática, los modelos de esa gramática y su generación en el universo de las palabras. Variaciones, modulaciones de un modelo que la totalidad de la obra corona y destrona, enseña, deforma, duplica, invierte, desnuda o sobrecarga hasta llenar todo el vacío, todo el espacio —infinito— disponible. Lenguaje que habla del lenguaje, la superabundancia barroca es generada por el suplemento sinonímico, por el “doblaje” inicial, por el desbordamiento de los significantes que la obra, que la ópera barroca cataloga.[8]

La narrativa, la poesía de Severo Sarduy, trasuntan esta vocación apasionada por la estética neobarroca. De donde son los cantantes, por ejemplo, evidencia una poética que obliga a reconocer este libro como una obra que se ubica, en cuanto a voluntad de estilo que trasciende el marco específico de, por ejemplo, una gran novela carpenteriana como El siglo de las luces.  Es como si Sarduy delinease su espacio narrativo precisamente después de la amenazadora explosión en la catedral de Carpentier. En efecto, esta novela suya resulta una especie de recomposición prodigiosa de fragmentos incontables de códigos culturales, en una inmensa alegoría no solo de la cultura cubana en sí, sino también de la cultura humana en su sentido más amplio. Pero no es la superposición de factores, en cadenas secuenciales especialísimas, a la manera en que Carpentier trabaja su “real maravilloso americano”.  Sarduy, muy lejos de esto, en De donde son los cantantes se transparenta una deconstrucción permanente de secuencias semánticas de la cultura cubana, y, por lo mismo, de las culturas que, en su transculturación, configuraron la de la Isla. De aquí que el lector enfrente en esta novela un microcosmos donde, bajo la apariencia de un eje estructural constituido por los personajes recurrentes, estos se transforman proteicamente, una y otra vez, y asumen rostros diversos de la cultura cubana, en un diluvio de matizaciones, frases hechas (truncas), alusiones míticas, folclóricas, musicales, incluso del mundo de la más rasa propaganda comercial. Así, la novela se levanta en un dinamismo que no tiene ya que ver necesariamente con la acción argumental o con la sicología de los personajes, sino con una inacabable y torrencial muestra de factores de la cultura de la Isla, un caleidoscopio nacional que no se limita nunca al mero ejercicio lúdico, porque, en el fondo, opera con una poderosa mimesis de las grandes fuerzas cósmicas: centrípeta y centrífuga. Página a página, todo devuelve al lector a la médula misma de la cultura nacional en su devenir, pero, simultáneamente, todo parece transformarse, disolverse en su propio movimiento interno, creando espacios vacíos que, al instante, se llenan de imprevistas alteridades, de importaciones descaradas, de transformaciones de la perspectiva, de revalorizaciones prodigiosas.  Esta técnica, que aparecerá, con otros perfiles, en el resto de la obra de Sarduy, en esta polifónica novela adquiere un paroxismo y un fervor verdaderamente extraordinarios. Por ello, De donde son los cantantes es una transgresión de la novela canónica en la cual el argumento era el eje sustentador.

Otra gran novela suya, Cobra, es otro espléndido caso de construcción neobarroca. En esta obra se aprecia un enorme trabajo intertextual, en el que confluyen Lezama, la picaresca española con sus busconas y alcahuetas, el Museo Guggenheim, gráficos de complejas estructuras, poemas. A ello se añaden con juegos —verdaderos travestissements lingüísticos— con el estilo de las crónicas de la época de la Conquista:

Las casas eran hechas a manera de alfaneques, muy grandes, y parecían tiendas en real, sin concierto de calles, sino una acá y otra acullá, y de dentro muy barridas y limpias, y sus aderezos muy compuestos. Todas son de ramas de palma muy hermosas… Había perros que jamás ladraron, había avecitas salvajes mansas por sus casas, había maravillosos aderezos de redes y anzuelos y artificios de pescar…[9]

Cobra, por otra parte, constituye una reflexión obsesiva sobre la escritura misma. Así pues habla en primer término de que “La escritura es el arte de la elipsis”,[10] en lo que, por cierto, coincide por José Martí, quien en su día se refirió a que el arte de la oratoria radicaba sobre todo en un arte de eliminar la mucha verba, pues esta mata la elocuencia.[11] A partir de esta definición, se suceden una serie de otros axiomas alternativos: “La escritura es el arte de la digresión”, en lo que se expresa una cuestión fundamental para la narrativa de fines del siglo XX —piénsese en Manuel Puig— y de comienzos del XXI. La siguiente enunciación de la escritura está marcada por un claro dejo de lúdica ironía que funciona como un arabesco barroco para desautorizar el envejecido esquema del siglo XIX: “La escritura es el arte de recrear la realidad. Respetémoslo. No ha llegado el artífice himalayo, como se dijo, alhajadito y pestiferante, sino con un recién planchado y viril traje cruzado color crema —en la corbata de seda una torre Eiffel y una mujer desnuda acostada sobre el letrero de Folies Chéries”.[12] Las dos últimas definiciones corresponden a una perspectiva postmodernista y neobarroca: “La escritura es el arte de descomponer un orden y componer un desorden”,[13] en lo que se advierte también un reconocimiento del carácter abierto de la literatura, en particular de la narrativa, y una implícita aquiescencia con la idea de la lectura como co-creación en la cual el receptor reconstituye a su modo el texto literario. La última afirmación declara su enfática voluntad de trabajar insistentemente con la intertextualidad —consolidada su definición por Julia Kristeva y el grupo Tel Quel que Sarduy conoció directamente—, de lo cual la propia Cobra es un ejemplo extraordinario. Así, dice: “La escritura es el arte del remiendo. De lo que precede se infiere que: si el indio es tan priápico y gozador como habéis oído, nunca terminará de encubrir con sus signos la desnudez de las coristas ni las mismas podrán someterse impasibles a la torturante contemplación de sus dones”.[14]

Sarduy, en una escritura esencialmente neobarroca y desde una actitud de crítica punzante a los cánones de fases precedentes de la Modernidad, concentra su atención fundamental en el juego y rejuego de interconexiones de signos, jirones del lenguaje, alusiones traviesas, ecos que se asordinan gradualmente en la memoria cultural. Con ello construye un edificio extraordinario que, en su originalidad y sorprendente dinamismo, trasunta la fragancia poderosa del (neo) barroco criollo, de lo cubano indoblegable, trágico, sensual, atormentado y sonriente.

Notas:
[1] Irlemar Chiampi: “La literatura neobarroca ante la crisis de lo moderno”, en: Criterios. Revista de Teoría de la Literatura y las Artes, Estética y Culturología. La Habana. Nro. 32. Cuarta época. Julio-diciembre de 1994, p. 171.
[2] Cfr. José Martí: “El Centenario de Calderón”, en: Obras completas. La Habana. Ed. de Ciencias Sociales, 1975, t. 15, p. 119-120.
[3] Severo Sarduy: “La playa”, en: Severo Sarduy: Obra completa. Edición crítica. Gustavo Guerrero y François Wahl, coordinadores. Madrid. ALLCA XX, 1999, t. II, p. 1010.
[4] Severo Sarduy: “Barroco”, en: Obra completa, ed. cit., t. II, p. 1212.
[5] Martin Lienhard apunta, entre otras ideas: “El texto escrito, legitimado a su vez por otras «escrituras», expresa en última instancia la voluntad divina.” [La voz y su huella. La Habana. Ed. Casa de las Américas, 1990, p. 31].
[6] Severo Sarduy: “El barroco y el neobarroco”, en: Obra completa, ed. cit., p. 1395-1396.
[7] Irlemar Chiampi: op. cit., p. 177.
[8] Ibid., p. 1396.
[9] Severo Sarduy: “Cobra”, en: Obras completas, ed. cit., t. I, p. 570.
[10] Ibíd., t. I, p. 430.
[11] Cfr. Luis Álvarez: Estrofa, imagen, fundación: la oratoria de José Martí. La Habana. Ed. Casa de las Américas, 1995.
[12] Severo Sarduy: “Cobra”, en Obra completa, ed. cit., t. I, p. 332.
[13] Ibíd., t. I, p. 435.
[14] Ibíd., t. I, p. 439.